Diálogos de celuloide: La última noche de Boris Grushenko (Love and Death, Woody Allen, 1975)

“Amar es sufrir, para evitar el sufrimiento, se debe no amar. Pero entonces se sufre por no amar. Luego, amar es sufrir, y no amar es sufrir. Sufrir es sufrir. Ser feliz es amar. Ser feliz es, por tanto, sufrir. Así, para no ser feliz, se debe amar, o amar para sufrir, o sufrir de demasiada felicidad. Espero que estéis tomando nota».

(guion de Woody Allen)

Diálogos de celuloide: La última noche de Boris Grushenko (Love and Death, Woody Allen, 1975)

Natasha: Es una situación muy complicada, prima Sonja. Yo estoy enamorada de Alexei. Y Alexei quiere a Alicia. Alicia es la amante de Lev. Lev ama a Tatiana. Tatiana ama a Simkin. Simkin me quiere a mí. Y yo quiero a Simkin, pero de un modo distinto a Alexei. Alexei quiere a Tatiana como a una hermana. La hermana de Tatiana quiere a Trigorian como a un hermano. El hermano de Trigorian es el amante de mi hermana, que le gusta físicamente, pero no espiritualmente.

Sonja: Natasha, se está haciendo tarde».

(guion de Woody Allen)

Mis escenas favoritas: La última noche de Boris Grushenko (Love and Death, Woody Allen, 1975)

En la Rusia de principios del siglo XIX, Boris Grushenko vive obsesionado con la muerte y con su prima Sonia, aunque ella prefiere a Iván, uno de los hermanos de Boris. Pero Iván se casa, y Sonia, por despecho, contrae matrimonio con un rico comerciante de pescado. Obligado por su familia, Boris se alista en el ejército para luchar contra Napoleón e, inexplicablemente, se convierte en un héroe de guerra. A pesar de ser un pacifista convencido, la casualidad querrá que llegue a tener en sus manos el destino de Europa. Woody Allen parodia su propio gusto por la novela rusa decimonónica, en particular a Tolstói y Dostoyevski, en esta ácida comedia ambientada en los tiempos de las guerras napoleónicas y la invasión de Rusia por la Grande Armée.

Cuando la hache no es muda: Harper, investigador privado (Harper, Jack Smight, 1966)

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El fondo está sembrado de buenas personas. Solo el aceite y los bastardos ascienden.

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-Tiene usted un modo de empezar las conversaciones que les pone fin.

-¿Por qué se ha separado de su mujer?

-Empieza las conversaciones igual que usted.

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Los personajes de Harper, investigador privado parecen hablar con una cuchilla entre los labios. Cada frase es un martillo, un látigo que busca dónde hacer blanco y dejar al descubierto y en carne viva la piel del interlocutor. Un festín para el espectador cuyo epicentro es Lew Harper (Paul Newman, cuya interpretación se basa más que nunca en el lenguaje facial y gesticulante, lejos de las intensidades interiores del «método», que acentúa cada ironía, cada sarcasmo), un detective privado de Los Ángeles envuelto en un caso que, como es canónico en las grandes historias del noir clásico, se va enrevesando progresivamente hasta derivar en una tupida madeja de intereses retorcidos y siniestros con implicaciones inesperadas. Lew Harper es, en realidad, Lew Archer, el detective creado por el escritor Ross MacDonald, cuyo cambio de apellido en la película se debe a una «superstición» del actor que lo encarna, un Paul Newman que venía encadenando una serie continuada de éxitos interpretando personajes cuyos nombres, apellidos o motes comenzaban por la letra hache, y que aspiraba a mantener la racha. La historia de Harper, investigador privado es la de El blanco móvil o El blanco en movimiento, primera entrega de una veintena de novelas y una docena larga de relatos que entre 1949 a 1979 tuvieron como protagonista al sardónico sabueso californiano, y que destacan por sus hechuras clásicas, por tratamiento de los temas y las formas de grandes como Dashiell Hammett, James M. Cain o Raymond Chandler.

