Diálogos de celuloide: El prestamista (The Pawnbroker, Sidney Lumet, 1964)

 

-Usted estuvo en un campo de concentración, ¿no es cierto?

-Eso no es asunto suyo.

-¿Le gustaría saber algo de mí?

-Realmente no me importa.

-No, no le creo cuando dice eso. Cuando yo era una niña, era gordita y cariñosa, y todo el mundo me quería. Los chicos me veían como una buena amiga. Recuerdo que algunos de ellos incluso me decían solemnemente que les recordaba a sus hermanas. Bien, en aquella rara categoría iba a muchas fiestas y tenía montones de amigos y no había ningún problema. Hasta que un día descubrí que había cogido la peor de las enfermedades: la soledad. Un día conocí a un joven. Nos enamoramos. Nos casamos. Él se murió. Así. Su corazón se paró. Y descubrí que la soledad es el estado normal para la mayoría de la gente.

-Mi querida señorita Birchfield, qué conmovedoramente ingenua es usted. ¡Ha descubierto usted la soledad! Ha descubierto que el mundo es injusto y cruel. Déjeme decirle algo, mi querida socióloga. Hay un mundo diferente del suyo, muy diferente, y con gente de otra especie. Ahora, le voy a hacer una pregunta. ¿Usted qué sabe?

-Supongo que no se mucho al respecto.

-Oh, yo diría que no.

-Pero lo que me pasó a mi.

-No es nada.

-¡No! Eso no es así. ¿Qué le hace estar tan amargado?

-¿Amargado? Oh, no, señorita Birchfield, yo no estoy amargado. No, eso me pasó hace un millón de años. Soy un hombre sin ira. No tengo ningún deseo de venganza por lo que me hicieron. He escapado de las emociones. Estoy a salvo dentro de mí mismo. Lo único que pido y quiero es paz y tranquilidad.

-¿Y por qué no las ha encontrado?

-¡Porque la gente como usted no me deja! Señorita Birchfield, ha hecho usted que la tarde sea muy aburrida con su constante búsqueda de una respuesta. Y una cosa más, por favor, no se meta en mi vida.

(guion de David Friedkin y Morton Fine a partir de la novela Edward Lewis Wallant)

mis escenas favoritas: Marathon Man (John Schlesinger, 1976)

¿Están a salvo?, o la expresión de la angustia y del horror en este memorable instante de este thriller con Dustin Hoffman, Laurence Olivier, Roy Scheider, William Devane o Marthe Keller, entre otros, escrito por William Goldman a partir de su propia novela.

Cine en fotos – Billy Wilder y Jack Lemmon en Berlín

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MARK COUSINS: Hizo una gira por Europa para promocionar El apartamento (1960), y estuvieron juntos en Berlín. ¿Es cierto que Billy Wilder no le dijo hasta entonces que su familia había muerto en el Holocausto?

JACK LEMMON: Sí, una tarde estuve paseando con él. Salimos en coche y vimos una serie de edificios que parecían hechos de arenisca. En todas las paredes se veían impactos de bala. Era como si las casas tuviesen el sarampión. Se detuvo delante de una de ellas y los ojos se le llenaron de lágrimas. Le pregunté: «¿Qué te pasa, Billy?» Y él me dijo: «Yo vivía aquí».

[Lemmon calla unos instantes, emocionado]

Mark Cousins, Escena por escena, OCHO Y MEDIO. LIBROS DE CINE, 2002.

Perlas breves (I): Noche y niebla (Nuit et brouillard, Alain Resnais, 1955)

En memoria de Alain Resnais (1922-2014)

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A la tragedia del Holocausto se suman otras dos: la de su negación y la del olvido.

