Con D, de cine: El día más largo (The Longest Day, Ken Annakin, Andrew Marton, Bernhard Wicki, 1962)

Los largos sollozos del otoño hieren mi corazon con monotona languidez (Paul Verlaine).

Estos versos sirvieron de mensaje cifrado a los aliados para advertir a la Resistencia europea de que se avecinaba el momento que llevaban un lustro esperando, del principio del fin de la Segunda Guerra Mundial, de la sangría que llevaba devastando Europa desde 1914 e incluso antes. Casi novecientos años después de que Guillermo el Conquistador cruzara el Canal de la Mancha con sus normandos y robara Inglaterra a los sajones, y apenas cuatro años después de que Hitler fracasara en esa misma invasión como habían fracasado antes Felipe II o Napoleón Bonaparte, tuvo lugar la operación militar más formidable de toda la Historia de la Humanidad: el traslado, esta vez haciendo el camino a la inversa, de más de tres millones de soldados y cientos de millones de toneladas de material en unas cuatro mil embarcaciones de todo tipo y con el apoyo de más de once mil aviones de combate, cientos de submarinos e incontables combatientes anónimos tras las líneas alemanas de la costa. El desembarco de Normandía, la operación Overlord, cuyo posible fracaso había sido ya asumido por escrito por los oficiales que la diseñaron (encabezados por Eisenhower, Montgomery o Patton, entre otros) en unas cartas ya firmadas que jamás vieron la luz hasta décadas más tarde, constituye un hecho de los más trascendentales de nuestra historia moderna. Primero, por la ubicación, ya que entre otros lugares para efectuar la operación entraban las costas españolas, con el fin de desalojar ya de paso a Franco (curiosamente, fue Stalin quien se opuso por razones estratégicas y de urgencia, salvándole así el culo al dictador anticomunista), y además, porque los hechos que propició pusieron las bases de las modificaciones en el mapa de Europa que siguieron produciéndose durante décadas hasta convertirlo en el que conocemos hoy.

En 1962, el productor-estrella Darryl F. Zanuck, una de las piedras angulares del cine clásico americano, casi una leyenda, decidió llevar a la pantalla el novelón de Cornelius Ryan, adaptado por el propio autor, con una tripleta a los mandos de la dirección (Ken Annakin, Andrew Marton y Bernhard Wicki), para recrear de manera monumental y con un reparto de lujo hasta el mínimo detalle del desarrollo de la invasión de Europa el 6 de junio de 1944, el principio del fin del poder de los nazis en el continente. Con los épicos acordes de la pomposa música de ecos militares de Maurice Jarre (debidamente respaldada por los primeros instantes de la Quinta Sinfonía de Beethoven, tres puntos y una raya que en código trelegráfico identifican el signo de la victoria) y una maravillosa fotografía en blanco y negro ganadora del Premio de la Academia, la película recoge los largos prolegómenos de la invasión y las primeras horas de las tropas aliadas combatiendo en las playas de Normandía. Película de factura colectiva, adolece por tanto de una enorme falta de personalidad y se acoge al poder de lo narrado, apela continuamente a la épica y busca constantemente la trascendencia de frases de guión y encuadres superlativos, como forma de contrarrestar la frialdad y la distancia de una historia demasiado grande incluso para tres horas de metraje, pero que no puede ser contada de otra forma.

Con todas las carencias apuntadas en orden a su carácter impersonal, la película no carece de grandes momentos y de imágenes imperecederas. Continuar leyendo «Con D, de cine: El día más largo (The Longest Day, Ken Annakin, Andrew Marton, Bernhard Wicki, 1962)»

Mis escenas favoritas: Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956)

Esta obra maestra de John Ford acumula momentos inolvidables. Uno de ellos es este: «y nosotros no descansaremos».

