No hay Dios que por bien no venga: Los lirios del valle (Lilies of the Field, Ralph Nelson, 1963)

 

En ocasiones, las pequeñas películas son mucho más grandes de lo que aparentan. De este modo, una modesta comedia de bajo presupuesto acerca de las aventuras de un joven trabajador itinerante que entra en contacto con unas monjas que viven en mitad del desierto de Arizona en condiciones muy precarias, puede convertirse, merced a su confección en un contexto sociopolítico muy concreto, en un testimonio sociológico de primer orden, en una película que capta el espíritu y el pulso de su tiempo. Sobre los fotogramas, asistimos a las peripecias de un hombre que se ve atrapado en una retorcida y desesperante dinámica que no controla, impuesta por el carácter y la determinación de una madre superiora que ni es del país ni domina por completo el idioma, pero que se las arregla para complicarle la vida a su nuevo empleado, que por educación y mala conciencia no se siente libre de liberarse y pasar página (por añadidura, el personaje no es católico sino baptista). En realidad, sin embargo, se trata de poner de relieve la capacidad del Hollywood (es una producción de Rainbow Productions, la compañía del director Ralph Nelson, distribuida por United Artists) de aquellos años, los primeros sesenta, para reflejar los profundos cambios sociales que experimentaban por entonces los Estados Unidos a través de un argumento en el cual el protagonismo recae en un actor negro y en un catálogo de personajes conformado por un grupo de monjas de Europa Oriental evadidas del Telón de Acero y una población de «inmigrantes» mexicanos (conviene recordar que Arizona era un territorio mexicano traspasado a Estados Unidos tras la guerra de 1846-1848), es decir, sin que los personajes «autóctonos» tengan mayor peso que el simple rol secundario reservado por Nelson para sí mismo y el de un cura borracho de origen irlandés. Una película, en suma, que pone la periferia de Hollywood, el cine americano de los márgenes, en el primer plano, justo como estaba ocurriendo en la sociedad.

Al margen de estas consideraciones la película es, además, una comedia muy efectiva que, con trasfondo religioso, logra evitar, no obstante, la mayor parte del sentimentalismo (o de la sensiblería) normalmente asociado a este tipo de películas (aunque se va endulzando paulatinamente hacia el final), utilizando el humor como barniz. El planteamiento, en este punto, es de lo más prometedor: el joven trabajador negro (Poitier) cruza en su viejo coche el desierto de Arizona, y al quedarse sin agua en el radiador del vehículo, se detiene en lo que él cree que es un rancho o una granja habitada por una armoniosa familia de mujeres que trabajan en su huerto. Esta familia de mujeres resulta ser un grupo de monjas evadidas de la Europa Oriental que se han instalado allí merced a la donación del terreno por un particular. Y lo que Homer Smith, el joven negro, cree que va a limitarse a una sencilla operación de rellenado del depósito de agua se complica hasta el punto de que se ve reparando el tejado lleno de goteras del granero de las monjas a cambio de una exigua cena que no le da para un diente. El interés (el dinero que pensaba cobrar) y la diversión (enseñar a las monjas a hablar en inglés) iniciales se convierten así en progresiva desesperación, puesto que, viéndose impedido continuamente en el sencillo trámite de cobrar por su trabajo y partir de nuevo hacia California, su trabajo para las monjas no hace sino aumentar y complicarse, a medida que, en correlativa correspondencia, el tamaño y la cantidad de los desayunos y los almuerzos, de acuerdo a la austeridad de las monjas, se reduce considerablemente. La base de este argumento humorístico es el antagonismo entre el dinámico, moderno y expeditivo Homer y la sobria, rígida y tozuda hermana Maria (Lilia Skala). Y en esa lucha de caracteres, uno por cobrar por su trabajo y marcharse cuanto antes y la otra por hacer de Homer mano de obra para la obra (valga la redundancia) de Dios, el pobre currante se encuentra, de repente, sumido en lo impensable: la inmensa tarea de asumir en solitario la construcción de la nueva capilla para el convento.

