Todos pierden: Cenizas y diamantes (Popiól I Diament, Andrzej Wajda, 1958)

Cenizas y diamantes [Popiól I Diament] (1958) - La Segunda Guerra Mundial

Última entrega de la llamada «Trilogía de la guerra» de Andrzej Wajda, abierta con Generación (Pokolenie, 1955) y continuada con Kanal (1957), Cenizas y diamantes se asoma al nuevo abismo que se abre bajo los pies de los polacos tras el final de la Segunda Guerra Mundial. País castigado secularmente por el enorme apetito de territorios de sus poderosos vecinos, la película presenta la enésima encrucijada de amenazas que se ciernen sobre él a través de la historia de Maciek (impresionante Zbigniew Cybulski), joven algo tarambana que milita en las filas de un partido de carácter ultranacionalista en una ciudad de provincias. En un clima social y político caótico y lleno de incertidumbres, la anterior armonía existente durante la guerra entre los distintos sectores ideológicos del país frente el enemigo común nazi está a punto de romperse definitivamente, toda vez que cada facción busca posicionarse de la mejor manera posible en el escenario posterior al conflicto, a modo de trampolín que le permita conquistar el poder y, dado lo extremo de las posturas, imponer un régimen, ya sea comunista, ya pro-occidental, que anule al adversario. Es en esta tesitura de anarquía y extremismos generalizados que el joven Maciek recibe un encargo de sus superiores ultranacionalistas: debe asesinar al más importante dirigente comunista del distrito, que piensa alojarse en un hotel de la ciudad. El entusiasmo dogmático e irracional de Maciek se combina con un perfil soñador, un tanto iluso, del joven, que no conoce otra vida que la de la guerra, acerca de lo que debe significar vivir una vida adulta sin violencia, en un mundo lleno de oportunidades y promesas de comodidad. Este horizonte tan halagüeño, con mucho de autoengaño, viene simbolizado por Krystyna (Ewa Krzyzewska), en la que Maciek encuentra el amor en el lugar y momento más inesperados y, desde luego, inoportunos.

Cenizas y diamantes (también conocido como Popiol que Diament) Zbigniew  Cybulski foto de 1958 (8x10)|Placas y señales| - AliExpress

Al final de los años cincuenta, con el neorrealismo italiano de capa caída o prácticamente desaparecido e inmediatamente antes de la irrupción de la nouvelle vague francesa, la cinematografía polaca gozó de amplia aceptación entre el público que buscaba películas más próximas al concepto de cine como arte, tal vez porque, acorde con la postura ideológica de buena parte de la izquierda occidental, existía todo un ramillete de películas polacas que ofrecían relatos de solidaridad, sacrificio y compromiso que, a pesar de ser en general un tanto ambiguos, mostraban un aspecto del sistema comunista, el «socialismo de rostro humano», muy del agrado de los partidos de izquierda que entonces (incluso ahora) se decían anticapitalistas, de lo cual quedó constancia en el palmarés de un buen número de festivales y certámenes. Escrita por Wajda y Jerzy Andrzejewski, autor de la novela en que se basa, la historia capta de manera muy auténtica ese clima de inestabilidad propio de los albores de la Guerra Fría en la Europa recién «liberada», cuando los distintos grupos que componen el bando vencedor de la guerra frente a los alemanes, una vez resquebrajada su frágil unidad, pugnan por no acabar a su vez vencidos por el adversario político. En un impoluto blanco y negro y utilizando la profundidad de campo en una declarada intención de que los diversos personajes y las posturas políticas que representan aparezcan igual de nítidos a los ojos del espectador a pesar de su posición en el encuadre, el mayor descubrimiento de la cinta lo constituye su protagonista, Zbigniew Cybulski, una especie de rocker o de James Dean tras el Telón de Acero, con los ojos siempre cubiertos tras sus gafas oscuras, aun de noche o en interiores poco iluminados, sus andares desgarbados, su actitud desmañada y su extraño y descompensado atractivo.

