Diálogos de celuloide: El apartamento (The Apartment, Billy Wilder, 1960)

El apartamento' en 14 detalles que la hacen una obra maestra

-¿Te cae bien Castro? Quiero decir, ¿qué opinas tú sobre Castro?

-¿Quién es Castro?

-Ya sabes, ese pez gordo de Cuba. El de la barba.

-¿Qué pasa con él?

-Por lo que a mí respecta, es un mequetrefe. Hace dos semanas le escribí una carta. No me respondió.

-¿En serio?

– Sólo quería que dejara salir a Mickey para pasar la Navidad.

-¿Quién es Mickey?

-Mi marido. Está en La Habana, en la cárcel.

-¿Se ha metido en la revolución?

– Mickey no haría una cosa así. Es jockey. Lo pillaron dopando a un caballo.

-No se puede ganar siempre.

(guion de I. A. L. Diamond y Billy Wilder)

Música para una banda sonora vital: ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre? (Avanti!, Billy Wilder, 1972)

Partitura de Carlo Rustichelli, casi un acopio de tópicos musicales populares italianos, para esta gran comedia de Billy Wilder, coescrita junto a I. A. L. Diamond a partir de una obra teatral de Samuel Taylor, que recupera en plenos años setenta el ritmo, la frescura, la agudeza y el toque de su mentor Ernst Lubitsch y que, algo fuera de moda para su tiempo pero absolutamente intemporal, constituye uno de sus títulos más injustamente infravalorados.

Cuentos de la caja tonta

MIRALLES: ¿Le gusta la tele?

LOLA: La veo poco.

MIRALLES: En cambio, yo la veo mucho. Mire, mire qué felices son. Ahora la gente es mucho más feliz que en mi época. Los que hablan pestes del futuro lo hacen para consolarse de que no podrán vivirlo. Es como esos intelectuales. Cada vez que oigo a alguien hablar horrores de la tele, sé que estoy delante de un cretino.

Soldados de Salamina (David Trueba, 2003)

 

All That Heaven Allows (1955) : TrueFilm

En justicia, la conclusión del bueno de Miralles (Joan Dalmau) tiene trampa: al vivir en un aparcadero de ancianos de la ciudad francesa de Dijon no ha de soportar la televisión española…; con todo, parece preferible cerrar filas con ilustres cretinos como Bette Davis (“La televisión es maravillosa; no sólo produce dolor de cabeza sino que además, en su publicidad, encontramos las pastillas que nos aliviarán”) y Groucho Marx (“Encuentro la televisión muy educativa; cada vez que alguien la enciende, me retiro a otra habitación y leo un libro”).

Desde su origen el cine vio en la televisión una seria competidora para su hegemonía. Cuando la tele comenzó a utilizar la ficción para dotarse de contenidos el cine reaccionó exprimiendo al máximo sus cualidades frente al medio televisivo: CinemaScope, Vistavisión, Cinerama, formatos panorámicos y sistemas de color, historias localizadas en espacios abiertos para potenciar al máximo la fotografía de exteriores, superproducciones, estrellas en exclusiva, pantallas gigantes, salas confortables… Los agoreros del final del cine se equivocaron. Claro que la gente prefería quedarse en casa para ver gratis, o eso creían (y creen), programas y series, pero para los grandes espectáculos no había más alternativa que la ópera, el teatro o el cine, más asequible y popular. Con la televisión en color los mismos aguafiestas resucitaron los fantasmas de desaparición. Televisión y cine, en cambio, se repartieron los espacios, los productos, los públicos. La televisión suponía una nueva oportunidad para películas ya superadas, tanto para su visionado y aprecio por nuevas generaciones como para la obtención de una mayor e inesperada rentabilidad económica por parte de los estudios, lo que convirtió en inútil la hasta entonces comprensible y lucrativa práctica del remake, continuada sin embargo de manera absurda hasta la actualidad. Hoy, tras superar la amenaza de los reproductores caseros de vídeo y DVD gracias al nuevo y beneficioso mercado que han supuesto, y especialmente con el acceso prácticamente ilimitado a todo tipo de contenidos a través de Internet, se ve más cine que nunca, pero no en las salas. Las pantallas gigantes y los eficaces sistemas de imagen y sonido permiten disfrutar del cine en formato doméstico en excelentes condiciones de calidad. Al mismo tiempo, la televisión y el cine se han igualado tanto tecnológicamente que a menudo existen pocas diferencias entre una y otra, generalmente y por desgracia a la baja, no sólo en cuanto a los aspectos estéticos y artísticos; los hábitos de consumo televisivo alimentados por la mercadotecnia y la publicidad se han trasladado al cine y han producido generaciones enteras de consumidores de películas, no espectadores, incapaces de captar la diferencia entre entretenimiento (espectador activo) y pasatiempo (espectador pasivo), carentes de una auténtica educación audiovisual, deficiencia incrementada por la pérdida de referentes culturales, sobre todo literarios, merced a sistemas educativos atiborrados de teoría pedagógica pero muy poco preocupados por unos contenidos llenos de lagunas. Como sucede con la informática o Internet, la televisión constituye un invento soberbio, una de las claves del progreso de la humanidad en los últimos decenios. Su uso es lo que puede convertir el futuro en el radiante espacio de oportunidades que ve Miralles o en una realidad monótona y decadente. Si hablamos de la televisión de mayor audiencia, ese futuro puede ser un campo abierto a la chabacanería, la desinformación, la incultura y la ausencia de espíritu crítico.

