Hoagy Carmichael interpreta Hong Kong Blues en esta gloriosa adaptación de la obra de Ernest Hemingway, coescrita por Jules Furthman y William Faulkner, con música de Franz Waxman, el peldaño iniciático de la leyenda Bogart-Bacall.
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Exaltación de la amistad bélica: Pasaje a Marsella (Passage to Marseille, Michael Curtiz, 1944)

Como parte del esfuerzo de guerra y de la propaganda bélica aliada, Hollywood arrimó el hombro con varias películas dedicadas a la encomiable lucha de sus aliados europeos frente a los nazis. Si en La estrella del norte (The North Star, Lewis Milestone, 1943) y Días de gloria (Days of Glory, Jacques Tourneur, 1944), esta última debut en la pantalla de Gregory Peck, se exaltaba la contribución de los soviéticos en el frente oriental, en esta película de Michael Curtiz se trata de resaltar el papel, exiguo en lo material aunque fundamental en lo simbólico, de la Francia Libre de De Gaulle y Leclerc en oposición al Gobierno colaboracionista de Vichy, justo cuando el desembarco en Normandía se erigía en la apuesta decisiva para el principio del fin de la Segunda Guerra Mundial. Para ello, Warner Bros. reunió de nuevo a varios de los artífices del éxito de Casablanca (1942), temprana reivindicación y emotivo tributo al protagonismo que la Francia derrotada y ocupada debía desempeñar en la remontada aliada frente al Eje: su director, Michael Curtiz; su protagonista masculino, Humphrey Bogart; varios de sus rostros secundarios principales, Claude Rains, Peter Lorre y Sydney Greenstreet; y el compositor de su música, Max Steiner, que ya había jugado con la introducción de los más conocidos y sonoros compases de La Marsellesa en la partitura original de la película. El guion de Casey Robinson y Jack Moffitt debía servir para reflejar en pantalla la entrega, el heroísmo y el patriotismo de los combatientes franceses, en particular de aquellos movidos por sus propios impulsos personales, al margen de la escasa estructura militar organizada que la Francia Libre mantuvo en los frentes de África y Europa.
Así, la película, construida sobre la base de un sucesivo encadenamiento de flashbacks y saltos temporales, selecciona escenarios y personajes particulares a través de los que ejemplificar sus argumentos y subrayar sus planteamientos nacionalistas y su discurso de exaltación. El ingenio militar y la habilidad francesas, así como su validez en combate, se plasman en el primer tramo, el ataque aéreo al Rhin alemán y la base secreta, camuflada en un entorno rural de granjas y campos (curiosa recreación mediante maquetas animadas que reproducen el movimiento de los tractores en los terrenos agrícolas y de los vehículos por los caminos), desde la que parten las incursiones al territorio enemigo. El patriotismo no es solo político o nacional, sino también sentimental, presentado mediante el vínculo existente entre uno de los artilleros de la tripulación de un bombardero adornado con la Cruz de Lorena, Jean Matrac (Bogart) y su esposa Paula (Michèle Morgan), sobre cuya granja arroja en cada misión un mensaje amoroso. Este preludio abre el primer flashback general, por medio del cual el capitán Freycinet (Rains) cuenta a un periodista la historia de Matrac y de otros héroes franceses, antiguos prisioneros en los penales galos de la Guayana evadidos no para sustraerse a su condena, sino para llegar a la metrópoli y combatir por Francia. Este flashback general, que transcurre en un barco que regresa a Marsella desde la Polinesia francesa y encuentra a este grupo como náufragos a la deriva en el Atlántico, alude a posesiones francesas en ultramar (Nueva Caledonia, la África Francesa, la propia Guayana, desde los que en buena medida la Francia Libre promovió su oposición a Alemania) y recoge, a través de flashbacks «menores», las historias individuales de algunos de estos convictos (uno por asesinato, otro por robo continuado, Matrac como víctima de la guerra civil entre colaboracionistas y resistentes a la ocupación nazi). El principal de estos, el dedicado a Matrac, resulta especialmente revelador y crítico con la actitud francesa durante el Ancshluss de Austria y el lamentable papel del presidente Daladier en el Pacto de Munich de 1938 que permitió a Alemania la ocupación de Checoslovaquia. Matrac, antiguo periodista contrario a las aspiraciones nazis, al apaciguamiento, a la rendición y al colaboracionismo, sufre el ataque a su periódico, la inoperancia de la policía para impedir la agresión, y termina como víctima de una maquinación de las autoridades para resultar culpable de los tumultos y de las muertes producida durante ellos, razón por la que termina preso en la Guayana. Matrac es el personaje crucial sobre el que orbitan los demás, su desinterés inicial por verse involucrado en la guerra (después de tantas decepciones y sufrimientos, él solo aspira a regresar a Marsella junto a su esposa) y su súbita concienciación de la necesidad de persistir en la resistencia y de liberar a Francia articulan el mensaje último de la cinta, esa reivindicación del espíritu de lucha francés y la puesta en primer término de sus valores y determinación, así como, en su conclusión, ejemplifica el heroísmo desinteresado de la Resistencia. La Francia oficial, la de Vichy, está encarnada por el mayor Duval (Greenstreet), oficial de infantería que comparte pasaje y que, gracias a los militares a su mando y a parte de la tripulación, quiere mantener el barco fiel a los mandatos de Vichy e impedir que cambie su destino para atracar en Inglaterra, sede del Gobierno de la Francia Libre.
La película cuenta con dos virtudes narrativas y con un importante lastre. En primer lugar, supone una curiosa mixtura de cine bélico y película de aventuras, que aúna, en este último término, tanto el episodio de la prisión francesa en la Guayana, con sus junglas y su severo clima tropical (recreados en estudio), a los que van asociados toda clase de privaciones además de las propias de una cárcel, y la peripecia de la penosa fuga (con su correspondiente dosis de sacrificio por el bien de Francia) a través de selvas y pantanos, como el hallazgo del bote de los náufragos por el barco francés, la intriga y el descubrimiento de la historia de cada personaje, y la incertidumbre sobre qué ocurrirá en el barco como resultado del enfrentamiento entre los leales a Vichy y los partidarios de la Francia Libre. En segundo término, la película alterna con un excelente pulso narrativo los momentos de acción (el bombardeo inicial, la secuencia en la que el barco se defiende del ataque de un avión alemán, los disturbios en suelo francés previos al hundimiento del frente en el verano de 1940) con la exposición de los condicionantes políticos y militares de la situación (la cena en el barco, entre oficiales franceses de diversa inclinación, en la que se manifiestan las distintas actitudes en torno al apaciguamiento, la rendición o la necesidad de combatir hasta el final, incluso desde las colonias). En cuanto al lastre, el predominio de subrayados, tanto en el discurso como en el diseño de determinadas situaciones, del mensaje propagandístico, de la exaltación del nacionalismo francés, que acercan peligrosamente a lo panfletario a una película que, sin embargo, ha sabido manifestar adecuadamente las aristas poliédricas de la realidad francesa del momento.
