George Sanders en Zaragoza

Hace unas semanas se cumplieron 50 años del suicidio de George Sanders en un hotel de Castelldefels. De su nota de despedida hay distintas versiones o traducciones, como se contaba en mi novela Cartago Cinema: «Querido mundo: He vivido demasiado tiempo, prolongarlo sería un aburrimiento. Os dejo con vuestros conflictos, vuestra basura, y vuestra mierda fertilizante. O, según otra versión (ni siquiera hay acuerdo en este mundo de hoy a la hora de certificar las últimas palabras de un cristiano pasaportado, aunque –y esto es lo más grave– las haya consignado por escrito, una diferencia de traducción e interpretación solo explicable en caso de que el sujeto en cuestión se hubiera dedicado en vida al ejercicio de la medicina y hubiera anotado el postrero mensaje en una receta): Querido mundo: me marcho porque estoy aburrido. Os dejo con vuestras preocupaciones en esta dulce letrina. Buena suerte«.

En su autobiografía, Memorias de un sinvergüenza profesional, hasta ahora no traducidas al español, suelta perlas como las que siguen:

“En pantalla soy usualmente un cínico de modales exquisitos, cruel con las mujeres e inmune a sus insinuaciones y caprichos. Esa es mi máscara, y me ha servido bien durante 25 años. Pero en realidad soy un sentimental, sobre todo en lo que respecta a mí mismo; siempre al borde de las lágrimas por las emociones más ridículas e invariablemente víctima de la inhumanidad que despliegan a veces las mujeres con los hombres. Es comprensible que haya adoptado esta máscara para proteger mi naturaleza ultrasensible. Y por fortuna no solo me ha protegido sino que me ha dado de comer. Si te cuento todo esto es para que entiendas que aunque en el cine soy invariablemente un hijo de perra, en la vida real soy un chico encantador”.

O, en clave mucho más controvertida:

“Las mujeres son como las enfermedades infecciosas. Una recaída es siempre de enorme gravedad. Mi boda con la enloquecida bruja de Zsa Zsa fue un craso error. Me avergüenza decirlo, porque no se debe golpear a las mujeres, pero yo sí lo hice. En defensa propia, claro está…”.

A pesar de lo cual, la aludida no lo juzgaba con demasiada severidad:

“George fue para mí un hermano, un hijo, un amante, incluso un abuelo. Era irritante y encantador. Inteligente y educado. Un canalla y un caballero. Un hombre que sabía cómo tratar a las mujeres, y cómo torturarlas. Un príncipe desdeñoso, indiferente, remoto y elegantemente despectivo”.

En su libro de memorias, George Sanders habla también con profusión del rodaje en España de Salomón y la reina de Saba (Solomon and Sheba, King Vidor, 1959), en particular del paso del equipo de la película por Zaragoza y por el hoy barrio de Valdespartera, trazado con calles cuyos nombres responden a títulos de películas, empezando por esta. Al menos, a diferencia de las memorias de King Vidor (Un árbol es un árbol), Sanders no menciona en referencia a Zaragoza ningún exotismo climático absurdo del tipo «estación de las lluvias», aunque sí habla de una especie de «venganza de Moctezuma» maña cuya generalización parece dudosa:

«Mi estancia en Londres estaba terminando. Ya era septiembre, y el día 15 del mes -el día en que debía comenzar a rodar Salomón y la Reina de Saba en España- se me venía encima, y me llevaron a Madrid y de ahí a Zaragoza, donde me ‘depositaron’ en el Gran Hotel y me acomodaron en una habitación agradable aunque pequeña cuyo cuarto de baño -el punto focal de mi interés- mostraba para mí el enorme e inmediato alivio de un inodoro de eficiencia ejemplar.

