Cine en fotos: La mujer y el monstruo (Creature from the Black Lagoon, Jack Arnold, 1954)

Archivo:Ricou Browning in his movie costume at Wakulla Springs  (15055100304).jpg - Wikipedia, la enciclopedia libre

Para dar vida a la criatura de La mujer y el monstruo (Creature from the Black Lagoon, Jack Arnold, 1957) se echó mano de dos actores: Ben Chapman, veterano de la guerra de Corea herido en las piernas, de metro noventa y ocho de altura y que debía contonear el tronco para disimular su cojera, era el idóneo para encarnar al monstruo en tierra firme, ayudado por un lastre de cinco kilos en cada pierna. Bajo el agua, en cambio, era Ricou Browning quien se enfundaba el traje de escamas. Este, una malla sobre la que se adherían las placas escamosas, tenía una perilla de goma conectada a un tubo que permitía insulflar aire para que se movieran las falsas branquias. Colocárselo costaba unas tres horas.

Se cuenta que el origen de la historia está en una leyenda que el productor William Alland escuchó de boca del célebre director de fotografía mexicano Gabriel Figueroa: en algún lugar perdido del Amazonas habitaba una siniestra criatura acuática a la que las tribus de la zona sacrificaban cada año una doncella para lograr así que les dejara vivir en paz. Fantasías aparte, lo que sí es seguro que fueron los muslos de Julie Adams en su bañador blanco los primeros que la censura franquista permitió que se vieran en las pantallas españolas.

Serie B, de Browning: Muñecos infernales (The Devil-Doll, Tod Browning, 1936)

Monsters and Matinees: Tiny Terrors Bring Big Thrills | Classic Movie Hub Blog

El cine de Tod Browning es sinónimo de imaginación, magia, misterio, fantasía, exotismo, turbiedad, venganza, crimen, terror frente a lo diabólico, asombro ante lo insólito, sentimientos exacerbados, tormentos interiores que arrastran a situaciones límite… Sus relaciones artísticas con el mundo del circo y de la magia y sus inicios como ayudante y asistente durante los primeros años del cine, cuando los rescursos ilusionistas de las películas de Méliès o Chomón dejaban al público con la boca abierta, impregnan una filmografía que, enriquecida con la participación de uno de los más grandes actores de la etapa silente, Lon Chaney, se ha convertido en una referencia ineludible del cine de Hollywood de los últimos años de la etapa del cine mudo y de los inicios del sonoro, una fábrica de pequeños clásicos, en general de metraje muy breve, de medios muy precarios y ajustados pero de un continuo despliegue de energía narrativa, de fantasía creativa y de imaginacion visual que ofrece algunos títulos indispensables, imperecederos, más allá de los archiconocidos Drácula (Dracula, 1931) y La parada de los monstruos (Freaks, 1932). Muñecos infernales, que entre sus guionistas cuenta además nada menso que con Erich von Stroheim, aúna en apenas 78 minutos la crónica de una venganza al estilo El conde de Montecristo de Dumas con el mito del científico loco que, llevado por las más buenas intenciones, descubre algún ingenio que, mal utilizado al verse impelido a ello por las más bajas pasiones, termina representando un peligro mortal para sus semejantes.

La historia se inicia cuando el drama hace años que ha comenzado. Dos presos logran fugarse del penal de la Isla de Diablo. Uno de ellos, Marcel (Henry B. Walthall) había sido juzgado y condenado a causa de los diabólicos experimentos que ha realizado en su laboratorio secreto, y que son continuados por su fiel compañera Malita (Rafaela Ottiano); el otro, Paul Lavond (Lionel Barrymore) cumplía condena por el asesinato de un policía, cometido cuando huía con el botín del banco que él mismo administraba junto a tres socios. El espectador pronto descubre las claves que impulsan las acciones de ambos personajes. En el caso del primero, culminar sus descabellados experimentos de reducción del tamaño de los seres vivos. Su finalidad aparentemente es encomiable, ya que se trata de disminuir el tamaño de los seres humanos, de modo que consuman menos recursos, ocupen menos espacio y así la población humana pueda multiplicarse exponencialmente sin riesgos para la saturación (nada dice, en cambio, de los problemas de transporte, de logística, de explotación de esos mismos recursos, etc., que conllevaría la existencia de seres humanos de un sexto de su tamaño normal), pero los medios que utiliza, la aberración del sacrificio de animales y, llegado el caso extremo, también de personas para lograr sus fines son los que le han llevado a prisión. En cuanto a Paul, lo que desea es vengarse de quienes cometieron los delitos de los que a él se le acusó y por los que se le encarceló, el desfalco y el asesinato de los que él no fue autor, sino mero chivo expiatorio resultado de las maquinaciones de sus traidores socios. Aunque la naturaleza de Paul no es malévola, la fiebre de venganza pesa más que sus buenos sentimientos. La tentación viene a visitarle cuando, tras la muerte inesperada de Marcel, justo en el momento en que asistía al éxito de sus experimentos, Paul encuentra en el resultado de estos, y en particular en una ventaja añadida, el vínculo telepático que se establece entre la criatura reducida y su controlador, que puede ver por sus ojos y actuar a través de ella, la máquina perfecta para la ejecución de su venganza y la reconstrucción de su vida junto a su hija Lorraine (Maureen O`Sullivan), que ha crecido odiando al padre delincuente que las abandonó a ella y a su madre, la cual, hundida en la depresión, terminó por quitarse la vida.