La película encuentra en él la lectura que une el periodo que representa con el contexto de su producción y rodaje: la promesa y la decepción, la evocación de un tiempo de oportunidades que en el presente ya se saben truncadas, traicionadas, perdidas. Maciek encarna a una generación de jóvenes vapuleados por la guerra que nada más terminar esta fueron a caer en los brazos de la dictadura comunista. Las ruinas de los edificios por los que transitan Maciek y Krystyna, el Cristo asaeteado y colgado cabeza abajo (la muerte de la religión), la noche inmensamente negra que se cierne abrumadora sobre la ciudad, sobre el país, observada a través de los cristales tintados del muchacho (una noche doble; la real y la de quien no ve los peligros, las amenazas, la oscuridad inminente del futuro que se avecina, tal vez la muerte…), y el falso ceremonial (el banquete en el hotel) que conlleva todo engaño colectivo, impregnan la película de una atmósfera desencantada, de una nostalgia y una melancolía bajo la que permanecen toda la rabia y la violencia contenidas del derrotado por una fuerza ante la que no puede oponerse. De este modo, la generación que luchaba por la superación de las etiquetas políticas excluyentes, de las sociedades cerradas, de los enconados enfrentamientos con sus semejantes y propugnaba la primacía de las cualidades humanas de todos los individuos, se vio aplastada y reducida por la implacable lógica de los bloques políticos y su reparto de áreas de influencia, prisioneros de su propio país después de haberlo sido del yugo nazi durante casi seis años.

Pero quien se convierte en total encarnación de ese clima de insatisfacción y esperanzas derrotadas es Maciek, en particular, su evolución a lo largo de la algo más de hora y media de metraje y, sobre todo, en su final. En cómo pasa de ser el muchacho arrogante y pendenciero del comienzo, incluso con estallidos de ira algo demente, a convertirse, tal vez al haberse dejado arrastrar por la tentación del amor, en una criatura dócil, sensible e indefensa, que se sabe vencida y abocada a rumiar su frustración y su odio en la autodestrucción. Así, la conclusión del filme, esa especie de «danza de la muerte» que emprende Maciek, con la sonrisa congelada mientras camina tocado sin remedio, es, además de uno de los más memorables y poderosos finales de la historia del cine, la triste y amarga puesta en imágenes de la tragedia de todo un país.

Popiół i diament. Część pierwsza 1959-89 | W oczach Zachodu | FINA

Nicholas Ray: el amigo americano

El cine es Nicholas Ray.

Jean-Luc Godard

 

Toda mi vida está integrada en la aventura del cine, en esa aventura que no está limitada por el tiempo ni por el espacio, sino tan sólo por nuestra imaginación.

Nicholas Ray

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El plano final de El amigo americano (Der amerikanische Freund, Wim Wenders, 1977) muestra a un anciano decrépito y acabado, tocado con parche, que, desencantado, escéptico y cansado se aleja de espaldas a cámara por una carretera desierta, con la mirada perdida entre los amenazantes rascacielos que se levantan al fondo de la imagen y la lengua de mar que se abre a su derecha. Se trata de Derwatt, un pintor que ha dejado creer al mundo que lleva años muerto; durante ese tiempo ha seguido pintando cuadros, en realidad imitaciones de su propio estilo, que Tom Ripley (Dennis Hopper), el legendario personaje de Patricia Highsmith, subasta en Hamburgo haciéndolos pasar por originales inéditos pintados antes de su muerte. En una película que es casi un homenaje cinematográfico deliberado (son otros cinco los directores que actúan interpretando distintos personajes: Jean Eustache, Daniel Schmid, Peter Lilienthal, Sandy Whitelaw y el gran Samuel Fuller, todos ellos dando vida a gangsters), Derwatt es un personaje creado a la medida de un genio del cine que por entonces el mundo había olvidado y tenía por desaparecido, Nicholas Ray. Privado mucho tiempo atrás de los medios que le permitieron erigirse en el mayor cineasta-autor americano del periodo clásico, en sus últimos años, frustrado, desorientado y enfermo, llegó a hacer espectáculo de su decadencia como intérprete de personajes derrotados en un puñado de películas y también con discontinuos estertores de su labor como director que no llegaron a ver la luz.

