La épica y la nostalgia de un corrido mexicano: Solo quiero caminar (Agustín Díaz Yanes, 2008)

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Mientras películas españolas multipremiadas en los Goya son vertiginosamente olvidadas y confinadas en el sueño de los justos, otras van rehogándose a fuego lento, adquiriendo cuerpo, acumulando poso, haciendo músculo. El incomprensiblemente apartado Agustín Díaz Yanes (o dedicado al cine producido por canales de televisión, que es casi lo mismo) realizó en 2008 esta estimable secuela de su gran éxito de 1995, Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, una de las grandes películas españolas de la década y uno de las mejores interpretaciones de Victoria Abril, en el que quizá es el personaje femenino más importante del cine nacional de los últimos lustros, Gloria Duque. La fórmula de aquella primera película, la intriga rebañada en realismo social duro y sin concesiones ni respiros, violenta, sucia, impactante, de una extraña poesía épica destilada entre sangre, semen, plomo y lírica taurina, regresó trece años más tarde estilizada por la fotografía de Paco Femenía (premiada, esta sí, con el Goya) y acompañada de la música, que une la tensión del thriller con los aires andaluces y mexicanos, compuesta por Javier Limón, pero sin perder un ápice de sus señas de identidad y con un infrecuente, para el cine español, despliegue de concisión dramática y precisión narrativa.

El guion retoma el personaje de Gloria Duque, aunque el protagonismo en esta cinta es coral, dividido, aunque de forma un tanto descompensada, entre las cuatro mujeres cuyos actos condicionan el desarrollo de la trama y los hombres a los que se enfrentan. Estas cuatro mujeres, Gloria (Victoria Abril), Aurora (Ariadna Gil), Ana (Elena Anaya) y Paloma (Pilar López de Ayala) forman un osado grupo de atracadoras que prepara unos golpes que no escatiman en el uso de la fuerza bruta, tanto respecto a las cosas como frente a las personas. Gloria es una viuda que ha criado sola a su hijo; Aurora y Elena son un par de hermanas que transitan por el lado oscuro de la vida; Paloma es funcionaria de un juzgado, y acompaña sus actividades criminales con el ejercicio esporádico de la prostitución. Después del fracaso en el último golpe, que ha ocasionado el encarcelamiento de Aurota, Ana y Elena son contratadas para una fiesta ofrecida a unos narcotraficantes mexicanos que visitan el sur de España en viaje de negocios. Félix (José María Yazpik) se encapricha de Ana, y, súbitamente, le propone matrimonio. Gabriel (Diego Luna), un hombre mucho más frío y sensato, encargado de los trabajos más sucios y violentos, le advierte de su error, pero no consigue que Félix cambie de idea. Tras la boda, la presencia de Ana en México termina por arrastrar a sus antiguas compañeras, incluida Aurora cuando sale de prisión, pero en un modo inesperado: el descubrimiento del maltrato continuo al que Félix somete Ana y el conocimiento que Gloria tiene de los negocios de los narcos deriva en la planificación y ejecución de un peligroso plan que aúna el enriquecimiento y la venganza.

La película se construye sobre una continua sucesión de secuencias, cortas (de acción y preparación) y largas (de personajes y diálogos) que conforman un puzle de ritmo entrecortado que se dilata, no obstante, tal vez, demasiado (más de dos horas de metraje). Después del planteamiento inicial (del atraco fallido y la prisión de Aurora al enamoramiento, boda, distanciamiento y odio mutuo de Félix y Ana), todo confluye hacia la elaboración y ejecución de un atraco meticuloso y exacto, narrado con idéntica meticulosidad y exactitud, con una cadencia que recupera e «hispaniza» el tono clásico del noir Continuar leyendo «La épica y la nostalgia de un corrido mexicano: Solo quiero caminar (Agustín Díaz Yanes, 2008)»

Elemental, querido Holmes.

Texto publicado originalmente en Imán, revista de la Asociación Aragonesa de Escritores, en junio de 2016.