Dejando aparte películas que, como Television Spy (Edward Dmytryk, 1939), retratan, aunque sea en clave de espionaje, el nacimiento de la televisión como hecho tecnológico, comedias musicales como Televisión (Hit Parade of 1941, John H. Auer, 1940) y caspa sentimental patria como Historias de la televisión (José Luis Sáenz de Heredia, 1965), el medio televisivo ha proporcionado al cine abundante munición como pretexto para comedias –Atrapado en el tiempo (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993)-, dramas –incluso almibarados y cursis, como Íntimo y personal (Up Close & Personal, John Avnet, 1996)- o el terror más agotador y previsible –REC (Jaume Balagueró y Paco Plaza, 2007)-, pero también como excelente vehículo de reflexiones sobre el medio audiovisual, el periodismo y la sociedad en que vivimos. Continuar leyendo «Cuentos de la caja tonta»

Mis escenas favoritas: En bandeja de plata (The Fortune Cookie, Billy Wilder, 1966)

Pocos bisturíes como el de Billy Wilder para diseccionar cualquier sociedad. Sus comedias son, ante todo, retratos sarcásticos de las costumbres, los valores y el modo de vida americanos y, por extensión capitalista, de toda la sociedad occidental. Mosaicos completamente vigentes de las frustraciones y mezquindades del ciudadano medio, tan poco complacientes como, en el fondo, tiernas y comprensivas, aunque sin ahorrar vitriolo.

Diálogos de celuloide: Primera plana (The Front Page, Billy Wilder, 1974)

Resultado de imagen de The front page 1974

Sheriff: Le presento al doctor Eggelhofer. Le hará un reconocimiento.

Earl Williams: Ah, hola, doctor.

Doctor Eggelhofer: Buenas noches. Siéntese, por favor.

Earl Williams: ¿Va a clavarme alfileres y a golpearme la rodilla con un martillito?

Doctor Eggelhofer: Esos métodos están anticuados. Me limitaré a hacerle unas cuantas preguntas.

Earl Williams:  Gracias.

Doctor Eggelhofer: Señor Williams, ¿sabe usted lo que le va a suceder mañana?

Earl Williams: Que van a ahorcarme.

Doctor Eggelhofer: ¿Y qué impresión le causa?

Earl Williams: Pues… A decir verdad, me alegraré de salir de esa celda… Hay mucha corriente.

Sheriff: Ya se lo dije. Está completamente cuerdo.

Doctor Eggelhofer: Dice aquí que su profesión es la de panadero.

Earl Williams: Sí señor, soy panadero especializado. Sé hacer rosquillas, bizcochos y bollitos. Estuve trabajando cinco años en la misma casa y, de pronto, un día me despidieron.

Doctor Eggelhofer: ¿Por qué motivo?

Earl Williams: Puse proclamas en los pasteles sorpresa.

Doctor Eggelhofer:: ¿Qué decían?

Earl Williams: «Libertad a Sacco y Vanzetti».

Sheriff: Muy astutos estos bolcheviques.

Earl Williams: ¿Quién es bolchevique?

