
Atención, atención: nos encontramos en el año 40.000 con una heroína espacial, Barbarella (Jane Fonda) camino del planeta Lythion, en el que experimentará extrañas aventuras plagadas de riesgo y amenazas, no sólo mortales sino también sexuales… En este contexto, la protagonista pronuncia inmortales frases para la posteridad como éstas:
– Tengo que quitarme este rabo.
– Parlez vous français?
– ¿Quiere decir que viven en un estado de irresponsabilidad neurótica?
Aparte de referencias a «técnicas» sexuales como el «coito manual», por ejemplo…
El caso es que nos encontramos ante el mayor engendro que la unión de cine erótico y la ciencia ficción de serie B han regalado al mundo, Barbarella, infumable pestiño dirigido en 1967 por Roger Vadim, vehículo para la venta al por menor de las ajustadas, apretadas, embuchadas curvas de una Jane Fonda, musa del director por aquellas fechas, que intentaba ser o a la que intentaban presentar como como una sex-symbol a la americana alternativa a los modelos clásicos, pero que en realidad era demasiado parecida físicamente a su padre -de hecho es su padre con pelo largo, como si al bueno de Henry Fonda le hubieran puesto una peluca y lo hubieran vestido de reinona del carnaval de Tenerife- como para despertar según qué instintos.
Todo valor contracultural y contestatario de la película puesta en su contexto temporal, así como toda vocación de erigirse en monumento al naciente Pop-Art, quedan hoy tan pasados de moda, tan trasnochados, han envejecido tan mal, que la supervivencia de este petardo fílmico como película de culto solamente puede entenderse como producto de una época en la que, si así lo quieren los gurús de la publicidad, cualquier cosa puede convertirse en obra de culto si permite el chorreo constante de dólares en la caja. En este punto, la trama es lo de menos: Barbarella, que transita por el espacio en una nave que bien podría asimilarse a la cabina de un peep-show, en la que los chismes tecnológicos y la «decoración» parecen más una acumulación de objetos sexuales y una puesta en escena para voyeurs siderales, es reclutada para detener la principal amenaza para la galaxia: un demonio llamado Durand-Durand (y eso que no habían sacado discos todavía…), que por lo visto anda conspirando desde el planeta Lythion para no se sabe muy bien qué, pero en cuyos propósitos tiene un lugar eminente la utilización de algo llamado «rayo positrónico».
Este argumento, que no tiene ni pies ni cabeza en su planteamiento ni conserva un mínimo de lógica expositiva en su desarrollo y conclusión, viene «amenizado» por la continua y constante carga erótica en distintas versiones (lésbica incluida) para el lucimiento de la anatomía de Fonda y de otros maniquíes ligeros de ropa que se supone deben despertar la libido del espectador. Sin embargo, el resultado parece más bien producto de la aspiración de distintas sustancias psicotrópicas, de la ingestión de mucho alcohol mezclado con queroseno, y del fumeque de gomas de borrar y fibras de tabaco, marihuana, hachís y cualquier otra cosa fumable cuyo efecto en el cerebro consista en el licuado y emborronamiento. Mucho más allá de la cutrez intrínseca de las obras de ciencia ficción de los cincuenta que manifestaban su carácter de serie B en la escasez de medios pero que a menudo sorprendían por la fuerza de algunas escenas o por la doble lectura contextual de sus exiguos guiones, en la película de Vadim parece haber una vocación indiscutible por la vulgaridad alucinatoria, el surrealismo involuntario (la nave espacial con forma de dromedario), los caprichos narrativos y la abundancia de tripis, anfetas y otras drogas, duras y blandas, entre el público. Por no respetar, ni siquiera respeta el encanto del tebeo de culto que da origen a la película y en el que, sin pretensiones, se ofrecían aventuras con carga sexual.
Los colores chillones, la sobreabundancia del plástico y de la felpa por todas partes, los penosos efectos especiales (cutres, cutres, cutres, como si se hubieran hecho en la España de entonces), son el marco en el que Jane Fonda trota cochineramente en una sucesión de episodios inconexos, se supone que con doble -y hasta triple- contenido sexual subliminal, mientras se cruza con pintorescos personajes a cada cual más cretino o imbécil -Pygar, el angelote medio en bolas; La Gran Tirana (Anita Pallenberg), que quiere llevarse al huerto a Barbarella; el Profesor Ping (interpretado por el mimo Marcel Marceau, que no se sabe cómo acabó en esta mierda, como tampoco se sabe por qué Ugo Tognazzi se prestó a aparecer en ella)- en un mundo que parece construido con los descartes de decoración de una desquiciada fantasía de José Luis Moreno.
El personaje de Fonda, a caballo entre la ingenuidad más virginal y la desinhibición más descarada, resulta hortera a más no poder pero, resultón como encarnación hippie de una parodia sideral de James Bond, que al igual que él intenta vencer al mal regalando paz y amor -esto es, acostándose con todo bicho viviente-, es lo más rescatable de una película penosa que convierte a Ed Wood en un cineasta de categoría. Necesitada de la complicidad estupefaciente del espectador, la película es involuntariamente surrealista, no se puede creer si no se ve, está a la altura de subproductos que jamás debieron existir, como Xanadu o las películas de Britney Spears, Mariah Carey o las Spice Girls, pero resulta tan mala, tan abominable, tan absurda, tan ridícula, que si se tiene la oportunidad es imperdonable no verla. Eso sí, para reírse con ella, para no terminar arrancándose el cuero cabelludo con las uñas o amputándose las partes más blandas del cuerpo, es imprescindible el dopaje en grandes dosis…
Acusados: todos
Atenuantes: ninguno
Agravantes: su apología de lo bizarro, su carácter descerebrado, su vocación seria cuando ni siquiera da para parodia
Sentencia: culpables
Condena: un paseo espacial muy muy largo sin dotar al traje del habitáculo para la recogida de los residuos orgánicos del astronauta…