
Decididamente, hay algo genético en Steven Spielberg que le impide filmar películas completamente adultas, obras maestras redondas para público mentalmente desarrollado. Quizá se trate de esa carencia de una figura paterna manifestada en casi todas sus películas, ese permanente necesidad de confort, de que lo arropen y lo mimen, esa sensación de desvalimiento que le lleva a pensar que su público está tan desprotegido como él y que por tanto es preciso dárselo todo mascado, digerido, con una caricia en la mejilla. En el caso de La lista de Schindler (1993), aclamadísima película, reconocida casi de forma unánime por el gran publico (por el pequeño público ya es otra cosa) y por los medios de comunicación de la corriente dominante, Spielberg tira por tierra en apenas veinte minutos el excelente trabajo desarrollado en los ciento sesenta y cinco minutos anteriores, edulcorando, maquillando, subrayando hasta la extenuación con un final inconveniente, incoherente, chapuceramente sentimental, toda la crudeza y el horror de la historia que desarrolla con anterioridad. No es el único problema de la película, pero sí es uno de los defectos de concepción que hacen de La lista de Schindler una buena película, incluso una gran película, pero que le impiden ser una obra maestra.
El Holocausto es un tema complicado de contar y de filmar, especialmente por su brutalidad extrema, por el terror que implica, no solo por las acciones que lo promovieron y rodearon sino también por las omisiones que lo ayudaron a triunfar, algunas incluso provenientes de las propias víctimas (uno de los traumas de la comunidad judía consiste básicamente en no haberse rebelado, en haber aceptado pasivamente la situación a pesar del final trágico y criminal que les aguardaba; una de las vergüenzas del resto del mundo es haberlo consentido cuando eran tan evidentes las informaciones de lo que estaba sucediendo en el Reich alemán, en el que los criminales no eran únicamente alemanes, sino que entre ellos había también ciudadanos austriacos, ucranianos, letones, croatas, franceses, belgas, escandinavos, italianos y un largo etcétera de países y naciones más). El gran Hollywood ha fracasado una y otra vez en su traslación a la pantalla, especialmente porque su noción del cine como espectáculo, como demuestra la película de Spielberg, choca con el tono y el sentido último de cualquier historia que intente aproximarse al fenómeno del Holocausto con un mínimo de rigor, respeto y coherencia históricos. El cine que mejor ha reflejado el horror del Holocausto es cine “pequeño”, producciones que parten de historias básicas, concretas, particulares, de las que puede extraerse por vía indirecta el efecto terrorífico de un momento histórico tremebundo, cintas como la magistral El conformista, de Bertolucci (1970), El jardín de los Finzi-Contini de Vittorio de Sica (1971) o, de una manera menos lograda, El pianista de Polanski (2002), o los sobrecogedores documentales, obras maestras del género, que son Noche y niebla de Alain Resnais (1955) y, especialmente, Shoah, de Claude Lanzmann (1985). En cuanto al éxito mediático de películas como La vida es bella (Roberto Benigni, 1997), es otra muestra de hasta qué punto el cine, la cultura, las sociedades modernas han perdido el sentido de la crítica, de la capacidad de entender e interpretar los acontecimientos históricos, los fenómenos sociales y colectivos, y la relación de éstos con el arte. Se trata de una película tan cretina, tan moralmente impresentable, que se hace difícil soportarla sin acusar a Benigni, como mínimo, de ignorante, de insensible y de cobarde. Benigni reboza el Holocausto de sentimentalismo lacrimógeno (la pátina con la que el propio Spielberg baña muchos de sus trabajos, una forma de impedir al público la profundización intelectual en los temas que plantean las películas, un enemigo muy presente en Hollywood contra el que hay que combatir en aras de un cine maduro, adulto e inteligente, una forma de fascismo emocional), de comedia bufa, con trágicas consecuencias: como se ha dicho más arriba, el gran trauma del pueblo judío viene de la idea de “negación”, es decir, de la incredulidad, de la incapacidad de asimilar que aquellos crímenes estaban ocurriendo de verdad, de negarse a reconocer la extrema naturaleza criminal de aquel régimen nazi, y por tanto de la falta de necesidad de hacer algo para combatirlo puesto que tarde o temprano todo iba a cambiar, a arreglarse, que la sensatez iba a imponerse y que las cosas volverían al cauce de la normalidad, de la sensatez, de la «humanidad». Benigni consigue que su cuento infantil, que su azucarado “héroe” de pacotilla, el padre que disimula la realidad de lo que sucede para proteger a un hijo todavía más tonto que él -los niños son niños, no estúpidos, y el cine, afortunadamente, está sembrado de niños muy conocedores de su entorno en plena guerra, léase el niño de Alemania, año cero de Rossellini (1948) o el crío de la propia película de Spielberg)-, se erija precisamente en aquello que ayudó a condenar a muerte masivamente a millones de judíos. El espejismo, la negación, la pantalla tras la cual los asesinatos se cometían a diario. El protagonista de Benigni es un colaboracionista del Holocausto, un cómplice al negar su realidad en el presente, para más inri, ante quien en el futuro habrá de mantenerla, honrarla, difundirla y conservarla. Teniendo en cuenta que su intención era crear una fábula infantil, edulcorada y bienintencionada, podemos estar hablando del mayor fraude jamás filmado, y lo que es peor, producto de la incompetencia de su autor, ignorante del tamaño despropósito que acabó realizando, entre aplausos memos, complacientes e ignorantes.
En cuanto a la obra de Spielberg, posee por tanto, como es inevitable en Hollywood, ese azucaramiento, esa aura de parque temático que invade prácticamente todo su cine. La enorme labor de producción, llevaba a cabo con minuciosa majestuosidad, con perfección sobresaliente, oculta en parte, pero no del todo, unos problemas de concepción que lastran el resultado final del filme. Basada en la obra de Thomas Keneally dedicada a la figura del industrial alemán Oskar Schindler, que al final de la Segunda Guerra Mundial contribuyó a través de sus negocios a salvar la vida de unos centenares de judíos (el aragonés Ángel Sanz Briz salvó la vida a millares de ellos desde la embajada española en Budapest, sin que Hollywood se haya percatado de ello), cuyos derechos para el cine intentó adquirir Billy Wilder para la que sin duda hubiera sido su última película, y también la más personal (su madre, su padrastro y otros parientes, amigos y conocidos fueron gaseados en campos como Auschwitz; el cineasta de origen austriaco colaboró con el ejército americano en la filmación de la liberación de algunos de los campos de exterminio, películas decisivamente importantes en los juicios de Nuremberg), la adaptación de Spielberg toma algunos elementos del libro pero elude otros importantísimos que hubieran hecho de su película una obra más importante, más ambivalente, más ambigua, en la que la pretendida claridad moral de buenos y malos de Spielberg, el “nosotros y ellos” con que no deja de subrayar las tres horas de metraje hubiera estado más matizada, más punteada, con lo que hubiera conseguido una película más redonda, esto es, más madura e inteligente, más auténtica históricamente, en lugar de una obra que reitera desde su primer minuto un único mensaje moral, uniforme y simplón, repetido machaconamente.
La película se despliega sobre una relación de opuestos alrededor de los cuales giran pequeñas historias de personajes-satélite. Por un lado Oskar Schindler (muy correcto Liam Neeson), un hombre de negocios alemán de entre los tantos (como los Thyssen, por cierto) que hicieron grandes y lucrativos negocios con el ascenso de los nazis al poder y la subsiguiente guerra, así como con la llamada Solución Final. Continuar leyendo «Parque temático del Holocausto: La lista de Schindler» →