Quintaesencia del film noir británico: Asesino implacable (1971)

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Asesino implacable (Get carter, 1971), debut tras la cámara de Mike Hodges –Flash Gordon (1980), Réquiem por los que van a morir (A prayer for the dying, 1987), Croupier (2000)…- es la antítesis de los ambientes de lujo y glamour en los que, combinados con una descarnada sordidez, tienen lugar a menudo las tramas del ciclo dorado del cine negro americano. En esta espléndida cinta los locales glamourosos, los personajes carismáticos, los diálogos chispeantes y los sabuesos concienzudos brillan por su ausencia, entregándose desde el principio a una -falsa, como se verá, es decir, como recurso meramente narrativo, pero no en cuanto a su tema- frialdad formal y a un estilo de documental cuasi-realista en el que la única emoción presente parece ser la satisfacción por el ejercicio de una violencia brutal, cruel, despiadada. O, en otras palabras, el ánimo de venganza, cuanto más sangrienta, mejor. Esa apuesta formal, acompañada de una inicial y fenomenal confusión de nombres, lugares y personajes que induce a continuos errores por parte del público y que inevitable y deliberadamente distancia al espectador, es también el truco empleado por Hodges para, súbitamente, atraparlo por la nuca y acercarlo a la pantalla gracias al poderío de secuencias e imágenes concretas, tan hipnóticas como impactantes.

Jack Carter (excepcional Michael Caine, que compone un personaje hierático, de mirada gélida, aparentemente imperturbable, y guasón y sarcástico en la mejor tradición del humor británico) es un matón del crimen organizado de Londres cuyo hermano, que tampoco era precisamente trigo limpio, ha sido asesinado en Newcastle, la ciudad natal de ambos. Jack acude allí para resolver las cuestiones relativas al funeral, encontrarse con la amante de su hermano y también con su hija, es decir, su sobrina, por la que manifiesta un cariño y un carácter protector más bien paternal, quizá porque en el pasado mantuvo una aventura con su propia cuñada y sería incapaz de saber con certeza si la joven es hija de su hermano o suya. Pero su otro propósito es averiguar las circunstancias del asesinato, sondear a los tipos con los que se relacionaba, buscar a los responsables y, desde luego, eliminarlos. Eso le lleva a frecuentar a varios gángsteres locales, a antiguos conocidos de los bajos fondos de la ciudad, a tipos que viven en mansiones campestres que son templo para la prostitución, las orgías, las drogas y otros vicios, a peregrinar por bares y tabernas de las zonas industriales, visitar pensiones, cuartuchos y callejones, embarcaderos, muelles, puertos e incipientes negocios inmobiliarios, desplazarse en coches angostos, envejecidos, destartalados, modelos de Ford, Austin, Rover, Triumph, Sunbeam que ya resultaban anticuados para entonces, todo ello en busca de unos culpables a los que quiere masacrar. Sus averiguaciones destapan una alambicada trama de negocios alrededor del rodaje y la comercialización de películas pornográficas en el que su hermano estaba mezclado, y cuya víctima principal está demasiado cerca de él.

En la película no hay mujeres fatales, sino vulgares, zafias, casi repugnantes (como la dueña de la pensión que Jack convierte en su amante casi por necesidad), aparte de esa exótica y sensual mujer que intenta seducir a Jack y que, casi sin querer, le da la pista definitiva que le costará la vida. Tampoco hay mafiosos ocurrentes, elegantes, ingeniosos, sino tipos comunes y corrientes, feos y viejos, mal vestidos y sudorosos, horteras, con tripa y verrugas, que juegan al póker alrededor de una mesa baja mientras beben alcohol barato, aunque vivan en antiguas casonas decoradas al modo rústico. Los personajes parecen contagiarse de una ciudad industrial incómoda, horriblemente deshumanizada, gris, oscura, en la que el acero, el hormigón, el asfalto y la mugre conviven con el ladrillo sucio, los descampados, los callejones llenos de basura y las casas estrechas con paredes empapeladas con flores y rayas estilo Regencia, en las que el verde de parques, praderas y riberas parece únicamente un escenario dedicado al abandono selectivo de cadáveres mutilados. Continuar leyendo «Quintaesencia del film noir británico: Asesino implacable (1971)»

Ingeniosa sorpresa: Los que saben morir (1970)