The Devil-Doll (1936) - Turner Classic Movies

La trama fantástico-terrorífica se entrelaza así con el drama folletinesco de estilo decimonónico propio de los primeros tiempos del cine. Si Lorraine, caída en desgracia, trabaja de sol a sol en una lavandería y complementa su sueldo para mantenerse ella misma y a su abuelita ciega trabajando por las noches en un cabaret, debiendo por ello, por la mala reputación que conlleva, renunciar a los planes para una vida mejor que hacía junto a su pretendiente, el taxista Toto (Frank Lawton), mientras tanto Paul, camuflada su idendidad bajo la piel de una anciana fabricante y vendedora de juguetes, en particular de muñecos de un realismo verdaderamente sorprendente, utiliza a Lachna (Grace Ford), la antigua criada de Marcel y Malita, a la que ha reducido de tamaño, para cometer el primero de sus actos de venganza contra uno de sus antiguos socios, al que, a su vez reducido al mínimo, utilizará también en sus perversos planes. Uno a uno los antiguos socios de Paul van cayendo bajo sus designios criminales, y Paul va rehaciendo la fortuna perdida pensando en recuperar la posición económica que le debe a Lorraine. Naturalmente, ambas líneas argumentales han de coincidir, y ahí es donde tiene lugar la parte más endeble del argumento, en su resolución. En cuanto a esta, llama la atención que, seis años después de la conformación del llamado Código Hays pero solo dos después de su implantación efectiva, las exigencias morales en cuanto al castigo necesario que deben recibir los villanos de las películas en compensación a sus malas acciones no alcanza a Paul por completo; se trata, más bien, de una venganza triunfadora de la que el protagonista, en cierto modo, sale airoso. Continuar leyendo «Serie B, de Browning: Muñecos infernales (The Devil-Doll, Tod Browning, 1936)»

Vidas de película – Jeff Chandler

Aquí tenemos al bueno de Ira Grossel, conocido cinematográficamente como Jeff Chandler, caracterizado de Cochise, el famoso guerrero y caudillo apache antagonista de James Stewart en Flecha rota (Broken arrow, Delmer Daves, 1950), sin duda una de las mejores películas de su carrera, y una de sus interpretaciones más soportables. Porque el amigo Ira, o mejor dicho, Jeff, fue uno de esas colecciones de virilidad, músculos, miradas torvas y ademanes grandilocuentes con el que el Hollywood clásico intentaba impresionar a las jovenzanas -y a más de un jovenzano- que debían abarrotar las taquillas de los cines, y que por lo general nunca superaban los límites del cacho de carne con ojos que transita por delante de la pantalla sin mayor valor, aporte o interés artístico o dramático.

Asiduo a westerns de bajo presupuesto, películas de acción de serie B y filmes bélicos de corto recorrido, Jeff Chandler nació en Brooklyn en 1918, y antes de dedicarse al cine combatió en la Segunda Guerra Mundial -excelente campo de pruebas para no pocas de sus posteriores películas- y fue actor radiofónico y también de teatro. Además, desarrolló un enorme talento para el violín, instrumento musical del que podía considerársele un auténtico virtuoso (quizá el cine ganó un mediocre actor y la música perdió un aceptable violinista, en el tejado o no…; quizá en el cuarto de las escobas…). Y además desarrolló con el tiempo otra afición de la que se terminaría resintiendo su vida personal: al amigo Chandler le gustaba vestirse de mujer. Sí, a este tipo atlético, musculado, con ese pelo corto, casi rapado, de toques blanquecinos, si no directamente canoso, le gustaba vestirse de señora mayor y deambular por casa de esa guisa (Ed Wood no era un caso aislado, ni mucho menos, y menos en Hollywood). Eso le costó no pocos disgustos con su esposa, Marjorie Hoshelle, o con su más conocida amante, la nadadora-actriz Esther Williams, que se fue a practicar natación sincronizada a otra parte cuando se hartó de que él comprara bañadores, albornoces, gorros de baño, toallas y demás infraestructura logística piscinil -si existe el palabro- femenina para sí mismo, sin dejar que ella los catara.

