Por la supremacía colonial: La máscara de Fu Manchú (The mask of Fu Manchu, Charles Brabin, 1932)

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La victoria japonesa en su guerra con Rusia de 1904-1905 conmocionó a Occidente. No tanto por el resultado en sí, sino porque Japón, apenas cuatro décadas antes sumido todavía en el medievo samurái, había derrotado a una potencia europea en su propio terreno, es decir, con un ejército moderno resultado de un emergente potencial industrial que se impuso el enemigo ruso en grandes batallas terrestres como la de Port Arthur o navales como la batalla del mar del Japón. Se trataba de la primera vez que un país asiático vencía a una potencia colonial europea en una guerra abierta, una victoria que de paso certificó la crisis que llevaría al Imperio zarista a su autodestrucción a manos de los bolcheviques. Este cambio en el eje del equilibrio de poder en Asia, unido a los recientes conflictos británicos en las guerras del opio con China, además de la importante presencia occidental en el país ante la hostilidad de los nacionalistas, propiciaron el nacimiento del Doctor Fu Manchú, el personaje ideado por Sax Rohmer en 1913, prototipo de villano oriental, un maquiavélico ser maligno que odia a los blancos y a Occidente, un presunto genio criminal (aunque no da ni una) que elabora descabellados proyectos de rebelión y dominación siempre desbaratados por su rival, el investigador inglés Sir Nayland Smith, y su ayudante el doctor Petrie.

La máscara de Fu Manchú (The mask of Fu Manchu, Charles Brabin, 1932), recoge el espíritu de serial de aventuras de los relatos de Rohmer, profusamente trasladados al cine, la televisión, la radio o las historietas de la prensa y los tebeos, y también su línea temática básica. En este caso, el Doctor Fu Manchú (Boris Karloff), doctor en Filosofía, Derecho y Medicina, se propone burlar a una expedición británica que ha ido al Gobi en busca de la legendaria tumba de Gengis Khan y así arrebatarles su máscara funeraria y su famosa cimitarra, cuya posesión, según una antigua tradición, le permitirá aglutinar bajo su mando a los pueblos de Asia para levantarse contra sus dominadores extranjeros. Nayland Smith (Lewis Stone) y el resto de expedicionarios se enfrentarán a Fu Manchú y a su malvada hija Fah Lo See (Myrna Loy) para retener el tesoro y llevarlo al Museo Británico, como debe ser. La exposición del argumento deja claro lo esquemático de la trama.

El guión apenas se molesta en disimular el tufillo ideológico, colonialista e imperialista, propio de la supremacía racial blanca, que nutre la historia. Los puntos de vista de los personajes británicos llaman hoy la atención por su legitimación de su defensa de la tutela de pueblos, culturas y naciones tildados (explícita o implícitamente) de «inferiores», así como del derecho que asiste a las naciones «civilizadas» a recorrer el mundo con sus expediciones y expoliar las obras de arte y las antigüedades de cualquier pueblo allí donde se encuentren. En puridad, más allá de la maldad intrínseca al personaje de Fu Manchú, de sus métodos criminales y su querencia por la extorsión, el asesinato y la tortura, lo censurable en primer término son sus propósitos, esto es, la emancipación asiática de la tutela occidental (los personajes de la cinta son británicos, pero la película es norteamericana), sin que en ninguna parte se citen las prácticas violentas puestas en marcha por las potencias coloniales para asegurar su dominio.

Más allá del componente ideológico, la película constituye en sí misma, como ocurre a menudo en el cine de serie B, un prodigio de concisión. En apenas 68 minutos pasamos del Londres victoriano a las llanuras mongolas, o al interior de las suntuosas y oscuras guaridas de Fu Manchú, repletas de pasadizos, cuevas, mazmorras, laboratorios, salones del trono y salas de tortura. Con un ritmo trepidante, Charles Brabin nos conduce por un carrusel de avatares y pequeños desastres, triunfos parciales de los malos, situaciones apuradas para los buenos, retos a su astucia e inteligencia de los que salen invariablemente airosos, y una eclosión final en la que se produce el triunfo sobre el mal y la muerte del malévolo doctor. Muerte aparente, porque en cada capítulo renace como un ave Fénix del horror… A veces excesiva, a veces gratuita, ya hemos visto que ideológicamente más que discutible, el encanto de los antiguos seriales cinematográficos planea sobre toda la historia para amortiguar las objeciones y resaltar el aire aventurero y simplón de la narración. Continuar leyendo «Por la supremacía colonial: La máscara de Fu Manchú (The mask of Fu Manchu, Charles Brabin, 1932)»

