Música para una banda sonora vital: Barry Lyndon (Stanley Kubrick, 1975)

Barry Lyndon es la perfección formal hecha cine: máxima emotividad a partir de una frialdad y una distancia deliberadas, pintura en movimiento, tristeza hipnótica, brillante fresco de una época, meticuloso retrato del proceso de vejez y muerte del Antiguo Régimen. A ello contribuye una música admirablemente escogida, primorosa mezcla de temas de Leonard Rosenman y de piezas clásicas de Händel o Schubert, además de melodías populares tradicionales como Piper’s Maggot Jig.

Música para una banda sonora vital: Un puente lejano (A Bridge Too Far, Richard Attenborough, 1977)

Este clásico del cine bélico narra el estrepitoso fracaso de la operación Market Garden, diseñada por el mariscal Montgomery (cuyo genio militar era bastante inferior a lo que vendía la propaganda británica) y ejecutada por los aliados en 1944, que pretendía situar un gran contingente de tropas aerotransportadas tras las líneas alemanas en Holanda, tomando los puentes sobre el Rhin que desde Eindhoven, Nimega y Arnhem abrían el camino hacia el corazón de Alemania, y acelerar con ello el final de la guerra. Los nazis estaban todavía lejos de doblegarse, y su contraataque no solo detuvo la acción e hizo perder a los aliados la iniciativa, gran cantidad de material y un importante número de bajas, sino que retrasó un año el fin de la contienda en Europa.

Con un reparto difícil de igualar (Sean Connery, Edward Fox, James Caan, Dirk Bogarde, Michael Caine, Robert Redford, Anthony Hopkins, Liv Ullmann, Maximilian Schell, Gene Hackman, Ryan O’Neal, Laurence Olivier, Elliott Gould y Hardy Krüger, entre otros), la película es asimismo recordada por la vibrante música compuesta por John Addison.

 

Música para una banda sonora vital: Hatari (Hatari!, Howard Hawks, 1962)

Mítico tema de Henry Mancini, este Baby Elephant Walk, para esta maravillosa película del maestro Hawks. Obra de personajes, con predominio de sus relaciones por encima de la propia acción, magníficamente rodada, que contiene todos los temas e intereses habituales del universo hawksiano: amistad, camaradería, optimismo, esperanza, aventura… Y humor. Siempre humor.

Fabulando: Las cuatro verdades (Alessandro Blasetti, Hervé Bromberger, René Clair y Luis G. Berlanga, 1962)

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Dentro de la moda de las películas de episodios que proliferó en las cinematografías europeas, tanto dentro de los límites nacionales como en la modalidad de coproducción, desde los últimos 50 a los primeros 70, el punto de unión de Las cuatro verdades (1962) consiste en la traslación a época contemporánea y a personajes de carne y hueso de cuatro historietas del célebre fabulista francés Jean de La Fontaine (1621-1695). Las películas colectivas, en general, parten de la dificultad que supone el mantenimiento de una uniformidad visual, narrativa e interpretativa a lo largo de sus distintos compartimentos y, como resultado, en el conjunto final, sin que se resienta la unidad, la estética o la coherencia del acabado. En ocasiones se busca exactamente lo opuesto, hacer patentes todas esas diferencias de tonos y formas como idea global. En cualquier caso, esta fórmula suele producir películas llenas de altibajos, con variables focos de interés , saltos de ritmo y de intensidad, que hacen que pocas o ninguna de ellas haya logrado como unidad, más allá del éxito y reconocimiento de fragmentos concretos, el reconocimiento de su tiempo y de la posteridad. Esta película no es una excepción, a pesar de la impresionante nómina de directores, guionistas e intérpretes que pueblan los 109 minutos de metraje que suman las cuatro fábulas presentadas:

