El pequeño Mr. Welles/Palabra de Orson Welles

Un breve homenaje a Javier Marías, recuperando un artículo sobre Orson Welles publicado en Nickel Odeon en 1999 y recogido en sus libros Vida del fantasma (Alfaguara, 2001) y Donde todo ha sucedido: Al salir del cine (Debolsillo, 2007; Galaxia Gutenberg, 2014). Al final del artículo, una serie de citas del genio de Wisconsin.

Un lector centroeuropeo me hizo una vez, por carta, el elogio más singular y quizá más inquietante que jamás he recibido. Él, varios años más joven que yo, distinguía a los artistas en general —escritores, cineastas, pintores, músicos— entre nacidos antes y después de 1914. Para él, los individuos llegados al mundo con anterioridad a esa fecha eran notablemente distintos, y desde luego superiores, a los aparecidos con posterioridad. «Existen, sin embargo», venía a añadir, «algunos seres felizmente anacrónicos, que, habiendo nacido mucho después de ese año clave, parecen previos a él. Usted es uno de ellos.» En el contexto no pude sino agradecérselo con rubor. Pero no pude sino preocuparme bastante, fuera de él, sobre todo al pensar que mi propio padre nació, precisamente, en 1914.

Orson Welles nació en 1915, lo cual fue, en mi opinión, tan buena como mala suerte para él. Mala porque sin duda era un año demasiado tardío y moderno para alguien así, y no lo digo ahora en referencia a la curiosa frontera marcada por aquel lector, pues 1914 o 1913 le habrían resultado igualmente inadecuados e impropios en más de un sentido, a mi modo de ver. Buena porque le permitió hacer cine y no limitarse al teatro, y así legarnos hasta el fin de los tiempos su inmenso talento como director y actor; pero sobre todo porque pudo ser el niño prodigio y hasta alarmante que fue, en vez del niño monstruoso en que se habría convertido, a buen seguro, de haber pisado la tierra diez o quince, no digamos veinticinco o treinta años más tarde, es decir, ya en épocas en que no sólo se percibe como aberración que un menor hable y se comporte como una persona mayor, sino en las que está mal visto y no gusta, incluso que un adulto verdadero se comporte y hable como tal. Seguramente Welles mereció haber nacido en el siglo XVIII, cuando todavía se trataba a los niños como a proyectos de adultos, y sus diversas cortas edades se veían tan sólo como fases transitorias que convenía abreviar al máximo y aprovechar para el adiestramiento; como un largo periodo de limitaciones fastidiosas por el que no quedaba más remedio que pasar. Hoy, en cambio, se tiende a perpetuar en la gente la puerilidad y la irresponsabilidad y la debilidad, de tal manera que un Welles de nuestro tiempo habría sido una anomalía más bien detestable, y de tal calibre que su carrera se habría visto rápidamente ridiculizada y truncada en los programas nocturnos de telebasura, o bien cercenada por algún psicópata asesino de niños que habría encontrado especial placer en descuartizar a un crío de tan excesivo talento e insoportable saber.

Porque lo cierto es que, en más de un aspecto, el pequeño Orson fue siempre Mr. Welles. Y no es que en su infancia no se le viera como a un prodigio en verdad anormal, pero todavía en los años diez y veinte de este siglo que ahora termina, alguien como él podía —en un ámbito familiar algo excéntrico y «artístico»— atravesar niñez y adolescencia sin ser «reeducado», psicologizado, encerrado, folklorizado, internado, secuestrado por el Estado, utilizado como cobaya o directamente aniquilado por los acomplejados.

Su aire grandullón era en realidad lo de menos, quizá una leve ayuda de la naturaleza para amortiguar el desfase y disimular mejor su escasa edad mientras escasa o escasísima fue. Ya al nacer pesó por encima de los cuatro kilos y medio, y sus primeras apariciones sobre un escenario se vieron prematuramente interrumpidas por culpa de su robustez: tras un prometedor debut como hijo ilegítimo de Madame Butterfly en la Ópera de Chicago, fue prestado en varias ocasiones más a potentes sopranos que por allí pasaron y que en algún momento de las obras que interpretaban tenía que sostener o mecer a un niñito en sus brazos; pero en seguida, con tres años tan sólo, Welles fue rechazado por varias de ellas, que lo juzgaban demasiado pesado para izarlo y cantar a la vez.