Contra ambas dispara Alain Resnais la potente andanada de Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955), breve película documental, apenas 31 minutos de duración, que repasa en breves pero sobrecogedoras pinceladas todo el proceso mediante el que los nazis hicieron desaparecer a varios millones de personas en los campos de concentración levantados en Alemania, Austria y otros países ocupados por la Werhmacht en Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Con guión del superviviente Jean Cayrol y con una escurridiza banda sonora obra de Hanns Eisler (alemán huido de su país por su militancia comunista que más tarde tuvo que escapar igualmente de Estados Unidos), Resnais entremezcla el material en color rodado para la ocasión en las ruinas de Auschwitz, en las que la hierba brota de nuevo entre los cascotes de los crematorios derruidos y en las explanadas ante los barracones vacíos y entre las alambradas, con imágenes de archivo en blanco y negra procedentes de fuentes belgas, francesas y polacas, pero, significativamente, no alemanas ni de sus aliados (muestra de las polémicas negacionistas o relativizadoras del fenómeno que ya existían apenas una década después del descubrimiento de los horrores de los campos), filmadas durante la contienda y la liberación de los campos, con lo que presenta una doble crónica, la de los hechos históricos, con comienzo en el ascenso de Hitler al poder en 1933 y final en la derrota alemana en la guerra doce años más tarde, y la de su presente, con la finalidad de impedir que el paso del tiempo logre diluir los recuerdos de unos acontecimientos que por aquellas fechas latían todavía a flor de piel en las sociedades europeas.

Desprovisto de morbo pero sin escatimar en la demostración de los horrores acontecidos, Resnais retoma las imágenes de las máquinas excavadoras empujando montañas de cuerpos hacia fosas comunes abiertas, de los cuerpos de quienes intentaban escapar de los campos colgando de las alambradas tiroteados, de los rostros demacrados, aterrorizados, incrédulos, enloquecidos, de los esqueletos sometidos a tortura o a la «solución final» de las duchas de gas y los crematorios, de las toneladas de cabello, dientes de oro, gafas, ropa o piel humana destinados a la producción industrial alemana, de las interminables filas de seres humanos detenidos y deportados a los campos, hacinados en vagones de tren, en sucias literas de madera o de ladrillo apiladas en el interior de barracones húmedos, mera antesala de la muerte. Resnais dedica imágenes explícitas a la escalera de la muerte del campo de Mauthausen, y cita expresamente a los 3.000 españoles muertos durante su construcción. La narrativa de Resnais y Cayrol, militante y combativa, acusa colectivamente sin apuntar en concreto ni a Hitler ni a los nazis, sino a todos los cómplices, alemanes o no (recuérdese el importante número de países aliados, en todo o en parte, de Hitler en la guerra), de esa política criminal; Continuar leyendo «Perlas breves (I): Noche y niebla (Nuit et brouillard, Alain Resnais, 1955)»

Parque temático del Holocausto: La lista de Schindler

Decididamente, hay algo genético en Steven Spielberg que le impide filmar películas completamente adultas, obras maestras redondas para público mentalmente desarrollado. Quizá se trate de esa carencia de una figura paterna manifestada en casi todas sus películas, ese permanente necesidad de confort, de que lo arropen y lo mimen, esa sensación de desvalimiento que le lleva a pensar que su público está tan desprotegido como él y que por tanto es preciso dárselo todo mascado, digerido, con una caricia en la mejilla. En el caso de La lista de Schindler (1993), aclamadísima película, reconocida casi de forma unánime por el gran publico (por el pequeño público ya es otra cosa) y por los medios de comunicación de la corriente dominante, Spielberg tira por tierra en apenas veinte minutos el excelente trabajo desarrollado en los ciento sesenta y cinco minutos anteriores, edulcorando, maquillando, subrayando hasta la extenuación con un final inconveniente, incoherente, chapuceramente sentimental, toda la crudeza y el horror de la historia que desarrolla con anterioridad. No es el único problema de la película, pero sí es uno de los defectos de concepción que hacen de La lista de Schindler una buena película, incluso una gran película, pero que le impiden ser una obra maestra.

