Música para una banda sonora vital – El talento de Mr. Ripley

El talento de Mr. Ripley, la voluntariosa pero algo fallona película de Anthony Minghella, posee una ambientación de escenarios y una atmósfera realmente brillantes, aunque algo tópicas, en su recreación de la Italia de finales de los cincuenta. En ello cobra gran importancia la música, tanto la partitura original de Gabriel Yared como las distintas melodías y canciones de autor incorporadas a la banda sonora. Mayor valor incluso tiene la presencia del jazz, que además posee una importante carga narrativa simbólica, dado que en ella recae buena parte del retrato de la personalidad psicopática de Ripley (Matt Damon, para una buena amiga de quien escribe, el eterno comedor de anchoas), quien utiliza a Chet Baker o Dizzie Gillespie, entre otros, para acercarse a Dickie (Jude Law; nótese la proximidad con el significado coloquial de la palabra «dick» en inglés) y, poco a poco, ir mimetizándose con él hasta arrebatarle su personalidad y su vida.

De entre las muchas y excelentes músicas que suenan brevemente en la cinta, destaca, como siempre, My funny Valentine, de Chet Baker. Una joya.

La tienda de los horrores – Piratas del Caribe

Quien escribe no ha hecho la prueba, pero sin duda, si pudiera hacerse como con los antiguos discos de vinilo y poder proyectar al revés un DVD de Piratas del Caribe y el resto de su vomitiva saga, cuya cuarta parte se va a honrar además con la presencia de Penélope Cruz, siempre dispuesta a revolcarse en el cine-mierda para conseguir cuatro portadas y un titular, seguramente obtendríamos signos, palabras entrecortadas e imágenes diabólicas procedentes del mismísimo Satán. O en su defecto, de cualquier mamarracho de los que han convertido a Hollywood en la mayor fábrica de cine basura del mundo. Y no diremos que la cinta no contiene acción en dosis y formas estimables, efectos visuales muy trabajados y conseguidos e incluso una dirección artística, computadora aparte, que merezca no sólo el aprobado sino incluso nota. Pero la perversa y asquerosa concepción de la cinta, unida la desfachatez con la cual es vendida y promocionada cada vez que una de sus repugnantes secuelas es regurgitada o proyectada en televisión es tal, que se ha ganado a pulso un lugar de honor en el escaparate de la tienda de los horrores.

Y no puede ser de otra forma si atendemos a la ecuación, a la espina dorsal que recorre el proyecto de principio a fin: Disney, una atracción de parque temático, Jerry Bruckheimer y Gore Verbinski. Es decir, cuatro pilares del mayor de los estercoleros del cine concebido como pasatiempo (que no entretenimiento, cosa que productores y público intentan o insisten en confundir). La cosa, andando Disney de por medio, es un compendio de hipocresías y dólares, de falsedades y vergonzosas componendas. La película se vendió -y se vende- como la recuperación con los medios técnicos actuales y la actualización visual que permiten, del antiguo género del cine de piratas que tantos y tan buenos momentos proporcionó a varias generaciones de espectadores que lo usaban a edades tempranas, junto con el western, el peplum o el cine negro como puerta de entrada al planeta del cine. Para ello se partía de un presupuesto millonario, de un ingente esfuerzo de producción y de un largo proceso de escritura y reescritura de guiones que derivaría, junto a la contratación de un estelar reparto de nombres de primera fila, en un apoteósico retorno de las antiguas historias de tesoros escondidos, galeones de decenas de cañones, y duelos a espada en el puente de mando. Es decir, mucho aparato publicitario generando falsas esperanzas para un público que hacía décadas que no oía hablar del género más allá del fracaso de la cinta de Polanski en los años ochenta o esa cosa concebida para el lucimiento de Geena Davis llamada La isla de las cabezas cortadas, producto mediocre pero más digno que esta bazofia caribeño-digitaloide. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Piratas del Caribe»