1. El cuervo y el zorro. La famosa historia del vanidoso cuervo que sujeta en el pico un suculento queso y que, abrumado por las falsas adulaciones del astuto zorro, ríe y lo deja caer para que este se haga con él y se dé un banquete a su costa, es convertida por René Clair en el relato de un fiscal sustituto de una pequeña ciudad francesa de provincias (Michel Serrault, cuyo personaje se llama Corbeau, es decir, ‘cuervo’ en francés) que acaba de mudarse desde París junto a su joven, moderna y apetitosa esposa (Anna Karina), a la que todos los solteros y buena parte de los casados del lugar desean. Uno de ellos, un mecánico llamado Renard (es decir, ‘zorro’ en francés, intepretado por Jean Poiret), intenta encontrar la manera de acercarse a la mujer para seducirla, ya que Corbeau, celoso patológico (y, en este caso, con razón) controla cada uno de sus pasos, horarios y compañías. La solución: atacar el objetivo mediante una maniobra envolvente, con disimulo, discreción y marchando en la dirección opuesta, esto es, frecuentando a Corbeau (incluso en la propia sala de tribunal) y cantando diariamente sus alabanzas hasta ser aceptado en el reducido círculo de sus amistades, en su casa y en sus rutinas diarias junto a la mujer. Clair maneja el episodio con su contrastada habilidad para la comedia y su ágil y ligero manejo de situaciones complejas (muy divertido el alegato del fiscal en el tribunal, con Renard como acusado), en este caso un triángulo clásico que descansa en los dos catetos (especialmente Corbeau), mientras que la hipotenusa, Colombe, queda algo más desdibujada, es un mero pretexto narrativo, el queso de la fábula, el premio del estratega adulador. La variante más importante es que ese ‘queso’ cuenta con voluntad propia, desprecia al esposo y busca desesperadamente una salida que lo aleje de él, es decir, está predispuesta a echarse en manos del ‘zorro’. Con todo, la narración es presentada de un modo que hoy resulta un tanto ingenuo y plano, teniendo en cuenta su fácil previsibilidad por parte del público. Lo mejor, la verborrea de Serrault, su personalidad excéntrica oculta bajo la seriedad de su negra túnica oficial, de su aire de cuervo profesional. Continuar leyendo «Fabulando: Las cuatro verdades (Alessandro Blasetti, Hervé Bromberger, René Clair y Luis G. Berlanga, 1962)»

70 aniversario de Normandía: Un puente lejano (A bridge too far, Richard Attenborough, 1977)

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Esta película británica de casi tres horas de duración, dirigida por Richard Attenborough, supone un ejemplo tardío en la moda de las grandes superproducciones de la década de los sesenta que, con el gran atractivo de reunir importantes repartos repletos de caras conocidas, a veces en papeles meramente testimoniales, ofrecían la recreación de episodios cruciales de la Segunda Guerra Mundial, ya fuera el desembarco de Normandía, la batalla de las Ardenas, la liberación de París, el desembarco de Anzio, Midway o la batalla de El-Alamein. En este caso, el elenco artístico supone el mayor aliciente previo para el visionado de Un puente lejano; no en vano en su nómina de intérpretes figuran nombres tan importantes del cine europeo y norteamericano de la época como Sean Connery, Edward Fox, James Caan, Dirk Bogarde, Michael Caine, Robert Redford, Anthony Hopkins, Maximilian Schell, Liv Ullmann, Gene Hackman, Ryan O’Neal, Laurence Olivier, Elliott Gould o Hardy Krüger.

La acción nos traslada a septiembre de 1944. El Alto Mando aliado, espoleado por el éxito de Normandía y la liberación de más de media Francia en tan poco tiempo, concibe una ambiciosa operación para poner fin rápidamente a la guerra. Esta consiste en una combinación de audaces golpes de mano tras las líneas alemanas, una cadena de tres ataques simultáneos en la ruta que va del noreste de Francia al centro de Holanda para, desde allí, una vez despejado el panorama de enemigos, cruzar la frontera alemana directamente hacia el corazón industrial del Reich, y así ocuparlo y destruirlo y obligar a Hitler a rendirse. El punto decisivo: el puente que las tropas blindadas angloamericanas han de cruzar para cumplir con los objetivos, en la ciudad holandesa de Arnhem. La toma de este puente se convierte en el hecho central de la operación, pero las deficiencias estratégicas, producto de la ansiedad y la precipitación, las condiciones climáticas, la enconada resistencia alemana, subestimada por culpa de los errores de los servicios de inteligencia, y unas buenas dosis de mala suerte, se conjugarán para dar un buen revés a los Aliados.