Los contactos musicales y operísticos se los debía a su madre, Beatrice Ives Welles, concertista de piano durante algunos años y luego anfitriona casi obligada o institucional en Chicago de cualquier celebridad con partitura que cruzara la ciudad, incluidos Stravinsky y Ravel. A ella debió también en buena medida Welles su extrema precocidad, ya que la madre juzgaba una gran pérdida de tiempo, para él y para ella, leer a su hijo cuentecillos infantiles pudiendo regalarle el sonido de los versos de Swinburne, Rossetti, Tennyson, Keats, Tagore y Whitman, antes de ya pasar, cuando Orson no había cumplido aún dos primaveras, a versiones aligeradas de las obras de Shakespeare. Con todo y con eso, parece que se quedó corta y subestimó a su vástago, pues éste le exigió «la cosa misma» en cuanto supo que aquellas versiones no eran las cabales ni originales.

Antes de proseguir con lo que semejan —lo comprendo— cuentos chinos, conviene informar de que, según numerosos testigos —entre ellos su tutor el doctor Maurice Bernstein—, Orson Welles hablaba inglés perfectamente a los dos años de edad, «como un adulto cultivado». La secretaria del doctor sostiene que a los tres ya era capaz de perorar como un profesor y de discutir «casi acerca de cualquier tema con mucho sentido y gran cordura». No está de más que subrayara lo de la cordura, aunque tampoco sirve de mucho si uno continúa recopilando anécdotas y recabando datos. A los cinco, por ejemplo, tras un concierto de Stravinsky en Nueva York, hasta donde lo llevó Bernstein, un grupo de connaisseurs se trasladó al Hotel Waldorf, en cuyo vestíbulo el niño disertó un rato con inteligencia sobre la música escuchada. Entre los aficionados estaba Agnes Moorehead, cuya carrera de actriz era entonces algo menos que incipiente y que de hecho no se inició en el cine hasta veinte años después, cuando descolló en el reparto de Ciudadano Kane y de El cuarto mandamiento, las dos primeras películas de aquel niño disertador. Es mejor no preguntarse siquiera si el pequeño Orson la «fichó» ya en el Waldorf para aquellos papeles, en su imaginación.

Cuando tenía ocho años, una diva operística que agasajó a Beatrice Welles interpretando algunas arias durante una fiesta en su casa, se le acercó, confiada y maternal, al divisar a un niño entre los oyentes. Y al preguntarle: «Dime, jovencito, ¿qué te ha parecido el canto?», recibió una respuesta digna de los despiadados Addison De Witt o Waldo Lydecker, que interpretaron George Sanders en Eva al desnudo y Clifton Webb en Laura, respectivamente. A saber: «Ha sido espantoso. Técnicamente aún le falta a usted mucho por aprender».