Rostros y rastros de Sherlock Holmes en la pantalla

Sherlock_Holmes_cabecera“Mi nombre es Sherlock Holmes y mi negocio es saber las cosas que otras personas no saben”. Toda una declaración de principios o carta de presentación que define (aunque no del todo) al personaje literario más popular del arte cinematográfico. Y es que, junto a una figura histórica, Napoleón Bonaparte (cuyo busto es clave en una de las más recordadas aventuras holmesianas), y otra, el Jesús bíblico, que combina la doble naturaleza de su desconocida realidad histórica y su posterior construcción literaria, política, mítica y religiosa, el detective consultor creado por Arthur Conan Doyle –se dice que tomando como modelo al doctor Joseph Bell, precursor de la medicina forense y entusiasta defensor de la aplicación del método analítico y deductivo al ejercicio de su profesión, de quien Conan Doyle fue alumno en la Universidad de Edimburgo en 1877– completa el podio de los personajes que más títulos cinematográficos y televisivos han protagonizado en la historia del audiovisual, pero es el único de los tres con dimensión exclusivamente literaria.

separador_25El cine ha sido al mismo tiempo fiel e infiel a Conan Doyle a la hora de trasladar el universo holmesiano a la pantalla. Infiel, por ejemplo, en cuanto al retrato de la figura del doctor Watson, al que se representa habitualmente como poco diligente, despistado, torpe, ingenuo y en exceso amante de las faldas, de la buena comida y de la mejor bebida, cualidades que no parecen propias, y así queda demostrado en la obra de Conan Doyle, de un hombre que ha cursado una carrera meritoria, que se ha especializado en cirugía y ha sobrevivido como oficial del ejército a complicados escenarios militares como Afganistán, lugar de algunas de las más dolorosas y sangrientas derrotas del imperialismo británico. Un hombre muy culto, que ha leído a los clásicos, sensible a las artes, en especial a la música, que lleva un pormenorizado registro de los casos de su compañero y mantiene al día álbumes de recortes con las principales noticias que contienen los diarios. Un hombre que se ha casado y enviudado tres veces, que participa activamente y cada vez de manera más decisiva en las investigaciones de su colega, y que trata a Holmes con la misma ironía con que su amigo se refiere a él en todo momento. Tampoco el cine se ha mostrado especialmente afortunado al aceptar en demasiadas ocasiones esa reconocible estética de Holmes, ese vestuario tan característico que en ningún caso nace de la pluma de Conan Doyle: su cubrecabezas y su capa de Inverness provienen de una de las ediciones de El misterio del valle del Boscombe en la que el ilustrador Sidney Paget convirtió en gorra de cazador lo que el autor describía como una gorra de paño; respecto a su famosa pipa se le atribuyen dos modelos, una meerschaum o espuma de mar que no existió hasta bien entrado el siglo XX y una calabash utilizada por el actor William Gillette (junto con la lupa y el violín) en las versiones teatrales a partir de 1899, cuando lo cierto es que el Holmes de Conan Doyle posee al menos tres pipas para fumar su tabaco malo y seco, una de brezo, una de arcilla y otra de madera de cerezo.

