Un extraño mito del cine: La burla del diablo (Beat the devil, John Huston, 1953)

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Hay películas que se hacen míticas por las más variopintas razones: secuencias memorables, partituras eternas, interpretaciones soberbias, diálogos imperecederos, broncas fenomenales, fracasos estrepitosos, recaudaciones multimillonarias, quiebras abismales, odios viscerales, sucedidos inesperados, romances imprevistos, bromas pesadas… En pocas ocasiones sucede en cambio que una película se convierta en mito por motivos prácticamente ajenos a lo que muestra la pantalla; más bien por la gran cantidad de cosas que pueden llegar a suceder durante un rodaje, pero no exactamente tras la cámara sino paralelamente, fuera de horas de trabajo, aprovechando la existencia de la filmación, utilizándola como pretexto, aprovechando los momentos de descanso y las horas de la noche, las comidas, las cenas, los días de asueto y las visitas de los amigos. Es el caso de la increíble historia de La burla del diablo (Beat the devil, John Huston, 1953).

Pero la historia, como se ha dicho, al margen de la cámara y del trabajo tras ella. El argumento de la película, la existencia de la película misma, no parecen otra cosa que excusas para reunir en una pequeña población italiana de principios de los cincuenta uno de los más heterogéneos y talentosos grupos de estrellas de Hollywood concebibles. Allí se da cita, obviamente, el elenco técnico y artístico de la película, con John Huston a la cabeza, y Humphrey Bogart, Jennifer Jones, Robert Morley, Peter Lorre, Gina Lollobrigida, Edward Underdown, Bernard Lee, Ivor Barnard y Marco Tulli, además del guionista Truman Capote y unos cuantos amigos de Huston que andan por allí echando una mano en lo que se puede: el escritor Ray Bradbury, el escritor y guionista Peter Viertel, y el cineasta y también escritor Richard Brooks. Y por si fuera poco, no andan lejos la pareja de Bogart, Lauren Bacall, ni la de Jones, David O. Selznick, ni el productor (y también director) Jack Clayton, ni tampoco otra pareja de amigos con querencias euromediterráneas: Orson Welles y Rita Hayworth. Muchos de ellos contarán más adelante anécdotas y ocurrencias relacionadas con lo allí acontecido, más o menos fantasiosas, más o menos verídicas, pero siempre interesantes, con el sabor del viejo Hollywood de gente combativa y pendenciera: para los restos quedan las fenomenales borracheras del personal, las partidas de cartas hasta las tantas de la madrugada, las bochornosas explosiones de mal humor de Huston, el pulso que Capote le ganó a Bogart (que hasta entonces había ridiculizado al escritor por su aire afeminado), la cólera empapada en alcohol de Huston y la resistencia de Richard Brooks, el respeto que su actitud despertó en Capote (hasta el punto de que 14 años más tarde el autor, pudiendo vetar por contrato al director escogido para rodar la versión cinematográfica de su novela A sangre fría, no paró hasta conseguir que Brooks fuera el director), los conatos de peleas, romances, infidelidades y arrestos policiales…

Pero la película tampoco carece de virtudes, aunque el argumento es lo de menos: cuatro estafadores (Morley, Lorre, Tulli y Barnard) que van camino de las colonias británicas de África Oriental, donde pretenden hacer negocio con unas tierras ricas en uranio, utilizan como tapadera para sus acciones al matrimonio italoamericano formado por Billy y Maria (Bogart y Lollobrigida). Sin embargo, estos entablan amistad con Harry y Gwendolen Chelm, una pareja de la alta sociedad británica (Underdown y Jennifer Jones) que también van camino de África para hacerse cargo de una plantación de café heredada por él. Continuar leyendo «Un extraño mito del cine: La burla del diablo (Beat the devil, John Huston, 1953)»

Aventuras en remojo: Los gavilanes del estrecho (1953)

El estrecho es, en este caso, el Canal de la Mancha. El tiempo es el año 1800. Y los gavilanes, en realidad, ni aparecen. Se trata más bien de contrabandistas, marinos expertos en la navegación sigilosa, inadvertida, en embarcaciones que transportan bienes y mercancías ilegales, especialmente coñac para surtir las tabernas de las costas de uno y otro lado, a través de un mar embravecido, helador, neblinoso, sin paso alguno por la aduana francesa o británica, o simples supervivientes de las circunstancias que buscan en el comercio irregular el sustento que se les niega en tierra. Una vez más, el título español de una película pervierte o adorna sin sentido alguno la mención original, Sea devils, algo así como «los demonios del mar», aunque éste solo sirva de tránsito, y la aventura, más bien poco demoníaca, transcurra en sus elementos esenciales prácticamente en su totalidad en secano.

¡Cuántas cosas caben en el cine del maestro Raoul Walsh! La película, de apenas 90 minutos de duración, ofrece un cóctel que contiene, sin apenas respiro, aventura, romance, carreras de barcos, humor (poquito esta vez), historia, espionaje, traición, intriga, suspense, acción, escaladas por las murallas, huidas nocturnas, tormentas, duelos y peleas, fugas de prisión, tiroteos, persecuciones, drama sentimental, crítica social… Todo, insistimos, en apenas 90 minutos que principian ya con un barco aduanero británico que persigue la embarcación de Gilliatt (Rock Hudson) por las costas de Guernsey, una de las islas de soberanía británica que existen en el Canal de la Mancha, y que sirven de paso obligado -y más en aquel entonces- entre Francia e Inglaterra. Gilliatt se verá envuelto en una intriga política de importantes implicaciones cuando reciba el encargo de llevar a una hermosa joven (Yvonne de Carlo) a Francia, una atractiva hembra que en realidad es una espía inglesa que se hará pasar por una condesa francesa encarcelada en la Torre de Londres para averiguar los detalles de la invasión que Napoleón, como antes Felipe II de Castilla y I de Aragón, y luego Hitler, pretende realizar de las Islas Británicas. La joven, que debe ocultar su verdadera misión para no implicar a Gilliatt, por el que se siente atraída, no puede evitar contrariarle en lo que él cree que es un comportamiento desleal por su parte. Cuando Gilliatt conozca la verdad, no dudará en poner su vida en peligro para rescatar a la muchacha de la difícil situación en la que se encontrará cuando Fouche (Jacques B. Brunius), el famoso jefe de policía de Napoleón (Gérard Oury), sospeche que se trata de una impostora.

Magnífico compendio de tantas cosas, no es una película que se encuentre quizá entre lo mejor del maestro Raoul Walsh, uno de los grandes genios del cine de aventuras, acción y entretenimiento del Hollywood clásico, cineasta norteamericano de ascendencia irlandesa y española, pero sí que sirve de ejemplo para percibir las virtudes narrativas de este genial director, especialmente en su manejo del tiempo narrativo, en el sostenimiento de un ritmo avasallador, trepidante, en el que los consabidos interludios románticos son los únicos descansos en una acción que avanza sin resuello, que ofrece datos, acciones y otras cosas relevantes en cada secuencia, en prácticamente cada fotograma y que, aunque transite por lugares comunes y resulte previsible en su desarrollo y conclusión, nunca resulta gratuito, banal o desgastado. Continuar leyendo «Aventuras en remojo: Los gavilanes del estrecho (1953)»