El planteamiento adquiere un desarrollo usual aunque eficaz. El antagonismo inicial va revelando puntos de conexión, sinergias que permiten el entendimiento, la identificación, la cooperación, el reconocimiento y el afecto, pero siempre soterrado, una declarado. Al mismo, tiempo, el abanico de personajes se va ampliando: el cura irlandés, con su caravana-iglesia y su altar móvil de quita y pon, que va dando misa por los áridos desiertos de Arizona a parroquias de inmigrantes cada vez más reducidas; el cínico tabernero mexicano en cuyos cáusticos comentarios se encierra la lucidez y la sabiduría de la inteligencia instintiva y el sentido práctico; el constructor (Nelson) para el que Homer empieza a trabajar, compaginando su labor con su dedicación a la capilla, que tiene los materiales necesarios para ello pero que se niega a colaborar con unas monjas que nunca han abonado una sola cuenta. Esto, mientras las cartas enviadas por las monjas, en busca de apoyo material y financiero, a arzobispados y a obispados, a grandes compañías y corporaciones, reciben negativas o la callada por respuesta y deben afrontar ellas solas el sueño de fundar un convento digno de tal nombre. Y una canción, un himno baptista que Homer enseña a las monjas, que se convierte en «su canción» común, y que marca tanto la clave del punto de inflexión de Homer en su percepción de su labor junto a ellas como actúa de broche para el esperado y agridulce desenlace del filme. El discurso subyacente, por más obvio que este pueda ser (la unión hace la fuerza, y los caminos del Señor son inescrutables, incluso para quienes profesan diferente fe pero se encuentran coyunturalmente unidos por una causa), no impide que la película fluya de manera ligera y apacible en un tono amable con esporádicas puntas de humor a través de una mirada y un gesto (la cara que se le queda a Homer cuando descubre la condición de sus anfitrionas), de un diálogo (los divertidos desencuentros idiomáticos entre Homer y las monjas), de una réplica (el «combate» de citas bíblicas; el tabernero mexicano que, hablando en inglés y español, y escuchando a su alrededor a las monjas hablar en alemán, termina por confesar que ya no sabe ni qué lengua habla él), hacia una conclusión que, no por esperada, resulta menos conmovedora. Porque Nelson, con buen tino, opta por rebajar la potencial carga de sensiblería del clímax final utilizando para ello el carácter sobrio de la hermana Maria. De este modo, los silencios, los sobreententidos, los rostros que demuestran entender sin necesidad de palabras transmiten con toda efectividad lo que sucede a un espectador que comparte el mismo lenguaje y comprende por completo sin necesidad de sobrecargas ni subrayados.

Llama la atención, con todo, la naturaleza de los personajes que desarrollan la acción. Un protagonista negro en un país volcado de lleno en la vorágine de la lucha por los derechos civiles; unas monjas extranjeras, unas centroeuropeas de fe católica (minoritaria en Estados Unidos pero mayoritaria entre la población hispana) que intentan fundar un nuevo hogar en el Oeste que antaño fue tierra de promisión; un cura que halla por fin la respuesta a sus plegarias de juventud; un grupo de inmigrantes mexicanos que son capaces de responder con desprendimiento y generosidad allí donde los grandes popes religiosos, políticos y económicos rehúan implicarse. Es una película agradable y desenfadada, rodada con pocos medios y en escenarios y localizaciones muy sencillas y austeras, sin gran elaboración formal, en un lenguaje claro y directo acompañado de la deliciosa y encantadora música de Jerry Goldsmith, sobre esa otra América que la América oficial no deseaba mirar o cuya existencia prefería ignorar. Un elemento curioso que, paradójicamente, tiene su extensión en la propia película: excepto Poitier, ningún otro intérprete resulta acreditado en los títulos inciales del filme; se atribuye así el protagonismo casi íntegramente al actor, cuyo premio Oscar a la mejor interpretación concedido ese año por este personaje viene a resaltar un doble hecho: su hegemonía casi absoluta en la película y el indicativo de que, en efecto, algo, de forma irreversible (o no tanto) estaba cambiando en América.

Diálogos de celuloide: El último tren de Gun Hill (Last Train from Gun Hill, John Sturges, 1959)

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-Busco a Rick Belden. ¿Le conoces?

-No. Tal vez se ha equivocado usted de ciudad.

-No me he equivocado de ciudad, sino de informador.

-Aquí todos somos iguales, sheriff.