En lo que el cine sí se ha esmerado ha sido en la elección de intérpretes que pudieran encarnar a un héroe tan atípico como Holmes, atractivo, contradictorio, cautivador e irritantemente egomaníaco. Un adicto al tabaco de la peor calidad (célebre su enciclopédico opúsculo literario que cataloga y distingue entre los diferentes tipos de ceniza existentes en función del cigarro o cigarrillo del que provienen) y a la droga en la que busca salvarse del aburrimiento de la monotonía. Un virtuoso del violín, con preferencia por los compositores germanos e italianos, un melómano que conoce los recovecos más oscuros de la historia de la música lo mismo que se especializa en el dominio de una antigua y enigmática modalidad de lucha japonesa, un arte marcial olvidado denominado bartitsu. Un ser que expone abiertamente una atrevida ignorancia sobre conocimientos generales al alcance de cualquiera pero capaz de alardear de erudición de la manera más pedante cuando lo posee el aguijón de la deducción, que se tumba indolente durante semanas o se embarca en una investigación sin comer ni dormir en varios días. Un individuo cerebral que relega al mínimo la importancia de los sentimientos pero que es dueño de una vida interior inabarcable, con un elevadísimo sentido de la moral, no siempre coincidente con el imperante, gracias al que puede aplicar su particular concepto de la justicia si encuentra que la ley, utilizada con propiedad, choca moralmente con él (si, por ejemplo, una mujer asesina al causante de su dolor o si un ladrón roba a otro ladrón que arrastra un delito mucho más censurable, como alguien que ha asesinado previamente para robar). Y, no obstante, un hombre que falla, que puede salir derrotado, en lucha continua contra sus límites, que llega tarde, que piensa despacio o al menos no siempre con la rapidez necesaria, y que también puede ser víctima del amor. Un héroe que sabe ser humilde, ponerse del lado de los más desfavorecidos, ganarse la confianza de la gente porque no ejerce los métodos autoritarios y amenazantes de la policía, que en el criminal ve el mal pero también un producto social, la pobreza y la carestía que gobierna la vida de la mayor parte de la población bajo la alfombra del falso esplendor victoriano, que da una oportunidad al arrepentimiento y a la redención de los delincuentes menores pero que no duda en resultar implacable conforme a su privada idea de justicia, incluso de manera letal si es preciso, cuando no hay opción para la recuperación de la senda de la rectitud. En resumen, un héroe profundamente humano, alejado de cualquier tipo de poder superior. Continuar leyendo «Elemental, querido Holmes.»

Elemental, querido Holmes: Sin pistas (1988)

Acostumbrados estamos a que el cine, especialmente cuando proviene de Hollywood, adapte torpemente grandes obras literarias hasta el punto incluso de desvirtuar personajes inmortales introduciéndolos en situaciones estúpidas, sembrándolos de inconsistencias, incoherencias o características chapuceras de las que carecen en el original literario o, simplemente, alterando las tramas y situaciones hasta desnaturalizar las historias, sus claves, sus valores y sus protagonistas. Esto, que antaño era terreno exclusivo para la parodia, con el tiempo y el mal proceder de algunas producciones se ha convertido en moneda corriente; tal es así, que directamente hay obras literarias, cuanto más famosas en mayor grado, de las que no existe ni una sola adaptación potable. Pero, afortunadamente, también se da la situación contraria, la capacidad de unos pocos genios para, partiendo de personajes inmortales, ser capaces de innovar, de introducir matices, cambios, de atreverse a ir más allá con otras tramas, situaciones y vivencias alejadas de los libros de ficción o de las crónicas históricas, y resultar magníficas. Un caso palmario es la excelente Robin y Marian de Richard Lester (1976). Sherlock Holmes y el doctor John Watson, los eternos personajes de sir Arthur Conan-Doyle (contrariamente a lo que se piensa no obtuvo el título de caballero por su obra literaria detectivesca, sino por sus ensayos literarios sobre la guerra contra los bóers en África del Sur), han sufrido las dos caras de la moneda: reducidos a mera idiotez estrambótica por las películas de Guy Ritchie pero también elevados y santificados por la genial -aunque incompleta, mutilada- La vida privada de Sherlock Holmes (Billy Wilder, 1970). Entre una y otra se encuentra esta Sin pistas (Without a clue), dirigida en 1988 por el televisivo Thom Eberhardt, que se atreve a mutar las personalidades, comportamientos y esencias de las clásicas novelas y relatos de Holmes sin por ello contradecir las notas que les son características, ofreciendo una historia amena, entretenida, divertida y plena de humor inglés.