Nick Ray, de nombre de pila Raymond Nicholas Kienzle, otro de los muchos y muy ilustres cineastas americanos de origen alemán, nació en Galesville, Wisconsin, en 1911. Arquitecto de formación, es durante una estancia en Nueva York cuando en un grupo de teatro aficionado conoce a su primer valedor, Elia Kazan. Será su billete para el cine: cuando Kazan debute en Hollywood como director (Lazos humanos, A Tree Grows in Brooklyn, 1945), Ray será su ayudante.

Su ópera prima como director es un film noir, Los amantes de la noche (They Live by Night, 1948), en el que Farley Granger y Cathy O’Donnell luchan contra un destino marcado y fatal. Sigue cerca de esas coordenadas su segunda película, el melodrama criminal Un secreto de mujer (A Woman’s Secret, 1949), pero ese mismo año entra en contacto con Humphrey Bogart, quien le encarga como productor la realización de dos películas hechas a su medida, el excepcional drama judicial con tintes negros Llamad a cualquier puerta (Knock on Any Door, 1949) y la mítica En un lugar solitario (In a Lonely Place, 1949), en la que Bogart da vida a un guionista acusado de asesinato. Ray comienza a conformar así lo que será una de sus principales marcas de identidad, el desprecio por las convenciones dramáticas tradicionales y su apuesta por la dirección de actores a menudo llevada al límite, más preocupada por encontrar miradas, gestos y actitudes que transmitan información, emoción y sensibilidad. También empieza a labrarse cierta reputación de hombre inflexible y difícil que más tarde le traerá consecuencias.

En sus siguientes trabajos, Nicholas Ray termina de perfilar otra de sus señas características, su excelente sentido del ritmo. Con la irregular Nacida para el mal (Born to Be Bad, 1950), con Joan Fontaine y Robert Ryan respectivamente como la maquinadora mujer fatal y la ingenua víctima de sus manejos, sigue profundizando en el cine negro, una de cuyas cimas es la magnífica La casa en la sombra (On Dangerous Ground, 1950), de nuevo con Ryan como el violento policía protagonista. Al año siguiente rueda su primera película bélica, la tibia Infierno en las nubes (Flying Leathernecks), lucha de rivalidad personal entre dos oficiales de la aviación americana (John Wayne y Robert Ryan) en los inicios de la campaña del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Con Hombres indomables –también titulada Hombres errantes– (The Lusty Men, 1952), historia ambientada en el mundo de los rodeos protagonizada por Robert Mitchum, recupera la línea ascendente, y en 1954 su primer western se convertirá en su obra maestra más representativa, la película en la que confluyen sus obsesiones personales (la soledad, la violencia y la búsqueda del sentido de la vida) y su estilo cinematográfico: Johnny Guitar. Western atípico tanto por su atmósfera decadente y opresiva deudora del cine negro como por sus protagonistas (Joan Crawford y Mercedes McCambridge), dos mujeres enfrentadas, personajes activos y violentos en torno a las que giran caracteres masculinos pasivos (Sterling Hayden, Scott Brady), se trata en buena parte de un ensayo sobre la “caza de brujas” y el mccarthysmo. Continuar leyendo «Nicholas Ray: el amigo americano»

Mi última cena… de las vacaciones

Cortesía de Francisco Machuca.

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Servidor, el penúltimo a la derecha…

Elvis vino porque Buster Keaton estaba de colonias…

Groucho Marx no faltó; pero alguien tenía que tomar la foto…

Crónica de un rodaje accidentado: La hija de Ryan, de David Lean (1970)

Gracias al indispensable blog irlandés-aragonés Innisfree, hemos llegado a este estupendo artículo de Marcos Ordóñez, publicado en el blog de El País Bulevares periféricos que recoge las impresiones de Perico Vidal, ayudande de dirección de David Lean durante el rodaje de La hija de Ryan, su incomprendida pero cautivadora epopeya irlandesa. La aventura no tiene desperdicio.