 

Cerrando bocas: El sargento negro (Sergeant Rutledge, John Ford, 1960)

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La mejor manera de desmentir el presunto racismo de John Ford, lo mismo que su supuesto machismo, es ver su cine y utilizar los ojos para mirarlo y el cerebro para entenderlo. Prácticamente todas sus películas (y en lo que no, ahí está su vida personal dentro y fuera del cine para constatarlo) contienen abundantes y elocuentes elementos que permiten descartar esa lectura torpe, facilona y absurda que determinados sectores de la izquierda y del feminismo han querido dar a su cine sin detenerse a verlo con la debida atención, anteponiendo la ideología y el discurso interesado al indudable carácter de sus películas, incluso de aquellas que hacen exaltación (con muchísimo que matizar) del militarismo. Leer algún libro sobre su vida también ayuda a sacudirse prejuicios y quitarse tonterías de la cabeza, además de para aprender que los genios son siempre mentes complejas, desde luego no tan simples como las que pretenden juzgarlos con un titular. Pero si aun así se persiste en las ideas preconcebidas, El sargento negro (1960) constituye una prueba irrefutable de que lo principal, en el cine y en la vida, es saber mirar. Porque en 1960, en plena caldera de ebullición de la lucha por los derechos civiles de la población negra en los Estados Unidos, John Ford presenta esta tesis sobre la igualdad de los hombres y la injusticia racial que tiene como centro al sargento Rutledge (el apellido tampoco se deja al azar, pues coincide con la malograda prometida del presidente Lincoln, una de las figuras de la historia americana preferidas del director), antiguo esclavo reconvertido en suboficial de la caballería de los Estados Unidos cuyo sobrenombre es «Soldado ejemplar», y al que se dedica la canción «Capitán Búfalo», antecedente de Bob Marley y su Buffalo soldier, mientras regala a Woody Strode el plano que en la historia del cine americano antes y mejor ha retratado positivamente a un personaje de raza negra, con toda la épica lírica que solo John Ford ha sabido traspasar adecuadamente a la pantalla.

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Para situar mejor el paralelismo entre este western y el delicado momento de su concepción y rodaje, la historia se sitúa nada menos que en un consejo de guerra al que se somete al heroico sargento, al que se acusa de haber violado y matado a una muchacha adolescente, y del asesinato de su padre, un oficial del fuerte donde se encuentra destinado. Reunido el tribunal, su antiguo superior, el teniente Cantrell (Jeffrey Hunter), ejerce como defensor, mientras que el puesto de incisivo e iracundo fiscal le corresponde a un capitán de infantería (Carleton Young), que busca de todas las maneras posibles una condena que engorde su expediente de éxito profesional. Los diversos testigos intervienen relatando, en distintos flashbacks,  los hechos que permiten colocar en su contexto la figura de Rutledge y conocer los detalles que rodean las muertes de las que se le acusa. De este modo nos encontramos con un western coescrito por un autor de marcada índole racista (James Warner Bellah, que también escribió los relatos originales en que se inspiró la trilogía de la caballería fordiana) al servicio de la reivindicación de la asimilación de los negros (más adelante en la filmografía del director, también de los indios, en El gran combate / Otoño Cheyenne, 1964) a la vida en pie de igualdad con los americanos blancos, y que alterna las luminosas tomas en espacios abiertos características del cine de Ford con destellos expresionistas ya explorados en algunos de sus trabajos de los años 30, El delator (The informer, 1935), y 40, El fugitivo (The fugitive, 1947). El contexto militar, una revuelta india, proporciona la acción y el contexto para la evaluación de Rutledge y la glosa de los méritos del resto de soldados negros del Noveno de Caballería. Continuar leyendo «Cerrando bocas: El sargento negro (Sergeant Rutledge, John Ford, 1960)»

Mis escenas favoritas – Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956)

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Una lección de cine en menos de un minuto: colocación de la cámara, composición del plano, creación de atmósfera hogareña,el apunte musical, la importancia de los objetos en el encuadre, las miradas, los gestos o la ausencia de ellos, y el elocuente silencio que lo dice todo. Pocas veces el calificativo de obra maestra está tan justificado.