Dentro del género bélico, en su vertiente más próxima a la acción psicológica y el suspense, destaca el subgénero de campos de prisioneros, que ha regalado al séptimo arte excelentes películas como la obra maestra La gran ilusión (La grande illusion, Jean Renoir, 1937), Traidor en el infierno (Stalag 17, Billy Wilder, 1953), El puente sobre el río Kwai (The bridge on the river Kwai, David Lean, 1957)  o La gran evasión (The great escape, John Sturges, 1963). Quizá no a su altura, pero sí como una sorpresa puntual y muy refrescante, se erige por derecho propio Los que saben morir (The McKenzie break, 1970), película que maneja la habitual trama de un grupo de prisioneros que desea huir del lugar donde están retenidos para volver a sus líneas y continuar la guerra, mezclada en esta ocasión con la labor de los servicios de inteligencia de los guardianes, desde los despachos oficiales del alto mando hasta la misma alambrada, para descubrir y abortar la fuga, dirigida por el televisivo Lamont Johnson, quien a pesar de desarrollar la mayor parte de su carrera en la pequeña pantalla se anota en su haber conocidas películas como El gran duelo (A gunfight, 1970), western de bajo presupuesto con Kirk Douglas y Johnny Cash, o Lápiz de labios (Lipstick, 1976), intriga dramática en torno a una violación protagonizada por Margaux Hemingway.

Los que saben morir ofrece una perspectiva diferente, infrecuente: los prisioneros a cuyas desesperadas peripecias por escapar asiste el público son en este caso alemanes, casi todos ellos oficiales y tripulación procedentes de submarinos capturados por los británicos y retenidos en un campo en Escocia, y liderados por el brillante, perspicaz y tocapelotas capitán Schlueter (Helmut Griem), que vuelve locos a los responsables del campo con su continua política de hostigamiento a los guardianes, ya sea con protestas organizadas, desafíos orquestados a las normas del campo, constantes quebrantamientos de la disciplina interna y alguna que otra charada para burlar o burlarse de sus enemigos, actividades todas ellas en las que sus hombres le siguen y le obedecen como si de una única unidad militar entrenada para ello se tratara con la excepción de apenas unos pocos miembros de la Luftwaffe que se hallan también en el campo y cuyos aires aristocráticos y respeto por las convenciones internacionales de las leyes de guerra sobre los prisioneros chocan con el temperamento del, aparentemente, excéntrico capitán.

Pero este continuo circo, más molesto que realmente efectivo, dirigido por el capitán, oculta una segunda intención, un propósito más ambicioso: la distracción. Schlueter cree que manteniendo una algarabía permanente puede conseguir, como de hecho lo hace, que el comandante del campo pase por alto que los presos alemanes disponen de una radio que les permite comunicarse con Berlín, y de que su intento de fuga masiva se encuentra organizado, apoyado y respaldado por el alto mando nazi. Mientras los prisioneros juegan con sus guardianes, han construido laboriosamente un fenomenal túnel que los conducirá fuera del campo en número suficiente para llegar a la costa escocesa, embarcar en el submarino que les espera y volver a Alemania para organizar nuevas tripulaciones y comandar nuevas naves que permitan al III Reich recuperar la iniciativa en los mares de la que la Royal Navy le había privado tras el fracaso de la Batalla de Inglaterra en los cielos del Canal de la Mancha. Para ello cuentan con la ayuda de algún que otro espía irlandés, cuyas querencias nacionalistas les pusieron, de forma muy indecorosa, del lado de los nazis en no pocas operaciones dirigidas contra las Islas Británicas, y de un perfecto sistema de camuflaje que les permitirá desplazarse del campo a la costa y llegar a las coordenadas en las que les aguarda el submarino que ha de transportarles al continente ocupado por la Wehrmacht. Sin embargo, aunque el comandante del campo sea un ceporro, a la inteligencia británica no se le ha escapado que algo extraño ocurre, y aunque desconocen la posesión de una radio por parte de los prisioneros y lo avanzado de sus maniobras para huir, y se les escapa el alcance y la importancia de la fuga, envían a un pendenciero e indisciplinado capitán de origen irlandés, Jack Connor (Brian Keith) para que, por un lado, acabe de una vez por todas con el pulso constante con el que Schlueter ha tensado la cuerda de su relación con los guardianes, y por otro, para que averigüe qué ocurre en un campo de prisioneros en el que la evidente hostilidad, animadversión y lucha de los presos con sus guardianes no se traduce en intentos de fuga visibles, y si esta contradicción no está alimentando algún tipo de operación a mayor escala. Connor, en contra de la voluntad y del orgullo del responsable del campo, que se ve desplazado por un oficial de inferior rango con órdenes especiales del alto mando aliado, desplegará toda una serie de artimañas, nuevos métodos y medios poco ortodoxos para meter a los alemanes en cintura, al mismo tiempo que desarrolla una lucha privada de inteligencia, astucia y juego del ratón y el gato con Schlueter para descubrir sus intenciones y atajarlas. Continuar leyendo «Ingeniosa sorpresa: Los que saben morir (1970)»

La imposible huida de uno mismo: El reportero, de Michelangelo Antonioni

Para mis amigos Luisa y Fernando, que se parten de risa cuando les hablo de mis «madrugadas de sábado con Antonioni».

