El agua, fuente de cine.

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-El 82 % de la sangre humana es agua.

-¿Ya comenzó la guerra por el agua? ¿O todavía siguen con la del petróleo?

-Si apenas está empezando… Sólo se darán cuenta cuando sea demasiado tarde.

-¿Cuánto del cuerpo humano es agua?

-El 55 o 60%.

-¿Y cuánto de la superficie del planeta?

-Cerca del 70% es océano. Y también están los lagos, los ríos…

Sólo los amantes sobreviven (Only Lovers Left Alive, Jim Jarmusch, 2013).

El agua, fuente de vida. No sólo de la vida orgánica, necesario flujo sanguíneo de la naturaleza, también para la vida colectiva organizada. El elemento, por encima de cualquier otro de los considerados principios básicos de la materia por las filosofías india, china, japonesa o griega (tierra, aire, y fuego), cuya conquista y dominación se hizo imprescindible para entender el triunfo del ser humano como especie superior del orden natural, cumbre y rasgo mayor, definitivo, de su evolución, paso ineludible para su conversión en sedentario y su eclosión como ser social, para la fundación de la idea de civilización en torno al Nilo o al Ganges, entre el Tigris y el Éufrates, en Tenochtitlan o en el valle del Ebro. Y, por tanto, fuente de conflicto, de lucha, arma de vida y de muerte. Nadie como Stanley Kubrick para resumir este complejo proceso de milenios en la apertura de 2001: una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), en el fragmento titulado El amanecer del Hombre:

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“En un pasado desolado en el que aislados grupos de primates, pequeñas manadas de tapires y algún que otro leopardo se mueven por entre la reseca y escasa maleza y buscan refugiarse del ardiente sol en los estrechos salientes de las rocas de arenisca, la inexplicable aparición de un ente extraño de origen incierto viene a quebrar el frágil equilibrio vital de los albores del planeta: un monolito de color negro, estilizadas líneas rectangulares y superficie suave y lisa, un objeto misterioso que va a actuar como catalizador de la evolución de los primates y de su futura conversión en una criatura más perfecta y a priori consciente, al menos hasta cierto punto, de su dimensión en la naturaleza y de su papel protagonista en un universo que a la vez empieza a ensancharse. Como si el monolito se erigiese en imprevisible detonante de una tormenta biológica, algunos individuos dentro del grupo empiezan a experimentar cambios que les sorprenden y atemorizan tanto a ellos como a sus congéneres, y que van extendiéndose al resto de la comunidad. La simple existencia en clave de supervivencia, la búsqueda de carroña o de matorrales con que alimentarse, la protección frente a los felinos y la lucha con otros grupos por asegurarse el sustento se ve súbitamente sacudida por un descubrimiento tan sencillo como capital, un diminuto gesto que encierra miles de años de salto evolutivo hacia un futuro inabarcable y remoto. Uno de los monos, expulsado junto con su grupo lejos del agua de lluvia estancada que les garantizaba la ingestión de algo de líquido en el desierto de arena, piedras y ralos matojos en el que malviven, encuentra por fin utilidad al que quizá es, junto con el cerebro, el mayor rasgo distintivo que existe entre su especie y el resto de los seres que caprichosamente parecen poblar ese mundo en obras: el dedo pulgar oponible. Así, cerrando la mano en torno al fémur que toma de un cadáver disuelto no se sabe cuándo, se entretiene en golpear a su vez el resto de huesos, fragmentándolos, astillándolos, dejándose poseer por una euforia destructiva que simboliza su conversión en cazador y el nacimiento del instinto depredador. Ya no habrán de esperar al hallazgo del cadáver a medio engullir de un tapir o una cebra para variar su dieta de hojas secas arrancadas de la tierra; bastará con buscar una víctima asequible y asestarle un buen garrotazo para llenarse el buche a voluntad.

Pero en el momento de ese despertar a la violencia consciente, junto a la certidumbre de tener asegurada la obtención futura de alimento, algo más se ha encendido en el tosco cerebro del primate con cada mandoble óseo. Un sentimiento nuevo, poderoso e irresistible cobijado bajo el ala del instinto de supervivencia, subsidiario pero no obstante poseedor de una honda y seductora autonomía propia que ha surgido de la nada para proporcionar a nuestro mono un grado de bienestar mayor que la mera satisfacción de una necesidad física. El grupo de primates descubre el adictivo poder que encierra el ejercicio de la violencia, la capacidad de decisión sobre la vida de otro individuo por razones ajenas al hambre. El ejercicio de su voluntad ligado a ese poder les reconforta, les hace crecerse frente al mundo que los rodea. Una vez llena la panza de carne fresca de tapir, el grupo de monos apunta hacia su siguiente objetivo. Regresados al lugar de su anterior derrota, armados con huesos empuñados a modo de garrote, recuperan sus antiguos dominios gracias al descubrimiento de una herramienta que ya no ha dejado de usarse desde entonces para la consecución egoísta de los propios deseos: el asesinato. El primer crimen de la historia (resulta quizá prematuro denominarlo homicidio), la muerte a golpes del cabecilla del grupo rival, además de resumir en unos pocos fotogramas la última esencia de todos y cada uno de los conflictos bélicos humanos, consagra la violencia como instrumento de control de los propios intereses miles de años antes de que Clausewitz escupiera su famosa cita.