John Watson (Ben Kingsley, de nombre real Krishna Bhanji) es un médico militar, veterano de las campañas de Afganistán (desastrosas para el Imperio Británico, por cierto), que vive en Londres ya retirado y gracias a su pensión. Como en los clubes y círculos sociales que frecuenta y de los que no desea ser excluido su afición en este tiempo, la investigación y resolución de casos policiales, está muy mal vista, como todo lo que suene a plebeyo o mundano, tiene que desempeñarla digamos «de tapadillo», y por eso ha inventado una figura admirable, íntegra, infalible, un prodigio de mentalidad deductiva y un tesoro de habilidades de lo más útiles pero infrecuentes, un detective consultor llamado Sherlock Holmes. Mientras podía asesorar a distancia a incompetentes de Scotland Yard como el inspector Lestrade (Jeffrey Jones) desde el 221 B de Baker Street, todo iba bien: obtenía crédito público para su personaje, su otro yo, mientras que ganaba cuantiosos beneficios gracias a la impresión de sus historias en el Strand Magazine (una de las revistas que en la realidad publicó los relatos de Conan-Doyle, y que ya aparecía también en la película de Wilder como lugar en el que Watson publicaba sus diarios de las investigaciones). Pero, a medida que la cantidad y la entidad de los casos a resolver se hacía más compleja y la expectación hacia Holmes crecía entre el gran público, Watson necesitaba encontrar una solución al hecho de no poder presentarse personalmente como detective, bajo riesgo de que sus conocidos y amigos de la alta sociedad renegaran de él. La suerte, la casualidad y la inspiración de su genio le trajeron la vía de escape: contratar a un mal actor, acabado y patán, Reginald Kincaid (Michael Caine, de nombre real Maurice Joseph Micklewhite Jr.) para dar vida a su detective, Sherlock Holmes (Kincaid es tan pésimo como actor que la única crítica «positiva» que es capaz de recordar dicha de él alaba su capacidad para despertar risas… en un drama). Lo que en principio es una fructífera asociación (Kincaid aprende las lecciones que Watson le repite sin cesar y no hace sino exponer los casos resueltos en público siguiendo las instrucciones que su jefe le transmite) empieza a estropearse cuando «Holmes» se ve crecido, absorbe el protagonismo público, y da la impresión de sentirse autosuficiente, de pretender volar solo. La incompetencia de Kincaid y sus malas maneras con Watson en privado -aparte de su carácter borrachín, mujeriego, vividor, informal- hacen que la sociedad se rompa. Watson crea un nuevo personaje, «El Doctor del Crimen», pero no tiene éxito y nadie le hace caso fuera de Baker Street. Por lo que, cuando el responsable del Banco de Inglaterra se presenta una noche junto con Lestrade en las habitaciones del famoso detective para comunicar el robo de las planchas auténticas que sirven para fabricar los billetes de cinco libras, a Watson, que sospecha que su viejo enemigo, el profesor Moriarty (Paul Freeman), anda en el ajo, no le queda más remedio que volver a contratar a Kincaid, porque sin Holmes no hay caso…

Con modos y maneras televisivos, Eberhardt nos conduce con pulso firme, tono ligero y gran fidelidad a los esquemas de las historias canónicas de Holmes y Watson (excepto, como se ha dicho, en la verdadera naturaleza y relación entre ambos) por un misterio de robo, secuestro e investigación minuciosa en los típicos ambientes manejados por Conan-Doyle, Continuar leyendo «Elemental, querido Holmes: Sin pistas (1988)»

Mis escenas favoritas – La vida privada de Sherlock Holmes

¿Hay algo de cierto en los rumores que dicen que entre Sherlock Holmes y el doctor Watson había algo más que amistad y camaradería? Billy Wilder, en 1970, analiza esta cuestión, entre muchas otras, en su magistral La vida privada de Sherlock Holmes.