Doctor Eggelhofer: Según esto, había sido detenido en 1925 por posesión ilegal de explosivos.

Earl Williams: ¡Oh sí! No sé qué opinará de Wall Street, pero le envié por correo al banquero Morgan una caja de zapatos con una bomba de relojería, y me la devolvieron por falta de franqueo. Levantó todo el techo de mi casa de huéspedes.

Sheriff: ¡Que vuelvan a la tierra de donde proceden!

Earl Williams: Yo soy de Fargo, Dakota del Norte.

Doctor Eggelhofer: Dígame, señor Williams: ¿tuvo usted una niñez desgraciada?

Earl Williams: Pues no, tuve una niñez perfectamente normal.

Doctor Eggelhofer: Ya, deseaba matar a su padre y dormir con su madre…

Earl Williams: Si va a empezar a decir guarradas…

Doctor Eggelhofer: Cuando cursaba estudios de enseñanza media, ¿solía usted masturbarse?

Earl Williams: No señor, no me gustan esas cosas. Me respeto a mí mismo y respeto a los demás. Quiero a mis semejantes, quiero a todo el mundo.

Sheriff: Por lo visto, aquel policía se suicidó.

Doctor Eggelhofer: Volvamos a la masturbación. ¿Le pilló su padre alguna vez en el acto?

Earl Williams: Oh, mi padre nunca estaba en casa. Era revisor de los ferrocarriles Chicago-Noroeste.

Doctor Eggelhofer: ¡¡Muy significativo!! Su padre llevaba uniforme, igual que aquel policía, y cuando él desenfundó la pistola, símbolo fálico inequívoco, usted creyó que era su padre y que iba a utilizarla para atacar a su madre…

Earl Williams: ¡¡¡¡Está loco…!!!!!

(guión de I. A. L. Diamond y Billy Wilder a partir de la obra teatral de Ben Hecht y Charles MacArthur)

 

Billy Wilder, maestro del disfraz

Al público no hay que dárselo todo masticado como si fuera tonto. A diferencia de otros directores que dicen que dos y dos son cuatro, Lubitsch dice dos y dos… y eso es todo. El público saca sus propias conclusiones (Billy Wilder).

Quizá fuera el sargento J. J. Sefton el personaje masculino preferido por Billy Wilder de entre todos los que creó para el Séptimo Arte, con permiso, por supuesto, de C. C. Baxter, aunque bien pueden ser considerados parientes no precisamente lejanos, sin que las siglas tengan que ver en ello: los dos comparten una amoralidad superficial bajo la que ocultan una personalidad muy distinta. De eso precisamente trata el cine de Billy Wilder, de las apariencias y de la hipocresía. En sus películas todo el mundo finge o desea ser otra cosa, se disfraza, a veces en sentido literal, ya sea para hacer el mal, ya para protegerse de un mundo cínico y hostil. Por ello, Sefton, Baxter, el Walter Neff y la Phyllis Dietrichson de Perdición (Double Indemnity, 1944), el Don Birnam de Días sin huella (The Lost Weekend, 1945), el trío protagonista de Sabrina (1954), la bella Ariane (1957), el Nestor Patou de Irma la dulce (Irma la douce, 1963), la prostituta Polly de Bésame, tonto (Kiss Me, Stupid, 1964), la extraña pareja de Aquí un amigo (Buddy, Buddy, 1981), incluso el Sherlock Holmes de Robert Stephens y en general todos los personajes relevantes escritos por Billy Wilder junto a Charles Brackett, Raymond Chandler, I. A. L. Diamond o cualquier otro colaborador no son sino caras distintas de un mismo personaje extraído directamente de la vida y de la natural tendencia de los seres humanos a aparentar, por capricho, vicio o necesidad, lo que no son. Quizá la única excepción sea Charles Tatum en El gran carnaval (Ace in the Hole, 1951): engaña y manipula a cuantos se encuentran a su alrededor, pero no oculta su naturaleza vil, mezquina, ambiciosa, cruel y despreciable. Quizá por ello, aunque sea considerada hoy como la más brillante y ácida (por vigente) reflexión acerca del periodismo sensacionalista y de la irracionalidad de las masas sedientas de carnaza volcadas hoy en la televisión, la cinta no triunfó en su tiempo. El público reconocía –y se reconocía en- el egoísmo y la ruindad de Kirk Douglas; lo que no entendía era que no lo camuflara, que no simulara ser alguien respetable, digno y decente como en teoría son los “caballeros de la prensa”. Wilder y su circunstancial coguionista del momento, Edwin Blum, fueron muy conscientes del problema al diseñar al sargento Sefton, principal puntal de su siguiente película, Stalag 17 (1953), horriblemente titulada en España Traidor en el infierno, y evitaron caer en el mismo error.