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Desaparecer sin dejar rastro. Cambiar de vida como cambiar de traje. Ser, no ya extranjero, sino desconocido de uno mismo. Inquietante, desconcertante y angustioso fenómeno las más veces, deseo inconfesable, irrealizable brindis al sol otras, la desaparición voluntaria de un ser humano, el abandono consciente, premeditado de la propia vida para mutarla por una nueva a estrenar, a comenzar de cero, es, quizá junto al suicidio, uno de los avatares vitales más perturbadores e incomprensibles para quien no se pertrecha tras el pellejo del interesado. Decenas, cientos de veces hemos visto en el cine a personajes que llegan de ninguna parte, que no tienen nombre, que transitan de acá para allá huyendo de algo, de un recuerdo, de una culpa, de un amor frustrado, herido, y que buscan desesperadamente una redención que les reconcilie consigo mismos. El cine negro no sería lo que es sin esos personajes que, como fantasmas, siempre terminan inmersos en líos que les enfrentan a la propia realidad de la que pretenden escapar.

En otra línea muy distinta, al menos en la forma, trata el tema esta película de 1975 rodada por el gran director italiano Michelangelo Antonioni, una de esas coproducciones multinacionales setenteras que eran capaces de combinar de manera un tanto exótica actores, técnicos, directores y localizaciones de los lugares más inverosímiles en un único proyecto. Para muestra un botón: Jack Nicholson y el ex-presidente del Barça, Joan Gaspart, en la misma película… El reportero (título castellano que se aparta de la idea central de la película que sí refleja el subtítulo original de la cinta: The passenger) comienza en el África sahariana, en un país no identificado en el que está teniendo lugar una guerra civil entre tropas gubernamentales y una guerrilla (se supone que de carácter comunista, ya que el gobierno recibe apoyo occidental). Allí, un periodista inglés educado en Estados Unidos, David Locke (Jack Nicholson, en plena cresta de la ola), recorre el desierto en su Land Rover intentando dar con un testimonio de alguna autoridad rebelde que pueda contrastar la entrevista demagógica y propagandística que ha obtenido de los dirigentes del país. Su día a día alterna largas horas al volante entre las dunas con noches asfixiantes en los rácanos hoteluchos de los poblados que va encontrando, con habitaciones sin agua y sin teléfono en las que la arena se filtra por todas partes. Pero David no es precisamente un profesional riguroso y apasionado, un adicto a la acción que busca en los frentes bélicos un subidón de adrenalina. Es un hombre reflexivo, amargado, errático, que en lugar de verse varado en medio de ninguna parte por su deber de transmitir una crónica que nadie leerá sobre una guerra que a nadie le importa parece estar refugiándose de algo, como si su trabajo en aquel lugar remoto y ardiente no fuera una maldición, sino una bocanada de libertad, de aire fresco, para una vida en la que se siente oprimido, prisionero. Su oportunidad se presenta en un hotel de una zona árida y desolada. Robertson, su vecino de habitación, un hombre que viaja por el país dedicado a oscuros negocios, ha muerto. David ve su oportunidad de desaparecer, de dejar atrás esa vida que no le satisface, ese trabajo inservible, tramposo y falso, ese matrimonio que sabe mera farsa (él engaña a su mujer y su mujer le engaña a él), esa vida de títere en la que se limita a ser manejado, controlado, por unos y por otros. Aprovechando la desidia del personal del hotel, será Robertson y no David quien abandone el hotel por su propio pie para descubrir su nueva vida.

Una nueva vida muy distinta a la de David, llena de alicientes y peligros. Porque Robertson es un traficante que vende armas a los rebeldes: el nuevo Robertson mantendrá las citas que su antigua mano escribió en su agenda y recorrerá Europa en busca de sus contactos para cerrar cuantiosos negocios que le permitan dirigir su propia vida. París, Londres, Munich y, sobre todo, España, país que recorrerá de punta a punta con una mujer anónima (Maria Schneider), una estudiante que encuentra en Londres y nuevamente en Barcelona y que se pega a él en su periplo errante, serán los lugares por los que Robertson no sólo tendrá que huir de David, sino del mismo Robertson. Continuar leyendo «La imposible huida de uno mismo: El reportero, de Michelangelo Antonioni»