Destrucción como acto de creación: San Francisco (W. S. Van Dyke, 1936)

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Con esta mítica película, precursora del llamado «cine de catástrofes» que haría fortuna décadas después, Metro-Goldwyn-Mayer mataba dos pájaros de un tiro. En primer lugar, mostraba músculo en la producción, con su habitual despliegue de suntuosidad, estrellas y lujo formal, aderezado en esta ocasión con una amplia y cara gama de efectos especiales (obra de Armand Gillespie), algunos de los cuales han resistido bien el paso del tiempo (particularmente, las maquetas; menos en el caso de las sobreimpresiones y los planos a distintas escalas), y, sobre todo, con una aplicación en la puesta en escena del desastre y de la ruina tan minucioso y ostentoso como en sus costosos decorados de época, fruto del trabajo del infablible Cedric Gibbons. En segundo término, la película, que registra una trama dramática en un tiempo inmediatamente anterior al terremoto de San Francisco de 18 de abril de 1906, que causó tres mil muertos y dejó sin hogar a unas trescientas mil personas, se erige en una gigantesca y aparatosa parábola del estado emocional de la América de la Gran Depresión, de exaltación de cierto espíritu patrio de unidad y determinación en la reconstrucción y la recuperación del estado anterior a la caída en desgracia colectiva. Desde esta perspectiva, el largo tramo dramático, situado en la zona de la ciudad denominada Barbary Coast, donde entonces se concentraba la actividad de los locales de ocio nocturno, juego y prostitución, y durante el que se establece el triángulo amoroso y de rivalidad entre los personajes principales, funciona como un trasunto de los dorados y felices años veinte, de la borrachera de despreocupada alegría e inconsciencia en la que se sumieron los norteamericanos a pesar de la «Ley Seca», mientras que el terremoto ejerce de metáfora de la repentina depresión económica que sacudió al país y de catalizador para la reacción, para un nuevo despertar, y el emotivo y grandilocuente epílogo subraya ese impulso conjunto de superación y rehabilitación, de renacimiento en una especie de versión mejorada y aumentada de las esencias nacionales. Así cabe entender esa conclusión de la que han bebido cineastas como Steven Spielberg -en La lista de Schindler (Schindler’s List, 1993)-, con el pueblo caminando unido, cogidos por el brazo avanzando juntos sobre la cima de una colina hacia el valle donde se levantan los escombros de la ciudad, mientras entona como una sola voz himnos ciudadanos de reconocimiento colectivo (la canción original San Francisco, compuesta por dos de los músicos de la película, Bronislau Kaper y Walter Jurmann) o de profundo carácter religioso (Onward Christian Soldiers) y patriótico (Glory Glory Hallelujah), o Martin Scorsese -en Gangs of New York (2002)-, cuando las imágenes de los altos edificios y las modernas avenidas de la ciudad actual se superponen al escenario arruinado de la antigua ciudad deprimida o destruida, simbolizando así el éxito de esa tarea de reconstrucción y la proyección futura de un horizonte de riqueza y prosperidad.