Sefton –interpretado por William Holden, premiado con un Oscar por su interpretación, imprevisible éxito de un actor rescatado años atrás por Wilder para dar vida al advenedizo Joe Gillis de esa obra maestra sobre apariencias e hipocresías llamada El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) cuando estaba a punto de tirar la toalla en su propósito de dedicarse a la actuación- es uno de los aviadores americanos retenidos en un campo de prisioneros alemán durante el último año de la Segunda Guerra Mundial. Aunque la película en sí –como ocurre con otra cinta de Wilder ambientada en el conflicto igualmente construida sobre simulaciones, Cinco tumbas a El Cairo (Five Graves to Cairo, 1943), que dibuja con cuatro decenios de antelación una parte importante de los esquemas de Indiana Jones- parece avanzar los elementos de lo que más tarde serán La gran evasión (The Great Escape, John Sturges, 1962) y la teleserie Los héroes de Hogan (Hogan’s Heroes, 1965), Sefton es más bien la fuente de inspiración directa de otro personaje de Holden, Shears, el americano internado en el campo de trabajo japonés de El puente sobre el río Kwai (The Brige on the River Kwai, David Lean, 1957), cínico, egoísta, desencantado, ajeno a toda noción de patriotismo, sin vocación alguna de héroe y muy lejos de cumplir la menor de sus obligaciones como soldado exceptuando la única que le interesa: sobrevivir en las mejores condiciones posibles hasta que llegue el fin de la guerra. En consecuencia, Sefton se ha buscado la vida para labrarse una posición relativamente cómoda dentro del campo, comercia tanto con los guardianes alemanes como con sus compañeros prisioneros, hace de corredor de apuestas, organiza partidas de cartas, incluso destila licor de mondas de patata para organizar un bar y consigue un catalejo con el que poder cobrar por cada mirada a las duchas del barracón del campo femenino. Sefton bien podría constituirse en ejemplo de cómo el capitalismo es capaz de abrirse paso en cualquier situación sin necesidad de mutar sus valores. La moneda de cambio en la que cobra sus servicios a sus compañeros prisioneros, los cigarrillos, es el precio que paga a los alemanes por los productos que le consiguen, huevos, chocolate, cigarros puros e incluso alguna que otra visita al barracón de las prisioneras rusas. Sus preciadas ganancias, los múltiples cartones de cigarrillos que posee, varias botellas de vino, algunas joyas, varios pares de medias de seda, incluso relojes y cámaras fotográficas entre muchas otras cosas, las guarda en un arcón al que sólo tienen acceso él o su asistente, Cookie (Gil Stratton), la voz en off que relata la historia contada a modo de flashback.

Este fenomenal, para una guerra, modo de vida, se ve amenazado cuando los prisioneros empiezan a creer que tras los fracasos de los últimos intentos de fuga y el descubrimiento por los guardias de un aparato de radio clandestino se esconde la labor de zapa de un chivato. Evidentemente, las sospechas recaen sobre la única persona que parece sacar beneficio del actual contexto bélico, y Sefton se ve hostilizado, acosado y finalmente acusado y agredido por sus compañeros, aunque él proclama su inocencia. El descubrimiento del traidor no es más que el gatillo que Billy Wilder aprieta para mostrar qué se esconde bajo el resto de personajes que conviven en el barracón, llegando a la irónica conclusión de que tras todo héroe se oculta siempre un traidor, y de que el mayor sinvergüenza suele ser, precisamente por eso, el mayor patriota.