Amor en caída libre: Un beso antes de morir (A kiss before dying, 1956)

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Ya sea por el original dirigido por Gerd Oswald en 1956, ya por el remake de los noventa protagonizado por Matt Dillon, el momento cumbre de Un beso antes de morir / Bésame antes de morir (A kiss before dying), es bien conocido: el joven guaperas y romántico besa a su chica en la azotea de un alto edificio administrativo justo antes de darle un empujón para que descienda en picado y se haga tortilla contra el asfalto. Y es que Bud Corliss, un muchacho apuesto, encantador, educado, estudiante de español e hijo devoto de su madre, es una caja llena de sorpresas, casi todas malas. Bajo esa fachada de chico sensible y sensato, apto para ser adorado por las abuelas de sus novias, se esconde una mente ambiciosa y calculadora que no deja de maquinar procedimientos para alcanzar aquello que constituye su máxima aspiración: dinero, mucho dinero, montañas de dinero, y una vida de lujos, comodidades y excesos en ambientes exclusivos. Para ello no escatima en medios; ni siquiera le hace ascos al crimen, cuya naturaleza explora en múltiples vertientes…

Basada en una novela de Ira Levin (autor también de La semilla del diabloLos niños del Brasil, ambas llevadas al cine en las décadas siguientes), los 91 minutos de la película de Oswald contienen dos partes bien diferenciadas, tanto por el pulso y la intensidad del relato como por la calidad final del conjunto. La película nos mete de lleno en la acción: en un dormitorio de estudiantes universitarios, Dorothy ‘Dorie’ Kingship (Joanne Woodward) se sincera con su novio, Bud (Robert Wagner) antes de llevar a cabo su proyecto de una boda clandestina. Dorie confiesa a Bud que, a pesar de las apariencias, ella no tiene dinero, y que la fortuna de su padre proviene de la herencia recibida de su primera esposa, a la que heredó a su muerte, y que el capital íntegro pasará a manos de su hermanastra, Ellen (Virginia Leith). Eso, por supuesto, no afecta para nada al amor que Bud siente por ella, y tras los consiguientes arrumacos y besuqueos, deciden seguir adelante con sus planes. Sobre el papel, claro, porque a Bud el noviazgo ya no le sale rentable, y decide por su cuenta cortarlo de raíz. Astuto y manipulador, ha conseguido mantener en secreto su noviazgo con Dorie, de modo que deshacerse de ella puede salirle gratis: no hay nadie que pueda relacionarlos, por lo que cualquier investigación criminal pasará de largo ante él. Después de conseguir, a través de una traducción del español, que Dorie le escriba de su propia mano una nota de suicidio, y de un primer intento con veneno que fracasa, opta sobre la marcha, casi sin tiempo antes de solicitar la licencia matrimonial, aprovechar la altura del edificio del ayuntamiento para arrojar a Dorie desde arriba. Su plan funciona, y ya tiene vía libre para buscarse otra chica. El desconcierto de la policía es total, y las pesquisas dirigidas por el joven Gordon Grant (Jeffrey Hunter, gracioso con sus gafas de pasta y su pipa de tabaco) se agotan en el anterior novio conocido de Dorie, Dwight (Robert Quarry), un locutor de radio. El punto muerto en las investigaciones no termina de convencer a Ellen del suicidio, y empieza a hacerse suposiciones, aunque anda muy ocupada porque le consume mucho tiempo la relación con su nuevo novio, un joven guaperas y romántico, un chico sensible y sensato, apto para ser adorado por las abuelas de sus novias…

Precisamente se sitúa en ese nudo, la presentación del nuevo novio de Ellen, el punto de inflexión de la película en cuanto a tratamiento del suspense y profundidad de la mirada. Hasta ese instante, Oswald ha llevado la narración con buen pulso, manejando a su antojo y con efectividad las claves del suspense. No sólo ha construido un personaje siniestro y psicopático con ese Bud magníficamente interpretado por Wagner, sino que ha elaborado secuencias de gran mérito. Por ejemplo, la aventura de Bud en la Facultad de Farmacia, sus maniobras para colarse en el cuarto donde se guardan los productos químicos, los medicamentos y los venenos, y todo el episodio que le lleva a conseguir las píldoras que deben matar a Dorie. Fenomenalmente rodada, consigue, en la mejor línea de Hitchcock, invertir la carga del interés del espectador de modo que éste no puede evitar colocarse en la piel del futuro criminal, angustiarse por el incierto éxito de la misión de Bud, el cual está a punto de ser descubierto en varias ocasiones. Continuar leyendo «Amor en caída libre: Un beso antes de morir (A kiss before dying, 1956)»

El día más largo: momento crucial de nuestro presente

Los largos sollozos del otoño hieren mi corazon con monotona languidez (Paul Verlaine).