Es evidente que un niño así no podía caer muy bien. Lo llamativo es que tampoco llegaba a tanto como a caer mal. La mayor parte de la gente que lo conocía se sentía impresionada, pero bastante favorablemente en conjunto, a pesar de todo. A algunos les inspiraba miedo, eso sí, y todos lo veían como a alguien sobresaliente que sin duda sería grande, en el terreno artístico por que finalmente se inclinara. (No debemos ocultar, sin embargo, que los lugareños más supersticiosos de su aldea natal, Kenosha, Wisconsin, lo tenían por una bruja disfrazada, casi desde que nació.) Pero, por inverosímil que parezca, si el pequeño Orson era repelente, no era sólo repelente, acaso porque su pedantería se manifestaba siempre teñida de guasa, o de rebeldía, o de travesura, o de gamberrada, o de transgresión, llámenlo como prefieran. Quiero decir que en su respuesta a la diva, por ejemplo, lo más «wellesiano» no era el tono de sabiondo, sino la impertinencia, la irrespetuosidad, la inconveniencia, el descaro, del mismo modo que, cuando a los diez años solicitó pronunciar una conferencia sobre Arte ante la congregación de alumnos de la Washington School de Madison que lo acogió brevemente (y el director accedió, pues ya Welles aparecía de vez en cuando en la prensa local como un fenómeno de inteligencia), no debe tenerse tan en cuenta lo estomagante de la petición y la pretensión cuanto que aprovechara la oportunidad para, tras un somero e irreprochable recorrido por la Historia del Arte, arremeter contra los métodos empleados para su enseñanza en la propia escuela que había atendido a su ruego. Numerosos testigos recuerdan que el disfrute de Welles iba en aumento según aumentaba el vitriolo de sus argumentos. Y que cuando el profesor de Arte lo interrumpió para decirle que no estaba en situación de hacer tales críticas, Orson Welles gritó: «¡La crítica es la esencia de la creación! Y si el sistema de enseñanza pública debe ser criticado, ¡yo lo criticaré!». Esa frase constituyó uno de los primeros titulares de prensa de su larga lista, en Chicago y en Nueva York.

Parte de su ánimo transgresor se lo debía sin duda a su padre, con quien convivió unos años, entre la muerte de su madre cuando él contaba ocho, y la del propio Richard Welles, que lo dejó casi solo en el mundo a la edad de trece. Hombre de dinero, la profesión más conocida de Dick Welles —y era más bien una afición— fue la de inventor. De sus muchas creaciones, la que tuvo al parecer más éxito fue un nuevo tipo de faro para bicicletas, y la que menos un lavaplatos mecánico que hacía añicos cuantos platos lo visitaban. Sus verdaderas vocaciones, a las que se entregó en cuerpo y alma en cuanto se jubiló anticipadísimamente, eran las de viajero, casanova, bebedor y semitahúr. En todas ellas lo acompañó el joven Welles tras la muerte de su esposa, de la que el padre llevaba algún tiempo separado, y durante al menos dos años éste paseó al niño por medio mundo: París, Londres, Singapur, Jamaica, la China… Orson, a la noche, le escuchaba relatos de pasadas andanzas mientras el padre se servía más y más ginebra. No parece que el joven lo acompañara también en la bebida, aunque bien podía haberlo hecho, dado que desde los cinco años frecuentaba el vino con el consentimiento de su progenitor, y a los once se fumó su primer cigarro. Welles habló de su padre con afecto siempre. Sobre todo le debía, dijo, la enorme ventaja de no haber recibido una educación convencional ni formal hasta los diez años. «Todos sus amigos le querían mucho», añadía. Dick Welles, según se cuenta, recibió en vida tres honores muy de su gusto: se prestó su nombre a un restaurante, a un caballo de carreras y a un habano. ¿Qué más podía pedir?

No hace falta decir que el pequeño Mr. Welles, aceptado tan fácil y naturalmente por los adultos como uno más desde su temprana infancia, no se relacionaba apenas con sus coetáneos, demasiado elementales para él; así que, manías paternas y maternas aparte, no le resultaba estimulante ni apetecible acudir al colegio con normalidad. El doctor Bernstein contó que, a los tres años, fingió un ataque de apendicitis para evitar ser llevado a un kindergarten lleno, según sus propias y despectivas palabras del momento, «de chicos cuya única ambición es convertirse en boy scouts».

A partir de los diez años sí ingresó en la Todd School, un colegio especializado en muchachos superdotados. Ha pasado a la historia como el más superdotado de todos los alumnos allí albergados por espacio de unos cien años. Allí sí estuvo a gusto y se llevó excelentemente con algunos de sus profesores, lo cual no le impidió, sin embargo, discutir a menudo con ellos y sus teorías o gastarles bromas pesadas. Ya disponía de maquillaje de actor por entonces, y en una ocasión lo empleó para empalidecerse y fingir que se había ahorcado con un largo pañuelo. Su interpretación fue tan convincente que el profesor de Historia sufrió un amago de infarto. Cuando se preguntó a Welles por qué había gastado semejante broma, contestó muy ufano: «Me pareció una buena idea. Estaba ya aburrido de Historia, en cualquier caso».