Junto con la dura contraofensiva de las Ardenas, Arnhem y la operación Market Garden constituyen los cantos del cisne de la resistencia de la Wehrmacht, y en particular, el episodio del puente se erige en el principal fracaso de los Aliados occidentales en Europa después de Normandía. El desastre operacional y la gran cantidad de bajas sufridas y de prisioneros capturados por los alemanes, aumenta el efecto emocional que este capítulo de la guerra tiene entre los países combatientes. Attenborough filma la previsible cronología de los hechos, con importantísimas figuras dando vida a los oficiales involucrados en uno y otro bando, con algún que otro interludio de carácter intimista (el punto de vista de la resistencia holandesa, los ciudadanos que deben contribuir al cuidado de los heridos, el efecto de los combates en las calles y las casas de los civiles). Lo más destacable, además del reparto, el enorme esfuerzo de producción, el gran despliegue de medios en una película británica, y algunas muy buenas secuencias de acción y combate no exentas de belleza y humor (ese oficial inglés caminando hacia las defensas alemanas del puente apoyándose en su paraguas, como un Lord, transitando por Picadilly, justo antes de que todo estalle en fuego y plomo). En su debe, la película tiene baches de fluidez, resulta excesivamente larga, y también demasiado aséptica, sin llegar a ser marcadamente antibelicista, más bien tributaria del eco que aquellos hechos tuvieron especialmente en Gran Bretaña, país al que pertenecían la mayor parte de los caídos aliados, y Holanda, el escenario de la derrota. La mayor baza dramática, el antagonismo entre los altos mandos que deciden sobre la guerra en sus cómodos despachos de Londres, y los soldados a pie de campo, que sufren y mueren a causa del enemigo, de los propios errores y de las malas previsiones y la penosa ejecución de los planes por parte de sus superiores. Continuar leyendo «70 aniversario de Normandía: Un puente lejano (A bridge too far, Richard Attenborough, 1977)»

La cultura del sucedáneo: Patos salvajes (1978)

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El director Andrew V. McLaglen apenas puede ocultar sus influencias personales y artísticas en sus películas. Hijo natural del actor Victor McLaglen (la letra V. del apellido indica, de hecho, el mismo nombre), es casi o tanto más hijo cinematográfico de uno de los grandes camaradas de su padre, nada menos que John Ford. Esto salta a la vista tanto en los argumentos de las películas dirigidas por Andrew, consagradas en su totalidad al western, al cine bélico o a las películas de acción, como también en la confección de sus repartos, entre los que se dan cita los habituales nombres del cine fordiano, desde John Wayne, James Stewart, Maureen O’Hara o Richard Widmark, hasta otros menos conocidos pero igualmente presentes como Harry Carey Jr., Ken Curtis, Jeff Corey, Woody Strode, Ben Johnson, etc., etc. Pero lo que más destaca en la filmografía de McLaglen hijo como director, es que es uno de los primeros y máximos exponentes de la cultura del sucedáneo. Desposeído del talento, de la pasión lírica y poética y del magistral ojo técnico para el encuadre de su “padre cinematográfico”, John Ford, las películas de McLaglen parecen eso mismo, sucedáneos, versiones planas y superficiales de las grandes historias fordianas, con a menudo las mismas caras, los mismos ambientes y los mismos entornos, a veces también con una puesta en escena pretendidamente similar, pero vacía de ese último sentido de Ford para componer imágenes elocuentes, soberbias, poéticas, significativas. Es decir, que el cine de McLaglen parece hecho por un mal imitador de Ford, una persona interesada por los mismos temas y argumentos pero desprovista de su talento, profundidad, capacidad técnica y hondura emocional. A lo largo de la carrera de McLaglen encontramos, por tanto, un puñado de westerns voluntariosos pero fallidos como las comedias El gran McLintock (1963), con John Wayne y Maureen O’Hara, o Una dama entre vaqueros (1966), de nuevo con O’Hara y James Stewart, o los más serios Desafío en el rancho (1967), con Doris Day, o Camino de Oregón (1967), protagonizada por Robert Mitchum y Richard Widmark, Chisum (1970) y La soga de la horca (1973), estos dos últimos de nuevo con Wayne, así como episodios de la guerra civil americana, como El valle de la violencia (1965), de nuevo con James Stewart, o Los indestructibles (1969), con John Wayne una vez más, acompañado por Rock Hudson; también hay títulos bélicos, como La brigada del diablo (1968), con William Holden, especie de edulcorada copia de Doce del patíbulo (Robert Aldrich, 1967), o Lobos marinos (1980), con Gregory Peck y David Niven, siguiendo las líneas marcadas por Los cañones de Navarone (J. Lee Thompson, 1961). Esa es otra característica extraña en McLaglen, su condición de obrador de refritos, no sólo sugeridos, sino también convertidos en continuaciones y remakes, como la serie televisiva Doce del patíbulo (1985), Cerco roto (1979), continuación no oficial de La cruz de hierro de Sam Peckinpah (1977), o la más evidente El regreso del río Kwai (1988). De entre todo este culto a la copia, el sucedáneo y la imitación desnaturalizada destaca, junto a Rescate en el Mar del Norte (1979), atípica película de acción situada en una plataforma petrolífera secuestrada por un grupo terrorista, Patos salvajes (1978), una cinta que bebe en parte del argumento del excelente western de Richard Brooks Los profesionales (The professionals, 1966).

