Música para una banda sonora vital: Instinto básico (Basic Instinct, Paul Verhoeven, 1992)

 

Jerry Goldsmith pone la banda sonora de este pelotazo de taquilla, tan cuidado en su acabado formal como tramposo y manipulador es el cotizadísimo guion (el mejor pagado hasta entonces) de Joe Eszterhas, que a estas alturas es ya un icono del cine gracias a un punzón de hielo y al famoso cruce de piernas de Sharon Stone, a la que, tras una carrera más bien discreta, convirtió automáticamente en estrella mediática rápidamente consumida. Controvertida y dudosa, resultona y nada fácil (quien piense lo contrario, que le eche un ojo a su secuela, una de las peores de todos los tiempos) combinación de inquietud, suspense, morbo sexual e intriga que alcanza su extensión natural en la partitura de Goldsmith, un clásico de las bandas sonoras de los noventa.

 

Un misterio de su tiempo: La reencarnación de Peter Proud (The Reincarnation of Peter Proud, J. Lee Thompson, 1975)

 

En tres ocasiones distintas en el último siglo y medio, los fenómenos y las creencias ligados a la parapsicología, el espiritismo y, en general, el más allá y el mundo de lo sobrenatural, tradiciones mantenidas a lo largo de los siglos con independencia de cronologías y geografías, han irrumpido en la sociedad hasta convertirse en una expresión más, plenamente reconocida y aceptada, de la cultura popular. Tras la Primera Guerra Mundial tuvo lugar la gran eclosión del interés por esta clase de actividades; la gran conmoción provocada por la altísima mortandad durante el conflicto y los últimos coletazos del universo victoriano y sus terrores góticos propiciaron el surgimiento de no pocas asociaciones y grupos dedicados a la investigación, no digamos ya a la explotación económica, de todo lo ligado al ocultismo, el esoterismo, lo mágico y lo extraordinario (sabido es, por ejemplo, el acusado interés, por no decir obsesión, del escritor Arthur Conan Doyle por el espiritismo, en aras de irracional deseo de ponerse en contacto con su hijo caído en combate). Después de la Segunda Guerra Mundial, aún más devastadora, y durante la que se produjo el inmenso horror del exterminio sistematizado de millones de personas, hubo un resurgir de este tipo de atracción por las ciencias ocultas, influida, en primer lugar, por las teorías de Freud previas a la guerra, y también por la inclinación de los propios nazis por estas cuestiones, atracción de la que es muestra evidente la significativa cantidad y variedad de películas de Hollywood que desde la segunda mitad de los años cuarenta incidieron en los aspectos mentales, traumáticos, psicológicos, psicoanalíticos de los personajes como piedra angular para los argumentos de sus guiones. Por último, desde los años sesenta, en particular como resultado de la liberación sexual, el protagonismo de distintos gurús y directores espirituales en la carrera de célebres grupos de rock y en la cultura hippie y la proliferación de drogas que conducían a estados de trance y aparentes experiencias místicas, favorecieron un renacer del protagonismo de estas historias, acrecentado por el éxito comercial de cierta literatura y de películas basadas en ella como La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, Roman Polanski, 1968), a partir de la novela de Ira Levin, o El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973), con William Peter Blatty adaptando su propio libro a la pantalla. La proliferación de títulos que, desde una u otra óptica (espiritismo, enfermedades mentales, posesiones diabólicas, presencias fantasmales, dobles personalidades, reencarnaciones, regresiones hipnóticas, etc.), abordaron este tipo de temática se vio auspiciada por los aires renovadores del Nuevo Hollywood de los setenta, que dieron cabida a otro tipo de prismas e intereses en el cine norteamericano, hasta entonces infrecuentes o muy condicionados por la censura.