El Holocausto es un tema complicado de contar y de filmar, especialmente por su brutalidad extrema, por el terror que implica, no solo por las acciones que lo promovieron y rodearon sino también por las omisiones que lo ayudaron a triunfar, algunas incluso provenientes de las propias víctimas (uno de los traumas de la comunidad judía consiste básicamente en no haberse rebelado, en haber aceptado pasivamente la situación a pesar del final trágico y criminal que les aguardaba; una de las vergüenzas del resto del mundo es haberlo consentido cuando eran tan evidentes las informaciones de lo que estaba sucediendo en el Reich alemán, en el que los criminales no eran únicamente alemanes, sino que entre ellos había también ciudadanos austriacos, ucranianos, letones, croatas, franceses, belgas, escandinavos, italianos y un largo etcétera de países y naciones más). El gran Hollywood ha fracasado una y otra vez en su traslación a la pantalla, especialmente porque su noción del cine como espectáculo, como demuestra la película de Spielberg, choca con el tono y el sentido último de cualquier historia que intente aproximarse al fenómeno del Holocausto con un mínimo de rigor, respeto y coherencia históricos. El cine que mejor ha reflejado el horror del Holocausto es cine “pequeño”, producciones que parten de historias básicas, concretas, particulares, de las que puede extraerse por vía indirecta el efecto terrorífico de un momento histórico tremebundo, cintas como la magistral El conformista, de Bertolucci (1970), El jardín de los Finzi-Contini de Vittorio de Sica (1971) o, de una manera menos lograda, El pianista de Polanski (2002), o los sobrecogedores documentales, obras maestras del género, que son Noche y niebla de Alain Resnais (1955) y, especialmente, Shoah, de Claude Lanzmann (1985). En cuanto al éxito mediático de películas como La vida es bella (Roberto Benigni, 1997), es otra muestra de hasta qué punto el cine, la cultura, las sociedades modernas han perdido el sentido de la crítica, de la capacidad de entender e interpretar los acontecimientos históricos, los fenómenos sociales y colectivos, y la relación de éstos con el arte. Se trata de una película tan cretina, tan moralmente impresentable, que se hace difícil soportarla sin acusar a Benigni, como mínimo, de ignorante, de insensible y de cobarde. Benigni reboza el Holocausto de sentimentalismo lacrimógeno (la pátina con la que el propio Spielberg baña muchos de sus trabajos, una forma de impedir al público la profundización intelectual en los temas que plantean las películas, un enemigo muy presente en Hollywood contra el que hay que combatir en aras de un cine maduro, adulto e inteligente, una forma de fascismo emocional), de comedia bufa, con trágicas consecuencias: como se ha dicho más arriba, el gran trauma del pueblo judío viene de la idea de “negación”, es decir, de la incredulidad, de la incapacidad de asimilar que aquellos crímenes estaban ocurriendo de verdad, de negarse a reconocer la extrema naturaleza criminal de aquel régimen nazi, y por tanto de la falta de necesidad de hacer algo para combatirlo puesto que tarde o temprano todo iba a cambiar, a arreglarse, que la sensatez iba a imponerse y que las cosas volverían al cauce de la normalidad, de la sensatez, de la «humanidad». Benigni consigue que su cuento infantil, que su azucarado “héroe” de pacotilla, el padre que disimula la realidad de lo que sucede para proteger a un hijo todavía más tonto que él -los niños son niños, no estúpidos, y el cine, afortunadamente, está sembrado de niños muy conocedores de su entorno en plena guerra, léase el niño de Alemania, año cero de Rossellini (1948) o el crío de la propia película de Spielberg)-, se erija precisamente en aquello que ayudó a condenar a muerte masivamente a millones de judíos. El espejismo, la negación, la pantalla tras la cual los asesinatos se cometían a diario. El protagonista de Benigni es un colaboracionista del Holocausto, un cómplice al negar su realidad en el presente, para más inri, ante quien en el futuro habrá de mantenerla, honrarla, difundirla y conservarla. Teniendo en cuenta que su intención era crear una fábula infantil, edulcorada y bienintencionada, podemos estar hablando del mayor fraude jamás filmado, y lo que es peor, producto de la incompetencia de su autor, ignorante del tamaño despropósito que acabó realizando, entre aplausos memos, complacientes e ignorantes.