De este modo, la magnífica y versátil labor de dirección de Curtiz, ajustándose en cada momento al tiempo, la geografía y el tono de cada pasaje, tanto en planificación como en movimientos de cámara, la ingeniosa construcción de la trama mediante saltos temporales, que llega a encadenar con pericia flashbacks dentro de otros flashbacks sin que el espectador pierda pie, complementada con una magnífica dirección artística, que reproduce en estudio con detalle y excepcional verismo una importante cantidad de ambientes y atmósferas diferentes, en muchos casos opuestas, se arruina en parte porque todos los elementos dramáticos y de puesta en escena giran en torno a esa necesidad de crear un producto destinado a incrementar el esfuerzo de guerra hollywoodiense, multiplicando los planos dedicados a la bandera francesa, cayendo sin el menor rubor en la demagogia patriotera o incluyendo los susodichos acordes de La Marsellesa siempre que el dramatismo del momento y la intensidad del mensaje lo requieren. Con todo, la película proporciona un entretenimiento estimable que, además, atesora un importante valor histórico. Estrenada en plena contienda, en 1944, es producto de una delicada coyuntura sobre la que, con una finalidad declarada, sin embargo, no elude las correspondientes zonas de sombra ni ahorra los aspectos críticos más vergonzantes (en una forma que el cine francés se tomaría su tiempo en encarar), y se erige como un valioso y clarificador testimonio de su época.
Mis escenas favoritas: En un lugar solitario (In a Lonely Place, Nicholas Ray, 1950)
Dixon Steele es uno de los personajes más memorables de Humphrey Bogart. La película, una obra maestra construida meticulosamente para la explotación máxima de sus cualidades como actor (se trataba de una producción Santana, la compañía propiedad de Bogart, bautizada del mismo modo que su yate), es un raro y excelso thriller romántico con tintes noir en el marco de una de las historias de amor más oscuras y retorcidas del cine clásico. La interpretación de Bogart, dura, excesiva e inquietante, probablemente la mejor de su carrera, resalta su brutalidad en contraste con la sutil inteligencia del guion y la sofisticada elaboración de la puesta en escena, encarnadas en la coprotagonista Gloria Grahame.
Palabra de Fellini
«Este modo inconsciente, involuntario, de hacer garabatos, de tomar apuntes caricaturescos, de hacer muñequitos que me observan desde una esquina de la hoja, de esbozar obsesivamente anatomías femeninas hipersexuadas, rostros decrépitos de cardenales, candelabros, tetas, y más tetas, y culos, y galimatías, jeroglíficos, páginas consteladas de números de teléfono, direcciones, versos delirantes, cálculos numéricos, el horario de alguna cita; en fin, esta pacotilla gráfica, desenfrenada, inagotable, que haría los placeres de un psiquiatra, es quizá una especie de rastro, un hilo conductor en cuyo extremo me encuentro yo, con las luces encendidas, en el plató, el primer día de rodaje. Aparte de estas aventuradas y desenvueltas interpretaciones que pretenden dar un sentido a la cuestión, creo poder decir que siempre he garabateado, desde niño, en cualquier pedazo de papel que tuviera a mano. Es una suerte de acto reflejo, de gesto automático, una manía que arrastro desde siempre y con algo de embarazo confieso que hubo un momento en que pensé que mi vida sería la de un pintor».
«Es como una manía, siempre he dibujado garabatos. Ya de pequeño me pasaba horas manchando con lápices, ceras y colores todas las superficies blancas que me salían al paso: folios de papel, paredes, servilletas, manteles de restaurante. Incluso el permiso de conducir, que tengo aquí en el bolsillo, está lleno de dibujitos».
«Mi lugar ideal, como he dicho ya tantas veces, es el estudio 5 de Cinecittà vacío. Siento una emoción absoluta, escalofriante, extática, ante el estudio vacío: un espacio que llenar, un mundo que crear».
«Creo que el psicoanálisis debería ser materia de estudio en el colegio, una ciencia que debería enseñarse antes que las demás porque, en mi opinión, de las muchas aventuras de la vida, la que más vale la pena afrontar es aquella que te lleva de viaje a tus dimensiones interiores, la que te permite explorar la parte desconocida de ti mismo. Pese a todos los riesgos que comporta, ¿qué otra aventura puede ser tan fascinante, maravillosa y heroica?»
«En su origen, el cine era una atracción de feria, un espectáculo de plaza de pueblo, y así es más o menos como yo lo entiendo; como algo a medio camino entre una excursión con los amigos, un número de circo y un viaje hacia un destino inexplorado».
«Para el cine, todo es una naturaleza muerta interminable, uno puede apropiarse incluso de los sentimientos ajenos. Es un delirio, un acceso embriagador de poder, algo semidivino, es esa sensación que hermana a los aventureros, los invasores, los depredadores y los saboteadores, y que crea unas relaciones de lo más exigentes».
«En el cine, la luz es ideología, sentimiento, color, tono, profundidad, atmósfera, cuento. […] La luz obra milagros, añade, borra, reduce, enriquece, difumina, subraya, alude, convierte la fantasía y el sueño en algo verosímil y aceptable, y, al contrario, puede sugerir transparencias, vibraciones, transformar en espejismo la realidad más gris y cotidiana».
«ME GUSTA
las estaciones, Matisse, los aeropuertos, el risotto, los robles, Rossini, las rosas, los hermanos Marx, los tigres, esperar a alguien deseando que no se presente (aunque sea una mujer preciosa), Totò, no haber estado, Piero della Francesca, todas las cosas bonitas de las mujeres bonitas, Homero, Joan Blondell, septiembre, el helado de turrón, las cerezas, el Brunello di Montalcino, las culonas en bicicleta, los trenes, llevarme la fiambrera en el tren, Ariosto, los cockers y los perros en general, el olor de la tierra mojada, el aroma del heno, del laurel cortado, los cipreses, el mar en invierno, las personas que hablan poco, James Bond, el onestep, los locales vacíos, los restaurantes desiertos, la miseria, las iglesias vacías, el silencio, Ostia, Torvajanica, el sonido de las campanas, encontrarme un domingo por la tarde solo en Urbino, la albahaca, Bolonia, Venecia, Italia entera, Chandler, las porteras, Simenon, Dickens, Kafka, Londres, las castañas asadas, el metro, tomar el autobús, las camas altas, Viena (aunque nunca he estado), despertarme, dormirme, las papelerías, los lápices Faber número 2, el número que va antes de la película, el chocolate amargo, los secretos, el amanecer, la noche, los espíritus, Greta Gonda también me gustaba mucho, las soubrettes, pero también las bailarinas.
