Perlas breves (II): El muelle (La jetée, Chris Marker, 1961)

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Vuelta a rodar décadas después en formato más «convencional» (pónganse un número indeterminado de comillas) como  Doce monos (Twelve monkeys, 1995) por Terry Gilliam, La jetée, película experimental de Chris Marker de apenas 26 minutos de duración, está compuesta casi en su totalidad de una sucesión de fotos fijas en blanco y negro. Ambientada en un futuro próximo justo después de un holocausto nuclear que ha acabado con la vida en la superficie del planeta, la historia es narrada por un hombre que ha sido enviado al pasado en un viaje en el tiempo con el fin de evitar la devastación de la última guerra. Su aptitud para el proyecto, al parecer, proviene de que en su mente se conservan frescos, reales, recuerdos previos al desastre: un rostro de mujer captado en el aeropuerto parisino de Orly, precisamente en la zona de embarque, el muelle aludido en el título, una cara hermosa que acompaña a la misteriosa muerte de un hombre.

Engañosamente simple, pero como catalizadora de reflexiones muy complejas y enriquecedoras que se van desplegando a medida que transcurre el breve metraje, Marker concentra la potencia dramática de la historia en el uso del sonido, obviamente como resultado del empleo de la imagen estática como escenario, el desconcertado, alucinado discurso del protagonista, una aparente limitación que no llega a ser tal gracias al pulso narrativo y al sentido dramático con que Marker monta y combina la sucesión de fotografías. Este juego de tiempo, espacio y memoria cobra su máxima expresión en el momento más bello de la cinta, el instante en que esa hermosa mujer, aparentemente dormida, abre los ojos, el único instante de cine en movimiento que contiene la película, detalle impagable que dota de sentido a todo el relato y lo convierte en una historia conmovedora y emotiva, al comprender el espectador un minuto antes que el protagonista, que lo hará ya cuando sea demasiado tarde, el sentido de la extraña misión que debía cumplir, el secreto último que oculta, y lograr así que quede perturbado por el triste y confuso destino que afronta.

Deliberadamente fría en su forma, la película resulta sin embargo terriblemente cálida y conmovedora, producto del contraste que supone una ambiciosa concepción temática ligada a la ciencia ficción mezclada con una historia sentimental profundamente humana contada con la osadía, la libertad creativa y la ingenuidad que cabía esperar del cine francés de la década de los sesenta del siglo XX, un paso más allá de la nouvelle vague y en paralelo a Godard. Por ello La jetée, a pesar de su brevedad y de constituirse en una película nada convencional, deja un hondo rastro emocional en el espectador así como una influencia inagotable en el género de la ciencia ficción, muy dado a elaboradas puestas en escena y a derroches de fuegos pirotécnicos y artificios de cámara casi nunca llega a alcanzar, no obstante, un grado semejante de asombro y desasosiego.

Suave apocalipsis: La hora final (1959)

Tras la II Guerra Mundial y el comienzo de la tensión entre los bloques, y especialmente tras el desarrollo por parte de la Unión Soviética de la tecnología nuclear, el cine se ocupó reiteradamente de alertar de diversos modos y maneras acerca de los peligros de esa inconsciente escalada en la acumulación de material bélico destructivo por parte de las dos superpotencias, del camino de no retorno para la humanidad que suponía la amenaza de utilización de armas nucleares ante cualquier roce o conflicto internacional. Es imposible evaluar el grado de incidencia que tuvo la influencia cinematográfica en la corriente de opinión pública que alimentó el pacifismo de los años sesenta y el movimiento por el desarme nuclear que, inspirándose en Hiroshima y Nagasaki, cristalizó en diversas medidas de limitación de este armamento por parte de la URSS y los Estados Unidos, así como Francia o Reino Unido, y que ha derivado en inútil cuando países como Corea del Norte, Pakistán o India se han hecho con importantes -y no se sabe hasta qué punto seguros y controlados- arsenales nucleares, pero debió resultar muy importante en especial para la generación que no vivió directamente los combates de la conflagración mundial y que, por tanto, era menos receptiva a la propaganda oficial. Durante dos décadas y pico, Hollywood y las productoras de serie B crearon un gran número de películas de terror y ciencia-ficción que, directamente abordando la temática bélica nuclear, ya fuera en clave de drama -Punto límite (Fail-safe, Sidney Lumet, 1964) o en plan comedia delirante –¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Dr. Strangelove, or how I learned to stop worrying and love the bomb, Stanley Kubrick, 1964)-, ya utilizando otros ambientes y subgéneros (invasiones alienígenas admonitorias, plagas de insectos gigantes, irrupción de criaturas colosales destructivas, zombis, monstruos, plagas, epidemias, enfermedades letales…) como clave metafórico-narrativa para volcar su mensaje de prevención ante un más que previsible holocausto nuclear, hicieron del temor a la pronta e irreversible destrucción del planeta materia fílmica con distintos grados de acierto y calidad. Una de las muestras más curiosas, interesantes y solventes de aquella corriente es La hora final (On the beach, 1959), dirigida por Stanley Kramer.

