Cine en fotos: La pícara puritana (The Awful Truth, Leo McCarey, 1937)

The Awful Truth (1937)

Cary Grant desconfiaba tanto de la viabilidad de La pícara puritana (The Awful Truth, Leo McCarey, 1937), que tras una sola semana de rodaje, al que se había sumado obligado por Columbia Pictures, envió al estudio un memorando de ocho páginas donde explicaba las razones por las que debía abandonar el proyecto de una película que consideraba de lo más inverosímil, destinada al fracaso en taquilla. Junto al memorando incluía un cheque de cinco mil dólares (dato a tener en cuenta en el caso de alguien tan fenomenalmente tacaño) en compensación por el trabajo que pudiera suponer sustituirle y volver a filmar las tomas ya acabadas. Rechazada su petición y forzado a terminar la película, esta fue un gran éxito, y aun hoy es una de las películas más recordadas de su filmografía, así como de la de su compañera protagonista, Irene Dunne, y también de su director, McCarey, hoy casi olvidado pero admirado por colegas como Hitchcock, Hawks, Capra, Ford o Cukor.

Vidas de película – Ruth Gordon y Garson Kanin

09 Sep 1952, New York, New York, USA --- Screenwriter, Carson Kanin, and his actress and playwright wife, Ruth Gordon, are ready to set sail on the . They are travelling to England and France for a vacation. --- Image by © Bettmann/CORBIS

Ruth Gordon y Garson Kanin fueron una de las parejas creativas más importantes del Hollywood clásico.

Conocida por el gran público sobre todo como actriz, en especial por papeles de la última estapa de su carrera -primordialmente por La semilla del diablo (Rosemary’s baby, Roman Polanski, 1968) y Harold y Maude (Hal Ashby, 1971), en realidad Ruth Gordon venía compaginando su faceta de actriz con la de guionista desde principios de los años cuarenta. Uno de sus apariciones más conocidas como actriz en esa época fue La mujer de las dos caras, dirigida en 1941 por George Cukor, la última película de Greta Garbo, coprotagonizada por Melvyn Douglas.

Por su parte, Garson Kanin destacó como director teatral en Broadway antes de saltar a Hollywood para coescribir junto a Ruth Gordon los guiones de películas como Doble vida (A double life, 1947), Nacida ayer (Born yesterday, 1949), La costilla de Adán (Adam’s rib, 1950) o La impetuosa (Pat and Mike, 1952), todas para su amigo George Cukor. Por la primera de ellas y por las dos últimas, la pareja Gordon-Kanin sería nominada al Óscar al mejor guión.

Si Ruth Gordon alternaba su profesión de escritora con la de actriz, Kanin hacía lo propio con la de director. Después de una experiencia previa junto a Dalton Trumbo en A man to remember (1938), Kanin dirigió en los estudios RKO Mamá a la fuerza (Bachelor mother, 1939), con Ginger Rogers y David Niven, Mi mujer favorita (My favorite wife, 1940), esta última en sustitución de Leo McCarey, y protagonizada por Cary Grant, Irene Dunne y Randolph Scott, y Tom, Dick y Harry (1941), de nuevo con el protagonismo de Ginger Rogers. Después de un paréntesis de más de veinte años sin dirigir, Kanin volvió en los años sesenta a dirigir películas para la RKO, pero en ningún caso se aproximaron en calidad a sus trabajos en la dirección de la década de los cuarenta. Retirado del cine, en 1979 publicó la novela Moviola, narración de algunos de algunos los episodios más célebres de la historia de Hollywood, por la que desfilan personajes como Irving Thalberg, David O. Selznick o Marilyn Monroe.

Ruth Gordon falleció en 1985. Kanin volvió a casarse, y murió en Nueva York en 1999.