-En ese caso será un alivio suprimir a unos cuantos.

-Yo no le diría a usted dónde está Rick Belden ni aunque estuviera a su espalda.

-Ya veo que Belden tiene buenos amigos aquí.

-Los tiene.

-¿Y ningún enemigo?

-Sí, muchos.

-¿Dónde están?

-A las afueras del pueblo, en el cementerio.

(guion de James Poe sobre la historia de Les Crutchfield)

Diálogos de celuloide: La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a hot tin roof, Richard Brooks, 1958)

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-¿Sabes cómo me siento? Como una gata sobre un tejado de zinc caliente.

-Los gatos saltan de los tejados y no se hacen daño. Adelante. Salta.

-¿Saltar dónde?

-Búscate un amante.

-No merezco esto. No tengo ojos para ningún otro hombre. Incluso cuando los cierro te veo solo a ti.

(guion de James Poe y Richard Brooks a partir de la obra de Tennessee Williams)

 

La guerra como lucha de clases: Ataque (Attack, Robert Aldrich, 1956)

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Las relaciones del cine americano con el ejército de los Estados Unidos son ambiguas y complicadas. Por un lado, nos encontramos con los típicos subproductos patrioteros patrocinados por el poder y dedicados a la exaltación del heroico papel de los combatientes en las guerras «justas» dictadas por sus superiores gubernativos y a las bondades de la actuación norteamericana en el exterior; por otro, con la desmitificación antibelicista no pocas veces cargada igualmente de tintes políticos, en la que la exploración de la realidad de los soldados, de su día a día enfrentados con la soledad, el desarraigo y la muerte, es el motor principal como oposición a las altas esferas, a los «oficiales de butaca», como son denominados en un momento de Ataque (Attack, Robert Aldrich, 1956), película bélica adscrita a esta segunda línea.

La fuerza y la debilidad de Ataque reside en la misma característica argumental, el aliciente principal para su visionado: la crítica a la corrupción, la incompetencia y la cobardía de ciertos oficiales al mando de importantes operaciones en los campos de batalla europeos de la Segunda Guerra Mundial. Al final de la guerra, en la avanzadilla del frente francés que lucha por superar ya las fronteras alemanas, la Compañía Zorro, liderada por el teniente Costa (Jack Palance; por cierto, en la vida real herido en la guerra y doblemente condecorado con el Corazón Púrpura y la Medalla de la Victoria), sufre un descalabro al no ser secundada su ofensiva por el resto del regimiento debido a la pusilanimidad del comandante, el capitán Cooney (Eddie Albert). Muchos hombres valiosos caen en el fallido intento de tomar una colina, y Costa amenaza a su superior con tomar las más fatales represalias contra él si en las nuevas acciones anunciadas, en las que a su pelotón le corresponde ocupar una posición avanzada en una ciudad que se les ha ordenado tomar y en la que es probable la presencia de unidades blindadas enemigas fuertemente armadas, vuelve a dejarles expuestos a la potencia de fuego alemana. Se da la circunstancia deque  Cooney es hijo de un célebre juez, y que el coronel Bartlett (Lee Marvin, otro merecedor del Corazón Púrpura por sus heridas en el frente del Pacífico), jefe del batallón, precisa de la amistad y el apoyo del juez para apuntalar la incipiente carrera política que aspira a iniciar tras su regreso a casa. De ahí que Cooney, a pesar de la incompetencia y la cobardía demostradas, no sea removido del cargo y trasladado.

Robert Aldrich, con guión de James Poe basado en una obra teatral de Norman Brooks, plantea por tanto la diferente escala a la que los distintos grados militares viven la guerra, y también los distintos tipos de comodidades ocasionales que unos y otros pueden disfrutar. Mientras de teniente para arriba pueden permitirse partidas de póker en veladas regadas con bourbon recién importado desde Kentucky, los soldados disfrutan pocas compensaciones a sus desvelos marciales. Por otro lado, ciertas decisiones militares son tomadas más por cálculo personal, y en consecuencia, político, que por mera táctica militar o mucho menos por la preocupación o el cuidado debidos a los soldados que los mandos han de dirigir pero también tutelar y cuidar. Continuar leyendo «La guerra como lucha de clases: Ataque (Attack, Robert Aldrich, 1956)»