Lo primero que llama la atención en la película, vista por un espectador español, es el cambio de título: en España se prefirió sustituir los gansos del original (‘geese’ es el plural de ‘goose’, “ganso”) por los patos, no se sabe muy bien por qué. En todo caso, nos hallamos ante una película floja de argumento y un tanto descuidada y, desde luego, escasa de medios, en lo visual, que encuentra su mayor virtud en las implicaciones derivadas de algunas cuestiones de su guión y en el cuarteto protagonista, un póquer compuesto por Richard Burton, Richard Harris, Roger Moore y el alemán Hardy Krüger, cuatro mercenarios contratados por un magnate inglés (Stewart Granger) para cuyos intereses comerciales y políticos conviene la liberación de un político africano al que quiere asesinar el militar golpista que lo ha derrocado. Para ello, ha ofrecido a cambio de su cabeza las mismas concesiones mineras de cobre que el político inglés explota actualmente. La posibilidad de perder ese negocio, además de la causa de la liberación del político, llevan a la contratación del grupo y a la confección de una pequeña unidad de veteranos ex combatientes para saltar en paracaídas sobre el campamento donde está preso, liberarlo y llegar a un cercano campo de aviación desde el que ser evacuados. Obviamente, el fantasma de la traición hace que el grupo sea abandonado a su suerte en un país hostil, debiendo abrirse paso a tiro limpio hasta tierra amiga sólo con la ayuda de un fanático sacerdote (Frank Finlay).

La película nos lleva desde el Londres inicial, en el que Burton recibe el encargo y trata de reunir a su grupo (Moore es un esbirro del crimen organizado metido en problemas y Harris anda ya retirado, preocupado tan sólo por cuidar de su hijo de nueve años), al entrenamiento en Swazilandia y Rhodesia (este país se independizó de Reino Unido en 1980 y pasó a llamarse Zimbabwe) y, finalmente, a un país indeterminado de la zona de los Grandes Lagos (Uganda, Ruanda, Burundi…) en el que tendrá lugar toda la segunda mitad de la cinta, antes de volver a Londres para la conclusión justiciera previsible. Poco, por tanto, se puede rascar de la película en el aspecto de la trama (frases altisonantes en referencia a la libertad de los pueblos en plena era de la descolonización; cambios de actitud, como en el caso de Krüger, militar sudafricano del apartheid, racista por tanto, que descubre en el discurso del político negro nuevos horizontes vitales; personajes planos y esquemáticos) o en el de la acción (la precariedad de medios, con una o dos excepciones –el bombardeo del puente y el ataque con la ballesta-, priva de verdadera elaboración de las secuencias de tiroteos y explosiones, quedando a veces la acción principal fuera del encuadre). Continuar leyendo «La cultura del sucedáneo: Patos salvajes (1978)»

Rareza entre los hielos: La tienda roja (1969)

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Escribe Javier Reverte en su estupendo libro En mares salvajes (Random House Mondadori, 2011): En 1926 [Amundsen] sobrevoló el Polo Norte, con el americano Lincoln Ellsworth y el italiano Humberto Nobile, a bordo de un dirigible que partió de Spitsbergen, la isla principal del archipiélago de las Svalbard, y de regreso aterrizó en Nome, Alaska. De este viaje surgieron fuertes disputas que, sobre todo, enfrentaron seriamente al noruego con el italiano. Nobile fue agasajado y condecorado en su país; y Mussolini lo ensalzó con una de las figuras más destacadas de su nueva Italia.

Pero dos años después, en 1928, Amundsen fue el primer voluntario que se subió a un avión, para tratar de rescatar a Nobile, cuyo dirigible Italia se había estrellado en una isla no muy lejos de Spitsbergen, cuando trataba de volar al Polo Norte para volver allí. El avión de Amundsen, un hidroplano Latham 47, con él y otros cinco hombres a bordo, desapareció el 18 de junio y tan sólo pudo encontrarse, días después, un pedazo de ala flotando en las aguas del océano. Al legendario explorador le quedaba menos de un mes para cumplir los cincuenta y seis años de edad (…).