NO ME GUSTA
los guateques, las fiestas, los callos, las entrevistas, las mesas redondas, que me pidan autógrafos, las babosas, viajar, hacer cola, la montaña, las barcas, la radio encendida, la música en los restaurantes, la música en general (sufrirla), los hilos musicales, los chistes, los hinchas del fútbol, el ballet, los pesebres, el gorgonzola, las entregas de premios, las ostras, oír hablar de Brecht, Brecht, las comidas oficiales, los brindis, los discursos, ser invitado, que me pidan mi opinión, Humphrey Bogart, los concursos de preguntas, Magritte, que me inviten a exposiciones de pintura y a estrenos teatrales, los mecanoscritos, el té, la camomila, la manzanilla, el caviar, los preestrenos de lo que sea, el teatro de la Maddalena, la citas, los hombres de verdad, las películas de los jóvenes, la teatralidad, el temperamento, las preguntas, Pirandello, la crêpe Suzette, los paisajes bonitos, las suscripciones, el cine político, el cine psicológico, el cine histórico, las ventanas sin postigos, el Compromiso y el Desinterés, el kétchup».
(textos e imagen extraídos del Catálogo de la exposición Fellini. Sueño y diseño, celebrada en el Círculo de Bellas Artes de Madrid entre el 10 de octubre de 2017 y el 28 de enero de 2018).
Música para una banda sonora vital: Errol Flynn se pone a cantar
Además de ser el actor de toda la historia del cine al que mejor ha sentado cualquier uniforme, y al margen de sus supuestas proezas musicales con cierta parte de su anatomía, Errol Flynn se arrancó a cantar en un puñado de ocasiones. En primer lugar, y a título de ejemplo, en la película Adorables estrellas (Thank Your Lucky Stars, David Butler, 1943), en la que, como parte del esfuerzo de guerra, distintas estrellas de la Warner como Humphrey Bogart, Bette Davis, Olivia de Havilland, Leslie Howard, Ida Lupino o John Garfield protagonizaban un puñado de números musicales para animar a las tropas aliadas de los distintos frentes. En ella, Flynn lleva la voz cantante de That’s What You Jolly Well Get.
Posteriormente, Flynn se dejó arrastrar a esa moda comercial que implicaba que estrellas del cine hicieran sus pinitos grabando discos de canciones de moda. De esta brevísima etapa son temas como Lily of Laguna o su dúo con Patrice Wymore, su tercera y última esposa, en We’ll Gather Lilacs, aunque en esta, una vez comprobadas sus dotes, se contente con un recitado más o menos entonado y deje los gorgoritos a los que saben.
¿Ha muerto el cine? Las tres muertes del cine y una improbable propuesta de resurrección.
«El cine ya no existe. El cine con el que crecí y el cual sigo haciendo, ya no existe. Los cines siempre existirán para una experiencia en comunidad, no hay duda de ello. Pero, ¿qué tipo de experiencia será? ¿Será siempre ir a ver una película de parque de atracciones? Da la impresión de que soy un hombre viejo, y lo soy. La pantalla grande para nosotros en los 50 era ver westerns como Lawrence de Arabia y de ahí la experiencia especial de 2001: Odisea en el espacio, en 1968. O la experiencia de ver Vertigo y The Searchers en VistaVision» (Martin Scorsese).
“El cine ha muerto”, proclamaba pomposo, una vez más, Peter Greenaway en mayo de 2012 con motivo de la presentación de Heavy Waters, 40.000 years in four minutes, pieza de videoarte con la que el polémico cineasta galés, súbitamente enamorado de esta modalidad de creación a través de la imagen, se proponía “deconstruir la idea de la pantalla única y romper con la narrativa tradicional del cine”. A la vista del nulo recorrido de su obra el que realmente parecía estar muerto era Greenaway, que no tardó en volver al cine “tradicional”, si bien desde su abigarrado enfoque culto y multidisciplinar, con Goltzius and the Pelican Company (2012), 3x3D (2013), película colectiva junto a Jean-Luc Godard y el portugués Edgar Pêra, y la, esta sí, espléndida Eisenstein en Guanajuato (2015).
Históricamente, cada vez que el cine ha dado pasos visibles y decisivos en el desarrollo de su técnica y la ampliación de sus posibilidades como medio de expresión artística, alguien, generalmente profesionales de las distintas ramificaciones de la industria, y no precisamente como una boutade producto de un ego que a duras penas encuentra acomodo en el propio cuerpo, ha vaticinado su muerte inminente o lo ha dado prematuramente por enterrado. Sin embargo, aunque cambios revolucionarios como la llegada del sonido, la implantación del color o la aparición de la televisión generaron sus particulares movimientos de resistencia (Charles Chaplin, en defensa de las películas silentes como la más pura y estilizada plasmación del lenguaje cinematográfico, no introdujo diálogos en sus filmes hasta 1936; los grandes maestros a favor del blanco y negro como superior herramienta para la representación idealizada de la realidad, máxima aspiración del cine; las superproducciones en color y formato panorámico rodadas en exteriores para imponerse a la naciente televisión en blanco y negro grabada en estudio…), lo cierto es que los agoreros se equivocaron (como erraron cuando profetizaron la desaparición del cine tras la invención del vídeo doméstico y su posterior sustitución por el DVD), y a pesar de que las sucesivas novedades modificaron el reparto del pastel de negocio, alteraron ciertas relaciones de poder y provocaron un número indeterminado de pequeños terremotos controlados, el cine en su conjunto salió reforzado de estos pulsos, se dotó de nuevos y eficaces instrumentos a través de los cuales desarrollarse técnicamente y multiplicó exponencialmente las opciones disponibles para contar historias. En suma, tras cada una de estas crisis el cine vio apuntalados los cimientos de su condición de principal vehículo de entretenimiento del siglo XX o, en palabras de Orson Welles, el “medio de comunicación más importante desde la creación de la imprenta”.
Al mismo tiempo, no obstante, en cuanto a industria, el cine ha ido dando pasos a primera vista no tan llamativos pero igualmente cruciales en lo que respecta a la forma en que nos hemos acostumbrado a ver las películas. Ha sido precisamente en estos cambios casi desapercibidos, alejados en apariencia de turbulentas situaciones críticas, donde se ha ido inoculando el virus que más de un siglo después del nacimiento del cine supone la mayor amenaza, tal vez definitiva, a su supervivencia, y de cuya superación pueden depender las posibilidades narrativas que se abran a las películas en el futuro. Lo cual, paradójicamente, nos aproxima a la sentencia de Greenaway y a sus intentos por encontrar nuevos mecanismos de expresión creativa.