La película constituye un paradigma del interés de Wilder por el carácter múltiple del concepto de identidad dentro de una carrera que hizo de esta cuestión su tema principal. Podría haberse considerado una obra maestra de no ser por el lastre que la hace envejecer y la impide perdurar, en concreto, paradójicamente tratándose de Wilder, el humor demasiado infantil y bobo del dúo sobre el que recae la responsabilidad de las risas, Animal y Shapiro (Robert Strauss y Harvey Lembeck), que con sus payasadas, muecas y tonterías excesivamente ridículas, difícilmente admisibles en un campo de prisioneros e impropias de dos personajes que supuestamente han superado algún tipo de prueba psicológica o de madurez para acceder al ejército, desvían constantemente la atención de la parte seria de la trama y difuminan los continuos toques de ironía y sarcasmo propios del mejor Wilder que la historia disemina en sus casi dos horas de metraje. Toques brillantes, como el gag de las botas del comandante (Otto Preminger, el cineasta más oportunista de la historia del cine aquí en su faceta de actor), recuerdan al Wilder en mejor estado de forma: el coronel Von Scherbach camina descalzo por su despacho mientras espera una conferencia telefónica con el alto mando en Berlín; cuando ésta llega, su asistente le coloca las botas y, tras taconear a cada golpe de autoridad de su superior al otro lado de la línea, una vez finalizada la comunicación, el asistente vuelve a quitarle las botas. De todos modos, quizá la sobredosis de humor bufonesco venga justificada por la propia postura personal de Wilder al ocuparse de un periodo, la Segunda Guerra Mundial, que tanto dolor le causó. Oriundo de Viena y habiendo pasado su juventud en Berlín, son muchas las personas que Wilder perdió durante la contienda, entre ellas su propia madre, gaseada en el campo de Auschwitz junto a su segundo marido y otros parientes. Wilder nunca más volvió a hacer una película situada en la guerra, aunque décadas más tarde intentaría hacerse con los derechos de La lista de Schindler, que finalmente le arrebató Steven Spielberg. En cualquier caso sus verdaderos sentimientos, como siempre, quedaron ocultos bajo su eterna capa de ironía desatada y humor vitriólico.

Sefton podría ser considerado el hermano mayor del C. C. Baxter de El apartamento (The Apartment, 1960). Como él, Baxter (inolvidable Jack Lemmon, probablemente el mejor actor americano de todos los tiempos, único en el dominio de la gestualidad, don de la interpretación tan extraño a los actores de ese país –piénsese en clásicos como John Wayne, Gary Cooper, James Cagney, Alan Ladd o Gregory Peck, o en niños bonitos actuales como Tom Cruise, Brad Pitt o Leonardo DiCaprio: ninguno sabe qué hacer con las manos cuando no tienen una pistola o una taza de café con que entretenerlas-) parece sumergido en la amoralidad del empleado de una gran compañía que asciende con rapidez en el organigrama de la empresa porque presta su apartamento a todos los ejecutivos que necesitan un picadero donde engañar a sus esposas con la secretaria o la corista de turno. Pero, exactamente igual que Sefton, su comportamiento no parte de una maldad intrínseca o de una naturaleza ambiciosa y sin escrúpulos. Su proceder no es más que una vía de escape, una búsqueda de la supervivencia en una situación creada contra su voluntad y sin contar con él, que le supera y que se ve incapaz de controlar sin perder lo que más estima, su empleo, único antídoto contra su completa soledad y el lugar donde encuentra consuelo en la persona de Fran Kubelik (Shirley MacLaine), una de las ascensoristas del rascacielos de la corporación. Así como Sefton encuentra en la heroicidad no la redención personal sino una práctica forma de perder de vista a aquellos con los que la convivencia forzosa es ya imposible (“si alguna vez nos encontramos en una esquina fingiremos no habernos conocido”), Baxter logra evadirse gracias al amor que siente por un ser tan solitario como él. La imposibilidad de lograrlo le obliga a rebuscar dentro de sí mismo el orgullo y la dignidad que andaban aletargados durante el tiempo que ha gozado de los parabienes asociados a sus ascensos. Descontento con lo que ha llegado a ser y decidido a recuperarse para sí mismo, se enfrenta a los causantes de su degradación personal y se proclama vencedor moral de la situación, hecho que le pone en bandeja de plata (valga la referencia wilderiana) el premio gordo del amor que creía inalcanzable para siempre.