En cuanto a Nobile, pudo ser rescatado poco después. Cuando llegó el primer hidroavión al lugar del siniestro, sólo había plaza para un hombre, puesto que las otras dos estaban ocupadas por el piloto y el copiloto. Y Nobile decidió ser el primero que se embarcara, llevando en sus brazos a su perra Titina: de ese modo, abandonaba a sus quince compañeros a su suerte y contravenía la vieja regla de que, en las situaciones de riesgo, el capitán es el último en dejar la nave. Un buque ruso rescató pocos días después a todos los tripulantes del dirigible. De regreso a Italia, acusado de cobardía por el propio Mussolini, Nobile hubo de devolver todas sus medallas.

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De vez en cuando nos gusta rescatar algún título que, sin ser precisamente imprescindible, fundamental o, en conjunto, especialmente estimable, resulta curioso e interesante por razones a menudo extracinematográficas, y que no supera la línea del friquismo, de la incompetencia o de la extravagancia que lo enviaría directamente a La tienda de los horrores. Es el caso de esta extraña y exótica La tienda roja (Krasnaya palatka), coproducción italo-soviética dirigida en 1969 por Mikhail Kalotozov que, sin embargo, fue nominada a la mejor película de habla no inglesa en la edición de los Globos de Oro de 1972. La película corresponde a esa ocasional pero fructífera corriente de coproducciones entre la Unión Soviética e Italia, cuyo máximo exponente fueron algunas obras producidas por Carlo Ponti y alguna película importante del cineasta ruso Nikita Mikhalkov (que interviene como actor en esta película), como es el caso de Ojos negros (1987).

Con los convenientes cambios y añadidos con respecto a la historia tal como es narrada por Javier Reverte, algunos como mera licencia dramática, y otros, da la impresión, por un deseo desmedido de «corregir» aspectos de la aventura no excesivamente edificantes para el público, que no dejarían demasiado bien a según qué personajes que conviene glorificar, la película de Kalotozov se construye en dos momentos temporales distintos. En el primero, un Umberto Nobile (Peter Finch) ya anciano, sufre terribles pesadillas a causa de los remordimientos del pasado. Continuar leyendo «Rareza entre los hielos: La tienda roja (1969)»

El vuelo del Fénix (Robert Aldrich, 1965): ingenio aeronáutico con mensaje

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Un avión de carga transporta a varios pasajeros, un grupo multinacional de trabajadores de un oleoducto y dos militares británicos, desde Yemen, al sur de la Península Arábiga, a Bengasi, en la costa de Libia. El aparato es una antigualla, un avión destartalado, lento e incómodo, de lo más inapropiado para largas distancias, y además un verdadero horno en los cielos del desierto inclemente. Pero, ya se sabe: las empresas petrolíferas no suelen gustar mucho de invertir una ínfima parte de sus cuantiosísimos beneficios en extremar la seguridad de sus transportes; si no lo hacen con las plataformas de extracción que han contaminado de crudo de forma irreversible lugares como el Mar del Norte o el Golfo de México, ni con los barcos petroleros que han ensuciado, quizá para siempre, las costas de Alaska o de Galicia, no se puede esperar que lo hagan con unos empleados insignificantes, prescindibles, carne de cañón a pie de obra, morralla obrera que no cuenta a la hora de hacer balance y presentar las cuentas en opulentas cenas empresariales ofrecidas a los inversores y a los medios de comunicación que han de cantar sus alabanzas en las páginas sepia. Así que, como si de un ministro español (recompensado por ello con un sueldazo y el puesto de embajador en Londres, mientras el resto de culpables han sido convenientemente indultados y están en su casa, con su familia, y se han reintegrado a sus puestos de trabajo, y a sus honorarios) contratando aviones de saldo para traer a sus soldados de Afganistán se tratara, la empresa escatima tanto en gastos que sólo ofrece un cacharro con alas para un desplazamiento de miles de kilómetros. Como era de esperar, el avión no aguanta una fenomenal tormenta de arena que lo sacude a pesar de los esfuerzos y de la experiencia de Frank Towns, su piloto, y de su ayudante, Lew Moran (James Stewart y Richard Attenborough), veteranos en esas lides que, suponemos, han compartido muchas horas de vuelo juntos en cascarones semejantes, quizá desde los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Y ahí, precisamente, empieza la aventura.

