La justicia imperial, protestante y blanca («no somos dioses; pero somos ingleses, que es casi lo mismo»), llega a los pueblos atrasados y oprimidos del Asia Central en esta maravillosa película de John Huston, basada en la historia de Rudyard Kipling, probablemente la más hermosa, y sustanciosa, película de aventuras que se ha hecho jamás. Un proyecto que Huston intentó levantar en distintas décadas (con Clark Gable y Humphrey Bogart, con Kirk Douglas y Burt Lancaster, con Paul Newman y Robert Redford) y que vio la luz en el momento justo con Sean Connery y Michael Caine. Una película que todo contertulio y periodista debería ver antes de ponerse a opinar sobre todo lo que ha ocurrido, y sigue ocurriendo, en aquella zona del planeta desde septiembre de 2001, y aun antes.
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Con la soberbia hacia el desastre: La última carga (The charge of the Light Brigade, Tony Richardson, 1968)
Balaclava, episodio de la guerra de Crimea (1853-1856), que enfrentó a la Rusia de los zares y a una coalición formada por el Imperio británico, Francia, el Imperio otomano y el reino de Cerdeña, ocupa un lugar destacado en la historia de la incompetencia militar. Lejos de retratar la famosa carga de la brigada ligera en los términos de vibrante épica y heroico sacrificio que Michael Curtiz presenta en el filme clásico de 1936 protagonizado por un Errol Flynn embutido en su impecable uniforme habitual, Tony Richardson, en plena era del Free Cinema y con medio mundo convulsionado por los vientos del 68, hace memoria del célebre fiasco militar británico para no dejar títere con cabeza y sacar los colores a la Gran Bretaña del último tramo de los años 60. Además de guardar en su relato mayor fidelidad a la concatenación de circunstancias que llevaron a la flor y nata de la caballería británica al ridículo más bochornoso, aprovecha para repartir a diestro y siniestro y degradar y caricaturizar y las apolilladas estructuras mentales, económicas y sociales de un imperio que hacía aguas (estamos en la era de la descolonización) y que se seguía teniendo (como sigue haciéndolo) por pieza fundamental en el engranaje del progreso de la humanidad.
Una brigada creada a su imagen y semejanza, y mantenida con dinero de su propio bolsillo, por el estrafalario Lord Cardigan (colosal Trevor Howard), un militar presuntuoso, vanidoso, altivo, inculto y borracho que entiende la guerra como una parada militar en la que obtener la victoria por derecho divino o por inevitable reconocimiento de la superioridad británica derivada de la simple observación de sus ostentosos uniformes y del inmejorable estilo en el desfilar de las tropas, por no mencionar la riqueza y sonoridad de los ilustres apellidos de los miembros de su compañía, entresacados de la más alta alcurnia de la aristocracia británica. A ella se incorpora un joven capitán Nolan (David Hemmings) proveniente de la India, donde ha conocido la guerra de verdad, y que de inmediato es señalado por algunos oficiales y compañeros como extranjero, máxime cuando se hace acompañar por un criado indio ataviado con las ropas de su país de origen. Naturalmente, en esta forma de entender la guerra, más pendiente de los bailes de sociedad, de los estrenos operísticos y de las copiosas cenas de los clubes de oficiales que de los movimientos tácticos, el estudio del terreno y el conocimiento del adversario, Nolan tiene mal encaje y, enfrentado desde el principio con Cardigan, se ve relegado, avergonzado y apartado del grupo. Al tiempo, la sociedad británica se ve inmersa en un conflicto internacional que, azuzado por una prensa que no entiende nada de aquello que publica (ni siquiera es capaz de ubicar en el mapa los, a priori, enclaves geográficos fundamentales en el presunto litigio que enfrenta al Imperio con la Rusia zarista), y dirigida por una casta política analfabeta, arribista e incompetente, que ve en la estatua ecuestre de Wellington una huella de un reciente pasado glorioso que, sin embargo, no sabe dónde colocar ahora, se lanza encantada a las pompas y fastos de una guerra que consideran ganada de antemano en la mejor tradición del Brexit mental, de corte racista y ultranacionalista, que ha marcado y marca a buena parte de la sociedad británica en sus relaciones con el resto del mundo. Una sociedad anquilosada e inadaptada al mundo moderno en la cual los mandos militares no se ofrecen a los oficiales más capaces, sino en virtud del rango aristocrático de quienes ostentan las distintas graduaciones; no es un Estado Mayor quien decide quiénes van a ocupar las distintas jefaturas, sino un grupo de altos mandos, enfrentados entre sí (divertidísimos los continuos cruces de insultos entre Cardigan y Lord Lucan, interpretado por Harry Andrews, incluso en el campo de batalla en los momentos previos al combate), que reparten los cargos entre un grupo de aristócratas nerviosos que pugnan por obtener un nombramiento que dé prestigio a su casa y su apellido, que llene sus arcas y les permita presumir en los bailes protocolarios, pero que les obligaría a poner en práctica una serie de capacidades de las que carecen por completo.