Desde que a Wilder le encendiera la bombilla el personaje de Stephen Lynn de Breve encuentro (Brief Encounter, David Lean, 1946), los largos años esperando un relajamiento en la censura que le permitiera tratar abiertamente la cuestión del adulterio y satirizar así las costumbres sexuales de los americanos cristalizaron en La tentación vive arriba (The Seven Year Itch, 1955), película fallida que el cineasta no apreciaba y de la que sólo quedan las piernas de Marilyn faldas al viento. Algo después, Wilder encontró por fin en Jack Lemmon el vehículo perfecto para representar al hombre corriente dotado de aspiraciones mundanas y de un poso de humanidad que le obliga a reconducirse en busca de lo únicamente necesario y auténtico, el amor, al que accede sólo cuando consigue ser honesto consigo mismo. Esta epopeya cotidiana que transita desde el vodevil a la comedia romántica con un segundo acto de un acentuado dramatismo, disfraza de humor e ironía la demoledora crítica a la sociedad americana que contiene. En particular, al igual que Stalag 17, carga contra la corrupción que considera inherente al modo de vida capitalista, simbolizado en el personaje de Fred MacMurray (por entonces a sueldo de Disney –difícil imaginar una procedencia menos indicada para el papel- e incorporado a toda prisa al reparto en sustitución de Paul Douglas, muerto de un infarto la misma mañana del rodaje), el hombre todopoderoso carente de escrúpulos que se ofrece a comprar la moralidad ajena, pero también en las víctimas que se avienen al acuerdo a sabiendas de que no son más que una diversión pasajera o en quienes aportan la logística para la infidelidad y la traición.

A pesar de que Wilder no creyera demasiado en la química de la improbable pareja protagonista (aunque Irma la dulce le diera la razón, son aspectos sobre los que la última palabra, afortunadamente, la tiene el público, que se declaró mayoritariamente en contra), El apartamento es su más certera aproximación al tema de la identidad. No sólo porque se trata del mejor guión que se haya escrito nunca para una película, sino porque en ella consigue sintetizar en un solo fotograma todo el juego de realidades, simulaciones, apariencias e hipocresías que recrea en toda su filmografía: la sonrisa congelada y el corazón roto de C. C. Baxter reflejados en un espejito partido por la mitad.

Mis escenas favoritas: El apartamento (The Apartment, Billy Wilder, 1960)

Inolvidable arranque de dignidad de C. C. Baxter (Jack Lemmon) en esta joya del cine, auténtica obra maestra, uno de los mejores guiones jamás escritos, obra de I. A. L. «Izzy» Diamond y de Billy Wilder.

Música para una banda sonora vital: El apartamento (The Apartment, Billy Wilder, 1960)

Entre las múltiples virtudes de esta obra maestra de Billy Wilder se encuentra su partitura, compuesta por Adolph Deutsch, cuya suite es todo un clásico de la comedia «romántica».

Mis escenas favoritas: J. F. K.: caso abierto (J. F. K., Oliver Stone, 1991)

Esa bala loca… Uno de los momentos cumbre de esta obra monumental de Oliver Stone.

Falsas apariencias (del libro 39estaciones, Eclipsados, 2011)

Falsas apariencias

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Al público no hay que dárselo todo masticado como si fuera tonto. A diferencia de otros directores que dicen que dos y dos son cuatro, Lubitsch dice dos y dos… y eso es todo. El público saca sus propias conclusiones.