Dwight L. Towers (Gregory Peck) es el comandante de un submarino norteamericano que se dirige a las costas de Australia. El panorama no puede ser más desolador: un desastre nuclear (del que no llegan a saberse las razones ni el orden de acontecimientos que condujo a él, sin duda deliberadamente, para evitar culpas y descargar de razones o lógica a una escalada violenta que carece de ellas) ha acabado casi con toda seguridad con la vida humana en el hemisferio norte y una inmensa nube radioactiva. Uno de los pocos lugares civilizados en los que queda una estructura de gobierno organizada es Australia, y hacia allí se dirige el submarino con sus últimas órdenes recibidas desde Estados Unidos. Mientras las autoridades australianas intentan establecer el tiempo que la nube de muerte y desolación va a tardar a llegar al continente, con un país sumido en la depresión resultante de la espada de Damocles de una muerte cercana, colectiva, inevitable, el submarino recibe la misión de encaminarse al Pacífico central para hacer comprobaciones y también de acercarse al área de la ciudad de San Francisco, desde la que están llegando unas extrañas señales que pueden significar la esperanza de supervivencia humana, la desintegración progresiva de la nube radioactiva, y con ello, la salvación de la humanidad. El oficial de enlace de la marina australiana, el teniente Holmes (Anthony Perkins), intenta mantener en su vida de pareja el optimismo y la esperanza del futuro, en particular para impedir el desmoronamiento de su esposa (Donna Anderson) y proteger a su bebé de unos meses. Entre el grupo de gente que frecuentan Towers y Holmes mientras esperan embarcar se encuentran Moira Davidson (Ava Gardner) y Julian Osborne (Fred Astaire).

Lejos de angustias apocalípticas, de paranoias colectivas, de secuencias bélicas o de debates políticos, la película se concentra, con un tono lírico, intimista, en la manera en la que un grupo concreto de personas, como muestra de la colectividad, encara el más que posible fin del mundo. El tono es cercano, sensible, más basado en los diálogos y en la interrelación de personajes que en la acción, más reflexivo que puramente narrativo más allá de las cuitas sentimentales de los protagonistas. La película consigue recrear una atmósfera asfixiante y claustrofóbica (fuera del submarino, que tiene más merito) gracias al inmenso poder emocional que genera la situación descrita al espectador, que además de asistir a las evoluciones psíquico-emotivas de los personajes principales, también puede comprobar el grado continuo, persistente e incesante del deterioro de la vida colectiva de los australianos, si bien conservando en todo momento la calma y el orden (no hay saqueos, no hay estallidos de violencia o desesperación). En las amplias avenidas, en las calles luminosas, en los parques y espacios abiertos, las bicicletas y los carruajes tirados por caballos han sustituido a los vehículos a motor al haber disminuido las reservas de hidrocarburos y concentrarse éstas para el uso exclusivo de los servicios públicos. Los coches, los autobuses, se amontonan abandonados en las calles; las tiendas todavía ofrecen mercancías, pero hay cada vez más estantes vacíos. La calle es un continuo hervidero de gente que ya no acude con la misma regularidad y exigencia a sus trabajos y que sale en busca de alimentos, a encontrarse con seres queridos con los que compartir tiempo, o a concentrarse en alguno de los actos colectivos en los que clamar o rogar por su salvación. Los comités técnicos y militares trabajan en la búsqueda de soluciones que no existen, mientras que los militares se concentran en las que pueden ser sus últimas misiones. Este tono melancólico se concentra en dos relaciones de pareja, la de Towers, cuya esposa e hijos han perecido seguramente en el desastre nuclear, aunque conserve la realidad casi tangible de su recuerdo y sus fotografías en el billetero, y Moira, viuda que no ha conseguido rehacer su vida y cuya esperanza de conseguirlo está a punto de desvanecerse bajo sus pies, y la de Holmes, su esposa y su recién nacido, cuyo armonioso equilibrio familiar está a punto de convertirse en una lucha desesperada por mantener la cordura en un entorno que amenaza con derrumbarse. Continuar leyendo «Suave apocalipsis: La hora final (1959)»

Otro cine español fue posible: La hora incógnita

Si pensamos por un momento en los hermanos Ozores, inmediatamente los asociamos con las películas herederas del landismo, Andrés Pajares y Fernando Esteso, el destape, el humor de trazo grueso y mucha caspa hispánica a puñados. Y sin embargo, en 1963, mientras el cine en España era casi un monopolio exclusivo de los modos y maneras franquistas, las comedietas de medio pelo y las películas consagradas al lucimiento del niño prodigio de turno, del cómico de vía estrecha o del patético cantante de moda que tan del gusto son de Televisión Española los sábados por la tarde, Mariano Ozores dirigió una película sobre nada más y nada menos que un futurible holocausto nuclear, tema serio donde los haya, y en tono a mitad de camino entre el drama costumbrista y el thriller catastrofista: La hora incógnita.

Con ecos de La hora final (On the beach, Stanley Kramer, 1959), la historia nos sitúa en una indeterminada ciudad de provincias de la España profunda que está siendo evacuada por las autoridades debido a que un misil perdido, cuyo impacto debía haber tenido lugar en algún punto del Pacífico, se dirige hacia allí a toda velocidad. Como es imposible su neutralización, es preciso trasladar a toda la población al otro lado del área de seguridad marcada por los técnicos pero, por unas razones u otras, una docena de personas se queda en la ciudad: una pareja que acepta el sacrificio a cambio de poder disfrutar unas horas libremente de su amor prohibido, el jefe y la empleada de unos grandes almacenes, un borrachín, una prostituta, un delincuente y el policía que le persigue, un par de marujas que aprovechan para fisgonear en las casas de sus conocidas, un saqueador que pretende hacerse rico a costa de la desgracia general, un anciano que ama a los gatos, un sacerdote… Todos ellos deambulan por la noche de una ciudad patas arriba, trasplantada en apenas unas horas y cuyo destino es su conversión en cenizas y polvo de uranio, e invierten su tiempo en pensar qué han hecho de su vida, buscando respuestas, redención o simplemente que la noche pase rápido.

La película, sin embargo, carece de profundidad. La diversidad y el potencial de temas que abre es apreciable, pero no obstante, su nivel de análisis y de pormenorización resulta tópico, superficial. Continuar leyendo «Otro cine español fue posible: La hora incógnita»