Su relación fue no obstante magnífica con la gente de Todd, sobre todo si se la compara con el trato dispensado por Welles a los psicólogos de la Washington School de Madison, que tuvieron el privilegio de «observarlo» durante una temporada. Según relata su temprano biógrafo Peter Noble, el pequeño Orson se dedicó a tomarles el pelo, juzgándolos imbéciles y pomposos en sus jueguecitos y análisis. Cuando le decían: «Dinos lo primero que se te pase por la cabeza al oír la palabra oso de peluche», contestaba al instante: «El epigrama de Oscar Wilde según el cual un cínico conoce el precio de todo y el valor de nada». Los psicólogos, con un tal Mueller a la cabeza, no se rendían: «¿En qué piensas al oír la palabra madre?». Y Welles respondía sin pestañear: «El genio consiste en una inmensa capacidad para el esfuerzo», o cosas por el estilo. La escuela determinó, tras meses de pruebas, que el pequeño Mr. Welles, de diez años a la sazón, era un ser humano altamente interesante y desusado porque su personalidad era resultado de «una profunda disociación de ideas».

Parece como si Orson Welles hubiera sido en realidad el mismo, sin apenas evolución, desde su niñez hasta su vejez, durante la cual conservaba no pocos rasgos infantiles. Parece que durante aquélla hubiera tenido más que nada impaciencia por abandonarla, como si se hubiera sentido desde el principio prisionero de un cuerpo inadecuado a su mente, y cabe imaginar lo largos que debieron de hacérsele sus primeros trece años de vida, hasta que con catorce se subió de verdad a un escenario e interpretó a Shakespeare en el famoso Gate Theatre de Dublín, tras cruzar una vez más el océano, solo ahora. Con todo, resulta aventurado y difícil concluir que careció de enteramente de infancia, tal como la entendemos habitualmente. Por una parte, y pese a su sabiduría, fue al parecer muy querido, por ser siempre simpático, siempre embustero y casi siempre encantador. Según el doctor Bernstein, el pequeño Mr. Welles se ganaba a los adultos, a pesar de su rareza, «porque era amable y paciente con los absurdos de éstos». Por otra parte, y como bien señaló otro biógrafo —éste tardío, David Thomson—, «Welles se pasó toda la vida metido en el negocio de ser traicionado», y ese ser traicionado lo utilizó o soportó «como un medio para ser siempre recto, superior y estar solo». De eso tratan seguramente sus mejores películas, y nadie puede saber tanto sobre la lealtad y la traición sin haberlas conocido no sólo de niño, sino también como niño. O lo que es lo mismo, no sólo la infancia, sino infantilmente en ella, y en la juventud y en la madurez y en la ancianidad. Es quizá en esta última edad en la que ese sentimiento siempre infantil de padecer traiciones es más grave e irremediable, acaso más dignificador también. Así nos lo enseñaron Falstaff en Campanadas a medianoche y Quinlan en Sed de mal… Pero esta es otra historia, que aquí no cabe, de cuando Mr. Welles ya no fue tan pequeño, e incluso llegó a hacerse muy mayor.

PALABRA DE ORSON WELLES.

«Muchas personas son lo bastante educadas como para no hablar con la boca llena, pero no les preocupa hacerlo con la cabeza vacía».

«Comencé muy alto y me he labrado mi decadencia».

«Mi médico me ha dicho que no vuelva a organizar cenas privadas para cuatro personas. A menos que tenga tres invitados que me acompañen.»

«Sólo hay una persona que puede decidir lo que voy a hacer, y soy yo mismo».

«El escritor necesita una pluma, el pintor un pincel, el cineasta todo un ejército».

«Lo primero que oí cuando aún estaba en la cuna fue la palabra “genio” murmurada en mi oído. ¡Por eso no se me ocurrió pensar que lo era hasta que fui un hombre adulto!»

«Nacemos solos, vivimos solos, morimos solos. Sólo a través de nuestro amor y amistad podemos crear la ilusión por un momento que no estamos solos»

«Lo peor es cuando has terminado un capítulo y la máquina de escribir no aplaude».