Billy Wilder

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Quizá fuera el sargento J.J. Sefton el personaje masculino preferido por Billy Wilder de entre todos los que creó para el Séptimo Arte, con permiso, por supuesto, de C.C. Baxter, aunque bien pueden ser considerados parientes no precisamente lejanos, sin que las siglas tengan que ver en ello: los dos comparten una amoralidad superficial bajo la que ocultan una personalidad muy distinta. De eso precisamente trata el cine de Billy Wilder, de las apariencias y de la hipocresía. En sus películas todo el mundo finge o desea ser otra cosa, se disfraza, a veces en sentido literal, ya sea para hacer el mal, ya para protegerse de un mundo cínico y hostil. Por ello, Sefton, Baxter, el Walter Neff y la Phyllis Dietrichson de Perdición (Double indemnity, 1944), el Don Birnam de Días sin huella (The lost weekend, 1945), el trío protagonista de Sabrina (1954), la bella Ariane (1957), el Nestor Patou de Irma la dulce (Irma la douce, 1963), la prostituta Polly de Bésame, tonto (Kiss me, stupid, 1964), la extraña pareja de Aquí un amigo (Buddy, Buddy, 1981), incluso el Sherlock Holmes de Robert Stephens y en general todos los personajes relevantes escritos por Billy Wilder junto a Charles Brackett, Raymond Chandler, I.A.L. Diamond o cualquier otro colaborador no son sino caras distintas de un mismo personaje extraído directamente de la vida y de la natural tendencia de los seres humanos a aparentar, por capricho, vicio o necesidad, lo que no son. Quizá la única excepción sea Charles Tatum en El gran carnaval (Ace in the hole, 1951): engaña y manipula a cuantos se encuentran a su alrededor, pero no oculta su naturaleza vil, mezquina, ambiciosa, cruel y despreciable. Quizá por ello, aunque sea considerada hoy como la más brillante y ácida (por vigente) reflexión acerca del periodismo sensacionalista y de la irracionalidad de las masas sedientas de carnaza volcadas hoy en la televisión, la cinta no triunfó en su tiempo. El público reconocía –y se reconocía en- el egoísmo y la ruindad de Kirk Douglas; lo que no entendía era que no lo camuflara, que no simulara ser alguien respetable, digno y decente como en teoría son los “caballeros de la prensa”. Wilder y su circunstancial coguionista del momento, Edwin Blum, fueron muy conscientes del problema al diseñar al sargento Sefton, principal puntal de su siguiente película, Stalag 17 (1953), horriblemente titulada en España Traidor en el infierno, y evitaron caer en el mismo error.

Sefton –interpretado por William Holden, premiado con un Óscar por su interpretación, imprevisible éxito de un actor rescatado años atrás por Wilder para dar vida al advenedizo Joe Gillis de esa obra maestra sobre apariencias e hipocresías llamada El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) cuando estaba a punto de tirar la toalla en su propósito de dedicarse a la actuación- es uno de los aviadores americanos retenidos en un campo de prisioneros alemán durante el último año de la Segunda Guerra Mundial. Aunque la película en sí –como ocurre con otra cinta de Wilder ambientada en el conflicto igualmente construida sobre simulaciones, Cinco tumbas a El Cairo (Five graves to Cairo, 1943), que dibuja con cuatro decenios de antelación una parte importante de los esquemas de Indiana Jones- parece avanzar los elementos de lo que más tarde serán La gran evasión (The great escape, John Sturges, 1962) y la teleserie Los héroes de Hogan (Hogan’s heroes, 1965), Sefton es más bien la fuente de inspiración directa de otro personaje de Holden, Shears, el americano internado en el campo de trabajo japonés de El puente sobre el río Kwai (The brige on the river Kwai, David Lean, 1957), cínico, egoísta, desencantado, ajeno a toda noción de patriotismo, sin vocación alguna de héroe y muy lejos de cumplir la menor de sus obligaciones como soldado exceptuando la única que le interesa: sobrevivir en las mejores condiciones posibles hasta que llegue el fin de la guerra. En consecuencia, Sefton se ha buscado la vida para labrarse una posición relativamente cómoda dentro del campo, comercia tanto con los guardianes alemanes como con sus compañeros prisioneros, hace de corredor de apuestas, organiza partidas de cartas, incluso destila licor de mondas de patata para organizar un bar y consigue un catalejo con el que poder cobrar por cada mirada a las duchas del barracón del campo femenino. Sefton bien podría constituirse en ejemplo de cómo el capitalismo es capaz de abrirse paso en cualquier situación sin necesidad de mutar sus valores. La moneda de cambio en la que cobra sus servicios a sus compañeros prisioneros, los cigarrillos, es el precio que paga a los alemanes por los productos que le consiguen, huevos, chocolate, cigarros puros e incluso alguna que otra visita al barracón de las prisioneras rusas. Sus preciadas ganancias, los múltiples cartones de cigarrillos que posee, varias botellas de vino, algunas joyas, varios pares de medias de seda, incluso relojes y cámaras fotográficas entre muchas otras cosas, las guarda en un arcón al que sólo tienen acceso él o su asistente, Cookie (Gil Stratton), la voz en off que relata la historia contada a modo de flashback. Continuar leyendo «Falsas apariencias (del libro 39estaciones, Eclipsados, 2011)»