Son muchos y diversos los signos de agotamiento que se aprecian en el cine destinado al gran público (el único que, a fin de cuentas, es realmente relevante, el que verdaderamente entendemos como tal cuando utilizamos esa expresión generalista, “el cine”): el escaso poder de renovación del cine de género, la bochornosa e indiscriminada práctica del remake y la multiplicación de sagas, secuelas y precuelas, la abundancia de tópicos, clichés, estereotipos y lugares comunes dramáticos, los guiones previsibles y/o chapuceros, los finales decididos sobre la base de estudios de mercado, el abuso de florituras tecnológicas y el consecuente abandono de otros recursos propiamente cinematográficos que exigen mayor conocimiento y pericia, la infantilización de la comedia o del cine de acción y aventuras, la continua adaptación a la pantalla de best-sellers de escaso valor, la autocensura de autores y productores, la falta de asunción de riesgos en la producción, las modas periódicas, la nefasta influencia del videoclip, la televisión, la publicidad y los videojuegos, la pérdida de referentes culturales, el abuso del sensacionalismo visual, la proliferación de películas construidas sobre “finales sorpresa” que descuidan en cambio la construcción de personajes y situaciones solventes, la mercadotecnia como fin en sí mismo y no como medio para la difusión y comercialización de películas de calidad… La salvación del cine, su capacidad para seguir creciendo, sorprendiendo e innovando sin dejar de conservar su público depende en última instancia de un radical cambio de rumbo, de la recuperación, exploración y explotación de algunas de las vías muertas que el desarrollo industrial del cine fue cerrando o dejando solamente entreabiertas a su paso. Perspectivas que, tradicionalmente asociadas, a menudo en sentido despectivo, al concepto de cine de autor o al cine experimental, y aunque nunca del todo amortizadas, son carne de festival, de filmoteca o de canales televisivos temáticos, están muy poco presentes y durante demasiado poco tiempo en las carteleras comerciales y van dirigidas a una clase muy específica de público, aquel que no considera el cine una mercancía a la que aplicar el modelo económico dominante del consumo basura. No se trata tanto de empecinarse en hallar inciertos caminos experimentales de dudosa existencia como de rehabilitar la vigencia y aceptación generalizada de propuestas cinematográficas alternativas que ya existen, que siempre han existido, y que quedaron marginadas o abandonadas por el cine mayoritario, el impuesto por la industria, en su camino de más de cien años de historia en busca del negocio perfecto.
Primera muerte: el libro mató a la estrella de la cámara.
Las dificultades para la supervivencia del cine y sus esperanzas de futuro provienen de la misma razón de origen que lo hizo vivir y desarrollarse: su doble condición de arte y entretenimiento, de cultura e industria. Esta naturaleza dual se hizo patente desde el mismo instante de su presentación “oficial” en sociedad, el 28 de diciembre de 1895 en el Salón de Té Indio del Gran Café de París, en el número 14 del Boulevard des Capucines.
Las películas iniciales de los hermanos Lumière (como las de quienes les precedieron en la filmación de imagen en movimiento: Le Prince, Muybridge, Marey, Donisthorpe, Croft, Bouly, Edison, Dickson, Friese-Griene, Varley, Jenkins, los hermanos Skladanowsky, Acres, Paul…) constituyen la primera muestra de cine en estado puro, reflejo de la realidad idealizada a través del ojo de la cámara. Para Andréi Tarkovski, La llegada del tren a la estación de La Ciotat supone el instante preciso en que vio la luz el arte cinematográfico: “Y no me refiero solo a la técnica o a los nuevos métodos para reproducir la realidad. Allí nació un nuevo principio estético. Este principio consiste en que, por primera vez en la historia del arte y de la cultura, el ser humano encontró el modo de fijar el tiempo de manera inmediata, consiguiendo a la vez reproducir, cuantas veces desease, ese instante sobre la pantalla, es decir, volver a él. El ser humano obtuvo así la matriz del tiempo real. Visto y fijado, el tiempo se pudo conservar en latas de metal por mucho tiempo (en teoría, para siempre)”. Sin embargo, la renuncia a profundizar en las posibilidades artísticas del cine por parte de los Lumière, que pensaban únicamente aplicarlo para usos científicos, puso el nuevo invento en manos de uno de los treinta y tres espectadores de aquella primera sesión de películas, Georges Méliès, que vio de inmediato en el cine un amplísimo campo abierto para el espectáculo. Con ello el cine comienza a expandirse, pero al quedar en poder de un ilusionista que lo lleva a su terreno, al mismo tiempo que ensancha sus posibilidades, estas se concentran en una dirección muy concreta. El cine pasa de ser una atracción de feria, un fenómeno tecnológico, una curiosidad técnica dentro de la nueva era industrial, a un medio para contar historias siguiendo un canon, no puramente artístico como el de la pintura o la escultura, sino el propio del mundo del espectáculo.
Son años de películas de pantomimas, trucos y fantasmagorías, deudoras del teatro de variedades, de creadores como Alice Guy o el turolense Segundo de Chomón, formado junto a Méliès en su estudio de Montreuil, y también de proyecciones de insulsas escenas de la vida cotidiana e impersonales estampas urbanas o campestres, simples postales en movimiento rodadas por equipos de filmación repartidos por todo el mundo. Consumido, sin embargo, el efecto sorpresa, acostumbrada la masa de espectadores al nuevo medio, pronto el interés por las películas empieza a disminuir. Méliès, poseedor de múltiples talentos y dueño de una gran imaginación, comienza a escribir entonces sus propios guiones dramáticos, historias que sus actores, y él mismo, representan en la pantalla y que le permiten utilizar buena parte de los recursos técnicos que había incorporado a sus espectáculos de ilusionismo. Donde su fantasía no alcanza, sin embargo, llega la literatura. Es ahí donde el cine empieza a abrirse y cerrarse horizontes. Evidentemente, Méliès no hace adaptaciones de obras literarias completas, se limita a síntesis muy reelaboradas de los argumentos o a retratar los pasajes más conocidos, aquellos que le permiten utilizar sus juegos y trucajes y que al mismo tiempo son fácilmente identificables por el público. Esta puerta entreabierta supone, no obstante, la introducción gradual de la literatura en el cine, una invasión lenta pero incesante que acaba por subordinar las múltiples variables potenciales de la expresividad cinematográfica a los parámetros de la narrativa literaria. El cine deja de ser imagen pura, abandona el principio estético al que se refiere Tarkovski, expresión de la matriz del tiempo real, para convertirse en representación de la literatura a través de la imagen. En 1902 Méliès filma Viaje a la luna y Las aventuras de Robinson Crusoe, y el éxito de estas películas extiende la fórmula a otros competidores. En 1908 ya se han rodado adaptaciones cinematográficas de obras de Hugo, Dickens, Balzac o Dumas, entre muchos otros. En 1912 se presenta una versión de Los miserables de nada menos que cinco horas. En Italia, país que disputa a Francia la hegemonía cinematográfica en Europa durante la primera mitad de los años diez, abundan las adaptaciones a la pantalla de los clásicos latinos y del Renacimiento, las películas bíblicas y, en menor medida, las inspiradas en obras de Shakespeare o en libretos operísticos. En otras cinematografías incipientes como la danesa, la sueca o la soviética, la influencia de la literatura está más condicionada, su implantación es algo más tardía y contestada por otras formas de narrar independientes de las letras, pero termina por triunfar igualmente.