Lo de menos, por tanto, es la trama dramática, un guion coescrito por la gran Anita Loos (esposa de John Emerson, productor de la cinta), Robert E. Hopkins, autor del argumento original, y (sin firmar) Herman J. Mankiewicz (no es la única celebritie sin acreditar: nada menos que David W. Griffith ejerce como director de segunda unidad, así como también el futuro director Joseph M. Newman): la joven Mary Blake (Jeanette MacDonald), dotada para el canto tras su paso por el coro religioso de su padre, un pastor protestante ya fallecido, huye de la miseria y busca cobijo en Blackie Norton (Clark Gable), el empresario del Club Paradise, que le proporciona trabajo como cantante de cabaret al tiempo que se interesa por ella (sus exigencias de que cumpla escrupulosamente el tiempo pactado de su contrato no es otra cosa que la forma de retenerla a su lado a toda costa). Surge una estrecha relación entre ambos que es desaprobada por el sacerdote Mullin (Spencer Tracy), gran amigo de Blackie y voz de la conciencia que siempre se resiste a escuchar, y por Jack Burley (Jack Holt), dueño del Tivoli Opera House, que ama a la joven e intenta atraerla cumpliendo su sueño, convertirla en cantante lírica. Los tipos que representan Blackie y Burley son opuestos: el primero es seductor, hipócrita, egoísta y mujeriego, y hace continua ostentación de su agnosticismo; Burley es de una familia de la aristocracia de la ciudad (antiguos ricos), es caprichoso y no descarta el empleo del juego sucio si le sirve para conseguir lo que quiere; Mary, por último, es el chivo expiatorio de los males de los dos. La película constituye una sucesión de cuadros adscritos a distintos géneros, aventuras, drama, acción, musical (canciones de Jeannette MacDonald, algunas de ellas composiciones populares y otras arias de ópera, como la tomada, por ejemplo, del Fausto de Charles Gounod, muy popular en Estados Unidos, cuya selección sirve para explicar de forma subliminal el desarrollo de la trama y de las relaciones entre los personajes), romance y cine de catástrofes, divididos en actos cuyas transiciones vienen marcadas por las apariciones del padre Mullin y los hitos dramáticos que suponen cambios en la evolución de su amistad (y desencuentro) con Blackie hasta la reconciliación final, que coincide con el reencuentro de este con el amor puro y la religiosidad íntima.

Añorando estrenos: 'San Francisco' de W.S. Van Dyke

La verdadera eclosión llega en el último tramo del metraje, con el terremoto recreado a través de maquetas de edificios de hasta un metro de altura y de construcciones de fachadas de tamaño natural, y toda la serie de estallidos, grietas, explosiones y electrocuciones que se suceden. El montaje, a base de planos cortos, rápida yuxtaposición de imágenes y ritmo ágil y acelerado, crea una sensación todavía fresca hoy de vértigo y de percepción de las dimensiones terribles de una gran catástrofe de estas características, del riesgo para la vida, del caos y la destrucción material y del dolor ocasionado a las víctimas (sin perder la oportunidad de que también pueda actuar como agente justiciero de la divinidad para aquellos personajes que lo «merezcan», los impíos y los malvados, mientras que se salvan los creyentes que asumen el Juicio Divino, que gozarán de la resurrección de la ciudad). Es en este punto donde el filme se aplica con eficacia, algo sensiblera y desfasada hoy día, en su finalidad de labor de reconstrucción anímica para la sociedad americana, de respuesta cinematográfica a las necesidades emocionales y psicológicas de su público a resultas de la crisis económica, los llamamientos a la difusión de ilusión, la esperanza y la confianza (ciega) en el futuro, de la pertinencia de la contribución personal con esfuerzo y dedicación honestos y sinceros a la recuperación y reconstrucción de la vida anterior, siempre dentro de los mandamientos y virtudes religiosas y morales de los buenos ciudadanos. La ciudad encarna así la mentalidad americana de tierra de oportunidades y de campo abierto al éxito personal.

Con todo, la película no logra sacudirse cierto aire de artificiosidad, no allí donde resultaría lógico y asumible, el tramo durante el que despliega toda su falsedad, los efectos especiales y el desastre, sino en todo el desarrollo dramático anterior, en las melodramáticas motivaciones de los personajes, en las relaciones establecidas entre ellos, algo más que «culebronescas», faltas hasta cierto punto de naturalidad (detalle achacable a la dirección de Van Dyke, conocido como One Take Woody por su afición a hacer tomas únicas de las secuencias) y también en el reflejo de la ciudad, poco próxima a lo que temporalmente más le encajaba, la atmósfera, los usos y las costumbres del western, y alejada también del cosmopolitismo multinacional propio del puerto marítimo comercial más importante de la costa del Pacífico de los Estados Unidos. De hecho, San Francisco es en esta película una ciudad que, incluso en el desastre, vive de espaldas al mar. Tal vez sea debido a su rodaje en exclusiva en los estudios de MGM en Culver City, lejos de las playas, lo cual proporciona otra doble factura simbólica, en este caso, indeseada, a la película. Por un lado, su relativo fracaso comercial: con un presupuesto de un millón trescientos mil dólares, fue nominada a seis premios Oscar pero solo obtuvo uno (mejor sonido), lo cual dificultó la recuperación de la inversión. Por otra parte, tal vez el terremoto recreado en los estudios MGM anunciara la ya inminente crisis de los estudios, que no iba a tardar en resquebrajar los modelos de producción, distribución y exhibición de la era dorada del sistema de estudios.