El lugar donde íbamos a rodar los exteriores de la película era el campamento militar español de Valdespartera, una vasta llanura abierta a unos quince minutos de camino de Zaragoza. Se decía que durante la guerra civil un total de 12.000 personas fueron asesinadas allí, supuestamente traídas de la ciudad y ametralladas después de serles incautados su dinero y sus propiedades. Los habitantes de Zaragoza todavía estaban resentidos por eso; en consecuencia, nos encontrábamos en una precaria situación, siendo que estábamos proponiendo pisotear lo que virtualmente se consideraba un camposanto.

Pero el campamento nos venía a la perfección, y era definitivamente la ubicación más cómoda y mejor organizada en la que jamás he estado. Los varios edificios militares que rodeaban la llanura fueron invadidos por la compañía y transformados en departamentos de maquillaje, vestuario, almacén y comedor. Este último no sólo era una sala amplia, cómoda, con blancas paredes encaladas, sino que la comida era sin ninguna duda la mejor jamás servida en el lugar, un hecho que pronto fue conocido en la ciudad, y consecuentemente, una invitación para comer en la cafetería se convirtió en un privilegio muy apreciado.

Las comidas eran de cuatro platos servidas con vinos y acabadas con brandy, y eran de una calidad inigualable en la historia filmográfica. Las escenas de batallas dieron empleo a un total de unos tres mil soldados españoles y requerían una organización suprema. Todos necesitaban ser provistos de lanzas, escudos, vestidos, carros, arcos y flechas, y comida. Cuando nos juntábamos de pleno en la batalla era una escena aterradora. Aunque sólo eran batallas ficticias, casi se las podía considerar reales, dada la cantidad de daños y víctimas que se registraron en el rodaje. No menos de doce caballos murieron e innumerables extras fueron llevados al hospital con tobillos rotos, clavículas rotas, o simplemente exhaustos y en shock. Se puede considerar un milagro que no muriera nadie, y en algunos momentos dudé seriamente que yo fuera a sobrevivir la experiencia.

No puedo decir que me comportara con nobleza en el campo de batalla. Mi espada era de goma, mi escudo de fibra de vidrio, mi armadura de ligero papel maché. Todo lo que tenía que hacer era mostrar una cara valiente, y no caerme del carro. Ambas cosas resultaban igualmente difíciles. Poner una cara valiente cuando uno está aterrorizado no es tarea fácil. Si me hubiera caído de espaldas del carro me hubieran pisoteado hasta matarme los caballos que tiraban del carro que nos seguía. Iban galopando a un ritmo de locos sobre un terreno arisco y sólo tenía una correa de cuero a la que disimuladamente sujetarme con la mano izquierda mientras agitaba la espada con la mano derecha. Cómo los protagonistas conseguían hacerlo en su día, con el peso de una auténtica armadura de metal, es algo que está más allá de los poderes de mi limitada imaginación. Tal era la situación que terminaba cada día con una colección de arañazos y moraduras simplemente de rozarme con los laterales y la parte delantera del carro, a pesar de que todas las superficies habían sido recubiertas con espuma de goma para brindarme la máxima protección posible.

Para añadir a mi malestar, por supuesto, sufrí de las molestias estomacales que afectan a la mayoría de los extranjeros que llegan a España, y ciertamente, todos aquellos que se aventuran cerca de Zaragoza, donde las aguas están permanentemente contaminadas.

Una combinación de absoluto terror y estómago revuelto, generalmente, no contribuye mucho a la clase de estado anímico que un actor necesita para representar un actitud heroica.

La explanada de Valdespartera estaba cubierta de polvo fino como la ceniza. Subía tras nuestras ruedas como una columna de humo.