La victoria definitiva de la literatura sobre el cine se produce al otro lado del Atlántico. Desde Edison, en el primer cine norteamericano habían predominado la acción, el documental y la recreación dramatizada de la realidad. Además de noticiarios que recogen auténticos acontecimientos de la guerra bóer de África del Sur, dos de las películas más importantes de esta primera época son Rasgando la bandera española (Stuart Blackton y Albert Smith, 1898), representación de episodios de la guerra de Cuba filmada en la azotea de un rascacielos neoyorquino (película fundacional de la productora Vitagraph, futura Warner Bros.), y, sobre todo, el western Asalto y robo de un tren (Edwin S. Porter, 1903), con el famoso pistolero bigotón que dispara directamente a cámara. Pero con la decisión de Jesse Lasky y Cecil B. DeMille de basar sus primeras películas en Hollywood (de hecho, las primeras películas de Hollywood) en obras de Broadway protagonizadas por los mismos actores que las habían hecho éxito en las tablas neoyorquinas y, especialmente, con el triunfo de El nacimiento de una nación (1915) de David W. Griffith, el cine de raíz literaria se impone por completo. Actor desde 1904, Griffith acude en 1907 a las puertas de Black Maria, el estudio de Edison, donde también trabaja Porter, para ofrecer una adaptación a la pantalla de Tosca. Necesitados de actores, no de autores, Griffith es contratado para un pequeño papel, y termina quedándose en el estudio como “hombre para todo”. En 1908 dirige su primera película, pura acción, sobre el secuestro y rescate de una niña, e inicia un vertiginoso aprendizaje a lo largo de más de cuatrocientos títulos entre los que poco a poco se van filtrando adaptaciones literarias de las obras que conocía gracias a su esmerada y tradicional educación sureña (Shakespeare, Tolstoi, Poe o Jack London, entre otros). De Tennyson toma sus personajes femeninos, ideales para Mary Pickford y las hermanas Lillian y Dorothy Gish, jóvenes ingenuas, tiernas, desgraciadas y perseguidas, propias del folletín victoriano. Todo lo demás lo adapta de Charles Dickens, en especial el recurso de la “salvación en el último minuto” y las acciones simultáneas. Griffith rompe los cuadros de teatro de Méliès y dinamiza las historias gracias al montaje paralelo, los movimientos de cámara, el uso de la perspectiva y los saltos espaciales y temporales. De este modo, Griffith supera a Méliès y consigue que lo fantástico ya no provenga de una reinvención producto de una imaginación desbordante, sino que esté justificado sobre la base de una realidad tangible, que descanse en personajes e historias creíbles, reconocibles. Sus obras son folletines, melodramas llenos de situaciones violentas, de efectismos tragicómicos, de personajes buenos y malos que luchan para que el bien siempre venza en el instante final. Gracias a Griffith se impone en el cine de Hollywood, y gracias a Hollywood en el cine de todo el mundo, lo que Peter Watkins ha dado en llamar monoforma o “modelo narrativo institucional”, a veces también mal llamado “clásico” (porque además del modelo hollywoodiense puede hablarse de otros cines igualmente “clásicos”), expandido, sostenido y potenciado por el imperialismo económico y cultural estadounidense y sus superestructuras neocapitalistas, y que ha copado implacablemente tanto la praxis cinematográfica y audiovisual como el imaginario colectivo universal. Desde 1927, con la llegada del sonido, el dominio de esta forma de narrar, la primacía de la literatura sobre la imagen, con la necesidad de escribir diálogos y la llegada masiva de escritores, periodistas y dramaturgos a los estudios, se convierte en total. Esta monoforma lo ha impregnado todo, hasta la crítica cinematográfica especializada, a menudo seguidora de los intereses comerciales de los medios de comunicación que la amparan y que, en general, se limita a comentar el argumento literario de las películas y su adecuada o no traslación a imágenes, las interpretaciones, la construcción de personajes y guion, el desarrollo de la trama y la oportunidad del desenlace, con algún apunte vagamente técnico siempre referido a los mismos aspectos –música (denominada, erróneamente, banda sonora), fotografía y montaje– tratados de manera superficial, genérica, sin pormenores, y dejando al margen el verdadero comentario cinematográfico de las películas, que queda para los estudiosos y el reducido campo de unas investigaciones que solo encuentran difusión en el ámbito académico o artístico.
Sin negar todo lo que esta forma “literaria” de hacer cine ha aportado a la historia del arte y la cultura universal, lo cierto es que el cine buscó en la literatura munición creativa para las películas y un prestigio que le permitiera ser aceptado por quienes, precisamente desde el arte, lo despreciaron en los primeros tiempos como simple espectáculo popular. La literatura abrió al cine nuevas vías que se han extendido hasta hoy, pero lo mismo que ha alimentado variantes distintas de hacer cine durante más de un siglo ha desplazado otras igualmente válidas, basadas primordialmente en la imagen, en una narrativa puramente audiovisual. El futuro del medio pasa por el camino hasta hoy minoritario, por la ruptura con la literatura, el abandono de la idea del cine de Méliès o Griffith, la del “cine como la más importante de las artes al comprenderlas todas”, y la asunción del principio estético al que aludía Tarkovski al referirse a las películas de los Lumière: “el cine no debe ser una simple combinación de principios de otras artes […]. La suma de la idea literaria y la plasticidad pictórica no da lugar a una imagen cinematográfica, sino a un producto acomodaticio, inexpresivo y ampuloso”. A partir de este punto, el cine caminaría hacia el documental, no como género cinematográfico sino como modo de reproducción de la vida, de fijación del tiempo en imágenes, con sus formas y manifestaciones efectivas. Para Tarkovski, “la fuerza del cine consiste en atrapar el tiempo y su real e indisoluble relación con la materia misma de la realidad que nos rodea a cada día y a cada hora”. El cine no habría de ser en origen literario sino solo forma, imagen, y considerarse producto intelectual únicamente como resultado, nunca con una intención o finalidad previas. El cine habría de alcanzar su objetivo primordial, la emoción, por la misma vía que la fotografía, es decir, administrando el amplio espacio intermedio entre luz y oscuridad, fijándolo en un tiempo determinado pero con la riqueza añadida del movimiento, permitiendo proyectar mental y emocionalmente su discurrir; no solo captar el tiempo de un instante concreto, también su evolución, su presente y su proyección pasada y futura, su conexión con la vida. El cine como una reelaboración emocional a posteriori por parte del espectador individual, una experiencia vital imposible de extrapolar o de compartir en todos sus matices con otro espectador. El cine, en suma, no como reproducción o representación de la idea que culturalmente compartimos de un sentimiento, sino como expresión y retrato, a ambos lados de la pantalla, de un sentimiento vivo.
Lejos de confinarse en reducidos guetos experimentales, obviados por la industria, la crítica y el gran público pero repletos de tesoros y de propuestas interesantes, tanto el cine construido fuera de la literatura (la exploración de los límites del lenguaje audiovisual convencional y el empleo de nuevos recursos para encontrar otras maneras de provocar experiencias, sentimientos, emociones y concepciones) como el cine pensado desde la literatura pero con la declarada intención de contravenirla, de desmontarla, de crear nuevas formas de contar desde su descomposición, no solo han enriquecido cinematografías de todo el mundo (las vanguardias rusas y alemanas, el cine avant-garde francés, los estructuralistas, el cine de propaganda y agitación ligado al 68, el cine underground, el cine militante –gay, feminista, el cine política y socialmente comprometido–, españoles como José Val del Omar, Javier Aguirre, Antonio Maenza, Joaquín Jordá, Ricardo Muñoz Suay, Fernando Arrabal, entre muchísimos otros) sino que marcan el camino de supervivencia del cine como arte, incluso como negocio, toda vez que la industria tradicional del cine se ha visto superada claramente por la del videojuego y se ve amenazada por la ficción hecha por y para la televisión, su fragmentación en forma de series, por lo común visualmente pobres e impersonales (son los diferentes directores y técnicos de cada capítulo los que deben ajustarse a una planificación estética uniforme marcada desde el diseño de producción para toda la serie), que suponen la consagración definitiva de la concepción de la narrativa audiovisual como mera reproducción en imágenes de la narrativa literaria.