El último tren de Gun Hill: la venganza a veces es un plato caliente

Si la conquista de un territorio virgen y la desaparición de la frontera y de una forma de vida es el tema principal del western en su vertiente sociológico-historicista, la venganza es la clave fundamental de los westerns más ligados a la acción y a la introspección psicológicas. En ocasiones, justificando así las objeciones morales que no pocos oponen al western, esta venganza se identifica absolutamente con una idea determinada de justicia entendida como una moral superior que otorgaría el derecho a la víctima de castigar el golpe mediante el ejercicio legítimo de la violencia. En otras, se insiste en distinguir ambos conceptos, haciendo prevalecer la ley sobre el rencor y la admisión de una respuesta violenta auspiciada por la justicia. Este último es el caso de esta fenomenal película de John Sturges, una de las muchas obras estimables que adornan la amplia filmografía de este cineasta (otras son Conspiración de silencio, Duelo de titanes, Los siete magníficos, La gran evasión…), experto en el uso del color, en el manejo del ritmo y de la tensión narrativos, y en la filmación de secuencias de acción.

El último tren de Gun Hill, como hacen siempre los buenos westerns, añade además una nota reivindicativa de corte racial y social. El detonante de la historia es el asesinato de la joven esposa del sheriff Matt Morgan (Kirk Douglas) mientras regresa en calesa junto a su hijo de visitar a sus parientes en la reserva. Porque la señora Morgan era, efectivamente, una india, y su hijo, un mestizo. Dos jóvenes aburridos, vagos, bravucones y bastante ineptos (Earl Holliman y Brad Dexter) que se han detenido a descansar en un bosquecillo encuentran en la mujer la ocasión de aparcar su hastío por un instante, divertirse un rato y, con un poco de suerte, echarle un buen vistazo a lo que parece una generosa anatomía. La reacción violenta de la mujer, que azuza los caballos e incluso intenta golpearles con la fusta cuando la persiguen, y los buenos tragos de whisky que han consumido durante su descanso, precipitan las cosas, y el acoso verbal y la amenaza física se convierten en una persecución y, cuando la calesa vuelca, en una brutal violación. Pero el muchacho no se queda quieto, y cuando su madre atrae a los pistoleros hacia sí para salvar al pequeño, éste aprovecha la ocasión para huir con el caballo de uno de ellos y llegar al pueblo para buscar a su padre. Cuando Matt encuentra el cadáver, repara en un detalle: la silla de montar del caballo con el que su hijo había llegado al pueblo lleva las iniciales de su antiguo amigo Craig Belden (Anthony Quinn). Matt sabe que Craig es incapaz de un crimen tan salvaje y horrendo, pero imagina que alguno de los hombres que trabajan para él en su enorme rancho ha sido el responsable. Su propósito será desde ese momento viajar a Gun Hill para detener a los asesinos y llevarles ante la justicia. Lo que no sospecha es que el criminal es el único hijo de Craig, y que éste hará todo lo posible para impedir que Matt lo capture, lo detenga y se lo lleve de la ciudad en el tren de las 9:00, el último tren que sale de Gun Hill.

La película concentra en apenas hora y media una historia compleja, riquísima, con personajes sólidos y muy bien definidos (incluso la amante de Craig, Linda -Carolyn Jones-, que más por despecho que por rectitud es la única persona que ayuda a Matt en la ciudad) que en su cuerpo central transcurre en un único día, y con un sobresaliente manejo de la tensión creciente. Sturges construye una película luminosa, con una utilización magistral del color y un inteligente uso de la luz, tanto en las majestuosas tomas exteriores de las inmensas praderas del rancho de Belden como en el absorbente clímax final, con las calles del pueblo parcialmente iluminadas por el resplandor de las luces de las casas que se filtran por los ventanales de madera de sus fachadas. Se trata de una película de atmósfera negra pero de estética puramente del Oeste, de cielos azules e inacabables extensiones de tierra en su parte inicial, aunque la mayor parte de su metraje transcurre en un espacio urbano muy limitado, el saloon y el hotel propiedad de Craig. Continuar leyendo «El último tren de Gun Hill: la venganza a veces es un plato caliente»