Una de las tomas requería que los soldados de infantería cruzaran diagonalmente el camino de los carros que se acercaban. A causa del polvo que levantábamos no podían vernos muy bien, ni nosotros a ellos. Arrollamos a un hombre joven que no se dio cuenta de cuán cerca estábamos, y por lo tanto, no pudo apartarse a tiempo. Nuestros caballos lo golpearon con las pezuñas y nuestro carro terminó la faena. El conductor de mi carro ni siquiera lo vio, tan concentrado estaba en controlar a los asustados caballos en nuestro desenfreno. Me volví horrorizado y forcé mis ojos para ver a través de la polvareda que se levantaba a nuestro paso la figura inerte que habíamos dejado atrás. Oí la voz de un oficial español, gritándole que se levantara y corriera porque iba a fastidiar la toma. Era tan sólo un muchacho de unos diecinueve años, cumpliendo con lo que se suponía era su servicio militar, e hizo lo que pudo por cumplir la orden. Lo vi levantarse débilmente, dar unos pasos vacilantes, y caer del todo. Una ambulancia lo recogió poco después y se lo llevó al hospital. Dijeron que iba a salir bien de aquello, así que debía estar hecho de buen material.

La cooperación de las autoridades españolas, así como la buena voluntad de los hombres a exponerse al peligro y la dificultad fue auténticamente ejemplar. Si la producción se había alejado de Hollywood, se estaba viendo claramente por qué. La clase de escenas que rodamos en Zaragoza ya no se pueden rodar en Hollywood porque, aparte de la colosal diferencia en coste, los extras no estarían dispuestos a soportar la disciplina y la dureza presentes en las condiciones de rodaje. Era más fácil para ellos hacer cola para cobrar el paro.

El hombre que se quejó menos de las dificultades fue Tyrone Power, quien parecía estar disfrutando del mejor momento de su vida y dio ejemplo a todos con su actitud de fortaleza positiva.

Aún así, a pesar de toda su popularidad, la presencia de Tyrone en Zaragoza no causó el revuelo que provocó la llegada de Gina Lollobrigida.

Es costumbre en Zaragoza, como en todas las ciudades y pueblos de España, que toda la gente salga a dar una vuelta entre las siete y las nueve de la noche por el paseo principal. Es una idea muy práctica porque les da a los hombres la oportunidad de echarles el ojo a las muchachas sin que los asalte la idea de que en alguna cocina o ático recóndito se esconda una Cenicienta a la que nunca llegarán a conocer.

La tarde que llegaba Gina Lollobrigida hubo un cambio sin precedentes en esta costumbre ancestral. La ruta entera de mirones paseantes se dio cita en torno al Gran Hotel, que quedaba como a dos manzanas del paseo principal. La multitud nunca llegó a ver a Gina Lollobrigida excepto por un breve instante o dos mientras se apresuraba a salir del coche y entrar al hotel. El griterío que se escuchó fue ensordecedor. Resonó como la voz de cien mil leones hambrientos de mal humor, y me dieron ganas de esconderme bajo la colcha de la cama, castañeteando los dientes como un mono congelado.

A unas 12 millas de Zaragoza (16 km) hay una base de las Fuerzas Aéreas Americanas a la que fuimos invitados de vez en cuando por el comandante de la base, el coronel Preston, y donde dimos un concierto la noche del último sábado que estuvimos en Zaragoza.

Fue un concierto improvisado en el cual Tyrone fue la atracción principal del espectáculo. Leyó diez minutos un texto de Thomas Wolfe. Fue muy efectivo y después le persuadí de que memorizara el texto completo para que lo pudiera repetir en la base de Torrejón, cerca de Madrid. Efectivo fue, pero yo pensé que lo sería cien veces más si lo pudiera recitar sin el libro delante. Él estuvo de acuerdo, y se puso a memorizar el capítulo completo de la difícil prosa, no era tarea fácil. Era una cosa que jamás hubiera tenido yo las agallas de intentar. Tres días después apareció en la base en circunstancias un tanto diferentes a las que teníamos planeadas.

El concierto de Zaragoza fue un gran éxito no tanto por lo que hicimos sino por la atmósfera relajada que habíamos conseguido de antemano».