Cine de verano: La última orden (The Last Command, Josef von Sternberg, 1928)

Inspirada supuestamente en un hecho real dado a conocer por el cineasta Ernst Lubitsch, escrita por John F. Goodrich y Herman J. Mankiewicz a partir de la historia trazada por Lajos Biro y el propio Sternberg, La última orden es una de las grandes obras maestras del director vienés. Protagonizada por el legendario Emil Jannigs, cuya interpretación fue una de las que le valieron el primer Oscar de la Academia al mejor actor en 1927 (en aquel tiempo no se concedía el premio por una interpretación concreta, sino que podía considerarse un galardón a una trayectoria, a la relevancia del intérprete en el mundo del cine, o a la labor continuada en una serie de excelentes papeles), cuenta la historia de un  antiguo aristócrata zarista que, exiliado y arruinado tras la Revolución Soviética, acaba recalando en Hollywood y trabajando como extra en una película que narra los convulsos días de la Revolución de 1917. En ella debe encarnar a un personaje cuyas peripecias son idénticas a las que él vivió, extraña e insólita situación que hace que afloren a su memoria los recuerdos del pasado y que, en cierto modo, la vida le regale una nueva oportunidad para corregir sus errores y recuperar el pasado.

El desgarrado patetismo de este planteamiento sería reproducido por el propio Jannigs cuando, invadida Alemania por los aliados al final de la Segunda Guerra Mundial, saliera a la calle entre los escombros y las ruinas blandiendo el Oscar recibido años antes para mostrar su carácter inofensivo y su amistad a las tropas norteamericanas.

Mis escenas favoritas: Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941)

Vaya por delante que hacer listas de películas, «las mejores de…», como de cualquier otra cosa, le parece a quien escribe una absoluta gilipuertez. Un producto de la actual cultura del ránking, que necesita, al parecer, clasificarlo, categorizarlo, priorizarlo todo, en un absurdo alarde publicitario de esa tontería de nuestro tiempo, mandamiento supremo de la sociedad de consumo, que consiste en convertir en sinónimos los términos «más» y «mejor».

Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941) ha encabezado, y periódicamente vuelve a encabezar de vez en cuando (porque algo intrínseco de esas listas es que estén renovándose continuamente, para multiplicar las posibilidades de negocio y que el rendimiento de los productos nunca se detenga) esas listas de mejores películas de la historia que, en teoría, pretenden seleccionar y lo que hacen en realidad es limitar, ignorar, ocultar. En cualquier caso, la película de Welles merece atención y justo reconocimiento porque la cantidad y la calidad de las cualidades cinematográficas que atesora son impagables, inagotables, ineludibles. Valgan como muestra dos secuencias que prueban que continente, contenido y mensaje forman un todo indivisible cuando hablamos de cine en estado puro, de arte cinematográfico con mayúsculas.

Romance de ultratumba: El fantasma y la señora Muir (1947)

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Volvemos a ocuparnos de uno de los cineastas favoritos de esta escalera, Joseph L. Mankiewicz, una de las cabezas mejor dotadas del cine clásico, todo un hombre del renacimiento (escritor, guionista, productor, director, dramaturgo, escenógrafo, articulista, ensayista…) que, llevado a Hollywood de la mano de su hermano Herman J., guionista de Ciudadano Kane, lo mismo producía Historias de Filadelfia que dirigía una de espías, que adaptaba a Shakespeare, siempre con unas señas de identidad muy concretas en su cine: la espléndida dirección de actores, la excepcional utilización de decorados y ambientaciones, y la riqueza y profusión de unos textos espléndidos en el guión. Otro ejemplo de ello, de engañosa sencillez en este caso, en una película deliberadamente pequeña y delicada como toda joya que se precie, es El fantasma y la señora Muir (The ghost and Mrs. Muir, 1947), una deliciosa comedia dramático-romántico-fantástica con la búsqueda de la felicidad como premisa central.