«Es imposible hacer una buena película sin una cámara que sea como un ojo en el corazón de un poeta.»

«Por celos y envidias, el ser humano es capaz de todo, desde el crimen hasta la santidad. Es terrorífico».

«Hollywood es un dorado barrio adecuado para golfistas, jardineros, agentes de bolsa y complacidas estrellas de cine. Yo no soy ninguna de esas cosas.»

«Todo es posible a condición de ser lo suficientemente insensato.»

Extraño caso de cine presciente: La conversación (The conversation, Francis F. Coppola, 1974)

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La conversación o el peligro de remontar la realidad en un estado de paranoia. Realizada entre las dos primeras partes de la trilogía de El Padrino, esta película de Francis F. Coppola, aparentemente menor, crece con el tiempo para convertirse en un extraño y evidente ejemplo de presciencia cinematográfica, una cinta que anticipó, por muy poco pero con gran dramatismo y una adecuada atmósfera pesadillesca, y he ahí el detalle verdaderamente escalofriante, el clima de paranoia pública que iba a vivirse tras el descubrimiento del caso Watergate y la publicación de las pruebas de la implicación de la Casa Blanca y del presidente Nixon en el caso de espionaje político más importante y decisivo de la historia norteamericana. El tiempo, sin embargo, ha determinado lo anecdótico de este aspecto puntual de la película, estrenada muy poco después del estallido del escándalo pero rodada al mismo tiempo que estaban teniendo lugar las actuaciones ilegales en la sede del partido demócrata; el enorme poder de previsión del filme se sitúa más bien en otras coordenadas más próximas: en la influencia que el exceso de información y, sobre todo, que el fácil acceso a contenidos compartidos o susceptibles de serlo y la sobreexposición de los particulares a los medios de comunicación, públicos o privados soportados en plataformas de acceso público, han tenido y tienen sobre las relaciones físicas entre las personas, del efecto de atrofia, de entorpecimiento que la abundancia de medios y formas de comunicarse tiene sobre el contenido final de lo que se comunica, y en cómo esa deficiencia, esa carencia, mina poco a poco los vínculos personales e incluso la propia personalidad puesta en relación con lo que los otros ven y saben de uno mismo. Luis Buñuel ya nos advertía en sus memorias respecto a su odio a la información, un pensamiento que el escritor Javier Marías formalizó en una inquietante sentencia: «El 1984 de Orwell nos parecía a todos una pesadilla, un infierno. La versión real de eso, multiplicada por diez, a las generaciones actuales les parece de perlas».

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Coppola habla de la descomposición de la sociedad americana de su tiempo (y del nuestro, y no sólo americana sino mundial, o al menos del mundo occidental) a través de la figura de Harry Caul (Gene Hackman, en una interpretación sobresaliente marcada por la contención y la introspección), un profesional de la vigilancia y de la obtención de información de enorme prestigio entre sus colegas. Se trata de un hombre extraño, tímido, triste, retraído y solitario, que tal vez se encuentra más a gusto escuchando conversaciones ajenas, acechando, siguiendo o mirando a través del visor que en compañía de personas de carne y hueso. Con ellas se muestra azorado, atolondrado, incómodo, desorientado, no sabe qué esperar, cómo comportarse, cómo mostrarse. Únicamente en el trabajo, o en sus largas veladas domésticas acompañando discos de jazz con su saxofón parece ser él mismo.

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El confuso fragmento de una conversación tomada en una vía pública muy transitada y rodeada de ruidos de todo tipo, todo un ejemplo de su virtuosismo técnico, le lleva sin embargo a un estado de obsesión que conecta con un oscuro hecho del pasado, la razón última por la que abandonó su trabajo en la fiscalía del distrito de Nueva York y se mudó a San Francisco para trabajar en el sector privado. Contraviniendo su norma profesional de marcar distancias con el contenido de la información que obtiene, y vulnerando de manera aún más flagrante si cabe su decisión personal de separarse de todo aquello que suponga un excesivo contacto con la gente, una implicación emocional con las personas que lo rodean, Harry inicia una espiral de actividades que al mismo tiempo que le van obsesionando más y más con el objeto de sus pesquisas le van apartando de las pocas personas que lo ayudan y lo comprenden, como su amante (Teri Garr), de la que lo único que sabe es porque se ha ocupado él mismo de averiguarlo con las herramientas de su trabajo sin darle a cambio ninguna información propia, o su compañero y colaborador, Stan (el gran John Cazale, el mejor actor con la mejor filmografía corta de toda la historia del cine).