Maléfica, malévola, mala malosa: Que el cielo la juzgue (1945)

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La aparición súbita de Gene Tierney «volviendo de la tumba» en Laura (Otto Preminger, 1944)  supone, junto a la de Rita Hayworth en Gilda (Charles Vidor, 1946) y la de Ava Gardner en Forajidos (The Killers, Robert Siodmak, 1946), una de las irrupciones más inolvidables de toda la historia del cine. En Que el cielo la juzgue (Leave her to heaven, John M. Stahl, 1945), el sensual cruce de piernas de Tierney mientras lee un libro en el vagón de un tren camino de Nuevo México quizá no sea para tanto, pero marca a la perfección el punto necesario de atracción que permite al público comprender el deseo y la fascinación que de inmediato nacen en el escritor Richard Harland (Cornel Wilde) por la mujer que, despreocupada y con aire casual, lee precisamente su última novela, aunque ella tarde un tiempo en reconocerle. Ese comienzo azaroso pone de manifiesto lo que va a ser la constante nota principal de la historia: el poder manipulador, consciente o inconsciente, de una bella y carismática mujer sobre todos los que la rodean. O mejor habría que decir que ésta es una de las notas principales, porque la otra es tanto o más importante en el devenir de los acontecimientos: el patológico poder perturbador de unos celos obsesivos de tal magnitud que no sólo logran trastocar la percepción de la realidad y su interpretación, sino que consiguen mutar una personalidad hasta convertirla en un ser vil, mezquino, brutal, criminal.

Estas son las líneas maestras de este melodrama de intriga filmado a todo color (nominación al Oscar incluida) por John M. Stahl en 1945, un director hoy prácticamente olvidado cuyas mayores aportaciones al arte cinematográfico vienen, además de por la presente película, de Las llaves del reino (1944), relato de pobreza y miseria en China de la mano de un sacerdote católico interpretado por Gregory Peck, el drama sobre infidelidades titulado La usurpadora (1932), con Irene Dunne y John Bowles, y dos películas que alcanzarían la fama como remakes rodados por Douglas Sirk, Imitación a la vida (1934) y Sublime obsesión (1935), sin olvidar que Stahl llegó a codirigir con el gran Ernst Lubitsch El príncipe estudiante en 1927. Que el cielo la juzgue es seguramente su cinta más conocida, y ello es mérito de su personaje central, Ellen, compuesto extraordinariamente por Gene Tierney, que ha pasado a la posteridad como uno de los máximos ejemplos que el cine ha ofrecido de la perturbación mental como fuente de desgracias y fatalidades.

El encuentro casual de Richard y Ellen cuando ambos van, en compañía de la madre y una prima de ella, a pasar unos días en el rancho de un amigo común, Glen Robie (Ray Collins), es el detonante de una pasión mutua que lleva a la joven a romper repentinamente su compromiso matrimonial con Russell Quinton (Vincent Price), un incipiente abogado que trabaja como fiscal, y casarse apresuradamente con Richard, junto al cual la vida parece feliz hasta el punto de que Ellen parece haber olvidado la traumática muerte de su padre, que la había sumido en una profunda tristeza. Sin embargo, Ellen vive su amor de manera tan posesiva, la fuerza de sus celos es tan irrefrenable, su obcecación obsesiva por Richard es tan cruel y brutal, que no repara en medios para tenerlo siempre a su lado, incluso si es preciso maniobrando en la sombra para conseguir sus fines, que no son otros que apartar de su lado a todo aquel que puede competir con ella en sus afectos, su tiempo o sus atenciones, no en el primer lugar, sino en la totalidad, los cuales ella exige, desea y anhela para ella sola. Por eso Ellen no vacilará en expulsar del lado de Richard, de una manera u otra, sin detenerse siquiera a considerar el respeto a la vida humana, presente o futura, a toda aquella persona por la que Richard sienta la más mínima inclinación, desde su hermano pequeño, un enfermo crónico que apenas puede mover las piernas, hasta a su propia prima, Ruth (Jeanne Crain), fuente principal de sus celos al pensar que entre ella y Richard existe una naciente atracción que amenaza con crecer. La deriva psicológica de Ellen, su obsesión cada vez mayor, la lleva a cometer verdaderas atrocidades y a confeccionar tupidas telarañas de intrigas, falsedades, verdades a medias y manipulaciones que conseguirán tejer una red de discusiones, enfrentamientos, odios, huidas y desencuentros de la que ella misma deberá erigirse en víctima necesaria para mantener los efectos de la maquinaria de insidias que ha construido durante años. Continuar leyendo «Maléfica, malévola, mala malosa: Que el cielo la juzgue (1945)»