Al modo de lo que sucede con la traducción del título de la novela de Levin y de la película de Polanski en España, el de la cinta de Thompson anuncia ya tal vez demasiado el contenido del misterio en torno al cual gira el argumento, sin que en este caso haya que atribuir responsabilidad alguna a traductores o distribuidores, ya que así figura tanto en el original como en el best-seller de Max Ehrlich que él mismo convierte en guion. Producida nada menos que por la compañía de Bing Crosby, la película supone la última obra del otrora estimable Jack Lee Thompson alejada de lo que sería el nicho primordial de sus siguientes tres lustros de carrera, entregada a las películas de acción y violencia protagonizadas por Charles Bronson y Chuck Norris, algunas de ellas auténticos hitos de taquilla, ocasionalmente salpicadas con subproductos menores, en ocasiones incluso ridículos, encabezados por Anthony Quinn, Robert Mitchum o Richard Chamberlain. Y como el título proclama, el nudo del misterio sobre el que se despliega la acción dramática proviene de la creencia del protagonista, un profesor universitario llamado Peter Proud (Michael Sarrazin, uno de los rostros de moda de los setenta), de que las pesadillas extrañas y recurrentes que empieza a padecer cada noche de manera absorbente y acuciante, plagadas de rostros, lugares e incluso objetos desconocidos pero al mismo tiempo extrañamente familiares, son visiones de una vida anterior que tuvo que transcurrir en los años treinta. Ese pálpito inicial parece confirmarse cuando recibe el asesoramiento de un psiquiatra (Paul Hecht) que intenta ayudarle a superar la situación, y sobre todo, cuando por azar, cuando ya cree que está haciendo progresos en su vuelta a la normalidad, descubre en la televisión unas imágenes que reproducen algunos de los escenarios por los que discurren sus sueños. Con ayuda de su pareja (Cornelia Sharpe), Peter cruza el país e inicia una investigación en Nueva Inglaterra a la búsqueda de los indicios que puedan llevarle a descubrir los acontecimientos, los espacios y la identidad de los personajes que pueblan sus pesadillas. Así, logra entrar en contacto con Marcia Curtis (Margot Kidder) y su hija Ann (Jennifer O’Neill), nombres vinculados a lo que él entiende por su vida pasada, y gracias a las que obtiene la información que le permite forjarse, de algún modo, una doble identidad cuya mezcla y combinación origina toda clase de tribulaciones, dudas, trampas y callejones de difícil salida. En particular respecto a Ann, ya que si Peter Proud se siente de inmediato atraído por ella hasta las últimas consecuencias, su otra «personalidad» ve impedida radicalmente esta inclinación natural por razones de parentesco directo.

La puesta en escena se construye sobre la sensación de extrañamiento. A ella contribuye, en primer lugar, el tratamiento de las imágenes del «pasado» de Peter Proud, la sucesión de flashes inconexos de índole pesadillesca (fachadas, cornisas, torres en plano inclinado, espacios vacíos, exteriores sombríos, formas desnudas, las aguas oscuras y profundas de un lago y una barca que se abre paso entre la bruma, rostros y cuerpos desconocidos sorprendidos en la intimidad…), acompañadas en algunos casos de un suave erotismo, que crean esa atmósfera de inestabilidad onírica, de realidad líquida en la que es complicado hacer pie. Esta turbiedad viene subrayada por la fotografía de Victor J. Kemper, atravesada como por un velo de ensueño, por una luz clara de gasa luminosa pero algo sucia que confiere a las imágenes un aire de alucinación, y por la música de Jerry Goldsmith, que explota y acrecienta el tono de enrarecimiento e inquietud general. Entre las interpretaciones, la eficacia de Sarrazin como protagonista contrasta con el parcial error de casting que implica la presencia de Margot Kidder en dos planos temporales diferentes; si bien en el supuesto pasado de los años 30 puede encajar, en su ancianidad del plano actual su caracterización deja bastante que desear, deficiencia aumentada cuando se trata de hacerla pasar por madre del personaje de Jennifer O’Neill, que brilla esplendorosamente como la presencia más bella y atractiva de la película a pesar de que tarda prácticamente una hora de metraje en aparecer. En cuanto al guion, como es lógico en argumentos que se plantean sobre la base de premisas tan altas, la idea del enigma inicial, hasta que se averigua en qué parece consistir realmente el trastorno de Peter, resulta más intrigante y sólido que el desarrollo, en el que abundan los caprichos dramáticos y al que se le ven no pocas veces las costuras de una narración hecha para epatar al espectador, a menudo a costa de la credibilidad y la verosimilitud (al margen de que la historia transcurra por los derroteros de una hipotética reencarnación, detalle que ya exige afrontar la historia con límites de credibilidad y verosimilitud bastante laxos), si bien remonta en un final mítico, al menos para quienes vieron por vez primera la película en algún pase televisivo de los ochenta, remate que cierra una perturbadora estructura circular que se ha ido construyendo paulatinamente hacia un final de impacto.