La paranoia de Harry nace con la combinación de un segundo factor implacable: el tiempo. Sospechando la turbiedad de las verdaderas intenciones de quien le encargó el trabajo, el director de una importante empresa (Robert Duvall, en una breve colaboración), y más todavía de su secretario (Harrison Ford, en un breve pero enjundioso papel), un tipo que parece tener motivos propios para acceder a las cintas que el equipo de Harry ha grabado, Harry se embarca en una investigación personal, con los escasos datos con que cuenta, para destapar el misterio antes de que la muerte anunciada tenga lugar y su intento de enmendar su error (ponerse al servicio de quienes pueden hacer un uso pernicioso de sus aptitudes profesionales) y su pasado (evitar que aquello que le corroe por dentro vuelva a repetirse) llegue demasiado tarde.

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Y ahí viene el toque maestro de la película de Coppola, el giro final que la convierte en un título que avanza buena parte de las transformaciones sociales que se avecinan a causa, o por culpa, de la vida en una sociedad de la información despierta las veinticuatro horas, y de la que ha desaparecido cualquier mínima exigencia de contraste de la información, de búsqueda de la veracidad, en favor del impacto del minuto de oro. Harry reconstruye una realidad a la medida de su paranoia, junta los datos de manera selectiva para convencerse a sí mismo de una conclusión a la que ha llegado previamente en su enfermiza deriva emocional, intenta que sus averiguaciones encajen con un resultado predeterminado, y por lo tanto su castillo de datos se cae como arrastrado por un ventilador. Harry ha apostado su vida personal y su carrera profesional en un juego en el que ha jugado mal todas las cartas, y que le ha costado su vida, sus amigos, su amor, su hogar (él mismo lo destruye meticulosamente, milímetro a milímetro, en busca de un micrófono oculto), su fe cristiana y su libertad. Sólo le queda la veneración de unos compañeros de profesión que viven en un mundo oculto, subterráneo, donde siempre es de noche y cualquier luz es artificial, y un remordimiento, ahora doble, del que no puede consolarle una fe cristiana que también le ha dejado tirado.

Con su puesta en escena naturalista, gracias a la fotografía de Bill Butler, y su atmósfera amenazante y opresiva (la plaza atiborrada, el interior de la furgoneta repleta de cables, cámaras y aparatos, la feria de muestras llena de gente, el coche en el que viajan ocho o nueve personas, etc., en contraste con el loft semivacío casi por completo donde Harry tiene la sede de su empresa, por el que Stan se mueve en ciclomotor), subrayada por las inquietantes notas del piano de David Shire, La conversación emerge desde una distancia de más de cuarenta años como una clara advertencia del futuro que nos aguarda, de un presente que ya vivimos, condicionado por el tráfico de datos, diluido en una catarata de imágenes, y en el que día a día nos vamos viendo privados más y más de las herramientas para su correcta y coherente interpretación.

La tienda de los horrores – Bailar en la oscuridad

Para el escritor Javier Marías, inspirador de esta entrada gracias a su descacharrante artículo Insomnio de cine (2000).