En cuanto a la obra de Spielberg, posee por tanto, como es inevitable en Hollywood, ese azucaramiento, esa aura de parque temático que invade prácticamente todo su cine. La enorme labor de producción, llevaba a cabo con minuciosa majestuosidad, con perfección sobresaliente, oculta en parte, pero no del todo, unos problemas de concepción que lastran el resultado final del filme. Basada en la obra de Thomas Keneally dedicada a la figura del industrial alemán Oskar Schindler, que al final de la Segunda Guerra Mundial contribuyó a través de sus negocios a salvar la vida de unos centenares de judíos (el aragonés Ángel Sanz Briz salvó la vida a millares de ellos desde la embajada española en Budapest, sin que Hollywood se haya percatado de ello), cuyos derechos para el cine intentó adquirir Billy Wilder para la que sin duda hubiera sido su última película, y también la más personal (su madre, su padrastro y otros parientes, amigos y conocidos fueron gaseados en campos como Auschwitz; el cineasta de origen austriaco colaboró con el ejército americano en la filmación de la liberación de algunos de los campos de exterminio, películas decisivamente importantes en los juicios de Nuremberg), la adaptación de Spielberg toma algunos elementos del libro pero elude otros importantísimos que hubieran hecho de su película una obra más importante, más ambivalente, más ambigua, en la que la pretendida claridad moral de buenos y malos de Spielberg, el “nosotros y ellos” con que no deja de subrayar las tres horas de metraje hubiera estado más matizada, más punteada, con lo que hubiera conseguido una película más redonda, esto es, más madura e inteligente, más auténtica históricamente, en lugar de una obra que reitera desde su primer minuto un único mensaje moral, uniforme y simplón, repetido machaconamente.

La película se despliega sobre una relación de opuestos alrededor de los cuales giran pequeñas historias de personajes-satélite. Por un lado Oskar Schindler (muy correcto Liam Neeson), un hombre de negocios alemán de entre los tantos (como los Thyssen, por cierto) que hicieron grandes y lucrativos negocios con el ascenso de los nazis al poder y la subsiguiente guerra, así como con la llamada Solución Final. Continuar leyendo «Parque temático del Holocausto: La lista de Schindler»

Miedo a convivir: Los limoneros

En el conflicto palestino-israelí hay diversos ingredientes que durante décadas lo han enquistado hasta convertirlo en un problema insoluble. En primer lugar, la imposición en 1948 de los dogmas y creencias de los practicantes de una religión al resto del mundo, auspiciando así el robo de una tierra a sus legítimos propietarios por parte de los inmigrantes judíos, explotación publicitaria de su condición de víctimas del Holocausto mediante, con la complicidad de los gobernantes británicos del territorio que otorgaron el poder y la fuerza a los recién llegados sobre sus anteriores habitantes, invadidos, desplazados y colonizados por quienes sólo guardaban con aquellas tierras una relación abstracta, mística, recreada en la imaginación como consecuencia de una fe religiosa particular que en sus Sagradas Escrituras apela a la guerra y la violencia (la cual ejercieron contra, precisamente los británicos; no se olvide que el sionismo utilizó el terrorismo como arma para conseguir sus fines) como forma de convertir en realidad los designios de su dios. Además de ello, los errores palestinos y árabes, empeñados en recuperar por la fuerza lo que se les quitó por la fuerza, y el papel de Estados Unidos, que, alineado con un Estado cuya concepción, más allá de las formas, es profundamente antidemocrática, considera Israel como prolongación de su propios intereses. Pero mientras la partida se juega en los grandes tableros de la política internacional en torno a la embustera ficción de los dos Estados, uno árabe y otro judío, como solución imposible que jamás llegará a darse y sobre la que corren ríos de tinta, falsas diplomacias e interminables calendarios que nunca llegarán a nada, en lugar de la única posibilidad viable, la de un único Estado para todos, aconfesional, democrático, en el que ser judío, cristiano o musulmán sea tan irrelevante como ser rubio, moreno o calvo, brindis al sol cuya utópica concepción choca con el interés de Estados Unidos (necesitado de un gendarme dotado de armas nucleares para aquella zona), el fanatismo judío (que en última instancia sigue considerándose pueblo elegido por Dios y por tanto, de raza, etnia, cultura y naturaleza superiores a sus vecinos palestinos, un pueblo que como mínimo lleva viviendo en esa tierra tanto tiempo como ellos, aunque antes se denominaran filisteos), y el contagio palestino en torno a una absurdez de la misma índole añadida a su conciencia de haber sido expoliado, violado, incluso de estar amenazado de exterminio, quienes viven allí en el día a día, a uno u otro lado del muro de la vergüenza levantado por Israel con la connivencia yanqui, han de torear la situación como mejor pueden y, deliberadamente o sin querer, generan comportamientos, actuaciones y actitudes que, si bien por un lado tienden puentes de comprensión y entendimiento, por otro no hacen sino alimentar rencores, recelos, venganzas y un aliciente que amenaza con volver un conflicto irresoluble en eterno y al que no suele darse demasiada importancia: el miedo.