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El detonante, como casi siempre, es casual: Albert Graves (Arthur Hill), viejo conocido de Harper que trabajó en la Fiscalía del distrito y ahora es un próspero y acomodado abogado, le recomienda a Miss Sampson (Lauren Bacall), la lenguaraz y desencantada esposa de un importante hombre de negocios, para que investigue la súbita desaparición de su marido tras su regreso de un viaje a Las Vegas en su avión privado. Miss Sampson solo desea estar informada, saber de las actuales correrías románticas de un esposo para el que nunca ha pintado nada la palabra fidelidad, pero pronto el caso da un giro más trágico: la desaparición voluntaria se convierte en supuesto secuestro y en una petición de rescate de medio millón de dólares, y los colaboradores y conocidos de Sampson parecen todos sospechosos de ocultar algo, desde su piloto, Allan (Robert Wagner) a su amante (Julie Harris), la melosa cantante de un club de carretera llamado El Piano, pasando por una actriz venida a menos que ahora ejerce de vidente aficionada, decoradora desquiciada, gran comedora y borracha profesional (Shelley Winters) cuyo marido (Robert Webber) es, precisamente, propietario de El Piano, además de socio de Claude (Strother Martin), líder de una secta de iluminados que vive en comuna en una extraña casa construida en una montaña, antigua propiedad de Sampson donada generosamente para la causa espiritual. Continuar leyendo «Cuando la hache no es muda: Harper, investigador privado (Harper, Jack Smight, 1966)»

Diálogos de celuloide: Primera plana (The Front Page, Billy Wilder, 1974)

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Sheriff: Le presento al doctor Eggelhofer. Le hará un reconocimiento.

Earl Williams: Ah, hola, doctor.

Doctor Eggelhofer: Buenas noches. Siéntese, por favor.

Earl Williams: ¿Va a clavarme alfileres y a golpearme la rodilla con un martillito?

Doctor Eggelhofer: Esos métodos están anticuados. Me limitaré a hacerle unas cuantas preguntas.

Earl Williams:  Gracias.

Doctor Eggelhofer: Señor Williams, ¿sabe usted lo que le va a suceder mañana?

Earl Williams: Que van a ahorcarme.

Doctor Eggelhofer: ¿Y qué impresión le causa?

Earl Williams: Pues… A decir verdad, me alegraré de salir de esa celda… Hay mucha corriente.

Sheriff: Ya se lo dije. Está completamente cuerdo.

Doctor Eggelhofer: Dice aquí que su profesión es la de panadero.

Earl Williams: Sí señor, soy panadero especializado. Sé hacer rosquillas, bizcochos y bollitos. Estuve trabajando cinco años en la misma casa y, de pronto, un día me despidieron.

Doctor Eggelhofer: ¿Por qué motivo?

Earl Williams: Puse proclamas en los pasteles sorpresa.

Doctor Eggelhofer:: ¿Qué decían?

Earl Williams: «Libertad a Sacco y Vanzetti».

Sheriff: Muy astutos estos bolcheviques.

Earl Williams: ¿Quién es bolchevique?

Doctor Eggelhofer: Según esto, había sido detenido en 1925 por posesión ilegal de explosivos.

Earl Williams: ¡Oh sí! No sé qué opinará de Wall Street, pero le envié por correo al banquero Morgan una caja de zapatos con una bomba de relojería, y me la devolvieron por falta de franqueo. Levantó todo el techo de mi casa de huéspedes.

Sheriff: ¡Que vuelvan a la tierra de donde proceden!

Earl Williams: Yo soy de Fargo, Dakota del Norte.

Doctor Eggelhofer: Dígame, señor Williams: ¿tuvo usted una niñez desgraciada?

Earl Williams: Pues no, tuve una niñez perfectamente normal.

Doctor Eggelhofer: Ya, deseaba matar a su padre y dormir con su madre…

Earl Williams: Si va a empezar a decir guarradas…

Doctor Eggelhofer: Cuando cursaba estudios de enseñanza media, ¿solía usted masturbarse?

Earl Williams: No señor, no me gustan esas cosas. Me respeto a mí mismo y respeto a los demás. Quiero a mis semejantes, quiero a todo el mundo.

Sheriff: Por lo visto, aquel policía se suicidó.

Doctor Eggelhofer: Volvamos a la masturbación. ¿Le pilló su padre alguna vez en el acto?

Earl Williams: Oh, mi padre nunca estaba en casa. Era revisor de los ferrocarriles Chicago-Noroeste.

Doctor Eggelhofer: ¡¡Muy significativo!! Su padre llevaba uniforme, igual que aquel policía, y cuando él desenfundó la pistola, símbolo fálico inequívoco, usted creyó que era su padre y que iba a utilizarla para atacar a su madre…

Earl Williams: ¡¡¡¡Está loco…!!!!!