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En marzo de 1969 comenzó el rodaje de La hija de Ryan en la península de Dingle, en County Kerry, frente a la costa atlántica de Irlanda, y duró un año o más. Fui feliz con Susan, fui feliz por mi amistad con Lean y por la confianza que había depositado de nuevo en mí, y fui muy, muy feliz cuando nació Alana, mi hija, en noviembre de aquel año, pero no fue un rodaje feliz para mí. Con una excepción: conocí a Robert Mitchum, uno de los tipos más extraordinarios y maravillosos con los que he tenido la suerte de cruzarme.
Buena parte del equipo nos instalamos en County Kerry, en casas particulares o en los dos únicos hoteles que había entonces, el Skelling y el Mill House. Sarah Miles y Robert Bolt alquilaron una preciosa casa llamada Fermoyle House; Mitchum tenía otra, igualmente espléndida, cuyo nombre no recuerdo.

La gente de Dingle estaba encantadísima con nuestra llegada, porque significaba dinero por primera vez en mucho tiempo, y se desvivieron por nosotros. Roy Walker y Eddie Fowlie, al frente de una brigada de doscientos obreros, levantaron un pueblo imaginario, Kirrary, en una colina de la zona de Dunquin. Me recordó al trabajo de Doctor Zhivago, con la diferencia de que esta vez las tiendas, la iglesia, el pub o la escuela no eran de madera sino de piedra, construidas a la manera de principios del diecinueve. ¿Problemas en el rodaje? Todos los que quieras y veintisiete más de propina. Para empezar, Lean intentó filmar la historia cronológicamente, y el clima irlandés decidió no ajustarse al plan. Luego hubo incontables problemas actorales. Problemas de Lean con Christopher Jones, y de Sarah Miles con Christopher Jones, y de Christopher Jones con Christopher Jones. Problemas de John Mills con este y con el otro (el otro era yo). Problemas de Trevor Howard con todo el mundo. Problemas míos con buena parte del equipo inglés: ahora yo mandaba mucho, como jamás había mandado, y a unos cuantos no les hacía maldita gracia que les diera órdenes un español. Me recibieron de uñas y me montaron una guerra continua. Guerra de zapa, de decir que sí y que vale y hacer lo contrario o no hacerlo. Tuve la suerte de que allí tenía varios amigos fidelísimos, con Ernie Day, el gran operador, a la cabeza. Y Lean, por encima de todo, claro. Continuar leyendo «Crónica de un rodaje accidentado: La hija de Ryan, de David Lean (1970)»

Vidas de película – Sal Mineo

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La vida de Salvatore -Sal- Mineo bien podría haber sido llevada al cine como ejemplo de una existencia rodeada de símbolos de fatalidad finalmente convertidos en ineludible realidad, como si un director de renombre, auxiliado por un competente diseñador de producción y un escenógrafo de primera hubieran hecho confluir sus talentos respectivos para contarle al mundo la singladura de un joven que, tratando de huir de un ambiente marginal que le persiguió incluso durante su carrera cinematográfica, terminó sucumbiendo, entregándose, como si su destino se hubiera jugado siempre con cartas marcadas.

Nacido en el Bronx de Nueva York en 1939, sus padres eran inmigrantes italianos; primer símbolo: Salvatore Mineo padre se ganaba la vida fabricando ataúdes. Intentando escapar de la dinámica marginal y de delincuencia en que se veían irremisiblemente envueltos los muchachos de su edad, el joven Salvatore buscó en el ambiente artístico una salida menos tremendista y, tras estudiar danza y actuación, consiguió aparecer en algunos musicales de Broadway. Gracias a ello, debutó en el cine de la mano de Joseph Pevney en su intriga Atraco sin huellas (1955) justo antes de encarnar uno de sus personajes más célebres, quizá el más conocido por el gran público, el del joven inadaptado Platón (segundo símbolo) en Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955), junto a James Dean y Natalie Wood, papel que le valió una nominación al Oscar al mejor actor de reparto. Tercer símbolo: Marcado por el odio (Somebody up there likes me, Robert Wise, 1956), crónica de ambiente pugilístico con apuntes de drama social protagonizada por Paul Newman.