Los limoneros, dirigida en 2008 por el israelí Eran Riklis, parte de esta premisa: el miedo a lo que se desconoce, el recelo hacia lo que se cree distinto y que puede derivar en odio gracias a la constante inoculación del desprecio por aquello que no se considera propio. Y para ello utiliza como metáfora algo tan sencillo, tan cotidiano, tan concreto y natural como un campo de limoneros. Salma (la magnífica Hiam Abbass, fantástica coprotagonista de The visitor), es una viuda palestina que vive en la frontera entre Israel y Cisjordania gracias al dinero que le envía su hijo, camarero en un bar de Washington, y a su plantación de limoneros, propiedad familiar que le legó su difunto esposo y que lleva allí más de cincuenta años. La mala suerte quiere que el nuevo ministro de Defensa israelí sea su vecino de finca, lo que, además de llevar allí un importante contingente de seguridad con las oportunas incomodidades (alambradas, torres de vigilancia, focos, cámaras de vídeo), provoca, a raíz de un informe del servicio secreto, que su campo sea catalogado como una amenaza para la seguridad del ministro y su familia al ser considerado apto para el posible ocultamiento de terroristas o armas con las que atentar hacia la casa. Como consecuencia, el alto mando del ejército israelí emite una orden por la cual, a pesar de que en más de cincuenta años el terreno nunca ha sido utilizado como base terrorista ni se han cometido atentados desde él, los limoneros han de ser talados. Salma, lejos de rendirse, inicia una lucha legal por sus derechos que la enfrenta el gobierno y al ejército israelíes: éstos pretenden salvaguardar la tranquilidad del ministro; ella defiende su único medio de vida ante instancias judiciales israelíes que, lógicamente, toman en mayor consideración las razones alegadas por sus compatriotas.

La película está llena de ricos matices que la dotan de profundidad y complejidad (incluso demasiada) a pesar de la aparente sencillez y el aire de fábula que le dan un ritmo pausado y agradable al relato. Continuar leyendo «Miedo a convivir: Los limoneros»

La tienda de los horrores – El niño con el pijama de rayas

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De entrada no hay nada excesivamente llamativo, ni para bien ni para mal, en esta película de Mark Herman que adapta la novela juvenil, insistimos, juvenil, de John Boyne, una de las películas más vistas de 2008. Nada destaca por sí mismo como excelente o brillante, ni lenguaje visual ni labor de dirección ni interpretaciones ni guión ni nada de nada, aunque tampoco cabe decir que sean un horror. Son, más bien, correctos, sin fantasía, pero apañados. Sin embargo, por el contrario, la película en conjunto sí resulta horrorosa, lamentable, repulsiva, moralmente repugnante, rozando la más asquerosa pornografía sentimental, apelando al vómito. Por supuesto, no esperamos que el espectador que se haya dejado llevar por las lágrimas teledirigidas que constituyen el único leit motiv de la cinta entienda o comparta, ni siquiera que lo intente, la línea argumental de este artículo: ahí radica el poder de la sedación mental o, más bien, sentimental, como es el caso.