Así las cosas, la estupidez reinante se traslada al frente. Oficiales que viajan en compañía de sus mujeres y/o de sus amantes, tropas indebidamente pertrechadas, soldados víctimas del cólera que son abandonados a su suerte, denostados porque al desmayarse y perder el conocimiento, o la vida, estropean el espectáculo de una perfecta e impoluta formación encabezada por los estandartes de la Union Jack y el sonido de las gaitas escocesas, inoperantes aliados franceses que, enfermos o tarados, se quedan dormidos en mitad de una conversación y no aportan nada en la batalla, y por último, una dirección incompetente, indiferente al sufrimiento de las tropas, que desde sus puestos de observación, rodeados de comodidades, juegan a la guerra con las piezas humanas de lo que para ellos no es más que un juego de mesa en un tablero que consideran propio. Continuar leyendo «Con la soberbia hacia el desastre: La última carga (The charge of the Light Brigade, Tony Richardson, 1968)»
Mucho más que cine de aventuras: El hombre que pudo reinar
El poder corrompe; el poder absoluto corrompe absolutamente (Lord Acton, 1834-1902).
Probablemente sea ésta la película de aventuras más hermosa y trepidante de todos los tiempos, uno de los máximos exponentes de arte cinematográfico como compendio de entretenimiento, diversión y contenido didáctico, intelectual, dramático y emocional. Y sí, la forma es, mucho más perfeccionada que en su habitual rincón de la serie B, la de cine clásico de aventuras en una fecha tan tardía para él como 1975, no pudiendo ser de otra manera tratándose del autor que adapta, el inmortal escritor indio probritánico Rudyard Kipling. Pero el fondo, la historia que subyace tras las peripecias de dos aventureros y vividores que hacen del trapicheo, el timo y la cara dura su medio de vida, es tan antigua, tan grande, tan abismal y tan profundamente humana, que conecta lo que en apariencia es mera crónica de un viaje de descubrimiento y conquista de un país desconocido con una magistral introspección hacia el interior de las contradicciones, ambiciones, complejos, dignidades, frustraciones, bajas pasiones y debilidades del alma humana.
Película imposible de no haber sido rodada por John Huston, director capaz tanto de la mayor de las excelencias cinematográficas (filmografía impresionante como pocas: El halcón maltés, El tesoro de Sierra Madre, Cayo Largo, La jungla de asfalto, La reina de África, Moulin Rouge – la buena -, Moby Dick, Vidas rebeldes, La noche de la iguana, Fat city: ciudad dorada, El juez de la horca, El hombre de Mackintosh, El profeta del diablo, El honor de los Prizzi o Dublineses, por citar las más comunes), como de dejarse seducir inexplicablemente por la mayor de las mediocridades, incluso imitándose o plagiándose a sí mismo (Medalla roja al valor, La burla del diablo, Sólo Dios lo sabe, La Biblia, Casino Royale – no obstante, la buena – Annie o Bajo el volcán), sólo un cineasta poseedor del mismo espíritu inquieto, inconformista, un tanto anárquico, errabundo y desencantado, podía lograr filmar esta obra maestra de 129 minutos. No en vano estuvo dándole vueltas al proyecto durante décadas, reescribiendo y readaptando, cambiando múltiples veces de reparto según pasaba el tiempo (de Humphrey Bogart y Clark Gable a Robert Redford y Paul Newman, pasando por Burt Lancaster y Kirk Douglas), hasta que finalmente pudo llevarla a la pantalla con Sean Connery y Michael Caine (a sugerencia de Newman, que al rechazar el papel había comentado la conveniencia de que los personajes fueran interpretados por británicos).
