Cine en fotos: Cartago Cinema (Mira Editores, 2017)

Resultado de imagen de el dorado 1966

De repente lo vi claro: la película hablaba de nosotros. No creo en señales divinas, energías sobrenaturales, designios de la providencia ni tonterías similares, pero reconozco que para ser simple casualidad lo era de las grandes, de las increíbles, de las que despiertan la fe de los crédulos en cualquier cosa que desconozcan o que no comprendan.

Un sheriff borracho encierra en la cárcel del pueblo, acusado de chantaje, extorsión, amenazas e incitación al asesinato, al gran potentado de El Dorado, dueño directo o indirecto de casi todo lo que en aquella tierra crece por encima del ras de suelo. El sheriff se propone tenerlo bajo custodia los días que tarde en llegar el comisario federal para llevarlo a un tribunal de la gran ciudad. Su único apoyo, un ayudante anciano y medio loco con nombre de toro, veterano de las guerras indias, que dispara con arco y flechas y toca la corneta antes de atacar. Frente a ellos, los esbirros del detenido, tipos duros y mal encarados, peones de rancho, conductores de ganado, domadores de caballos, ladrones y cuatreros, unos individuos de cuidado, sin escrúpulos, decencia, ética o respeto por la ley o por quienes la representan. Además, una banda de pistoleros contratados para lograr la evasión, delincuentes que no vacilarán en acribillar por la espalda al sheriff y a su subalterno en la primera ocasión. La cosa pinta mal, dos contra mil. Pero aparece el socorro salvador, un famoso pistolero, antiguo amigo y compañero de correrías del sheriff, cuyo pasado no siempre fue del todo limpio ni brillante, que llega a El Dorado en el momento crítico acompañado de un joven jugador de cartas que luce chistera, nunca ha disparado un revólver y busca venganza en los matones contratados por el hombre rico porque acabaron con su mentor y padre adoptivo. Todo el pueblo mira para otro lado excepto las chicas, la dueña del saloon, amiga y amante del pistolero recién llegado, y la hija de una de las víctimas de las malas artes del arrestado, que se suma al bando de los buenos y simpatiza con el muchacho del sombrero exótico. Disparos, acción, humor, amistad, emoción. Cine puro para que todo acabe bien. Un final feliz remojado en sangre ocasional, circunstancial, irrelevante, olvidable. Grupo doble cero, erre hache impreciso, invisible, como en los juegos de la infancia.

Estaba por ver cómo acabaría lo nuestro. Ballard encajaba más con Lee Marvin que con Robert Mitchum, pero lo clavaba en lo referente a su borrachera perpetua y al empeño, más o menos sincero o forzado, de recurrir a la legalidad. Enfrente, el mandamás, un Américo Castellano que recordaba más a Jackie Gleason o Broderick Crawford que a Ed Asner, pero que cumplía a la perfección como poder omnímodo en la sombra y también a pleno sol de mediodía, un hombre que pretendía ocultar el crimen que había cometido, ordenado cometer o cuya comisión había ayudado a encubrir y olvidar. El juez Aguado, aunque no podía darse cuenta, hacía las veces de Christopher George, el amanerado mercenario adornado con una cicatriz, más ruido que nueces, un vulgar segundón. Junto a Ballard-Marvin-Mitchum, el ayudante estrafalario, Monty Grahame, no tan demacrado ni, desde luego, tan escuálido como Arthur Hunnicutt, pero con un guardarropa que serviría como supletorio para Alicia en el país de las maravillas; el pistolero reputado y experimentado, Lino Guardi, no el doble sino más bien la mitad de John Wayne, se había saltado el guion, se había vuelto contra su “amigo” y había salido de cuadro; por último, el joven valiente y apuesto tocado con chistera (con gorra de león rampante en este caso), inexperto pero voluntarioso, algo inconsciente pero entusiasta, viril, apasionado, cerebral, sensato, amable, recto… El vivo retrato de James Caan pasado por el filtro de Elliott Gould, es decir, mejorado y aumentado, sobre todo de peso. Y, por supuesto, Martina Bearn, la síntesis perfecta de Charlene Holt, la mujer de mundo que se las sabe todas, sobre todo acerca de cómo manejar a los hombres, y la inquieta y rebelde Michele Carey, chicazo curvilíneo y muy femenino que monta a caballo y dispara el rifle (uno como el de Ballard) mejor que sus hermanos. Hasta la casa del Cartago se asemejaba al cuadrado edificio de piedra y ladrillo con portones de madera y contraventanas con mirilla para disparar que hacía las veces, todo en uno, de cárcel y oficina del sheriff de El Dorado. Por si fuera poco, la película se rodó en Tucson, Arizona, entre finales de 1965 y principios de 1966, cuando Ballard andaba por allí alternando estudios y crónicas cinematográficas, como la que escribió del rodaje para el Republic en enero del 66. Todo parecía corresponderse de alguna manera con nosotros, salvo la sangre vertida o por verter.