Tenemos una historia con infinitas y prometedoras posibilidades llevada indefectiblemente por el camino del más baboso edulcorante: un niño alemán (Asa Butterfield), hijo de un oficial nazi (David Thewlis), y que además de hacerse antipático debe de ser imbécil perdido porque no entiende una palabra de la máquina de muerte que hay a su alrededor, se ha trasladado junto con el resto de su familia, formada además por su madre y su hermana, a una casa de campo (nunca mejor dicho) dejando atrás a sus amigos y su lujosa casa de Berlín. Allí no tiene amigos y pasa los días intentando inventar juegos que le terminan aburriendo, hasta que conoce a Shmuel, un chico de su misma edad que vive al otro lado del alambre de espino que separa la casa de papaíto nazi de lo que el niño toma por una «granja», en la que los centenares de personas que la habitan van en pijama, fíjate tú, la indumentaria habitual en las granjas. Bruno, que así se llama el nene, se hace amigo del chaval permanentemente recién levantado, le lleva comida (sin que el hecho de que crea que es una granja le haga pensar que le sobran los víveres, por ejemplo) y pasa las horas jugando con él, eso sí, uno a cada lado de la alambrada. Lo cual no les impide, llegado el caso, incluso cavar un agujero para pasar de un lado a otro, sin que haya guardas que se lo impidan. Los guardias están oportunamente ausentes de este lado del campo, cerrado con alambrada y no con el cemento y hormigón que era habitual para evitar fugas precisamente, pero es que tampoco los judíos se dan cuenta de que un lado entero del campo está desprovisto de vigilancia y que pueden escapar como si fuera el desfile del orgullo gay, con banda y todo… Paralelamente, su hermana mayor se va poco a poco haciendo una nazi de lo más fanática mientras su madre, que por lo visto desde 1933 estaba en la higuera y de quien está claro que Bruno ha heredado la idiotez, se entera ahora de que su marido colabora en el exterminio de millones de personas, con lo que se avecina una ¡¡ crisis matrimonial !! de aúpa. Y así las cosas, con el padre hecho todo un criminal, la hermana deseando tirarse a cualquiera que lleve el uniforme de la raza aria, y la madre cayéndose del guindo y viendo que su niño se hace amigo de los judíos, una equivocación, un inocente juego infantil, termina llevando a Bruno a colocarse un pijama y pasar por prisionero del campo, compartiendo el final previsto para los «granjeros» mientras el resto de su familia lo busca a grito pelado y, oh maravillosa catarsis, terminan comprendiendo la naturaleza hedionda y salvaje de la solución final ideada por los nazis cuando les toca a ellos padecer sus efectos. Repugnante.
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La tienda de los horrores – Resistencia

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Agradecemos encarecidamente al excelente periodista (y, a pesar de eso, mejor persona) Jorge Romance, veterano de la blogosfera de primera hornada y propietario de algunos de los rincones digitales más clásicos y reconocidos de la red aragonesa (Aragón, país de blogs) como por ejemplo éste, el habernos puesto sobre la pista de esta joya (para esta tienda, se comprende), sobre la cual hemos clavado incisivos y caninos dispuestos a despedazarla sin piedad tal y como merece siguiendo la típica receta hollywoodiense de destrozar todo lo que pilla.

Este artículo bien podría titularse «cómo convertir un hecho histórico real, crudo y dramático, en una castaña pilonga en ocho sencillos y cómodos pasos»:

1) Se busca una hecho histórico camuflado en el tiempo, casi olvidado, pero que contenga pinceladas de drama existencial, de lucha por la supervivencia y por la libertad frente a un enemigo implacable y casi invencible, que tenga sus dosis de violencia y acción, de amor, de camaradería, con paisajes bellísimos, en fin, un montón de cosas que todas juntas den pie a la épica. Como Curro Jiménez ya está pillado, Paramount, la autora de la fechoría, sigue su habitual práctica de rebuscar en las montoneras de las librerías de todo a cien hasta que encuentra lo que buscaba, el libro de Nechama Tec, inspirado en un hecho real, que cuenta la odisea de tres hermanos bielorrusos que en 1941 escapan de la muerte segura que acompaña la invasión nazi y que, luchando en un principio por salvar la vida, llegan a erigirse en vengadores del exterminio judío de la zona y a ser refugio y protección de muchos fugitivos que se unen a ellos en su lucha por la libertad, si es que los bielorrusos sabían lo que era eso (de hecho salieron de la sartén para caer en las brasas). Es el producto idóneo para que un guionista de Hollywood que jamás ha estado en Bielorrusia, que cree que los nazis son un grupo de moteros de Illinois y que piensa que 1941 es una peli de Spielberg, coja un hecho real y lo manipule hasta que no lo conozca ni la madre que lo parió.