Conocido por protagonizar escándalos y ser fuente de numerosos rumores de naturaleza íntima, tanto heterosexuales como homosexuales, también desarrolló a finales de los años cincuenta una breve pero intensa carrera como intérprete de rock’n’roll al ligar su imagen a los personajes rebeldes y excluidos que interpretaba en el cine. Esa vena musical le sirvió para dar vida al batería de jazz Gene Krupa en su biografía de 1959. Tras aparecer de nuevo junto a James Dean en Gigante (Giant, George Stevens, 1956), obtener una nueva nominación al Oscar al mejor actor de reparto por Éxodo (Exodus, Otto Preminger, 1960) -cuarto símbolo-, otra vez con Paul Newman, formar parte del extenso y famoso elenco del título bélico El día más largo (The longest day, Ken Annakin-Andrew Marton-Bernhard Wicki, 1962) -más símbolos- e interpretar a otro inadaptado, sin sitio ni identidad -el símbolo definitivo-, un blanco raptado por los indios y convertido a su raza para John Ford en El gran combate-Otoño cheyenne (Cheyenne Autumn, 1964), la carrera de Sal Mineo se vio seriamente frenada.

Apartado del cine muy joven a causa de las complicaciones derivadas de su vida personal, Sal Mineo fue asesinado de una puñalada durante una pelea callejera el 12 de febrero de 1976. Tenía 37 años.

La tienda de los horrores – Sobrevalorados

En esta secuencia de la fenomenal Manhattan (Woody Allen, 1979), Isaac (Allen), Mary (Diane Keaton), Yale (Michael Murphy) y Tracy (Mariel Hemingway) hablan de, entre otras muchas cosas, su particular lista de personajes sobrevalorados de la cultura de todos los tiempos y de la vida en general, entre los que incluyen ilustres nombres como Gustav Mahler o James Joyce.

Esto de la sobrevaloración tiene su aquel. No es un fenómeno nuevo, ni mucho menos. Pero en la sociedad actual, acosada más que nunca por el marketing y la publicidad, cuya única finalidad no es la defensa de la calidad de un producto ni la mejora del bienestar o de la felicidad de los seres humanos y de un próspero aumento de sus condiciones de vida, o una contribución a la cultura o a la creación y mantenimiento de un sistema de creencias, valores y concepciones, sino la venta a toda costa del producto y el incremento de los márgenes de beneficio de empresas, compañías y fortunas particulares que ya tienen el riñón bastante bien cubierto, lo de la sobrevaloración ha llegado a ser incluso por sí misma un hecho cultural en el que no hay límite ético alguno, cancha abierta para la manipulación, el fraude y el provecho económico con escaso mérito o incluso sin él.

En España, es algo tan cotidiano y habitual que no pocas figuras del cine, la música y el artisteo en general se ganan la vida más que bien gracias más a la publicidad y al uso que de su imagen hacen los medios de comunicación que por la calidad última de los trabajos que perpetran, hasta el punto de que son absorbidos por la cultura mediática oficial como tótems de lo bueno, de lo mejor, de las esencias patrias deseables. Tal es así, que en la música española llamada popular, por ejemplo, son mayoritarios, por no decir que tienen el monopolio casi casi en exclusiva (Alejandro Sanz, Miguel Bosé, la familia Flores, Estopa o adquisiciones trasatlánticas como Shakira o Paulina Rubio, puaj!!!, y un larguísimo etcétera). Y en el cine también hay unos cuantos.