Escena que aprovechamos para invitar a nuestros queridos escalones a la segunda sesión del III Ciclo Libros Filmados, organizado por Fnac Zaragoza-Plaza de España y por un servidor de vuecencias, que tendrá lugar el próximo martes 28 de febrero de 2012 a las 18:00 h. Un absoluto gozo de película que en su día fue un fracaso de crítica y público; sin embargo, con el paso del tiempo no hace sino crecer en calidad y maestría. Estaremos encantados de compartirla con la asistencia y de disfrutar una vez más de un buen rato en compañía de los personajes de Conan Doyle. Pasados, eso sí, por el filtro canallesco de Wilder, pero sin perder su esencia y su naturaleza. No como hacen otros…

III Ciclo Libros Filmados. Fórum de Fnac Zaragoza-Plaza de España.
– 18:00 h.: proyección
– 20:10 h.: coloquio con un servidor, en el que, además de darle una patada en el culo a Guy Ritchie y a sus porquerías sobre Sherlock Holmes, hablaremos del «Enigma Wilder»: ¿por qué se desentendió Billy Wilder de un proyecto que acarició durante años y que pudo abandonar antes de finalizar el montaje sin motivo aparente? Un buen caso para Holmes y Watson.

Un caso para Sherlock Holmes: el problema de la adaptación literaria al cine a propósito de El perro de Baskerville

«El público quiere un Sherlock Holmes más físico». Tamaña estupidez (y lo peor, vistas las cifras de taquilla, es que es una estupidez acertada, quizá porque el público lo que quiere es físico, sea o no Sherlock Holmes) la afirma, cómo no, Guy Ritchie, el autor material que ha perpetrado la última fechoría contra los clásicos de la literatura a manos del sindicato de directorcetes de cine, bien incapaces de crearse una voz y un estilo propios a la hora de narrar historias, bien cuyo talento, atrapado en una única forma de contar todo envoltorio y nada de chicha que reproducen una y otra vez en cada trabajo, carecen de verdarera inteligencia y pericia cinematográficas para salirse de ella y mantener su nivel recaudatorio a la vez que progresan en lo artístico, como es el caso del británico en cuestión. Valga que la película de marras sea de encargo, pero siempre se puede decir que no, a no ser que se carezca de talento y ambición para hacerlo mejor.

Disponer de una amplia gama de relatos de Sherlock Holmes y, sin embargo, apostar por un cómic bastante poco riguroso es sin duda uno de los indicios de mediocridad que avalan el resultado final. Pretender innovar en un campo en el que se han hecho tantas cosas, mejores y peores, y en el que existen ya un buen número de visiones altenativas, desde La vida privada de Sherlock Holmes a El secreto de la pirámide (con aspectos directamente fusilados por Ritchie), pasando por la serie de dibujos animados japonesa de Miyazaki, es el camino más corto al plagio descarado o a la irreverencia frente a personajes y situaciones y, por extensión, a los millones de lectores para los que Holmes forma parte de su imaginario colectivo al mismo nivel universal que, por ejemplo, Don Quijote y Sancho. Y aunque el Holmes de Ritchie no es, en última instancia, tan infiel (aunque lo es) al original como cabría esperar, sí es cierto que no reconocemos al auténtico Holmes en la piel de ese vulgar macarra mamporrero que encarna estupendamente Robert Downey Jr. Por el contrario, en anteriores versiones, quizá igualmente inexactas en lo que a la figura del protagonista se refiere (su «uniforme» de la gorra de cazador y la capa de cuadros, la pipa y el continuo «elemental, querido Watson», inexistentes en las obras de Conan Doyle) y que han configurado una visión colectiva del personaje un tanto distante de su verdad literaria, no nos cuesta nada identificar las notas características de un personaje inmortal, aunque en algunas versiones perpetradas con extraños fines propagandísticos el Holmes de Basil Rathbone, por ejemplo, se las tuviera que ver con agentes alemanes o en tramas de espionaje internacional en un clima prebélico.