La historia, adaptada por el propio Huston a partir de la obra de Kipling, nos sitúa en la India británica, joya de la Corona de la reina Victoria, autoproclamada emperatriz de la India, en la cúspide de la dominación británica sobre el país, 1880, para mayor gloria y admiración del escritor indio, un auténtico entusiasta de esa idea, en el fondo paternalista y racista, que dominó durante décadas la política exterior británica, imperialista y violenta, enunciada con la expresión «hacer del mundo Inglaterra». En ese contexto geográfico y político, Peachy Carnehan (Michael Caine) y Danny Dravo (Sean Connery), antiguos casacas rojas de un regimiento de fusileros de Su Majestad, sobreviven en el país como pueden, ya sea con sesiones de falsa magia para incautos, ya con rocambolescos negocios de tráfico de armas o de mercancías exóticas. Sus constantes idas y venidas, sus viajes continuos, les llevan a tener noticia de las leyendas que señalan en lejano reino de Kafiristán, más allá del Himalaya, como lugar de fastuosas riquezas, de tesoros incalculables, un Eldorado en las planicies del Asia central. Continuar leyendo «Mucho más que cine de aventuras: El hombre que pudo reinar»
La tienda de los horrores – La liga de los hombres extraordinarios
Pues dicen que Sean Connery ha preferido retirarse del cine, incluso rechazando participar, oferta petrodólarmillonaria de por medio, en la última de Indiana Jones, porque anda un poco gagá. A la vista de cómo eligió sus proyectos en los últimos tiempos, primero no nos hubiera sorprendido demasiado que aceptara participar en la nueva entrega del héroe del látigo, y segundo, parece que los rumores insistentes de que al mejor James Bond de todos los tiempos (al menos hasta la llegada de Daniel Craig) le flojean los circuitos, no van desencaminados. Porque si no es así no cabe en la cabeza que quisiera participar voluntariamente y sin intervención de sustancia psicotrópica alguna en este bodrio de 2003 dirigido por un tal Stephen Norrington (el director de Blade, por si hacían falta más datos para encuadrarlo entre la canallesca) y basado en los delirantes cómics de Alan Moore y Kevin O’Neill en lo que es una nueva incursión del cine en el mundo de los tebeos que no dejó satisfecho a casi nadie, como suele suceder.
¿Puede imaginarse trama más absurda? El Imperio Británico (una panda de hijos de la Gran Bretaña, como todos sabemos), que, como decían en La vida de Brian con respecto a Roma, en cuestión de imperios es el número uno, resulta que está «acongojado» porque una oscura y extraña sociedad secreta está intentando llevar a cabo sus planes diabólicos para dominar el mundo mundial. O sea, perversos total, total. Los british están cagados, presos del pánico, mordiéndose distintas extremidades, incluso unos a otros, nerviosos perdidos porque ni toda la flota de la Royal Navy, los fusileros de Su Majestad, los regimientos de casacas rojas ni los batallones de borrachos a lo largo y ancho de las islas bastan para hacer frente a amenaza tan chunga. Y como con el ejército más poderoso y más presente en el planeta hasta entonces no pueden hacer frente al reto (me refiero al ejército de borrachos británicos), al Primer Ministro, que debía tener una cogorza de campeonato (y que se decía, se lo montaba con la oronda reina Victoria, la cual, más que dominar el mundo lo que le gustaba era dominar al primero que pasaba, aquí te pillo, aquí te mato, con su voluminosa y exigente anatomía, acumulando colonia tras colonia para una Emperatriz aficionada a montar, pero no a montar caballos…), se le ocurre la feliz idea de reunir a los tipos más renombrados del Imperio por entonces (todos de ficción, por cierto) para que, a modo de Equipo A de la era victoriana, se enfrenten a los malosos para desfazer el entuerto. Una patochada integral, vamos.
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