A nuestro juicio, esto de la sobrevaloración se da de dos maneras: 1) aquellos mediocres cuyos trabajos van en general de lo discreto a lo lamentable pero que, no se sabe por qué pero quizá por eso mismo son absorbidos por la cultura «oficial», que los mima, los acoge, los subvenciona, les da incluso trabajo (TVE, la de carreras y cuentas corrientes que ha salvado…), los promociona gratuitamente con el dinero de todos y los erige en bandera de un modelo de cultura, de pensamiento, de trabajo o de estética deseables, no se sabe por qué o para quién, o aquellos que, tampoco se sabe por qué pero quizá a causa de todo lo expuesto, gozan del favor del público mayoritario, generalmente el menos reflexivo o exigente, gracias a la influencia de medios de comunicación de masas que simplemente repiten eslóganes, lugares comunes o se hacen eco de las notas de prensa de las agencias de publicidad, o también gracias a la «facilidad», pobreza o calidad pedestre, asumible y cutre de lo que ofrecen. Y 2) Aquellos elevados por el esnobismo cultural más exacerbado a la categoría de inmortales en el Olimpo de la trascendencia, aunque nadie sea capaz de aguantar sus películas o terminar sus libros, por causa de quienes, en el ánimo de parecer distintos a sus semejantes, oponen lo culto a lo popular para distinguirse, significarse, separarse de la masa, alimentar su ego, su autoestima, su necesidad de sentirse mejores, por encima de sus semejantes, del «populacho». Es decir, el «efecto gafapasta».

Para nosotros, lo culto y lo popular no son opuestos, sino solo matices, apellidos de un mismo fenómeno. Nos da igual Tarkovski que Groucho Marx, Alfred Hitchcock que Leslie Nielsen siempre que lo que ofrezcan sea producto del trabajo, de las ideas, del mérito, de una elaboración profesional con ánimo de aportar, de crecer, de mejorar, de avanzar. Todo esto sea dicho como pretexto, sin salir del cine, o saliendo de él, qué más da, para proponer nuestra particular lista -meramente orientativa, sin ánimo de compendio- de SOBREVALORADOS, a la que todos los escalones están invitados a proponer nuevos nombres para su inclusión permanente y vergonzosa en la galería de fotos de nuestra tienda de los horrores. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Sobrevalorados»

Vidas de película – Carroll Baker

Una de las formas tradicionales de que disponían -y disponen- las muchachas norteamericanas para acceder a la gran pantalla, casi nunca la mejor, puesto que no permite prácticamente nunca demostrar cualidad artística alguna (hechas sean las notables salvedades por todos conocidas, fuera de España por supuesto), consiste en conseguir un título de Miss Esto o Aquello. Carroll Baker, nacida Karolina Piekarski en el seno de una familia de origen polaco allá por 1931 obtuvo nada menos que el principal galardón del concurso Miss Frutas y Verduras de Florida de 1949 (pese a haber venido al mundo en Pennsylvania). Y bien pudo ser nada más que otra rubia tonta, u otro clon de Marilyn Monroe, si no hubiera destacado en su primer papel relevante en el celuloide, nada menos que la tentación de Karl Malden y Eli Wallach en Baby Doll (Elia Kazan, 1956). Este personaje, además de convertirla en un sex symbol, le proporcionó una nominación al Oscar como mejor actriz principal, todo un logro para una debutante.

Sin embargo, su pasado como ayudante de un mago y sus clases en el Actors Studio le permitieron ya el mismo año formar parte del reparto de una de los melodramas más aclamados de los cincuenta, Gigante (George Stevens, 1956), película que vista hoy, y conocidos muchos de los avatares de su triángulo de protagonistas principales, puede mover a la risa floja, por no mencionar que deriva en comedia involuntaria cuando la trama avanza en lo temporal y Rock Hudson, Elizabeth Taylor y James Dean tienen que aparentar edad madura; sus caracterizaciones parecen propias de un programa barato de parodias o de imitaciones burdas de un canal de televisión local. Una de las damnificadas es, precisamente, Carroll Baker, que interpreta a la hija de la Taylor, que en la vida real era, curiosamente, un puñado de semanas mayor que ella.