Música para una banda sonora vital: El hombre de Mackintosh (The MacKintosh Man, John Huston, 1973)

Maurice Jarre compone la partitura de este tibio thriller de espionaje escrito por Walter Hill y dirigido por John Huston, en el que lo mejor, música aparte, es la interpretación de un James Mason que, como siempre, borda la encarnación de tipos diabólicamente retorcidos.

 

Música para una banda sonora vital: El hombre de La Mancha (Man from La Mancha, Arthur Hiller, 1972)

El más conocido fragmento de la partitura compuesta por Laurence Rosenthal para este musical de Arthur Hiller basado, muy libremente, en Don Quijote de La Mancha y en su autor, Miguel de Cervantes, más un acopio de tópicos y escenas de la obra que un intento riguroso de adaptación del universo cervantino.

Música para una banda sonora vital: 55 días en Pekín (55 days at Peking, Nicholas Ray, 1963)

Monumental partitura de Dimitri Tiomkin para esta superproducción de Samuel Bronston, dirigida por Nicholas Ray e interpretada, entre otros, por Charlton Heston, Ava Gardner, David Niven, Robert Helpmann, Flora Robson, Leo Genn, John Ireland, Kurt Kasznar, Paul Lukas, Harry Andrews, Massimo Serato, Alfredo Mayo y José Nieto, que recreaba a las afueras de Madrid la China imperial de 1900 y la revuelta de los bóxers contra la presencia extranjera.

Mis escenas favoritas: La última carga (The charge of the Light Brigade, Tony Richardson, 1968)

Las secuencias animadas de esta versión del famoso desastre británico en Balaclava durante la guerra de Crimea, dirigida por Tony Richardson en 1968, de la que ya hablamos aquí, son una auténtica maravilla. Acompañadas por la música de John Addison, hacen un recorrido alegórico por la situación de las alianzas del imperialismo europeo a mediados del siglo XIX, al mismo tiempo que colocan a los personajes en su contexto dramático. Una joya.

La comedia de la revolución: El discípulo del diablo (The Devil’s disciple, Guy Hamilton, 1959)

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De todas las películas coprotagonizadas por Kirk Douglas y Burt Lancaster, esta de Guy Hamilton (en codirección no acreditada con Alexander Mackendrick) es sin duda la más extraña y la menos vista. Basada en una celebrada obra de George Bernard Shaw situada en unos sucesos ocurridos en 1777, durante la revolución norteamericana que desembocó en la independencia de los Estados Unidos, en esta ocasión al dúo protagonista se unen una incorporación de lujo, Laurence Olivier, y un secundario impagable, Harry Andrews. El resultado, que no llega por poco a los ochenta minutos de duración, resulta un tanto estrafalario y desconcertante, mezcla de tonos y estilos, de géneros y propósitos. No es una comedia pura ni teatro filmado, ni un drama sobre un triángulo amoroso ni una crónica familiar, ni una parodia de las guerras ni un fresco histórico, ni una crítica a las revoluciones ni un análisis sobre el compromiso con unas ideas y el sentido del deber… Es, o lo pretende, todo eso a la vez, y al mismo tiempo, como es lógico, termina por no ser nada de nada.

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Difícilmente caben tantas y tan variopintas cosas en tan poco metraje. Por lo pronto, nos encontramos en algún lugar de New Hampshire en los primeros tiempos de la Revolución Americana, cuando los colonos todavía sufrían grandes reveses a manos de las tropas profesionales británicas y la ayuda de Francia y España aún no había empezado a decantar la balanza hacia el lado rebelde. Por el momento, la acción de los británicos es tanto o más policial que militar. Cuando detectan un grupo rebelde, lo combaten en escaramuzas. Cuando detienen a algún elemento levantisco, sobre todo si se trata de algún ciudadano relevante, lo ahorcan. En esas andan las escasas tropas del general Burgoyne (Olivier), militar estirando y socarrón, que además de mostrarse cruel y expeditivo con los colonos, no se corta en manifestar con toda la flema y la ironía tópicas en los británicos todo su escepticismo sobre la guerra, el imperio o incluso la Corona. Su contrapunto es el mayor Swindon (Andrews), al que desquicia y domina por igual, y que de buena gana daría un escarmiento generalizado y violento a todos los colonos posibles. Con unos efectivos de unos cinco mil hombres, Burgoyne intenta pacificar el lugar antes de partir hacia Albany y reunirse con el grueso del ejército británico que va hacia una de las primeras grandes batallas frente a los independentistas americanos.