(guión de I. A. L. Diamond y Billy Wilder a partir de la obra teatral de Ben Hecht y Charles MacArthur)

 

Mis escenas favoritas: Primera plana (The front page, Billy Wilder, 1974)

Comienzo de esta película de encargo dirigida por Billy Wilder, en el que además de los créditos iniciales del filme se muestra el proceso artesanal de confección e impresión de un periódico al modo de los años 20 del pasado siglo mientras se escucha el Front page Rag de Billy May. Todo un homenaje al periodismo, que sin embargo en el resto del metraje va a ser sometido a la sátira más ácida y cínica del gran Wilder.

Cine en fotos – Walter Matthau

Dibujo tomado de la web del diario El País (o lo que queda de él).

El modelo para el dibujo no es otro que Walter Matthau convertido en Walter Burns, el director del Chicago Examiner de Primera plana (The front page, Billy Wilder, 1974), ese periodista sin escrúpulos, sin principios (aunque, según el magnífico guión de Wilder e Izzy Diamond terminara sus días dando clases sobre la ética del periodismo), sin moral, sin vergüenza y sinvergüenza al que día tras día desde hace muchos años se empeña en imitar (no sólo físicamente, que cada día se parece más) Pedrojota.

Matthau se ha ganado la inmortalidad en el cine gracias a sus duplas con Jack Lemmon. Pero como villano alcanzó altísimas cotas dramáticas y artísticas: no hay más que ver su debut en El hombre de Kentucky (The Kentuckian, Burt Lancaster, 1955), Charada (Charade, Stanley Donen, 1963) o La gran estafa (Charley Varrick, Don Siegel, 1973).

(Foto en el minuto 4:46)

Cine en serie – El golpe

PÓKER DE FOTOGRAMAS (VIII)

Quien escribe hacía mucho tiempo que ansiaba la ocasión de volver a la carga en la demostración, cine en mano, o mejor dicho, en ojos, de la tamaña falsedad de un argumento tan manoseado como pobre, tan recurrente como absurdo, utilizado muy a menudo, demasiado, por aquellos espectadores que pretenden justificar su consciente consumo de carnaza fílmica amparándose en su necesidad de distracción o entretenimiento, razón por la cual contribuyen con su dinero a rentabilizar y, por tanto, perpetuar, lo peor de la comercialidad imperante en salas o canales de televisión. Según este argumento, la deglución de cine comercial mal escrito, peor filmado, horriblemente interpretado pero fenomenalmente publicitado es, no sólo adecuada, sino de lo más recomendable para obtener ese bien tan preciado y tan escaso en nuestra sociedad de aburrimiento: el entretenimiento. Según éste, primer mandamiento del catálogo de coartadas de aquellos espectadores asiduos a la basura fílmica que, sabiendo la ínfima calidad de lo que ven, se avergüenzan de ello, el entretenimiento, las horas de ocio en una vida demasiado agobiante, hastiante, cansina y repleta de problemas justifica, además de la desconexión cerebral, esto es, el no uso de la inteligencia o el pensamiento, la pérdida del mínimo nivel de exigencia de calidad que alegamos en cualquier otra faceta de nuestra vida, ante cualquier profesional o en la recepción de cualquier servicio. Bajo la excusa del “yo no voy al cine a pensar o a ver desgracias” (tremenda la naturaleza de esta inconsciente afirmación), un amplio grupo de espectadores de hoy se acoge al visionado de subproductos torpes, zafios o directamente imbéciles, casi siempre de procedencia norteamericana, en aras de la consecución de esa tierra prometida del estresado ser humano de hoy, el entretenimiento, como si éste estuviera reñido con la profundidad en el tratamiento de los temas o en la elección de la importancia de los mismos, con la calidad formal o narrativa o con el pensamiento, o como si resultara antitético al concepto de buen cine o de respeto por la capacidad intelectual del espectador.

Si hay una película apta para callar la boca a todo aquel que cae, conscientemente o no, en esa ridícula incompatibilidad, es El golpe, dirigida por George Roy Hill en 1973. Obra maestra absoluta del cine de entretenimiento, posee enorme calidad visual, un guión para enmarcar, una labor de dirección magnífica, un grupo de intérpretes soberbio y, además de una narración compleja sabiamente manejada, ofrece una historia que para su completo funcionamiento apela no sólo a la inteligencia del espectador, sino también a su complicidad como tal, a su participación activa como elemento vertebrador, como complemento de una historia a la que sólo él puede darle su último sentido, a la que solamente él puede dar el toque final. Y como tal, en un tiempo en que recibir Oscars era síntoma de algo más aparte del marketing, obtuvo siete estatuillas de un total de diez nominaciones, incluidos el de mejor película, director, guión y puesta en escena. Y no es para menos dada la perfección formal y narrativa de una historia, insistimos, de entretenimiento, que ya quisieran para sí algunos gurús de la fantasía construida sobre la endeble base de las lucecitas, los botoncitos y los marcianos (o pandorianos).