Más que intriga o terror, la película, que vista hoy no escapa del todo de los aires de telefilme, trata del misterio, de la actitud y del temor ante lo desconocido, lo inexplicable. Muy al hilo de su tiempo y de cierto cine que se hizo entonces y que gozó de buen grado de aceptación entre el público, la historia parece encarnar en Peter Proud las dudas de todo un país que busca obsesivamente la manera de reencontrarse a sí mismo, de reconstruir su identidad maltrecha tras los convulsos años sesenta, la experiencia de Vietnam y la agitación política derivada de la accidentada y corrupta administración Nixon. El empeño de redescubrir el alma de un personaje, o de una América, de rumbo perdido, una búsqueda a ciegas cuya conclusión no puede ser optimista.

No hay Dios que por bien no venga: Los lirios del valle (Lilies of the Field, Ralph Nelson, 1963)

 

En ocasiones, las pequeñas películas son mucho más grandes de lo que aparentan. De este modo, una modesta comedia de bajo presupuesto acerca de las aventuras de un joven trabajador itinerante que entra en contacto con unas monjas que viven en mitad del desierto de Arizona en condiciones muy precarias, puede convertirse, merced a su confección en un contexto sociopolítico muy concreto, en un testimonio sociológico de primer orden, en una película que capta el espíritu y el pulso de su tiempo. Sobre los fotogramas, asistimos a las peripecias de un hombre que se ve atrapado en una retorcida y desesperante dinámica que no controla, impuesta por el carácter y la determinación de una madre superiora que ni es del país ni domina por completo el idioma, pero que se las arregla para complicarle la vida a su nuevo empleado, que por educación y mala conciencia no se siente libre de liberarse y pasar página (por añadidura, el personaje no es católico sino baptista). En realidad, sin embargo, se trata de poner de relieve la capacidad del Hollywood (es una producción de Rainbow Productions, la compañía del director Ralph Nelson, distribuida por United Artists) de aquellos años, los primeros sesenta, para reflejar los profundos cambios sociales que experimentaban por entonces los Estados Unidos a través de un argumento en el cual el protagonismo recae en un actor negro y en un catálogo de personajes conformado por un grupo de monjas de Europa Oriental evadidas del Telón de Acero y una población de «inmigrantes» mexicanos (conviene recordar que Arizona era un territorio mexicano traspasado a Estados Unidos tras la guerra de 1846-1848), es decir, sin que los personajes «autóctonos» tengan mayor peso que el simple rol secundario reservado por Nelson para sí mismo y el de un cura borracho de origen irlandés. Una película, en suma, que pone la periferia de Hollywood, el cine americano de los márgenes, en el primer plano, justo como estaba ocurriendo en la sociedad.