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Por otro lado está el reverendo Anderson (Burt Lancaster), que forma parte de la comunidad pasivamente leal a Gran Bretaña, que asiste como mera espectadora a los acontecimientos, pero que, como guardián espiritual de la comunidad, no puede tolerar ciertos comportamientos de la autoridad militar para con sus feligreses. Continuar leyendo «La comedia de la revolución: El discípulo del diablo (The Devil’s disciple, Guy Hamilton, 1959)»

Con la soberbia hacia el desastre: La última carga (The charge of the Light Brigade, Tony Richardson, 1968)

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Balaclava, episodio de la guerra de Crimea (1853-1856), que enfrentó a la Rusia de los zares y a una coalición formada por el Imperio británico, Francia, el Imperio otomano y el reino de Cerdeña, ocupa un lugar destacado en la historia de la incompetencia militar. Lejos de retratar la famosa carga de la brigada ligera en los términos de vibrante épica y heroico sacrificio que Michael Curtiz presenta en el filme clásico de 1936 protagonizado por un Errol Flynn embutido en su impecable uniforme habitual, Tony Richardson, en plena era del Free Cinema y con medio mundo convulsionado por los vientos del 68, hace memoria del célebre fiasco militar británico para no dejar títere con cabeza y sacar los colores a la Gran Bretaña del último tramo de los años 60. Además de guardar en su relato mayor fidelidad a la concatenación de circunstancias que llevaron a la flor y nata de la caballería británica al ridículo más bochornoso, aprovecha para repartir a diestro y siniestro y degradar y caricaturizar y las apolilladas estructuras mentales, económicas y sociales de un imperio que hacía aguas (estamos en la era de la descolonización) y que se seguía teniendo (como sigue haciéndolo) por pieza fundamental en el engranaje del progreso de la humanidad.

Una brigada creada a su imagen y semejanza, y mantenida con dinero de su propio bolsillo, por el estrafalario Lord Cardigan (colosal Trevor Howard), un militar presuntuoso, vanidoso, altivo, inculto y borracho que entiende la guerra como una parada militar en la que obtener la victoria por derecho divino o por inevitable reconocimiento de la superioridad británica derivada de la simple observación de sus ostentosos uniformes y del inmejorable estilo en el desfilar de las tropas, por no mencionar la riqueza y sonoridad de los ilustres apellidos de los miembros de su compañía, entresacados de la más alta alcurnia de la aristocracia británica. A ella se incorpora un joven capitán Nolan (David Hemmings) proveniente de la India, donde ha conocido la guerra de verdad, y que de inmediato es señalado por algunos oficiales y compañeros como extranjero, máxime cuando se hace acompañar por un criado indio ataviado con las ropas de su país de origen. Naturalmente, en esta forma de entender la guerra, más pendiente de los bailes de sociedad, de los estrenos operísticos y de las copiosas cenas de los clubes de oficiales que de los movimientos tácticos, el estudio del terreno y el conocimiento del adversario, Nolan tiene mal encaje y, enfrentado desde el principio con Cardigan, se ve relegado, avergonzado y apartado del grupo. Al tiempo, la sociedad británica se ve inmersa en un conflicto internacional que, azuzado por una prensa que no entiende nada de aquello que publica (ni siquiera es capaz de ubicar en el mapa los, a priori, enclaves geográficos fundamentales en el presunto litigio que enfrenta al Imperio con la Rusia zarista), y dirigida por una casta política analfabeta, arribista e incompetente, que ve en la estatua ecuestre de Wellington una huella de un reciente pasado glorioso que, sin embargo, no sabe dónde colocar ahora, se lanza encantada a las pompas y fastos de una guerra que consideran ganada de antemano en la mejor tradición del Brexit mental, de corte racista y ultranacionalista, que ha marcado y marca a buena parte de la sociedad británica en sus relaciones con el resto del mundo. Una sociedad anquilosada e inadaptada al mundo moderno en la cual los mandos militares no se ofrecen a los oficiales más capaces, sino en virtud del rango aristocrático de quienes ostentan las distintas graduaciones; no es un Estado Mayor quien decide quiénes van a ocupar las distintas jefaturas, sino un grupo de altos mandos, enfrentados entre sí (divertidísimos los continuos cruces de insultos entre Cardigan y Lord Lucan, interpretado por Harry Andrews, incluso en el campo de batalla en los momentos previos al combate), que reparten los cargos entre un grupo de aristócratas nerviosos que pugnan por obtener un nombramiento que dé prestigio a su casa y su apellido, que llene sus arcas y les permita presumir en los bailes protocolarios, pero que les obligaría a poner en práctica una serie de capacidades de las que carecen por completo.