En cualquier caso, para contrarrestar el mal sabor de boca dejado por esa especie de Sherlock Holmes de Guy Ritchie, nada mejor que volver la vista atrás, en concreto a 1959, y sumergirse en la adaptación que Terence Fisher hizo de una de las más recordadas historias del detective, El perro de Baskerville, ya filmada en 1939 con Rathbone en la piel de Holmes y, esta vez, con otra de las caras más reconocibles del famoso sabueso: Peter Cushing. Continuar leyendo «Un caso para Sherlock Holmes: el problema de la adaptación literaria al cine a propósito de El perro de Baskerville»

Cine en serie – Lock & stock

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POKER DE FOTOGRAMAS (II)

Guy Ritchie es director de una sola película. Esto se dice de muchos directores y cineastas, en particular en el caso de Woody Allen, sobre el que decir que lleva rodando la misma película toda la vida es tan tópico como falso. Pero resulta que, en lo que a Ritchie respecta, es una afirmación de lo más ajustada. Aguardando con algo más que escepticismo su proyecto de Sherlock Holmes, cuyas primeras imágenes han de indignar a los buenos seguidores del detective, tanto por la, a priori, pésima elección del casting (Robert Downey Jr. como Holmes y Jude Law como Watson), como por algunas de las situaciones y de las estéticas que muestran las primeras imágenes disponibles, lo cierto es que las tres únicas películas de Ritchie más conocidas y mejor valoradas por crítica y público (la que nos ocupa, Snatch, cerdos y diamantes y RocknRolla) son auténticos clones, fotocopias unas de otras. Una fórmula, inspirada en la moda impuesta en los noventa por el cine de Tarantino, salpicada de algunas notas de costumbrismo y también de típica ironía inglesa pasada por un filtro de lenguaje grueso que funciona y en la que se siente como pez en el agua, nada que ver, afortunadamente, con sus infumables trabajos con su antigua esposa, la pseudo-cantante Madonna, pero que de repetida, va perdiendo fuelle.

En su celebrado debut, Ritchie nos introduce ya en su universo favorito: los sórdidos bajos fondos de Londres, un mundo de gángsters de toda condición, de corredores de apuestas, de jugadores de poker y tipos duros, de matones a sueldo, de esbirros y gorilas, de mujeres imponentes y de carácter, de mucho dinero y de muchos ávidos por conseguirlo. En ese ambiente, Eddie (Nick Moran), un joven jugador de cartas con antiguos problemas de ludopatía, convence a tres amigos suyos (Jason Flemyng, Dexter Fletcher y Jason Statham, en lo que supuso el lanzamiento de su carrera como duro del cine de acción) para poner en común sus ahorros y participar en la gran partida de poker organizada por Harry “El Hacha”, un mafioso del barrio que tiene negocios con los más importantes tiburones del crimen organizado británico. La partida está amañada y Eddie y sus amigos no sólo pierden todo el dinero sino que acumulan una deuda desorbitada que deben pagar en una semana, con sus vidas y el local de copas de su padre como aval. La única solución consiste en asaltar el floreciente negocio de tráfico de marihuana de unos chicos del barrio y llevarse sus cuantiosos ingresos, pero el intrépido cuarteto no sabe que todos ellos, gángsters y traficantes, deudores y matones, cobradores y rufianes, forman parte de un intrincado juego de deudas pendientes, relaciones subterráneas, tratos que no se cumplen y traiciones por interés, en el que las ambiciones de todos se encuentran entrelazadas y son origen y fin de problemas, encontronazos y no pocos disparos.

Ritchie parte así de un clásico, la cadena de acontecimientos violentos originada como consecuencias de deudas de juego impagadas, el sempiterno conflicto entre quien debe dinero, el acreedor, casi siempre un mafioso o un hombre de negocios turbios, y los gañanes que le hacen a éste el trabajo sucio de sacarle los cuartos a quien no los tiene o cobrarse en rotura de huesos y quién sabe qué más. Continuar leyendo «Cine en serie – Lock & stock»