2) Se contrata a un director lo suficientemente apasionado de la épica grandilocuente y de cartón piedra que tanto gusta en Hollywood, alguien acostumbrado a despilfarrar grandes presupuestos y a rodar mediocridades con ellos, llenas de explosiones, uniformes, pompa y fanfarria, en la que no haya una sola línea de texto que tenga el más mínimo estilo propio o, ya si nos ponemos, sentido, alguien que consiga banalizarlo todo hasta convertirlo en un pozal de almíbar que dé grima. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Resistencia»

Cine para pensar – La caja de música, de Costa-Gavras

En unos tiempos en que alguno de los más buscados genocidas recientes por fin se encuentra en poder de la justicia (la justicia de los vencedores, la misma que pactó antaño su huida con el apadrinamiento de Estados Unidos) y en que a iniciativa de la Audiencia Nacional de España, si la justicia norteamericana lo permite (cosa que no parece fácil, dada la restrictiva legislación de aquel país en cuanto a extradiciones y, sobre todo, a su gusto por el ocultamiento de criminales de guerra nazis a los que sacar provecho durante décadas y que podrían contar muchas cosas que abrieran nuevas perspectivas para que la opinión pública viera con otros ojos la política exterior estadounidense en los últimos sesenta años), podría tener lugar el proceso colectivo por crímenes de guerra nazis más importante desde los procesos de Nuremberg, resulta conveniente volver la vista hacia esta película de Costa-Gavras, protagonizada por Jessica Lange, Armin Mueller-Stahl y Lukas Haas, que obtuvo el Oso de Oro en el Festival de Berlín de 1990.

La película cuenta en clave de drama familiar la historia de una prestigiosa abogada estadounidense (Lange) que decide encargarse de la defensa jurídica de su padre, un inmigrante de origen húngaro (Mueller-Stahl) cuando es sorprendido con una acusación por crímenes de guerra en su presunto pasado como oficial al servicio de la Alemania nazi durante el exterminio de los judíos húngaros de 1944. Su hija, entendiendo ridícula la acusación y absurdas las insinuaciones del pasado nazi de su padre, se verá inmersa en una investigación en Europa que le irá deparando algunas sorpresas desagradables. Sin grandes alardes técnicos más allá de un más que adecuado uso de la música y de los efectos de sonido, y también de la estupenda fotografía, el siempre polémico Costa-Gavras se siente como pez en el agua con una historia que aúna varias de sus preferencias, el drama humano de unas personas que sienten en su propia vida las consecuencias de la política y la guerra. Continuar leyendo «Cine para pensar – La caja de música, de Costa-Gavras»

La tienda de los horrores – El cónsul Perlasca

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La peor película jamás rodada sobre el tema del Holocausto judío durante el nazismo y la Segunda Guerra Mundial es esta cinta italiana de Alberto Negrin (2002), sin más, abominable desde el punto en que se decidió su rodaje con un equipo de televisión y pensando en un formato de pequeña pantalla, a pesar de ser lanzada primeramente en cines en una versión «reducida» de 126 minutos (en televisión su duración llega a unos infumables 205 minutos). Luca Zingaretti, conocido por encarnar al comisario Montalbano en la estupenda serie de la RAI sobre las novelas del gran autor siciliano Andrea Camilleri, es Giorgio Perlasca, el voluntarioso funcionario italiano que, haciéndose pasar por representante diplomático español durante la crisis de los judíos húngaros de 1944, con la connivencia del embajador español en Budapest, el zaragozano Ángel Sanz Briz, logró, utilizando todos los medios a su alcance, incluso el soborno, y tras muchas penurias, salvar a miles de judíos de los campos de exterminio nazis. Ambos recibieron innumerables reconocimientos por ello, los más importantes, su declaración como «Justos» por parte del Estado de Israel. Lástima que el sufrido espectador de este inacabable y repetitivo dramón no tenga salvación a la que agarrarse.
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