Así las cosas, la estupidez reinante se traslada al frente. Oficiales que viajan en compañía de sus mujeres y/o de sus amantes, tropas indebidamente pertrechadas, soldados víctimas del cólera que son abandonados a su suerte, denostados porque al desmayarse y perder el conocimiento, o la vida, estropean el espectáculo de una perfecta e impoluta formación encabezada por los estandartes de la Union Jack y el sonido de las gaitas escocesas, inoperantes aliados franceses que, enfermos o tarados, se quedan dormidos en mitad de una conversación y no aportan nada en la batalla, y por último, una dirección incompetente, indiferente al sufrimiento de las tropas, que desde sus puestos de observación, rodeados de comodidades, juegan a la guerra con las piezas humanas de lo que para ellos no es más que un juego de mesa en un tablero que consideran propio. Continuar leyendo «Con la soberbia hacia el desastre: La última carga (The charge of the Light Brigade, Tony Richardson, 1968)»

Una de John Le Carré: Llamada para un muerto (The deadly affair, Sidney Lumet, 1966)

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A mediados de los años sesenta el Reino Unido vivía bajo el estado de psicosis colectiva generado por el caso de los «Cinco de Cambridge», altos funcionarios de los servicios secretos y la diplomacia británicos (el más conocido, sin duda, Kim Philby, y también el que más estragos causó) que en realidad actuaban como dobles agentes al servicio del KGB soviético. Partiendo de la novela de John Le Carré escrita a partir de aquellos fenómenos, el cineasta americano Sidney Lumet dirigió bajo producción de la filial británica de Columbia esta película imbuida de todo el clima de juego del ratón y el gato que presidió la Guerra Fría, pero prestando atención a los rincones más oscuros, a sus participantes más grises y anónimos, nada que ver con el glamour y el espionaje espectáculo de James Bond. Lumet construye una película de estética, estilo y tono muy británicos (escoge como localizaciones lugares tan característicos como Chelsea, St. James’s Park, Pimlico o Twickenham, entre otros), con un guion que acentúa la ironía y el pragmático cinismo típicos del humor inglés, y a la que, además de una mayoría de actores locales (James Mason o Harry Andrews como personajes principales, además de secundarios como Lynn y Corin Redgrave o Roy Kinnear), se ajusta una buena nómina de intérpretes extranjeros (Simone Signoret, Maximiliam Schell o Harriet Andersson).