Cine en fotos – Groucho y yo (1972)

Retrato de Groucho Marx (1890-1977), por Richard Avedon en 1972. Dos años después, Groucho recibió un Óscar por el conjunto de su obra.

Groucho-39

Creo que todos los comediantes llegan a serlo por tanteo y por error. Esto era ciertamente verdad en los viejos días de las variedades y estoy seguro de que aún lo es hoy. La pareja corriente consistía en un actor serio y en otro bufón. El actor serio cantaba, bailaba, o hacía ambas cosas a la vez. Y el actor cómico imitaba unos cuantos chistes de otros artistas y sacaba otros pocos de los diarios y de las revistas cómicas. Luego se dedicaban a actuar en pequeños teatros de variedades, en clubs nocturnos y salas de fiestas. Si el cómico tenía inventiva, gradualmente iba descartando los chistes robados y los que ya habían pasado de moda e intentaba presentar algunos propios. Con el tiempo, si tenía algo de talento, acababa por emerger del personaje vulgar que había empezado a ser para transformarse en una personalidad distinta y propia. Esta ha sido mi experiencia y también la de mis hermanos, y creo que lo mismo les ha ocurrido a la mayor parte de los actores cómicos.

Calculo que no existen ni un centenar de comediantes de primera fila, hombres o mujeres, en todo el mundo. Son material mucho más escaso y valioso que todo el oro y las piedras preciosas del planeta. Pero, como hacemos reír, no creo que la gente comprenda verdaderamente lo necesarios que somos para que conserve su equilibrio. Si no fuera por los breves momentos de respiro que damos al mundo con nuestras tonterías, éste conocería suicidios en masa en cantidades que podrían compararse favorablemente con la mortalidad de los conejos de Noruega.

(…)

Cuando un actor cómico interpreta un papel serio, siempre me produce una profunda pena ver cómo los críticos lanzan histéricamente al aire sus sombreros, bailan por la calle y abruman al actor con sus felicitaciones. Siempre me ha intrigado el hecho de que tal cosa provoque el asombro y entusiasmo de los críticos. Apenas existe ningún cómico vivo que no sea capaz de realizar una gran actuación en un papel dramático. Pero hay muy pocos actores dramáticos que puedan desempeñar un papel cómico de una manera destacada. David Warfield, Ed Wynn, Walter Huston, Red Buttons, Danny Kaye, Danny Thomas, Jackie Gleason, Jack Benny, Louis Mann, Charles Chaplin, Buaster Keaton y Eddie Cantor son todos cómicos de primera fila que han interpretado papeles dramáticos, y muestran  casi unanimidad en decir que, comparada con el esfuerzo de hacer reír, una actuación dramática es como dos semanas de vacaciones en el campo.

Para convencerte de que esta opinión no es exclusivamente mía, he aquí las palabras de S.N. Behrman, uno de nuestros mejores dramaturgos:

-Cualquier escritor teatral que se haya enfrentado con la tremenda dificultad de escoger actores para una obra, les dirá que el actor capaz de interpretar una comedia es el tipo que interesa. La intuición del cómico llega a lo más profundo de una situación humana, con una precisión y una velocidad inalcanzable por cualquier otro medio. Un gran actor cómico realzará la obra con una inflexión de voz tan diestra como el movimiento de la muñeca de un maestro de esgrima.

No obstante, los críticos siempre quedan sorprendidos.

Groucho y yo (Julius Henry Marx, Ed. Tusquets, 1972).