Wiene y Murnau, Buñuel y Dalí, Vigo y Cocteau, Fellini y Lynch han logrado trasladar al cine la dinámica caótica y la textura etérea de la memoria y de los sueños; Dziga Vertov o Walter Ruttmann construyeron cautivadores mosaicos visuales a partir del retrato de la maquinaria de sus realidades urbanas; Bresson y Resnais, Antonioni y Oliveira, Cassavetes o Wong Kar-Wai, Haneke o Chang-wook, Ki-duk o Jim Jarmusch han superado la literalidad del guion literario y rodado excelentes películas desde la inexistencia de un guion y a partir de la improvisación, con la palabra subordinada por completo a la imagen; La jetée de Chris Marker (1961) presenta su futuro apocalíptico a través de fotografías, con un único fotograma en movimiento; Sayat Nova (1968) de Sergei Paradjanov relata la biografía del poeta armenio Aruthin Sayadin a través de la lectura en off de algunas de sus obras y su paralela traducción a hermosísimas imágenes estáticas representativas de los principales pasajes de su vida; Basilio Martín Patino capta en Canciones para después de una guerra (1976) el espíritu de una época combinando el montaje de fotografías y música popular; Tarkovski en El espejo (1975) narra la historia de una familia soviética (sospechosamente parecida a la suya propia) a lo largo de cuarenta años (desde la guerra civil española hasta el presente del rodaje) a través de recursos exclusivamente cinematográficos que combinan el empleo de la música, los noticieros de época o las imágenes rodadas en los frentes de guerra reales con un uso imaginativo de la puesta en escena, los cambios de color a sepia y blanco y negro para remarcar la diferencia entre presente vivido, memoria y sueño, y la identificación de personajes de distintos momentos temporales con el empleo de los mismos intérpretes; Ingmar Bergman en Persona (1966) analiza el concepto de identidad y rompe la narrativa tradicional para triunfar sobre la literatura quemando el propio negativo de la película y fusionando en uno solo los rostros de Bibi Andersson y Liv Ullmann; en el cine de Alfred Hitchcock, bajo su aparente capa de narración tradicional vinculada al crimen y el suspense, o en el de Fritz Lang, que navega continuamente entre la luz y la oscuridad de la lucha entre civilización y barbarie, late todo un universo visual plenamente autónomo que transita en sincronía pero de manera independiente de cada guion literario; Stanley Kubrick parte de la literatura en 2001: una odisea del espacio (1968) para edificar una obra maestra de puro cine, sin sobrecarga de diálogo, liberado de ataduras teatrales, con la imagen y la música como principales vehículos transmisores de información, emoción y pensamiento; Orson Welles abre y cierra un género en sí mismo, el del falso ensayo irónico-crítico, para analizar las trampas y la hipocresía que rodean el mundo del arte, y de paso reírse de su propia identidad como artista, en Fraude (1972), complejo, efectivo y apasionante artefacto fílmico construido desde el montaje que es una lección de cine de primerísimo nivel; Al Pacino en Looking for Richard (1996) utiliza el documental, la entrevista o el reportaje para retratar, y representar, un montaje teatral del Ricardo III de Shakespeare; Erice o Kieslowski ofrecen a lo largo de sus breves y magistrales carreras todo el catálogo de posibilidades narrativas del cine más allá de la literatura, imágenes puras compuestas de iluminación, música, uso dramático del color y un diálogo economizado y puesto al servicio de la narrativa visual… Estos nombres prueban que el cine que se aparta de la monoforma de la que habla Peter Watkins, del “modelo narrativo institucional”, no tiene por qué ser un complicado reducto para iniciados y entendidos destinado a museos, instalaciones videoartísticas y festivales especializados, sino que multiplica las posibilidades futuras del cine, que puede lograr la aceptación popular y resultar económicamente rentable si se superan las limitaciones comerciales impuestas por el cine cimentado en la mera reproducción audiovisual de la literatura, y por la industria que sigue el modelo estadounidense.
Que en España se preste atención excesiva a eventos como los Óscar o los Goya y las mediocridades que ambos promueven mientras el cine español es sistemáticamente ignorado por las secciones oficiales de los festivales de clase A (Berlín, Venecia y Cannes, con la excepción de San Sebastián, donde siempre se cuenta con la oportuna cuota nacional, no siempre por razones de calidad) no es precisamente buena señal. Que la producción de cine en España quede en manos de las televisiones comerciales y que directores españoles como José Luis Guerín, Oliver Laxe o Albert Serra, con todo lo que de bueno y menos bueno pueda decirse de sus obras, gocen de reconocimiento y atención internacional mientras en el circuito español se les hace prácticamente el vacío, no son señales que inviten al optimismo. Continuar leyendo «¿Ha muerto el cine? Las tres muertes del cine y una improbable propuesta de resurrección.»
De cine y literatura, de elefantes y de surf
Las de su salón eran, en expresión de Billy Wilder, las mejores butacas de California. John Huston, citado por el Comité de Actividades Antiamericanas durante la época macarthista para ser interrogado, entre otras cosas, respecto a lo que allí ocurría, declaró que se trataba de una de las personas más hospitalarias y generosas que había conocido.
El hogar de Salomea Steuermann, Salka Viertel, en el 165 de Mabery Road, Santa Mónica, fue centro de acogida y encuentro de exiliados europeos, gente del cine e intelectuales de paso por Hollywood durante el ascenso del nazismo y la Segunda Guerra Mundial, algo así como lo que la mansión de Charles Chaplin (The House of Spain, en palabras de Scott Fitzgerald) supuso para los españoles que acudieron a la llamada de los grandes estudios para rodar talkies (las versiones de las películas en otros idiomas, práctica previa a la instauración del doblaje). Greta Garbo, Marlene Dietrich, Thomas Mann, Bertolt Brecht, Aldous Huxley, André Malraux, Sergei M. Eisenstein, Billy Wilder, Sam Spiegel, Christopher Isherwood, Irwin Shaw, John Huston, James Agee, Katharine Hepburn, Norman Mailer… Todos ellos frecuentaron las tertulias dominicales en casa de los Viertel y se deshicieron en elogios cantando las alabanzas de su anfitriona, auténtica alma máter de aquella burbuja cultural surgida junto a las soleadas playas californianas.