El punto de partida es un anónimo que revela la antigua militancia comunista, en tiempos de la universidad, de un alto funcionario del Departamento de Extranjeros de los servicios secretos. Charles Dobbs (James Mason), encargado de investigar la importancia de esta revelación, se entrevista con el interesado y no lo encuentra un peligro para la seguridad británica, achacando sus devaneos marxistas a una locura de juventud y a un carácter bondadoso y afable: en el fondo sigue creyendo ingenuamente en la posibilidad de una vida mejor y más justa, en altos ideales de igualdad y hermandad. Sin embargo, el funcionario, a pesar de saberse tratado con indulgencia, se suicida esa misma noche. La incoherencia de este hecho, y la aparición de ciertos indicios inquietantes que hacen dudar de la autenticidad de esta muerte por la propia mano (en particular, que encargara al servicio telefónico que le despertaran a la mañana siguiente), hacen que Dobbs sea encargado de esclarecer todo el asunto junto al inspector retirado Mendel (Harry Andrews, uno de los rostros clásicos del cine historicista y bélico británico), en unas pesquisas doblemente difíciles: además de la posibilidad de toparse con un complot del espionaje soviético al que parece no ser ajena la esposa del fallecido (Signoret) entran en juego los recelos y las luchas jurisdiccionales de distintos estamentos de seguridad británicos. Paralelamente, Dobbs vive una situación personal difícil. Desencantado de su trabajo, vive una complicada relación con sistemáticamente infiel esposa (Andersson), que le engaña repetidamente con amigos y compañeros de profesión cuya identidad él desea no conocer. La visita imprevista de Dieter, un antiguo camarada de armas en la Segunda Guerra Mundial (Schell), junto al que cumplió varias misiones secretas contra los nazis, siembra la duda en Dobbs sobre la identidad del nuevo amante de su esposa…

Lumet, con guion de Paul Dehn a partir de la novela de Le Carré, presenta una doble intriga que, como es de esperar, después de complicarse y retorcerse añadiendo a cada paso enigmas, sospechas y apariciones inquietantes, termina entrelazándose en una sola. A la virtud de reunir un reparto tan ilustre y eficiente (aunque con importantes nombres relegados a papeles pequeños, poco explotados, en ningún modo, eso sí, insignificantes), se une una puesta en escena sobria y de tintes misteriosos y enigmáticos (ahí entra en juego la fotografía de Freddie Young, otro clásico de la cinematografía británica), como corresponde a una intriga que combina exteriores nocturnos e interiores desasosegantes, que no hace ascos, sin embargo, a colocarse en su contexto temporal, los años sesenta y el nacimiento de la cultura pop (la música de la película es de Quincy Jones, y la canción que Andersson escucha repetidamente es una bossa nova de Astrud Gilberto), ni tampoco a dejar espacio para el humor, los diálogos chispeantes y los sarcasmos que el humor británico exige (réplicas agudas, observaciones oportunas, o ese pobre Mendel que descansa mal por las noches y luego se queda dormido en cualquier parte). Pero la película, aunque modesta en sus pretensiones y poco espectacular en su factura final, también contiene secuencias de mérito, Continuar leyendo «Una de John Le Carré: Llamada para un muerto (The deadly affair, Sidney Lumet, 1966)»

Mis escenas favoritas – Moby Dick (1956)

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Espectacular pasaje de Moby Dick (John Huston, 1956), el sermón del padre Mapple (Orson Welles) encaramado en lo alto del mascarón de proa que sirve de altar en la humilde parroquia, cuyos muros están decorados con las lápidas de los muertos y desaparecidos en el mar, de un humilde puerto ballenero de la costa este de Estados Unidos. Significativamente, la prédica relata el episodio de Jonás y la ballena.

Welles, que aspiró durante mucho tiempo a interpretar a Achab en esta adaptación de Ray Bradbury y John Huston a partir del original de Herman Melville, compuso aquí una de sus apariciones más inolvidables, a pesar de su brevedad, demostrando que su capacidad como actor rayaba a la misma altura de su talento como creador. Un instante que vale la pena revisitar con la voz del genio de Kenosha (Wisconsin) subtitulada esta vez en inglés. Uno de los grandes momentos, sin lugar a dudas, de la historia del cine.