En plena exaltación violenta, tras erigir el primer imperio de la historia en torno a un charco de agua embarrada, el jefe de los asesinos lanza al cielo el arma del crimen y, con un asombroso y magistral corte de plano, ésta se transforma en un transbordador espacial en marcha hacia la Luna para investigar el insólito hallazgo realizado por un equipo geológico allí estacionado: un monolito negro de formas rectilíneas y superficie lisa y suave que además parece ser emisor o receptor de unas extrañas señales de onda corta hacia Júpiter. Y desde ahí, el viaje, la investigación, la búsqueda, de nuevo la violencia y la muerte como vehículo de conservación del propio espacio, el ordenador construido a imagen y semejanza de un ser humano que juega a ser Dios… (…) ¿Qué encierra el monolito dentro de sí? ¿Qué ha activado el interruptor? ¿Dios? ¿Qué conexión lo une al cerebro humano? ¿La conciencia? ¿La inteligencia? ¿La violencia y la crueldad humanas? ¿Son éstas quizá las notas distintivas del ser humano, las características definitorias de su especie? ¿Por ello el hombre ha inventado dioses vengativos, crueles y asesinos a su imagen y semejanza? ¿Posee quizá por eso HAL9000 el recurso de la violencia o no es más que un ser vivo con instinto de conservación escapado del control de su creador como los hombres han escapado a la voluntad de Dios? La máquina hecha a imagen y semejanza del hombre, con buena parte de sus virtudes y todos sus defectos, el orgullo, la malicia, sus deseos de jugar a ser Dios, de creerse inmortal intentando perpetuarse a través del tiempo y del espacio. Un instinto que nace en HAL provocado por unas extrañas señales que provienen de Júpiter. El monolito. El misterio del origen de la vida encerrado en el por qué de su final. El Hombre como venganza de la naturaleza contra sí misma”.

Sea lo que sea lo que represente el monolito, esta chispa evolutiva no es, sin embargo, un ente supremo; queda subordinado al espacio en que ha efectuado su aparición, la orilla de una charca de agua infecta. El descubrimiento del poder sostenido en la violencia como medio para la conservación de los recursos conlleva la necesidad de estructurar ese poder, o lo que es lo mismo, de reglamentar la administración de la violencia. Es decir, de la vida y de la muerte.

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Allí donde no se impone esa autoridad superior, ese poder estructurado, esa administración legal que limita la violencia y la coerción, continúa rigiendo la ley natural, la ley del más fuerte. Ya no se trata de monos ni de garrotes; sino de hombres y revólveres. Horizontes de grandeza (The Big Country, William Wyler, 1958) es la crónica de una guerra por el agua. Los Terrill y los Hannassey, dos familias ganaderas texanas, la primera con ansias aristocráticas, mucho más silvestre y pedestre la segunda, viven una brutal animadversión, un odio visceral, cerril, motivado por la rivalidad en la posesión de Valverde, el único rancho de los alrededores con abundante agua, propiedad de la maestra del pueblo. Continuar leyendo «El agua, fuente de cine.»

El agua, fuente de cine: 39escalones en la revista Subarbre

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El último día del pasado febrero se presentó en Zaragoza la nueva revista Subarbre. Dice su web:

«Debajo del árbol (Subarbre, al contrario que Sobrarbe, que nos indica algún lugar sobre el árbol), ahí es donde estamos. Somos Subarbre. Somos el primer nodo de una red a la que queremos que se una toda aquella persona o colectivo que tenga algo que decir, hacer o pensar en el mundo de la cultura, la investigación o el análisis social en Aragón. Somos un esfuerzo para conectar lo que está disperso; las formas distintas de entender la cultura y la creación artística; los modos silenciosos de pensar la gente y el territorio; las necesidades no satisfechas de conocer qué pasa en el subsuelo o en la trastienda de esta tierra, de sus instituciones, de los poderes que la habitan».