Berthold y Salka Viertel se instalaron en Hollywood atraídos nada menos que por B. P. Schulberg, entonces dueño de la Paramount, padre de Budd Schulberg, periodista y escritor célebre por ser autor del reportaje y la novela que dieron origen a La ley del silencio (Elia Kazan, 1954) y por ser la última persona que estuvo a solas con Robert Kennedy antes de su asesinato en 1968, y cuñado del agente de actores e intérprete Sam Jaffe, conocido por sus personajes en Gunga Din (George Stevens, 1939) o La jungla de asfalto (John Huston, 1950). Los Viertel formaron parte aquella oleada de profesionales y de intelectuales centroeuropeos que irrumpió en Hollywood en aquellos años, que tanto harían por el cine americano y que tan decisivos resultarían en el tránsito del mudo al sonoro. Ambos eran oriundos del Imperio austrohúngaro y pertenecientes al mundo de la cultura, la literatura, el teatro y el cine, Berthold como poeta y director cinematográfico y teatral, y Salka como actriz y guionista. Hija de un abogado judío, crecida en un ambiente acomodado, políglota y culto, Salka Steuermann comenzó su carrera de actriz a los 21 años, en 1910, y en Berlín, Viena, Dresde o Praga se codeó con Max Reinhardt, Bertolt Brecht, Oskar Kokoschka, Rainer Maria Rilke, Franz Kafka o su futuro marido, Berthold Viertel. Tras su llegada a Hollywood en 1928, Berthold trabajó para Paramount, Fox y Warner Bros. adaptando para el público alemán películas en lengua inglesa y colaborando con el maestro F. W. Murnau en los guiones de algunos de sus proyectos en América, como Los cuatro diablos (1928) y El pan nuestro de cada día (1930), antes de iniciar su propia carrera en Hollywood como director con un puñado de películas de las que la más estimables son las últimas, producidas en el Reino Unido, en especial Rhodes el conquistador (1936), epopeya protagonizada por Walter Huston (padre del guionista y director John Huston) sobre el famoso colonizador de África del Sur. Por su parte, Salka Viertel coescribió varios guiones y actuó en algunas películas (en general, talkies para el público alemán) como Anna Christie, adaptación de la obra de Eugene O’Neill en la que intervino junto a Greta Garbo. Precisamente, en 1931 fue Salka Viertel quien le presentó a Garbo a la escritora Mercedes de Acosta, con la que mantuvo una larga y accidentada relación sentimental. Continuar leyendo «De cine y literatura, de elefantes y de surf»
Nicholas Ray: el amigo americano
El cine es Nicholas Ray.
Jean-Luc Godard
Toda mi vida está integrada en la aventura del cine, en esa aventura que no está limitada por el tiempo ni por el espacio, sino tan sólo por nuestra imaginación.
Nicholas Ray
El plano final de El amigo americano (Der amerikanische Freund, Wim Wenders, 1977) muestra a un anciano decrépito y acabado, tocado con parche, que, desencantado, escéptico y cansado se aleja de espaldas a cámara por una carretera desierta, con la mirada perdida entre los amenazantes rascacielos que se levantan al fondo de la imagen y la lengua de mar que se abre a su derecha. Se trata de Derwatt, un pintor que ha dejado creer al mundo que lleva años muerto; durante ese tiempo ha seguido pintando cuadros, en realidad imitaciones de su propio estilo, que Tom Ripley (Dennis Hopper), el legendario personaje de Patricia Highsmith, subasta en Hamburgo haciéndolos pasar por originales inéditos pintados antes de su muerte. En una película que es casi un homenaje cinematográfico deliberado (son otros cinco los directores que actúan interpretando distintos personajes: Jean Eustache, Daniel Schmid, Peter Lilienthal, Sandy Whitelaw y el gran Samuel Fuller, todos ellos dando vida a gangsters), Derwatt es un personaje creado a la medida de un genio del cine que por entonces el mundo había olvidado y tenía por desaparecido, Nicholas Ray. Privado mucho tiempo atrás de los medios que le permitieron erigirse en el mayor cineasta-autor americano del periodo clásico, en sus últimos años, frustrado, desorientado y enfermo, llegó a hacer espectáculo de su decadencia como intérprete de personajes derrotados en un puñado de películas y también con discontinuos estertores de su labor como director que no llegaron a ver la luz.
Nick Ray, de nombre de pila Raymond Nicholas Kienzle, otro de los muchos y muy ilustres cineastas americanos de origen alemán, nació en Galesville, Wisconsin, en 1911. Arquitecto de formación, es durante una estancia en Nueva York cuando en un grupo de teatro aficionado conoce a su primer valedor, Elia Kazan. Será su billete para el cine: cuando Kazan debute en Hollywood como director (Lazos humanos, A Tree Grows in Brooklyn, 1945), Ray será su ayudante.
Su ópera prima como director es un film noir, Los amantes de la noche (They Live by Night, 1948), en el que Farley Granger y Cathy O’Donnell luchan contra un destino marcado y fatal. Sigue cerca de esas coordenadas su segunda película, el melodrama criminal Un secreto de mujer (A Woman’s Secret, 1949), pero ese mismo año entra en contacto con Humphrey Bogart, quien le encarga como productor la realización de dos películas hechas a su medida, el excepcional drama judicial con tintes negros Llamad a cualquier puerta (Knock on Any Door, 1949) y la mítica En un lugar solitario (In a Lonely Place, 1949), en la que Bogart da vida a un guionista acusado de asesinato. Ray comienza a conformar así lo que será una de sus principales marcas de identidad, el desprecio por las convenciones dramáticas tradicionales y su apuesta por la dirección de actores a menudo llevada al límite, más preocupada por encontrar miradas, gestos y actitudes que transmitan información, emoción y sensibilidad. También empieza a labrarse cierta reputación de hombre inflexible y difícil que más tarde le traerá consecuencias.
En sus siguientes trabajos, Nicholas Ray termina de perfilar otra de sus señas características, su excelente sentido del ritmo. Con la irregular Nacida para el mal (Born to Be Bad, 1950), con Joan Fontaine y Robert Ryan respectivamente como la maquinadora mujer fatal y la ingenua víctima de sus manejos, sigue profundizando en el cine negro, una de cuyas cimas es la magnífica La casa en la sombra (On Dangerous Ground, 1950), de nuevo con Ryan como el violento policía protagonista. Al año siguiente rueda su primera película bélica, la tibia Infierno en las nubes (Flying Leathernecks), lucha de rivalidad personal entre dos oficiales de la aviación americana (John Wayne y Robert Ryan) en los inicios de la campaña del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Con Hombres indomables –también titulada Hombres errantes– (The Lusty Men, 1952), historia ambientada en el mundo de los rodeos protagonizada por Robert Mitchum, recupera la línea ascendente, y en 1954 su primer western se convertirá en su obra maestra más representativa, la película en la que confluyen sus obsesiones personales (la soledad, la violencia y la búsqueda del sentido de la vida) y su estilo cinematográfico: Johnny Guitar. Western atípico tanto por su atmósfera decadente y opresiva deudora del cine negro como por sus protagonistas (Joan Crawford y Mercedes McCambridge), dos mujeres enfrentadas, personajes activos y violentos en torno a las que giran caracteres masculinos pasivos (Sterling Hayden, Scott Brady), se trata en buena parte de un ensayo sobre la “caza de brujas” y el mccarthysmo. Continuar leyendo «Nicholas Ray: el amigo americano»
Caballeros de la prensa: El cuarto poder (Deadline USA, Richard Brooks, 1952)
Que una película de 1952 cuente tantas cosas y aborde en profundidad tantos temas en apenas una hora y veinticuatro minutos de metraje, con un guion tan rico en personajes, situaciones y diálogos, y con un trasfondo tan plagado de referencias e implicaciones de todo tipo debería dar que pensar a productores, directores, guionistas y espectadores de hoy. Que una película de 1952 sea capaz de diseccionar con tanta lucidez y contundencia cuáles son los males y las penas del ejercicio de la profesión periodística y revele tan a las claras cuáles son las carencias que acusa bien entrado el siglo XXI debería ser motivo de reflexión inaplazable para periodistas, dirigentes y dueños de los medios de comunicación y oyentes, espectadores y, sobre todo, lectores de prensa escrita. Que una película mantenga su vigencia hasta este punto indica el grado de riqueza y de excelencia al que llegó el cine clásico de Hollywood, tanto como manifiesta las causas de su imparable decadencia, de su bochornosa infantilización. Esta obra de Richard Brooks, sin tratarse, sin duda, de una obra maestra, adquiere la condición de película imperecedera, de relato imprescindible, de lugar al que volver para encontrar las claves y los principios que en la sociedad vertiginosa del no conocimiento insistimos por olvidar a diario.