Entre el terror y la autoparodia (II): La marca del vampiro (Mark of the vampire, Tod Browning, 1935)

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La que posiblemente estaba destinada a ser quizá la mejor película dirigida por Tod Browning nos ha llegado incompleta. El relato de las complicaciones surgidas durante la producción, de las dificultades y problemas que el director hubo de afrontar durante la gestación y ejecución del proyecto, resultaría a buen seguro más terrorífico que la propia película. Como consecuencia de ello, ha quedado una obra mutilada que sólo permite imaginar cuáles eran las intenciones últimas de Browning, así como hacerse una perfecta idea de su maestría a la hora de narrar historias de terror desde el punto de vista estrictamente canónico o, como en este caso, sin perder el tono ácido y la capacidad de reírse de sí mismo.

Porque, por encima de su perfección técnica y del mayor o menor interés de la historia, lo que parece constituir el primer objetivo de La marca del vampiro (Mark of the vampire, 1935) es la vocación autoparódica. Browning vuelve a personajes, entornos, atmósferas y claves narrativas de su gran éxito, Drácula (1931), pero con una actitud muy diferente que se va revelando según avanza el mutilado metraje (apenas 59 minutos). En la película, de hecho, confluyen tres planos narrativos: la investigación criminal que emprende en Praga el inspector Neumann (Lionel Atwill) a raiz del hallazgo del cadáver de un barón que presenta unas extrañas marcas en el cuello y que conecta el caso con otros hechos similares producidos con anterioridad; la historia puramente vampírica, con el conde Mora (Bela Lugosi, reinterpretando su famoso personaje) que, en compañía de su presunta hija, sale por las noches de la cripta de su castillo sediento de sangre para aterrorizar a los vecinos de las localidades cercanas y la consiguiente persecución a la que es sometido por el Profesor, un trasunto del famoso Van Helsing (Lionel Barrymore); y, finalmente, el elemento puramente cómico, el giro final, el descubrimiento de lo que realmente está sucediendo por parte del inspector y del Profesor, y el secreto de la verdadera identidad del conde Mora y de su hija.

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La película combina estos elementos desde muy pronto, ya que el hallazgo de los primeros cadáveres inicia una rivalidad «médico-científica» entre varios galenos (entre ellos el impagable Donald Meek, inolvidable agente de ventas de whisky que viaja en diligencia por el Oeste de John Ford) para salirse con la suya a la hora de determinar la verdadera causa de las muertes, un debate en el que priman más los terrores propios, la superstición y la cobardía que los criterios puramente médicos, todo ello mezclado con el folclore local y la atmósfera rural centroeuropea típicamente ligada a los ambientes de los relatos vampíricos (gitanos, zíngaros, posadas en caminos poco transitados, aullidos de lobos y bosques en continua penumbra a causa de una niebla que nunca termina de levantar…). La investigación se topa prontamente con el hecho vampírico, máxime cuando los demás habitantes de la casa del barón comienzan a verse atacados por misterioras presencias nocturnas y a levantarse por la mañana con unas marcas muy parecidas en sus cuellos. A partir de ahí, toma la voz cantante en los hechos el Profesor, y el elemento de intriga policial cede su espacio al relato canónico de persecución y muerte de un nido de vampiros cada vez más saturado, puesto que ya empiezan a ser varios vampirizados los que comparten vivienda con Mora y su hija. Aquí cabe, precisamente, una de las mayores lagunas del film en la conformación actual de su metraje, la relación entre el conde Mora y la mujer: ¿su hija? ¿Su amante? ¿Quizá una relación incestuosa con su propia hija? Nada que la censura, en todo caso, pudiera dejar pasar, y por tanto convenientemente mutilado. El desenlace, no obstante, aclara bastante las circunstancias, aunque al parecer de quienes debían tomar las decisiones, no lo suficiente. Continuar leyendo «Entre el terror y la autoparodia (II): La marca del vampiro (Mark of the vampire, Tod Browning, 1935)»