La tienda de los horrores – Modesty Blaise

En plena efervescencia del éxito de la adaptación al cine del James Bond de Ian Fleming en la piel de Sean Connery, el reputado Joseph Losey, autor norteamericano que debió abandonar su país durante la «Caza de brujas», tuvo la ocurrencia de trasplantar al cine a una heroína de cómic que de alguna manera cargaba las tintas tanto como parodiaba el fenómeno de los agentes secretos todopoderosos y todoglamurosos, los gadgets, las conspiraciones internacionales de organizaciones criminales secretas y los marcos lujosos e idílicos en los que tenían lugar las investigaciones y luchas que conducían invariablemente a la salvación, in extremis, del mundo. El resultado, Modesty Blaise, confirma que las adaptaciones de tebeos a la pantalla ya eran malas en 1966, a pesar de, sin duda gracias a la fama de su director, la película obtuviera una nominación a la mejor película en el Festival de Cannes.

Joseph Losey es un caso para estudiar. Su cine, aclamado y elevado a los altares por cierta crítica europea, ha envejecido espantosamente. El cine de su periodo americano, tanto el remake de M de Fritz Lang como El merodeador (ambas de 1951) mantienen todavía las virtudes visuales y narrativas que apuntaba el director en sus primeros tiempos, pero las obras británicas de su carrera, más allá de El criminal (1960) resultan con el tiempo absolutamente venidas a menos, con un apreciable pulso visual, con secuencias de gran poderío en la composición de planos y en la elección de encuadres, pero casi en su totalidad poseídas por el hastío, el aburrimiento, los ritmos lánguidos, las cadencias tediosas, las temáticas abstrusas, crípticas, la verborrea incontenible de significados y simbologías de difícil acceso, la recreación en el morbo gratuito y la vaciedad absoluta, si no, directamente, la repulsión más tremebunda. Así ocurre con éxitos suyos de antaño, aclamados en festivales y en artículos y ensayos por todo el mundo, y cuyo visionado hoy es costoso, difícilmente soportable: El sirviente (1963), La mujer maldita (1968), Ceremonia secreta (1968), El mensajero (1970)…, por poner los ejemplos más hirientes. El peor de todos, con diferencia, es esta Modesty Blaise, por más que vista hoy se aguante con algo más de gracia, fundamentada más en la curiosidad bizarra que en la calidad cinematográfica.

En cuanto a los elementos más apreciables, la película capta a la perfección, gracias al empleo de una banda sonora con ecos de la música de moda entonces y también a una fotografía colorista con gran protagonismo para los tonos vivos, llamativos, chillones, la atmósfera pop, la ebullición de la psicodelia, de los yeyés, de la Gran Bretaña de mediados de los sesenta, casi casi del mismo modo que consigue lograr Antonioni en su Blow up (Deseo de una mañana de verano), también de 1966. La dirección artística navega en el mismo sentido, si bien hace especial hincapié en los escenarios horteras, recargados, excesivos, abigarrados, barrocos, repletos de objetos que saturan cada plano, que rodean a los actores hasta incluso servir de obstáculo. Por último, tanto el maquillaje como el vestuario (sin olvidar la peluquería, con las pelucas que lucen en varios momentos algunos de los personajes, en tonos rubios o blancos excesivos, caricaturescos, casi al hilo de las que usaba el penoso doble de George Peppard en las escenas de «riesgo» de El Equipo A…) abundan en el mismo concepto estético, con diseños atrevidos tanto en la forma como en el color, presuntamente como tributo al mundo de las viñetas y a las portadas de los tebeos.

En cuanto al resto, se supone que la película es una parodia del cine de espías tanto como un thriller de intriga tratado con la ligereza de una comedia de enredo. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Modesty Blaise»