Ed Hutcheson (Humphrey Bogart), editor de un importante periódico de Nueva York, «The Day», es un epicentro de actividad. No solo debe preocuparse de mantener la línea editorial del periódico y su compromiso con la libertad de información («veraz», dice nuestra Constitución, extremo que siempre tiende a olvidarse cuando se reivindica) y con la lealtad a sus lectores. Debe supervisar la calidad del trabajo de sus subalternos, velar para que cumplen a rajatabla el código deontológico de la profesión y los valores éticos del periódico, pero también debe evitar perder de vista los balances de pérdidas y ganancias, las cuentas de resultados, los ingresos percibidos gracias a los anunciantes, los datos de suscripciones y cancelaciones, en suma, el estado financiero del periódico. Cualquier desequilibrio en cualquiera de estas dos vertientes conlleva el desequilibrio general, y eso significa abrir la puerta a condicionantes, influencias, peligros y zozobras que terminan por afectar en última instancia no solo al periódico como empresa, sino a su calidad, es decir, a su libertad, y, por extensión, al estado del periodismo, lo que quiere decir al estado de la democracia. Algo tan básico, y tan ignorado hoy en día, es el punto de partida de esta sensacional película de Richard Brooks: la muerte del gran magnate, de quien hizo de «The Day» su razón de ser y vivir, abre la puerta a cambios en el accionariado o a ventas a otras cabeceras competidoras, únicamente a causa de los intereses pecuniarios de las herederas legales, la esposa (Ethel Barrymore) y las hijas (Fay Baker y Joyce Mackenzie). Un periódico que desaparece bajo el ala de otro periódico, de otro grupo de comunicación que lo compra para desmantelarlo, para acabar con la competencia, para dar otro paso hacia el oligopolio, es decir, hacia la reducción del espacio para el pensamiento libre y diverso. En estas circunstancias, Hutcheson sabe que lo único que puede salvar al periódico es la conservación de la dignidad, hacer su trabajo mejor que nunca, hasta el último minuto y las últimas consecuencias, porque un periódico solo es un periódico de verdad y un negocio rentable si es excelente en su trabajo, que no es otro que proporcionar un servicio a la democracia contando lo que ocurre. Desde su propia perspectiva, pero nunca silenciando los hechos. Hutcheson encuentra la oportunidad en la investigación a contrarreloj de los turbios negocios de un oscuro mafioso, Tomas Rienzi (Martin Gabel), y en el caso del asesinato de una mujer anónima cuyo cadáver, desnudo y envuelto en un abrigo de pieles, ha sido encontrado en el Hudson.
La absorbente trama es un thriller con tres vías de intriga y suspense: la primera, la empresarial, las difíciles maniobras de Hutcheson entre las herederas del periódico y su nuevo dueño para lograr la supervivencia de la cabecera e impedir el despido de los trabajadores; la segunda, la indagación periodística sobre las oscuras actividades de Rienzi, Continuar leyendo «Caballeros de la prensa: El cuarto poder (Deadline USA, Richard Brooks, 1952)»
«Cartago Cinema», ya a la venta
Desde el pasado lunes está a la venta Cartago Cinema, primera novela de un servidor, publicada por Mira Editores. La presentación tendrá lugar a finales del mes de enero de 2018.
Una enigmática muerte reabre un antiguo misterio sin resolver. ¿Qué hizo que el más prometedor cineasta del Hollywood de los años setenta anunciara de improviso su retirada y se autoexiliara en un château francés? ¿Qué hace que treinta años más tarde envíe el manuscrito de un nuevo guion al productor de sus viejas películas? ¿Qué ha sido de su vida en esos años? ¿Qué se propone filmar? ¿Quién es la desconocida que lo acompaña en la nueva huida que emprende cuando ya tenía decidido volver al mundo? El último magnate superviviente de la era de los grandes estudios encarga a uno de sus guionistas que encuentre las respuestas a estas preguntas, en una investigación que lo arrastra a un viaje por la geografía —de Los Ángeles a las afueras de París, del desierto aragonés a Ciudad de México—, la historia —de la conquista romana de Cartago al salvaje Oeste, de las guerras napoleónicas a la transición española— y el cine —del Mr. Arkadin de Orson Welles o el Rufus T. Firefly de Groucho Marx a los Humphrey Bogart y Gloria Grahame de En un lugar solitario (In a lonely place, Nicholas Ray, 1950)—.
¿Es el cine algo más que, como decía John Lennon, la vida despojada de los momentos aburridos? ¿No será una versión mejorada, corregida y aumentada en tiempo, experiencias e intensidad de la única vida que poseemos? ¿Acaso no incorporamos a la vida real las reglas que utilizamos para construir las vidas de ficción, no aplicamos a nuestra memoria, personal y colectiva, las estructuras y los mecanismos de la creación en una constante reescritura de nuestras vidas y de la historia de nuestras sociedades, a menudo con la única intención de ofrecer continuas versiones mejoradas a nuestro público, que es, además, personaje? ¿No son la memoria y la historia mesas de montaje en las que constantemente vamos mezclando secuencias y tomas, melodías, sonidos y diálogos para adecuarlas al ideal de lo que queremos que sea y, sobre todo, de lo que queremos que los demás vean que es?
En Cartago Cinema se dan la mano la memoria, la historia, el cine y la literatura. En la línea del tratamiento literario que el universo cinematográfico ha recibido en la obra de autores como Gómez de la Serna, Scott Fitzgerald, Nathanael West, Gore Vidal, Garson Kanin, Norman Mailer o David Thomson, intenta hallar una clave a la duda planteada por François Truffaut en los tiempos de la Nouvelle Vague: «¿Es el cine más importante que la vida?».
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