Sin demasiada suerte en la elección de papeles, fue en el western donde mejor logró encajar, en cintas como Horizontes de grandeza (William Wyler, 1958), La conquista del Oeste (Henry Hathaway, George Marshall, Richard Thorpe, John Ford, 1962) o El gran combate / Otoño Cheyenne (John Ford, 1964), donde da vida a la maestra cuáquera que enamora a Richard Widmark. Su estrella declinó rápidamente, y aparte de encarnar a Jean Harlow en un biopic y de colaborar con Andy Warhol, sus siguientes trabajos fueron discretas películas europeas, de corte erótico, policíaco o terrorífico, que utilizaban la imagen sexy de la actriz como vehículo promocional. Eso, antes de regresar a América para aparecer en Tallo de hierro (Héctor Babenco, 1987), Poli de guardería (Ivan Reitman, 1990) o The game (David Fincher, 1997).

En este caso, como suele ocurrir con las misses, por mucho Actors Studio que pisen, mucho más guapa que actriz.

Vidas de película – Pier Angeli

La vida de Anna Maria Pierangeli, conocida en el Olimpo del cine como Pier Angeli, resulta más reseñable por su discurrir fuera de las pantallas que por su contribución artística y dramática al séptimo arte, a pesar de erigirse por derecho propio en uno de los rostros más bellos aparecidos en las salas de cine en su larga historia, y de que siempre dotara a sus personajes de naturalidad y de un aire melancólico muy estimable.

Nacida en Cagliari en 1932, se da la circunstancia de que su hermana gemela también se dedicó al cine, bautizada artísticamente como Marisa Pavan. Con apenas 18 años, Pier Angeli debutó junto a Vittorio de Sica en Mañana será tarde (1950), justo antes de dar el inminente y vertiginoso salto a Hollywood de la mano de Fred Zinnemann en Teresa (1951), historia sobre una muchacha italiana casada con un soldado norteamericano.

Su actuación más memorable tuvo lugar en Marcado por el odio (Robert Wise, 1956), en compañía de Paul Newman, con quien ya había trabajado en El cáliz de plata (Victor Saville, 1954). Otros títulos de su escasa y poco llamativa filmografía son El milagro del cuadro (Richard Brooks, 1952), Sodoma y Gomorra (Robert Aldrich, 1962), ambas junto a Stewart Granger, y La batalla de las Ardenas (Ken Annakin, 1965).

De temperamento frágil, siempre dubitativa en cuanto a sus presuntas dotes artísticas, convencida de que era su físico y no su talento el que le había proporcionado oportunidades y papeles, su vida sentimental contribuyó decisivamente a su trágico final. Interrumpido su romance con James Dean por la oposición familiar –entre otras cosas- a la relación, se casó dos veces, con el cantante Vic Damone, un matrimonio absolutamente desgraciado, y con el músico Armando Trovajoli.

En constante depresión, consumida por el pavor a perder la juventud y el atractivo físico, Pier Angeli se suicidó por consumo de barbitúricos en 1971, a los 39 años.

Dejó escrito a una amiga: «Tengo un miedo horrible a envejecer; para mí, los cuarenta son el comienzo de la vejez… El amor ha quedado atrás. El amor murió en un Porsche».

El cine hecho mito: Salvaje! (1953)

La imagen de Marlon Brando como cabecilla de una banda de moteros, vestido de cuero y con gorra de medio lado, es uno de los iconos más populares del cine y, junto al recuerdo de James Dean, la mayor contribución cinematográfica al mítico espíritu de rebeldía propio de una desorientada juventud occidental tras la II Guerra Mundial que más tarde cristalizaría en diversos movimientos de subversión y contestación social como respuesta a los convulsos acontecimientos políticos, bélicos y económicos de las décadas de los cincuenta y sesenta. Los carteles con la imagen de Brando, de James Dean o, en una versión más sentimental, de Humphrey Bogart como Rick en Casablanca (película que por entonces fue recuperada del olvido por los jóvenes universitarios gracias a la identificación del personaje de Rick como antihéroe romántico enfrentado al totalitarismo) adornaron no pocas habitaciones juveniles de casas particulares o residencias de estudiantes de aquellos tiempos, con un grado de aceptación, identificación, popularidad y repercusión sin precedentes en el cine y que superaba con mucho la dimensión artística de las propias películas, la construcción de los personajes o la interpretación de los actores. El caso más llamativo de este fenómeno es Salvaje! (The wild one, László Benedek, 1953), película producida por Columbia, mucho más discreta que Casablanca o las superproducciones con James Dean (todas ellas de Warner Bros.), que consolidó a Brando como estrella -venía de trabajar con Elia Kazan en Un tranvía llamado deseo y Viva Zapata– y le dotó de una personalidad rebelde, conflictiva, en parte maldita, que no solo explotó a conciencia en el resto de su filmografía sino que también condicionó su vida personal y profesional.

