Vidas de película – Sam Jaffe

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Sam Jaffe forma parte de la abultada nómina de personalidades del Hollywood clásico que vieron truncada su vida y su carrera a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta por obra y gracia de la llamada «caza de brujas» instaurada en los Estados Unidos por el senador Joseph McCarthy y sus acólitos. Nacido en 1891 en Nueva York, en el seno de una familia judía (su nombre auténtico era Sam Shalom Jaffe), estudió ciencias y trabajó como profesor de matemáticas hasta que le picó el gusanillo de la interpretación. Su físico característico le abrió las puertas al film noir y al cine de aventuras y a la encarnación de personajes exóticos y ambiguos.

Trabajó para Joseph von Sternberg en Capricho imperial (The scarlett Empress, 1934), como el zar Pedro I el Grande (nada menos que Marlene Dietrich encarnaba a la famosa Catalina la ídem…), y a las órdenes de Frank Capra interpretando al Gran Lama en Horizontes perdidos (Lost horizon, 1932) antes de protagonizar Gunga Din (George Stevens, 1939), en la que daba vida al célebre aguador hindú que ansía convertirse en corneta del ejército británico. Antes de su defenestración, otro papel importante, y muy comprometido contra la discriminación racial de los judíos, fue para Elia Kazan en la oscarizada La barrera invisible (Gentleman’s agreement, 1947).

Justo antes de su caída en desgracia llegó su personaje más memorable, el atracador de La jungla de asfalto (The asphalt jungle, John Huston, 1950) que organiza meticulosamente el robo, papel por el que obtuvo una nominación al Óscar y ganó la copa Volpi en el Festival de Venecia. Al año siguiente todavía participaría en el clásico de la ciencia ficción Ultimátum a la Tierra (The day the Earth stood still, Robert Wise, 1951).

Desterrado de Hollywood, y tras algunas películas fuera de los Estados Unidos -la más significativa es Los espías (Les espions, Henri George Clouzot, 1957), junto a Curd Jürgens y Peter Ustinov-, regresó al cine americano una vez disipados los temores al maccarthysmo, y de nuevo en entornos exóticos, con la infumable El bárbaro y la geisha (The barbarian and the geisha, 1958), protagonizada por John Wayne (y de hecho una de las peores películas de John Huston), y culminó por todo lo alto la etapa más relevante de su carrera  formando parte del reparto de la superproducción Ben-Hur (William Wyler, 1959). En la década de los sesenta, no obstante, sus apariciones en cine decayeron notablemente, y se centró en el teatro y la televisión.

Falleció en 1984, a los 93 años.

La tienda de los horrores – Vivir y morir en Los Ángeles (Live and die in L.A., William Friedkin, 1985)

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Pasó, y pasa, por ser una de los más importantes y celebrados dramas de acción policiaca de los años ochenta, pero, vista con ojos del siglo XXI, Vivir y morir en Los Ángeles (Live and die in L.A., 1985) resulta profundamente ridícula. Dirigida por el en otro tiempo (una década atrás) excelso William Friedkin, autor de las magníficas Contra el imperio de la droga (French connection, 1971) o El exorcista (The exorcist, 1973), además de la cinta que acabó con su carrera de cineasta de primera línea, Carga maldita (Sorcerer, 1977), remake, con Francisco Rabal en el reparto, de la muy superior El salario del miedo (Le salaire de la peur, Henri George Clouzot, 1953) que le fue vivamente desaconsejado por directores franceses como Truffaut pero que, llevado adelante con cabezonería y falta de reflexión terminó por sepultar su buen oficio, la película posee algunas de las notas positivas del brío y el talento de Friedkin como director, pero no son suficientes para salvar un conjunto pobre de estilo y realmente absurdo en cuanto a su concepción de momentos claves del filme. Un problema de guión que, por esencial, y por falta de talento interpretativo que consiga limar las aristas y tapar los huecos, hace que se tambalee todo el resultado.

La trama es tópica y sencilla: Chance, un agente del servicio secreto (William Petersen o William L. Petersen, el famoso Grissom de la serie CSI Las Vegas), intenta vengar por todos los medios, legales o ilegales, la muerte de su compañero, a dos días de hacer efectiva su jubilación, a manos de un buscado falsificador de dinero, Eric Masters (un bisoño Willem Dafoe). Punto final. La nota diferencial de la película debería ser la forma, y no carece de retazos de esa presunta calidad distintiva, pero su tono campanudo, solemne y grandilocuente, bajo el que se revela constantemente una evidente cutrez, unida a unas interpretaciones que van de lo vulgar a lo risible, hacen que se resquebraje cualquier intento de sobresalir fundamentado principalmente en unas bastante dignas secuencias de acción, persecución y violencia. Éstas son el punto álgido del filme, ya sea por los pasillos de un aeropuerto tras la carrera de John Turturro, uno de los emisarios de Masters, ya en coche y por las calles de Los Ángeles, en una emulación del talento de Friedkin para la acción de sus mejores tiempos, o en sus tiroteos sangrientos y de compleja y talentosa puesta en escena. La temperatura de la cinta va subiendo, en lo que a la acción se refiere, hasta el duro colofón final, lo más salvable de la película, que, además de chocar en cierto modo con las expectativas del espectador, resulta eficaz y elaborado.

Hasta aquí las virtudes; vamos ahora con la caña. Partamos del insustancial prólogo del filme: en labores de vigilancia y custodia del Presidente de los Estados Unidos, de visita en la ciudad, Chance y sus compañeros abortan un atentado, supuestamente palestino o islamista, en un hotel. El terrorista en cuestión, que buscaba inmolarse en presencia del mandatario, se convierte en carne picada para hacer albóndigas cuando el explosivo le estalla mientras intentaba descolgarse por la fachada. Este prólogo, en la línea de las cintas de James Bond, poco o nada tiene que ver con el contenido posterior de la cinta, excepto para caracterizar lo más patético del filme, es decir, a su protagonista, William (L.) Petersen. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Vivir y morir en Los Ángeles (Live and die in L.A., William Friedkin, 1985)»