Al margen de estas consideraciones la película es, además, una comedia muy efectiva que, con trasfondo religioso, logra evitar, no obstante, la mayor parte del sentimentalismo (o de la sensiblería) normalmente asociado a este tipo de películas (aunque se va endulzando paulatinamente hacia el final), utilizando el humor como barniz. El planteamiento, en este punto, es de lo más prometedor: el joven trabajador negro (Poitier) cruza en su viejo coche el desierto de Arizona, y al quedarse sin agua en el radiador del vehículo, se detiene en lo que él cree que es un rancho o una granja habitada por una armoniosa familia de mujeres que trabajan en su huerto. Esta familia de mujeres resulta ser un grupo de monjas evadidas de la Europa Oriental que se han instalado allí merced a la donación del terreno por un particular. Y lo que Homer Smith, el joven negro, cree que va a limitarse a una sencilla operación de rellenado del depósito de agua se complica hasta el punto de que se ve reparando el tejado lleno de goteras del granero de las monjas a cambio de una exigua cena que no le da para un diente. El interés (el dinero que pensaba cobrar) y la diversión (enseñar a las monjas a hablar en inglés) iniciales se convierten así en progresiva desesperación, puesto que, viéndose impedido continuamente en el sencillo trámite de cobrar por su trabajo y partir de nuevo hacia California, su trabajo para las monjas no hace sino aumentar y complicarse, a medida que, en correlativa correspondencia, el tamaño y la cantidad de los desayunos y los almuerzos, de acuerdo a la austeridad de las monjas, se reduce considerablemente. La base de este argumento humorístico es el antagonismo entre el dinámico, moderno y expeditivo Homer y la sobria, rígida y tozuda hermana Maria (Lilia Skala). Y en esa lucha de caracteres, uno por cobrar por su trabajo y marcharse cuanto antes y la otra por hacer de Homer mano de obra para la obra (valga la redundancia) de Dios, el pobre currante se encuentra, de repente, sumido en lo impensable: la inmensa tarea de asumir en solitario la construcción de la nueva capilla para el convento.

El planteamiento adquiere un desarrollo usual aunque eficaz. El antagonismo inicial va revelando puntos de conexión, sinergias que permiten el entendimiento, la identificación, la cooperación, el reconocimiento y el afecto, pero siempre soterrado, una declarado. Al mismo, tiempo, el abanico de personajes se va ampliando: el cura irlandés, con su caravana-iglesia y su altar móvil de quita y pon, que va dando misa por los áridos desiertos de Arizona a parroquias de inmigrantes cada vez más reducidas; el cínico tabernero mexicano en cuyos cáusticos comentarios se encierra la lucidez y la sabiduría de la inteligencia instintiva y el sentido práctico; el constructor (Nelson) para el que Homer empieza a trabajar, compaginando su labor con su dedicación a la capilla, que tiene los materiales necesarios para ello pero que se niega a colaborar con unas monjas que nunca han abonado una sola cuenta. Esto, mientras las cartas enviadas por las monjas, en busca de apoyo material y financiero, a arzobispados y a obispados, a grandes compañías y corporaciones, reciben negativas o la callada por respuesta y deben afrontar ellas solas el sueño de fundar un convento digno de tal nombre. Y una canción, un himno baptista que Homer enseña a las monjas, que se convierte en «su canción» común, y que marca tanto la clave del punto de inflexión de Homer en su percepción de su labor junto a ellas como actúa de broche para el esperado y agridulce desenlace del filme. El discurso subyacente, por más obvio que este pueda ser (la unión hace la fuerza, y los caminos del Señor son inescrutables, incluso para quienes profesan diferente fe pero se encuentran coyunturalmente unidos por una causa), no impide que la película fluya de manera ligera y apacible en un tono amable con esporádicas puntas de humor a través de una mirada y un gesto (la cara que se le queda a Homer cuando descubre la condición de sus anfitrionas), de un diálogo (los divertidos desencuentros idiomáticos entre Homer y las monjas), de una réplica (el «combate» de citas bíblicas; el tabernero mexicano que, hablando en inglés y español, y escuchando a su alrededor a las monjas hablar en alemán, termina por confesar que ya no sabe ni qué lengua habla él), hacia una conclusión que, no por esperada, resulta menos conmovedora. Porque Nelson, con buen tino, opta por rebajar la potencial carga de sensiblería del clímax final utilizando para ello el carácter sobrio de la hermana Maria. De este modo, los silencios, los sobreententidos, los rostros que demuestran entender sin necesidad de palabras transmiten con toda efectividad lo que sucede a un espectador que comparte el mismo lenguaje y comprende por completo sin necesidad de sobrecargas ni subrayados.