Brando interpreta a Johnny, el cabecilla de una pandilla de moteros, jóvenes despreocupados en una actitud de reto permanente, en constante demostración de su hombría y fortaleza, amantes de la juerga, bastante patanes en el fondo, y que esconden bajo su acentuada rudeza, su descarado machismo y su pose contestataria y chulesca una evidente falta de preparación para enfrentarse a la complejidad del mundo -por defectos en su educación, por ausencia de atención familiar, por falta de referentes culturales y por haberse convertido en víctimas del consumismo y de fáciles y falsos ideales de éxito- y una ingenuidad infantil que intentan vencer con un comportamiento intimidatorio y violento que no oculta que no son más que unos críos que no saben nada de la vida, carentes de herramientas para aprender de ella. Como dirá Johnny más adelante cuando las cosas se pongan feas, no son más que un grupo de chicos que sale en moto los fines de semana para olvidar las obligaciones del trabajo o las penas de no tenerlo, para sentirse libres, poderosos, autónomos frente a la autoridad, las convenciones, las costumbres y la tutela de sus mayores. Pero, de momento, son un atajo de bravucones que comprometen y extorsionan a todo el que cae en su área de acción para demostrarse a sí mismos su falsa y estéril idea del triunfo, de reconocimiento, que no quieren saber nada de las historias de la guerra que han librado sus padres, que no se preocupan tampoco por el futuro; que viven en el presente, un aquí y ahora al que pretenden extraerle todo el meollo alargando la mano y cogiendo todo lo que quieren. Un carpe diem con sabor a gasolina, regado con cerveza, revestido de asfalto. Y en Salvaje! comienzan por estropear una carrera de motos que tiene lugar en una localidad de California, justo antes de presentarse en un pueblo vecino para sembrar un caos y desconcierto que no tardará en convertirse en terror y caza del hombre.

La película contrasta la invasión de los moteros con la reacción de los pacíficos -en apariencia- habitantes de la pequeña ciudad cuya tranquilidad perturba la llegada de las motocicletas. El ambiente calmoso, sencillo, provinciano de la localidad se ve sacudido por la orquesta de los motores en secuencias inteligentemente desprovistas de cualquier otro sonido, incluso de música, logrando que el espectador se sienta igualmente invadido por el atronante concierto de válvulas, bujías y combustiones. Benedek, con guión de John Paxton sobre una historia corta de Frank Rooney, maneja adecuadamente la atmósfera enrarecida, incómoda, en permanente y creciente tensión, que crea la llegada de los muchachos a un pueblo tranquilo en el que el sheriff (Robert Keith) intenta capear el temporal con buena cara y condescendencia, sabedor de que en tan convulso ambiente una pequeña chispa puede desatar una tormenta de violencia y venganzas crecientes. Ello provoca que los chicos se tomen al policía por el pito del sereno y que los vecinos menos dispuestos a aceptar las chanzas, las burlas y las imposiciones violentas de los jóvenes deseen tomarse la justicia por su mano. Entretanto, Johnny se interesa por Kathie (Mary Murphy), la camarera de un local de la ciudad, hija del sheriff, ante la que deja entrever parte de su auténtica naturaleza sensible y tranquila. Con todo, el clima de enfrentamiento inminente cada vez más palpable se acrecienta con la llegada de otra banda de moteros, encabezada por Chino (Lee Marvin), y que responde al curioso nombre de Los Beetles… Continuar leyendo «El cine hecho mito: Salvaje! (1953)»