La acusada impersonalidad de Ridley Scott como cineasta viene normalmente acompañada de un empeño ansioso y desmesurado, coreado por parte de la prensa «especializada», por ser considerado autor, como si la categoría de director comercial no le bastara y deseara verse a sí mismo dentro del particular Olimpo que para muchos supone ser catalogado como «artista». De ahí que en su cine se perciban fundamentalmente dos características: la primera, una notable falta de capacidad para articular un universo creativo propio y, como resultante de ello, la necesidad de tantear aquí y allá en los distintos géneros sin insertarse en ninguno y de acudir repetidamente a fuentes ajenas con las que elaborar una arquitectura temática, narrativa y dramática pretendidamente particular; la segunda, un esteticismo -que no estética- que basa su fuerza en los efectismos, en «marcas de identidad» visuales que se repiten una y otra vez de película a película, entre tonos y géneros de lo más dispar, y que, carentes por lo general de sentido narrativo, de valor simbólico, metafórico o artístico alguno (por no hablar de puesta en escena), suelen quedarse en eso, en mero entorno decorativo, simple escenario aséptico que permita al espectador identificarle, reconocerle allí donde la fuerza de sus historias carece de todo punch y donde acusa la falta de coherencia y la solidez de un discurso propio . En ocasiones, esto le resulta suficiente: el público generalista a menudo acoge con benevolencia y agrado sus propuestas, por más demenciales que éstas puedan ser a veces. Por lo común, en cambio, y más allá de sus primeros aciertos, siempre mezcla de elementos ajenos -los duelos a espada de Joseph Conrad, la mixtura entre ciencia ficción y cine de terror o cine negro de los años 40- sus obras, en conjunto, se acercan más al trabajo videoclipero de su desafortunado hermano Tony que a la trayectoria de un cineasta de empaque.
Ejemplar en este sentido es Thelma & Louise (1991), una de sus más celebradas películas y, probablemente, la mejor recibida después del estupendo periodo inaugural del director (del 77 al 82) a pesar de resultar profundamente esquemática, facilona y superficial, o por eso mismo. A ello han contribuido, y no poco, ciertos planteamientos de corte feminista que, sorprendentemente, ven en la película un vehículo apropiado para la reivindicación de sus, por lo común, justas y convenientes reclamaciones, sin que, bien mirado, haya excesivas motivaciones para ello durante los 127 minutos de metraje. Pero, más allá de postulados propagandísticos cogidos muy por los pelos, la película no deja de ser una traslación canónica y previsible, como en cualquier road movie que se precie, de la idea de viaje como metáfora del proceso de aprendizaje, conocimiento y liberación física y mental de los personajes respecto a ellos mismos, en interacción mutua y frente al mundo que los rodea. Una fórmula, en el caso de Scott, que le vale para creer que con eso ya tiene suficiente para terminar de montar una historia, cuando en realidad se trata únicamente de un planteamiento que no llega a desarrollar con acierto.
En este caso, el punto de partida viene establecido por el deseo de dos mujeres -Thelma (Geena Davis), una chica sencilla y algo ingenua casada con un auténtico bicho, un tipo violento y rudo que la ningunea, la esclaviza y la maltrata, de obra y de pensamiento, y Louise (Susan Sarandon), más veterana y sabia, que mantiene una relación satisfactoria con un tipo que la comprende y la apoya (Michael Madsen) pero cuyas coordenadas de vida, un día a día prisionero entre la casa y el trabajo en una hamburguesería, la ahogan sin cesar- de permitirse una escapada de ese mundo estrecho y gris que las atenaza. En el descapotable de Louise, parten para regalarse unos días de descanso, tranquilidad y comprensión mutua. Pero algo se tuerce: en una parada en un bar de carretera, un vaquero fanfarrón, machista y tosco, una fotocopia del marido de Thelma en realidad, después de tontear juntos en la pista de baile intenta violarla en el aparcamiento, y la temperamental Louise lo mata de un disparo. De este modo, la inocente escapada de fin de semana se convierte en una huida urgente con una única -porque así lo quiere, y por nada más, el guión de Callie Khouri- resolución posible, mientras que, por un lado el marido de Louise, y por otro el agente del FBI encargado del caso (Harvey Keitel), intentan, respectivamente por afecto conyugal y por sincera simpatía con las fugitivas y una honda comprensión de sus motivaciones, que las cosas se reconduzcan. Ahí radica la principal objeción a la «lectura» feminista del film: Continuar leyendo «El desmitificador: Thelma y Louise (Ridley Scott, 1991)»