Llama la atención, con todo, la naturaleza de los personajes que desarrollan la acción. Un protagonista negro en un país volcado de lleno en la vorágine de la lucha por los derechos civiles; unas monjas extranjeras, unas centroeuropeas de fe católica (minoritaria en Estados Unidos pero mayoritaria entre la población hispana) que intentan fundar un nuevo hogar en el Oeste que antaño fue tierra de promisión; un cura que halla por fin la respuesta a sus plegarias de juventud; un grupo de inmigrantes mexicanos que son capaces de responder con desprendimiento y generosidad allí donde los grandes popes religiosos, políticos y económicos rehúan implicarse. Es una película agradable y desenfadada, rodada con pocos medios y en escenarios y localizaciones muy sencillas y austeras, sin gran elaboración formal, en un lenguaje claro y directo acompañado de la deliciosa y encantadora música de Jerry Goldsmith, sobre esa otra América que la América oficial no deseaba mirar o cuya existencia prefería ignorar. Un elemento curioso que, paradójicamente, tiene su extensión en la propia película: excepto Poitier, ningún otro intérprete resulta acreditado en los títulos inciales del filme; se atribuye así el protagonismo casi íntegramente al actor, cuyo premio Oscar a la mejor interpretación concedido ese año por este personaje viene a resaltar un doble hecho: su hegemonía casi absoluta en la película y el indicativo de que, en efecto, algo, de forma irreversible (o no tanto) estaba cambiando en América.

Música para una banda sonora vital: Hoosiers, más que ídolos (Hoosiers, David Anspaugh, 1986)

Tópica y típica historia de superación personal, y de grupo, enmarcada en el mundo del baloncesto estadounidense no profesional de la década prodigiosa de los cincuenta, la mejor baza de esta cinta es un trío protagonista (Gene Hackman, Barbara Hershey y Dennis Hopper), que se mueve con solvencia y mucho carisma entre las costuras de un argumento que parte del lugar común afín al western (un extraño cuya inmersión en un círculo cerrado local despierta suspicacias, celos, envidias y odios) en dirección hacia el hallazgo de la redención personal de un pasado atormentado y el redescubrimiento del orgullo y la autoestima de una comunidad venida a menos. Héroes domésticos ordinarios y cultura de la victoria, valores muy americanos que recrea y refuerza la banda sonora compuesta por Jerry Goldsmith.

Música para una banda sonora vital: La hora de las pistolas (Hour of the Gun, John Sturges, 1967)

Jerry Goldsmith se encarga de la partitura de este nuevo tratamiento del célebre tiroteo que tuvo lugar en el O. K. Corral de la ciudad de Tombstone (Arizona) el 26 de octubre de 1881 entre los hermanos Earp y «Doc» Holliday, por un lado, y los Clanton y los McLaury, por otro, y que John Sturges ya representó magníficamente en Duelo de titanes (Gunfight at the OK Corral, 1957). En comparación, esta nueva aproximación, no tan buena (pero superior a las que han venido después), tanto o más violenta pero más psicológica, intimista, melancólica, permite observar el salto producido en Hollywood entre la época de los estudios y los nuevos aires setenteros que se avecinaban, lo que se plasma también en la composición de Goldsmith, sumamente innovadora respecto a la tradición musical del western.

La mala salud de hierro del western: Los valientes andan solos (Lonely Are the Brave, David Miller, 1962)

