La tienda de los horrores – Las dos vidas de Audrey Rose

Lo esotérico siempre ha sido muy popular en Hollywood, tanto (y según quién incluso más) que lo erótico o lo pornográfico, por más que en la temática de las películas esas cuestiones siempre hayan sido marginales hasta la ruptura de censuras y códigos represores de la primera mitad del siglo XX. Lo que se pensaba que era un tema arriesgado para el público y quedaba relegado a conocidas sesiones de espiritismo en casa de tal o cual actriz o director y en fiestas más o menos concurridas a las que eran invitados mentalistas, médiums, magos y demás personal a medio camino entre el show-business y la estafa de crédulos, no tardó en saltar a la pantalla cuando la mano de los censores se abrió y dio paso a historias en las que los fantasmas y espíritus dejaban de ser entes amables o incluso cómicos y se convertían en seres malignos y peligrosos en busca de venganza sobre los vivos por sus males pasados. A partir de los cincuenta, durante los sesenta, pero sobre todo a raíz de La semilla del diablo, de Roman Polanski (1968) y, sobre todo, del éxito de taquilla de cintas como El exorcista (1973) de William Friedkin o Carrie (1976) de Brian De Palma, surgió toda una ola de películas, la mayor parte de serie B, que con la emulación como argumento principal intentaron encontrar su hueco entre el público a base de sustos y sangre a puñados relacionados en última instancia con alguna creencia religiosa o capacidad extrasensorial, fenómeno que tenía su propia traslación europea en directores como Jesús Franco o Dario Argento. En Hollywood esta moda poco a poco fue intentando nutrirse de otros elementos que la hicieran novedosa y compleja, y si el propio De Palma ya la pifió al mezclar en La Furia (1978) elementos sobrenaturales con una trama de thriller político, el veterano Robert Wise, clásico entre clásicos (codirector de West Side Story, por ejemplo, y máximo responsable también de cintas como Marcado por el odio, El Yangtsé en llamas, Sonrisas y lágrimas o Star Trek) que contribuyó decisivamente a popularizar rostros como el de Paul Newman o Steve McQueen, la fastidió un año antes inspirándose ya en su época final en la novela del también guionista Frank DeFelitta con Las dos vidas de Audrey Rose, su intento por volver al terror, uno de sus temas favoritos ya tratado en clásicos suyos como El ladrón de cadáveres o La mansión encantada, pero esta vez aderezado con una trama judicial tan innecesaria como ridícula.

Contando con su propia Linda Blair, Susan Swift da vida a Ivy (bueno, y a Audrey), una niña que vive plácidamente con sus papás (John Beck y Marsha Mason) en un cómodo barrio residencial de Nueva York (ambientación similar a la utilizada por Polanski) y que, como niñata bien, es una moza medio cursi medio gilipollas. Tanta placidez montada en el dólar se empieza a torcer cuando la madre detecta que un fulano sospechoso y malencarado (Anthony Hopkins) sigue a su hija por la calle, la espera a la salida del colegio o deambula alrededor de la casa. Lejos de tratarse del conocido perturbado sexual, cuando la pequeña Ivy empieza a sufrir terribles pesadillas en las que parece rememorar acontecimientos dolorosos de una vida ficticia, el desconocido se revela como un profesor inglés residente en Estados Unidos que ha pasado años buscando la reencarnación de su hija Audrey, fallecida en un trágico accidente el mismo día y hora en que nació Ivy. Evidentemente, los padres de Ivy echan de su casa con cajas destempladas al hombre, pero cuando las pesadillas parecen revelar que un ente del averno amenaza la vida de Ivy y que sólo la presencia del extraño parece reconfortarla, no les queda más remedio que escucharle y aceptar lo que tiene que decir. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Las dos vidas de Audrey Rose»

La tienda de los horrores – El fin de los días

«Este emblema pertenece a una antigua orden de caballeros masónicos de la Santa Sede…».

Valga esta frase del delirante guión para ejemplificar la absoluta memez que supone este thriller apocalíptico (y nunca mejor dicho) de tintes catolicistas en el que una vez más la Humanidad (la cristiana, claro, única que parece existir para los productores de Hollywood) se ve bajo la amenaza de la llegada del Anticristo (el cual afecta no sólo a cristianos, sino a todo bicho viviente, que para eso es el Maligno de la religión verdadera…). Y perlas como la enunciada al principio, tan contraproducente como ridícula (sin duda a la altura de poder hablar de heterosexuales gays, borrachos abstemios o herejes ortodoxos) adornan la narración de esta gilipuertez con mayúsculas de principio a fin.

Protagonizada por un Arnold Schwarzenegger ya talludito y más pendiente de buscarse las judías ante la falta de capacidad física y de ofertas para emular sus «éxitos» de antaño, la película nos traslada a una típica y absurda historia con las paranoias de la religión católica, estilo Dan Brown y sus simuladores, como telón de fondo. La acción nos traslada al Nueva York de 1979, momento y lugar en el que nace una niña con, tatatachááááán, la marca del Anticristo. Paralelamente, un cura del Vaticano dedicado a las investigaciones sobre el demonio y demás criaturas cornudas con rabito terminado en punta, informa en un consejo secreto en el que está presente la flor y nata de los cardenales y obispos que guardan todos los secretos del catolicismo, de que la niña ha nacido y de que el peligro se cierne, no sobre la cristiandad, sino también sobre todos aquellos miles de millones de personas a los que la mitología católica de corte catastrofista se la trae muy floja.
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El cine pone al descubierto el parentesco entre Leonardo Da Vinci y Hitler

En una investigación que haría las delicias de Iker Jiménez, el capitán de la nave del misterio, Álex de la Iglesia averigua todas las claves de la lamentable novela del presunto juntaletras Dan Brown, los misterios, los grandes secretos de Leonardo Da Vinci, por fin desvelados gracias a la ingente labor de un amplio e intrépido equipo de profesionales compuesto por un reportero calvo y con chepa, vestido con chándal de yonqui, calcetines blancos y zapatos de rejilla. Pero no queda ahí la cosa. El mismo equipo de investigación demuestra que Hitler no murió en el búnker de Berlín en 1945, sino que huyó a Brasil, donde fue localizado en 1970. Pero lo más extraño de ambos cortometrajes documentales, es el sorprendente nexo de unión entre ambos personajes históricos de perfil tan diverso: su asombroso parecido físico.
Electrizante documento.