Como en un guiño a Laura (Otto Preminger, 1944), en la que Dana Andrews se quedaba patidifuso ante el retrato de la «difunta» que daba título al filme, interpretada por Gene Tierney, es ahora la actriz, que da vida a Lucy Muir, una joven viuda inglesa de principios de siglo XX, la que observa el retrato del capitán Gregg (Rex Harrison), el antiguo propietario de La Gaviota, la casa a la orilla del mar que ella acaba de alquilar para huir del triste pasado londinense que encarnan su suegra y su cuñada, junto a las que ha vivido en compañía de su hija pequeña (una jovencísima Natalie Wood) y su criada de confianza, Martha (Edna Best) desde la muerte de su esposo. Nada puede detener sus ansias de autonomía y de libertad, ni siquiera el pequeño detalle que hace que La Gaviota tenga un precio de alquiler tan asequible, y que es el mismo que ha provocado que sus últimos cuatro inquilinos no hayan durado entre sus paredes ni siquiera la primera noche: la presunta presencia de un fantasma, el mismísimo capitán Gregg que, se supone, se suicidó años atrás en el interior de la casa y desde entonces vaga sus penas recorriendo sus dependencias. Eso no frena a la obstinada Lucy Muir, para frustración del fantasma, que ve cómo los trucos que suele emplear para ahuyentar a sus indeseados invitados fallan esta vez. Sin embargo, el fantasma se deja atrapar por el entusiasmo de Lucy y por el amor que muestra por la casa, y por eso, y quizá por algo más, le permite quedarse junto a su familia. Las dificultades financieras harán mella en el ánimo de Lucy, pero será el fantasma de Gregg el que encuentre la solución: Lucy escribirá un libro, al dictado del capitán, en el que narrará sus largas aventuras en el mar, y que servirá para, a través de un contrato de venta editorial, reunir el dinero con el que costear la estancia de Lucy en la casa. Y la razón de todo ello no es otra de que nuestro querido fantasma se ha enamorado de una mortal, y que, para sorpresa de ella, ese amor es correspondido. Como tal amor imposible, alguien tiene que decidir cortarlo, y es Gregg el que empuja a Lucy en brazos de Miles Fairley (George Sanders), un escritor de libros infantiles que le hace la corte y la enamora -o no-, pero que desde el principio muestra una ambigüedad que hace desconfiar al fantasma, un secreto que puede hacer daño a Lucy…

Los 104 minutos de la cinta son un prodigio de delicadeza, de tacto, de sensibilidad, pero también de fino humor y un romanticismo nada empalagoso, que descansa en pequeños detalles, en la simbología de los objetos (el retrato, el catalejo, el reloj, la madera tallada…), en miradas y silencios, incluso en discusiones, más que en el almíbar, en la verborrea azucarada o en el doble sentido sexual (muy sutil en este caso, en el que la complicidad de mujer mortal y ectoplasma inmaterial tiene lugar entre las cuatro paredes del dormitorio, en el que ella, así se deja entender, se desnuda cada día ante él antes de acostarse). La fotografía en blanco y negro de Charles Lang Jr., nominada al Óscar, y la excepcional partitura de Bernard Herrmann, contribuyen a crear una textura lírico-onírica, de luces tenues, filtradas, brumosas, claroscuros y sombras (magistral la imagen en la que Lucy abre una puerta y se topa con el rostro del capitán Gregg, iluminado en una habitación completamente a oscuras, que no corresponde al fantasma, sino al retrato), un territorio de frontera entre ambas dimensiones, la realidad y la ilusión, la construcción de una fantasía a la medida de los propios deseos, o de los sueños inconfesables, en la que la paz que se respira en la casa va acompañada de un clima cálido y plácido en el exterior, mientras que las zozobras del sentimiento pasan por la tempestad, la mar agitada y los golpes de las olas contra las rocas. Continuar leyendo «Romance de ultratumba: El fantasma y la señora Muir (1947)»