Y por si fuera poco, la película se cimenta sobre tonos y puntos de vista poliédricos que abarcan el drama social (sin obviar, aunque la trate levemente, la cuestión racial), la intriga, el suspense, el cine de gángsters, el juego y, cómo no, la ironía, la parodia, el humor. Nos encontramos en Joliet (Estado de Illinois, uno de los pueblos más presentes en el cine y la literatura americanas recientes) en unos años 30 que viven plenamente los efectos del crack de 1929. Entre la gran cantidad de gente que trapichea para sobrevivir, se de un notable incremento de la delincuencia menor, esto es, pequeños estafadores, carteristas, timadores… Tres de ellos que forman grupo, Hooker (Robert Redford), Erie (Jack Kehoe) y Luther (Robert Earl Jones, nótese el apellido), caso extraño el que blancos y negros trabajen juntos, por otra parte, idean un golpe a través de un falso atraco navaja en mano con el cual le sacan la pasta a un lechuguino. Lo que desconocían es que el lechuguino en cuestión es un tal Mottola, correo del mafioso Doyle Lonnegan (Robert Shaw) que iba camino de la “central” para depositar el dinero ganado en los días previos gracias a los tugurios clandestinos de su zona. Al gángster no le hace mucha gracia que unos vulgares timadores le roben el dinero, e inmediatamente pone en marcha la máquina de la represalia. En su huida, Hooker, por recomendación de Luther, llega hasta Henry Gondorff (Paul Newman), experto en timos a gran escala con el que intentará aprender el negocio a lo grande mientras se esconde de los matones de Lonnegan y de un tosco y violento policía (Charles Durning), que extorsiona continuamente a Hooker quitándole a su vez el dinero que éste no haya perdido ya previamente con las chicas o en el juego. Hooker, Gondorff, Billie (Eileen Brennan), Kid (el siempre eficaz Harold Gould) y una verdadera tropa de estafadores y timadores de poca monta, algunos por simple avaricia, otros por supervivencia, y alguno que otro por venganza personal o incluso por orgullo profesional, se empeñan en diseñar el modo de sacarle a Lonnegan hasta el último centavo, una aventura en la que además de unos cuantos (muchos) dólares en el bolsillo se juegan la vida, porque el gángster es de los que echan mano del revólver si la ocasión lo merece, y sin saber que el FBI, a través del agente Polk (Dana Elcar) va detrás de Gondorff y amenaza con reventar todo el tinglado antes de hora.

Haciendo suya la moda setentera de situar tramas en décadas atrás, Roy Hill (como ya hiciera en El carnaval de las águilas) echa mano de nuevo de la exitosa pareja protagonista de su western crepuscular Dos hombres y un destino, filmado cuatro años antes, como principal gancho comercial de un film delicioso. Acompañados por un extraordinario elenco de magníficos secundarios, el director, con un espléndido guión de David S. Ward, dirige una historia compleja cuyos resortes, múltiples recovecos y continuas vueltas de tuerca funcionan con la precisión de la mejor relojería suiza, con interpretaciones de altura y escenas memorables contenedoras tanto de sensibilidad y humor como de una cierta idea solemne de épica asociada al tema de la justa venganza. Entre éstas, además del inolvidable y desconcertante final, la muerte de Luther o el capítulo que gira en torno a Salino, el asesino a sueldo preferido de Lonnegan, destaca por encima de todas la escena de la partida de poker en el tren Chicago-Nueva York. Allí, Gondorff, en su falsa piel de responsable de un local de apuestas hípicas ilegales, pretende echar el cebo sobre Lonnegan a fin de darse a conocer y de ponerle en canción en cuanto a los presuntos enormes beneficios de su negocio y así despertar su rencor y su codicia. Lonnegan organiza un juego de poker en el tren que ha ido adquiriendo tanta fama y prestigio por las grandes cantidades de dinero que maneja que hay importantes hombres de negocios que simplemente hacen el viaje por jugar en la partida. Continuar leyendo «Cine en serie – El golpe»