Estupendo cine juvenil: El secreto de la pirámide

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Pensemos en qué es lo que denominamos actualmente «cine juvenil»: ¿es el cine protagonizado por jóvenes? ¿El de dibujos animados? ¿El que nos toma a todos por chavales hormonados? ¿El que da por sentado que el cerebro de los adultos se halla todavía en formación y que tanto da un público que otro? ¿El que ofrece con fines de puro entretenimiento historias con tratamiento arquetípico, ligero, previsible, con educadoras y formadoras intenciones de moraleja? ¿El que asume como propios aquellos aspectos y presupuestos que, generalmente inoculados por la publicidad, convencionalmente atribuimos a los jóvenes de nuestra época? Pensemos en el cine «juvenil» que se estrena hoy en día: ¿va dirigido realmente a los jóvenes o más bien se pretende convertir a todo el público en juvenil? ¿Las historias que relata realmente están diseñadas para el público de esa edad? El cine juvenil es todo lo enunciado más arriba, pero sobre todo, cabe concluir visto el panorama, que la categoría anteriormente conocida como cine juvenil y que tantos y tan buenos productos ofrecía, ya no existe, las barreras de edad a la hora de escoger determinados productos han desaparecido, como antes sucedió con la literatura y con la música popular o comercial. El problema, es que esta igualdad entre público adulto y joven no se ha hecho al alza, por un extraordinario desarrollo intelectual o una madurez adelantada de nuestros jóvenes, sino a la baja, por todo lo contrario, la idiotización masiva de cantidades ingentes de público adulto y de quienes diseñan productos planos y banales para ellos en aras de la creatividad con fines comerciales y de la eterna, y deliberadamente tendenciosa, confusión entre el concepto de entretenimiento y el de pasatiempo. Demos un paso más; pensemos en las revistas especializadas en música: ¿qué hueco ocupan en ellas los discos infantiles o juveniles (aunque la música de muchos artistas de «renombre» en realidad parezca dirigida a ellos)? Con suerte, un apéndice reducido al final. Sigamos con las revistas literarias con cierto rigor: ¿qué espacio dedica a la literatura infantil o juvenil, fenómenos editoriales masivos aparte? Pensemos ahora en las revistas o programas de televisión de cine que acaparan el mercado: ¿cuántas películas realmente, de entre las que aparecen, parecen estar dirigidas a gente adulta y pensante por sí misma? El resultado de la comparación es evidente. Y desolador.

Como en casi todo lo relacionado con la excesiva importancia que se da al éxito recaudatorio en el cine de hoy, la cosa empieza en George Lucas, adalid del cine juvenil por excelencia y, sobre todo, por su compinche Steven Spielberg, ambos grandes directores de productos para jóvenes, pensados y diseñados para ellos (lo cual es muy distinto a pensar y diseñar un producto para infantilizar adultos, empeño casi exclusivo de la mayor parte del Hollywood actual en la pretendida consecución de un continuado éxito «fácil») que además son muy del gusto del público de más edad, auténticas obras maestras del entretenimiento, y que sin embargo, salvo alguna excepción puntual, han fracasado repetidamente cada vez que han intentado madurar sus productos para un público más activo, exigente o preparado. Pero el éxito ha provocado la (mala) imitación del modelo hasta la saciedad, la invasión de todos los géneros y temáticas, y la confusión de productos y destinatarios, error éste al que la mayor parte del público, americano en su mayoría pero cada vez más también fuera de Estados Unidos, se ha entregado en lo que es un fenómeno incomprensible de síndrome de Peter Pan colectivo: el cine juvenil ha terminado copando todo lo que se conoce como cine de entretenimiento, con la connivencia de un público que justifica su autoindulgencia en la coartada de que no se acude al cine a pensar, a ver desgracias, sino, simplemente, para evadirse de un mundo demasiado feo, como si lo que viera en las salas lo mejorara. Más que síndrome de Peter Pan constituye un ejercicio de autosedación, de voluntaria adicción a una droga que desactive las neuronas. Sin embargo, tanto Lucas como Spielberg no dejaron en el mejor momento de sus respectivas carreras de apostar por productos dignos y cuidados para el público joven (sus filmografías como productores dan fe) y El secreto de la pirámide es un buen ejemplo de ello. Continuar leyendo «Estupendo cine juvenil: El secreto de la pirámide»