Bueno, en lo que al cine se refiere, que es lo que aquí interesa (aunque lo otro mole más), hay que reconocer que Jeff Chandler fue una víctima de la serie B, especializándose en westerns cutres y películas bélicas para Robert Wise, George Sherman, Jack Arnold, Joseph Pevney, George Marshall o Budd Boetticher, o en maniquí acompañante de bellezas oficiales como Loretta Young, Lana Turner o Kim Novak. Sus títulos más reseñables, además de Flecha rota, son Atila, rey de los hunos (Sign of the pagan, Douglas Sirk, 1954),  A diez segundos del infierno (Ten seconds to hell, Robert Aldrich, 1959), ambas con Jack Palance, Regreso a Peyton Place (Return to Peyton Place, José Ferrer, 1961) y, sobre todo, el excelente bélico de Samuel Fuller Invasión en Birmania (Merrill’s marauders, 1962).

Esta película le proporcionaría éxito y crédito póstumos, puesto que falleció en 1961 a causa de las complicaciones derivadas de una operación de hernia discal. Un personaje tan extraño, tan contradictorio, está claro que no podía tener una muerte normal…

Serie B con carga de profundidad: El increíble hombre menguante

Scott es feliz: tiene un buen trabajo y una esposa bella y complaciente que se dedica a cuidarle y mantener el hogar en orden (cosas de los códigos de Hollywood…). Se aman tanto que, mientras pasan las vacaciones a bordo del barco de un amigo, ya hacen planes para aumentar la familia. Eso, antes de sobresaltarse a causa de la nebulosa que de repente aparece en el horizonte y cubre el barco durante unos instantes antes de disiparse. Ella, oculta en el camarote, se libra de esa extraña película húmeda que ha cubierto al bueno de Scott, pero, cuando la nube blanca se aleja, todo vuelve a ser felicidad y arrumacos. El bienestar, ya de vuelta en casa, empieza a diluirse cuando Scott comprueba que padece un extraño mal: está empequeñeciendo. Su estatura y su peso disminuyen poco a poco, y también sus órganos internos, huesos y músculos. Los médicos no encuentran una explicación, y los tratamientos no funcionan. Scott poco a poco va encogiendo, convirtiéndose en un muñeco de carne y hueso para su esposa, mientras que a su alrededor los objetos hasta hace poco cotidianos van agrandándose y convirtiéndose en fuente de aventuras y peligros, mientras que su cuerpo va disolviéndose poco a poco en la nada…

El cine de serie B no es malo por sí mismo, únicamente es de serie B. En él había directores más y menos capaces, historias más o menos buenas, y actores más o menos competentes, exactamente como en su hermano mayor, el cine-arte o el cine-espectáculo de primera categoría. Jack Arnold, famoso director de cine fantástico y realizador televisivo de series situadas en el mundo del western o de ambiente juvenil, se apuntó aquí una obra magistral que, con carencia evidente de medios, resolvió de manera sobresaliente tanto en la forma como en el fondo una historia propia de los tebeos o de los pasquines de ciencia ficción que consigue dotar en cambio de tintes reflexivos sobre la existencia humana y el futuro de la especie. En un año, 1957, en el que los rusos saltan al espacio con el Sputnik, y en el que la Guerra Fría reposa tras la guerra de Corea mientras calienta motores para la de Vietnam, el filme de Arnold, al contrario de lo que ocurre con su protagonista, crece con el paso del tiempo para convertirse en un documento cinematográfico imprescindible para la época, y a ello contribuye decisivamente el final de la película, la forma de concluir la historia de ese extraño mal que sufre el personaje, prototipo de ser humano insignificante entre las poderosas y letales circunstancias que lo rodean, y que subraya con el último monólogo de Scott, un compendio de preguntas retóricas pero necesarias a las que se agarra en el último hilo, no de su vida, sino de su realidad física.

La película, de apenas ochenta minutos, contiene al menos tres planos de lectura. En primer lugar, la evidente, la historia de un hombre que empequeñece y que ha de enfrentarse a una amenazante nueva realidad que se convierte en lucha despiadada por la existencia cuando, a causa de su tamaño, sus congéneres ya no pueden verlo a simple vista. Continuar leyendo «Serie B con carga de profundidad: El increíble hombre menguante»