Que Lars von Trier es gilipollas perdido es algo que se viene comentando hace días por los mentideros estos de las películas. Él mismo no lo niega sino que, habiéndolo confirmado de palabra motu proprio en no pocas ocasiones, no le duelen prendas en mostrarse tal cual es incluso en las ruedas de prensa promocionales de las películas que acaban de recibir ovaciones y elogios (ya se sabe, su estúpido discurso en Cannes sobre su particular comprensión de los comportamientos de Hitler). Hasta ese momento, sin embargo, a un montón de juntaletras y no pocos críticos de buena fe impresionables con cada reinvención de la rueda, Von Trier les parecía la panacea de la rebelión y de la provocación tras la cámara, el culmen de la intelectualidad y de una refrescante y necesaria nueva mirada cinematográfica (el tal Dogma, que, salvo excepciones contadas, ha producido películas que parecen resultado de largas horas de orgía etílica), haciendo caso omiso de sus pretenciosos y casi siempre huecos juegos pseudosesudos y de sus artes promocionales basadas en la ofensa, la controversia y la polémica gratuitas, hasta que la falla ha ardido del todo y el amigo Lars ha terminado retratándose como un pretencioso director sin más con una carrera llena de altibajos, con películas excelentes (Dogville, El jefe de todo esto, Rompiendo las olas), mediocres (Europa, Los idiotas) o directamente espantosas, entre las que destaca por encima de todas este celebrado engendro llamado Bailar en la oscuridad (2000).

Lo que llama la atención es que semejante plaste haya logrado tal corriente de admiración casi unánime entre críticos, aficionados y público en general tratándose de una casi ridícula traslación a imágenes de un guión todavía más ridículo. Y más aún que en Cannes, donde hoy no le darían ni las buenas tardes, le regalaran nada menos que la Palma de Oro en la edición que probablemente más barata se ha vendido, por no mencionar el premio a la mejor ¿actriz? para su horripilante protagonista, la pseudocantante Björk, que cansada de sus perpetraciones musicales decidió aprovechar la oportunidad de trasladar su abominable presencia a la pantalla. La película (que, como viene siendo habitual en Von Trier y su productora, Zentropa, aspira al título de coproducción más superpoblada de la historia, pues forman parte de ella productores de Dinamarca, Alemania, Holanda, Italia, Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Suecia, Finlandia, Islandia y Noruega; casi la ONU…), por más premiada que esté y más elogios que reciba, desprende por sí misma lo que es, una musicalización (si es que a lo suyo, obra de la susodicha islandesa, se le puede llamar música) de una historia que asume uno por uno todos los pestilentes postulados del culebrón más ramplón y del folletín decimonónico de más baja estofa concebible: sin escatimar azúcar, lágrimas y cursilerías varias, Von Trier nos acerca a la historia de Selma (la pedorra de Björk, una de las ¿artistas? más incomprensiblemente sobrevaloradas de todos los tiempos), una inmigrante checa en Estados Unidos que malvive en un régimen de semiesclavitud en una fábrica. Como tal caracterización es poca desgracia, la muchacha es madre soltera y además padece una extraña enfermedad ocular degenerativa y hereditaria (sin que en ningún momento digan cuál es) que la está dejando ciega. Pero este cúmulo de desgracias contrarresta su mala fortuna siendo un cacho de pan: más buena, más dulce, más amorosa, más pava, no puede ser. Más bien pavisosa, con esa congelada sonrisa como si permanentemente se regocijara de una ventosidad expulsada sin que nadie se haya dado cuenta. El primer problema de la película radica precisamente ahí: mientras que todos los personajes la adoran por su bondad, al otro lado de la pantalla sólo se ve a una idiota suprema, a un ser bobo, meloncio, consciente de manera autocomplaciente de su propia bondad y, por tanto, falsa, soberbia, engreída, presuntuosa, una Teresa de Calcuta de andar por casa, de cartón piedra.

Si ahí terminaran las incongruencias y los caprichos narrativos, el pecado se quedaría a medias. Para continuar con la estructura telenovelera, resulta que su nene, que padece de la misma enfermedad ocular que ella y que no desempeña ningún otro papel en la película que ser una coartada emocional sin protagonismo alguno más que de manera tangencial (ni la propia Selma, como señala Marías, le hace ni puto caso), precisa de una operación cuyos costes ella sola no puede afrontar sin realizar enormes sacrificios y pasar por grandes privaciones, guardando cada céntimo y cada dólar que puede en el calcetín destinado a la intervención quirúrgica. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Bailar en la oscuridad»