Estos versos sirvieron de mensaje cifrado a los aliados para advertir a la Resistencia europea de que se avecinaba el momento que llevaban un lustro esperando, del principio del fin de la Segunda Guerra Mundial, de la sangría que llevaba devastando Europa desde 1914 e incluso antes. Casi novecientos años después de que Guillermo el Conquistador cruzara el Canal de la Mancha con sus normandos y robara Inglaterra a los sajones, y apenas cuatro años después de que Hitler fracasara en esa misma invasión como habían fracasado antes Felipe II o Napoleón Bonaparte, tuvo lugar la operación militar más formidable de toda la Historia de la Humanidad: el traslado, esta vez haciendo el camino a la inversa, de más de tres millones de soldados y cientos de millones de toneladas de material en unas cuatro mil embarcaciones de todo tipo y con el apoyo de más de once mil aviones de combate, cientos de submarinos e incontables combatientes anónimos tras las líneas alemanas de la costa. El desembarco de Normandía, la operación Overlord, cuyo posible fracaso había sido ya asumido por escrito por los oficiales que la diseñaron (encabezados por Eisenhower, Montgomery o Patton, entre otros) en unas cartas ya firmadas que jamás vieron la luz hasta décadas más tarde, constituye un hecho de los más trascendentales de nuestra historia moderna. Primero, por la ubicación, ya que entre otros lugares para efectuar la operación entraban las costas españolas, con el fin de desalojar ya de paso a Franco (pero, curiosamente, fue Stalin quien se opuso por razones estratégicas y de urgencia, salvándole así el culo al dictador anticomunista), y además, porque los hechos que propició pusieron las bases de las modificaciones en el mapa de Europa que siguieron produciéndose durante décadas hasta convertirlo en el que conocemos hoy.

En 1962, el productor-estrella Darryl F. Zanuck, una de las piedras angulares del cine clásico americano, casi una leyenda, decidió llevar a la pantalla el novelón de Cornelius Ryan, adaptado por el propio autor, con una tripleta a los mandos de la dirección (Ken Annakin, Andrew Marton y Bernhard Wicki), para recrear de manera monumental y con un reparto de lujo hasta el mínimo detalle del desarrollo de la invasión de Europa el 6 de junio de 1944, el principio del fin del poder de los nazis en el continente. Con los épicos acordes de la pomposa música de ecos militares de Maurice Jarre (debidamente respaldada por los primeros instantes de la Quinta Sinfonía de Beethoven, tres puntos y una raya que en código trelegráfico identifican el signo de la victoria) y una maravillosa fotografía en blanco y negro ganadora del Premio de la Academia, la película recoge los largos prolegómenos de la invasión y las primeras horas de las tropas aliadas combatiendo en las playas de Normandía. Película de factura colectiva, adolece por tanto de una enorme falta de personalidad y se acoge al poder de lo narrado, apela continuamente a la épica y busca constantemente la trascendencia de frases de guión y encuadres superlativos, como forma de contrarrestar la frialdad y la distancia de una historia demasiado grande incluso para tres horas de metraje y que no puede ser contada de otra forma.

Con todas las carencias apuntadas en orden a su carácter impersonal, la película no carece de grandes momentos y de imágenes imperecederas. Continuar leyendo «El día más largo: momento crucial de nuestro presente»

Cine de papel – El sargento negro

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El sargento negro es una de las películas de John Ford consideradas «menores» (qué cuajo pensar que el que es probablemente el mejor director de cine de todos los tiempos pueda tener una película menor; qué decir del noventa por ciento del resto de los cineastas, entonces…). Estrenada en 1960, no es exactamente un western, por más que la acción se enmarque en esa localización histórico-geográfica tan cara al director de origen irlandés. Es más bien un drama sobre el racismo (recordemos, de 1960, pensemos lo que es estrenar una película de esta temática en los Estados Unidos de entonces) en el marco de un consejo de guerra celebrado contra un sargento negro (la imponente presencia de Woody Strode), militar valiente y ejemplar, acusado de haber violado y asesinado a una mujer blanca. Continuar leyendo «Cine de papel – El sargento negro»