El contenido de este número 0 es de lo más interesante: mujeres en el medio rural, los mecanismos que hacen que la deuda económica transforme el paisaje, los últimos cines rurales, la reutilización de antiguas infraestructuras educativas cerradas por la administración como centros sociales, la gestión cooperativizada de cines cerrados por la crisis, la influencia social y cultural de la apertura de las bases americanas en España… Un servidor tiene el gusto de participar con el artículo que se incluye a continuación:

El agua: fuente de cine.

-El 82 % de la sangre humana es agua.

-¿Ya comenzó la guerra por el agua? ¿O todavía siguen con la del petróleo?

-Si apenas está empezando… Sólo se darán cuenta cuando sea demasiado tarde.

-¿Cuánto del cuerpo humano es agua?

-El 55 o 60%.

-¿Y cuánto de la superficie del planeta?

-Cerca del 70% es océano. Y también están los lagos, los ríos…

Sólo los amantes sobreviven (Only lovers left alive, Jim Jarmusch, 2013).

El agua, fuente de vida. No sólo de la vida orgánica, necesario flujo sanguíneo de la naturaleza, también para la vida colectiva organizada. El elemento, por encima de cualquier otro de los considerados principios básicos de la materia por las filosofías india, china, japonesa o griega (tierra, aire, y fuego), cuya conquista y dominación se hizo imprescindible para entender el triunfo del ser humano como especie superior del orden natural, cumbre y rasgo mayor, definitivo, de su evolución, paso ineludible para su conversión en sedentario y su eclosión como ser social, para la fundación de la idea de civilización en torno al Nilo o al Ganges, entre el Tigris y el Éufrates, en Tenochtitlan o en el valle del Ebro. Y, por tanto, fuente de conflicto, de lucha, arma de vida y de muerte. Nadie como Stanley Kubrick para resumir este complejo proceso de milenios en la apertura de 2001: una odisea del espacio (2001: a space odyssey, 1968), en el fragmento titulado El amanecer del Hombre[1]: Continuar leyendo «El agua, fuente de cine: 39escalones en la revista Subarbre»

Vidas de película – Carroll Baker

Una de las formas tradicionales de que disponían -y disponen- las muchachas norteamericanas para acceder a la gran pantalla, casi nunca la mejor, puesto que no permite prácticamente nunca demostrar cualidad artística alguna (hechas sean las notables salvedades por todos conocidas, fuera de España por supuesto), consiste en conseguir un título de Miss Esto o Aquello. Carroll Baker, nacida Karolina Piekarski en el seno de una familia de origen polaco allá por 1931 obtuvo nada menos que el principal galardón del concurso Miss Frutas y Verduras de Florida de 1949 (pese a haber venido al mundo en Pennsylvania). Y bien pudo ser nada más que otra rubia tonta, u otro clon de Marilyn Monroe, si no hubiera destacado en su primer papel relevante en el celuloide, nada menos que la tentación de Karl Malden y Eli Wallach en Baby Doll (Elia Kazan, 1956). Este personaje, además de convertirla en un sex symbol, le proporcionó una nominación al Oscar como mejor actriz principal, todo un logro para una debutante.

Sin embargo, su pasado como ayudante de un mago y sus clases en el Actors Studio le permitieron ya el mismo año formar parte del reparto de una de los melodramas más aclamados de los cincuenta, Gigante (George Stevens, 1956), película que vista hoy, y conocidos muchos de los avatares de su triángulo de protagonistas principales, puede mover a la risa floja, por no mencionar que deriva en comedia involuntaria cuando la trama avanza en lo temporal y Rock Hudson, Elizabeth Taylor y James Dean tienen que aparentar edad madura; sus caracterizaciones parecen propias de un programa barato de parodias o de imitaciones burdas de un canal de televisión local. Una de las damnificadas es, precisamente, Carroll Baker, que interpreta a la hija de la Taylor, que en la vida real era, curiosamente, un puñado de semanas mayor que ella.

Sin demasiada suerte en la elección de papeles, fue en el western donde mejor logró encajar, en cintas como Horizontes de grandeza (William Wyler, 1958), La conquista del Oeste (Henry Hathaway, George Marshall, Richard Thorpe, John Ford, 1962) o El gran combate / Otoño Cheyenne (John Ford, 1964), donde da vida a la maestra cuáquera que enamora a Richard Widmark. Su estrella declinó rápidamente, y aparte de encarnar a Jean Harlow en un biopic y de colaborar con Andy Warhol, sus siguientes trabajos fueron discretas películas europeas, de corte erótico, policíaco o terrorífico, que utilizaban la imagen sexy de la actriz como vehículo promocional. Eso, antes de regresar a América para aparecer en Tallo de hierro (Héctor Babenco, 1987), Poli de guardería (Ivan Reitman, 1990) o The game (David Fincher, 1997).

En este caso, como suele ocurrir con las misses, por mucho Actors Studio que pisen, mucho más guapa que actriz.