El aterrizaje forzoso cuesta varias vidas (un americano adicto a la revista Play-boy, interpretado por William Aldrich, y un joven griego amante de la cítara) y hiere fatalmente a un joven italiano, y los supervivientes -los dos militares británicos, el capitán Harris (Peter Finch) y el sargento Watson (Ronald Fraser), un grupo de americanos (George Kennedy, Dan Duryea, Ernest Borgnine y James Stewart), un par de ingleses (Ian Bannen y Richard Attenborough), un mexicano (Alex Montoya), un médico francés (Christian Marquand) y un pasajero alemán (Hardy Krüger)- deben organizar la estancia en las arenas del Sahara, cobijados entre los restos del fuselaje, mientras alimentan la esperanza de que vayan a buscarlos aunque el desvío de más de doscientos kilómetros producido como resultado de la tormenta no invita al optimismo. La situación da pie tanto al examen de la convivencia de diferentes tipos humanos en una situación límite como al tratamiento de la evolución de la calidad de sus relaciones, y también de sus íntimos caracteres, ante una adversidad fatal, al mismo tiempo que ofrece una historia de superación, enfrentamiento con el peligro, con la naturaleza y con un destino implacable, a la vez que asistimos al espectáculo de cómo el ser humano es capaz de lo más sublime y lo más ruin, en ocasiones inspirado por los mismos motivos, en busca del mismo fin, anteponiendo en no pocas ocasiones el egoísmo a la camaradería.

Robert Aldrich se conduce con su magistral tacto para el cine de acción en esta aventura desértica de 140 minutos que desmenuza la desesperada lucha por la supervivencia de un grupo de hombres perdidos y abandonados en el desierto, enfrentados al peligro de la deshidratación, la insolación, la inanición, y también a la bajeza moral de algunos de ellos, que encuentran en la construcción de un nuevo avión con los restos del aparato estrellado el proyecto común que consigue aunar esfuerzos, unificar ánimos y finalidades en un conjunto heterogéneo de seres humanos en el que no existen los personajes planos. Aldrich, con guión de Lukas Heller basado en la novela de Trevor Dudley Smith, maneja adecuadamente el contraste entre la grandiosidad del escenario, la interminable soledad desértica, y el breve espacio en el que tantos personajes deben convivir (el interior del fuselaje y los escasos espacios de sombra alrededor), así como las notas generales del argumento, la lucha por la vida en un entorno hostil, con las evoluciones psicológicas, presentes en todos los personajes, de cada uno de los miembros del grupo, y que distan mucho de resultar arquetípicas, desde el tipo cargante y guasón que se lo toma todo a chufla (Bannen) hasta el individuo religioso y pusilánime (Duryea), pasando por el lunático desequilibrado (ma-gis-tral Borgnine) o el caradura que se escaquea de los deberes que implica su uniforme (Fraser), con mención especial al alemán cuadriculado, soberbio y antipático (Kruger), que sin embargo, gracias a su profesión de diseñador aeronáutico (aunque este aspecto guarde luego la mejor sorpresa del film, un giro de guión de extraordinario mérito y con un efecto magnífico en el desarrollo del guión) se convierte en la gran esperanza del grupo superviviente. Continuar leyendo «El vuelo del Fénix (Robert Aldrich, 1965): ingenio aeronáutico con mensaje»

Música para una banda sonora vital – Barry Lyndon

Sólo la música de Händel y Schubert, entre otros, en concreto su Zarabanda y su Trío para piano, respectivamente, podía acompañar con justicia las emotivas, conmovedoras, tristes y espectacularmente bellas imágenes de Barry Lyndon (1975), la obra maestra de Stanley Kubrick basada en el texto de William Thackeray.

Como en sus otros filmes, el tema de Barry Lyndon es el enfrentamiento entre la razón y el caos, y como en buena parte de su filmografía, examina esta oposición a través de la guerra o del estudio de sus efectos en los personajes. Kubrick, cineasta integral, supervisaba personalmente todos y cada uno de los aspectos de sus películas, desde los doblajes para el extranjero a las músicas compuestas o escogidas para cada secuencia, práctica de la que son buena muestra estas dos piezas brillantísimas.