Lonely are the Brave: Dalton Trumbo y el origen de Rambo - Espectador  Errante

1962 era, en apariencia, el año del enterramiento definitivo del western, ese género consustancial al nacimiento de Hollywood que, casi siempre en precario y como complemento de serie B hasta que fuera sublimado por John Ford a finales de los años treinta, gozó de una inconmensurable edad de oro hasta comienzos de los sesenta, cuando parecía ya totalmente agotado y exprimido, demasiado prisionero de las limitaciones de sus tópicos y sus clichés, sin un horizonte posible de renovación. Aquel año, no solo John Ford estrenó la película-testamento del género, El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), que retrataba la muerte de una época, la de las praderas abiertas, la de la ley del más fuerte, la de la accidentada, laboriosa y violenta construcción de la nación hacia el Pacífico y su sustitución por la civilización urbana de la ley, la política, la prosperidad comercial y la explotación organizada de los recursos naturales, sino que un casi debutante Sam Peckinpah (su primera película, también un western, la filmó el año anterior) estrenaba su primera obra maestra dentro de los mismos cánones crepusculares, Duelo en la Alta Sierra (Ride the High Country, 1962), reflejando en el mismo tono elegíaco del maestro Ford la desaparición de esos hombres duros de la frontera, del mundo que los vio nacer y morir, súbitamente desprovistos de su papel en la sociedad, sin tiempo ni sitio. La tercera película que venía a expedir el certificado de defunción de las películas del Oeste es este magnífico western contemporáneo dirigido por David Miller y escrito por Dalton Trumbo a partir de la novela de Edward Abbey, en la que el último cowboy se da de bruces con la realidad norteamericana de los años cincuenta del siglo XX como si de un Quijote wellesiano se tratara.

El escenario es una ciudad de Nuevo México bautizada significativamente como Duke (el famoso apodo de John Wayne, uno de los pilares interpretativos del género), a la que llega, por supuesto cabalgando, Jack Burns (Kirk Douglas), el último superviviente de una concepción romántica del Oeste, del amor por las praderas interminables y los grandes horizontes a través de los que cabalgar libre y errante. Sus intenciones parecen tan desfasadas como él. Sabedor de que su amigo Paul Bondi (Michael Kane) ha sido procesado y condenado a dos años por acoger y ayudar a unos inmigrantes mexicanos ilegales, se propone nada menos que aplicar una solución también más propia del siglo anterior: liberarlo de la cárcel local antes de que lo trasladen a la prisión estatal. Con este fin visita a la esposa de Paul, Jerry (Gena Rowlands), por la que «compitieron» en el pasado, siempre dentro de los márgenes de la lealtad y fidelidad entre buenos amigos, y cuyo compromiso final con Paul apartó a este de la vida aventurera y amante de la libertad que Jack todavía mantiene. A pesar de que Jerry intenta disuadir a Jack de que cometa tamaño despropósito, este provoca una pelea en un bar cercano para obligar a la policía a que lo detenga y lo introduzca en el mismo calabozo que Paul, y así arreglar la fuga de ambos. Allí descubre que no es el único que vive en el siglo cambiado. Uno de los guardias (George Kennedy) gusta de aplicar los métodos brutales y violentos de algunos supuestos defensores de la ley del siglo anterior… Paul conserva la sensatez, mientras que Jack logra huir. En este punto empieza el segundo bloque de la película: la persecución. El sheriff Morey Johnson (Walter Mathau) reúne un dispositivo de hombres y medios (vehículos todo terreno, incluso un helicóptero) para perseguir a Jack a través de las praderas en su huida hacia México. Unas millas de terreno agreste y accidentado que culminan en la cumbre montañosa que separa ambos lados de la frontera, y tras la cual Jack se pondrá a salvo de la ley. Paralelamente, la película ofrece pequeños apuntes del viaje de Hinton (Carroll O’Connor), un camionero que transporta sanitarios W. C. (detalle no menos significativo que la elección del nombre del pueblo) por una carretera que discurre próxima a la frontera, y cuyo encuentro con Jack resultará tan crucial como fatal, hasta hacer esa muerte del western algo literal.

La película vuelve al pasado al tiempo que proyecta el presente hacia el futuro. En una huida clásica del western, Jack enfrenta la situación con ingenio y audacia hasta el momento en que se ve acorralado y atacado y encuentra la violencia como única salida. Por el contrario, el sheriff le persigue con medios e intenciones propios de su tiempo, hasta que la deriva de Jack no le deja otra opción que aceptar su código y tratar la violencia con la violencia. El símbolo es la larga escalada hacia la cima tras la cual se encuentra el descenso a la frontera salvadora; la larga cabalgada pendiente arriba mientras se ve acosado por hombres, perros, vehículos y helicópteros coloca a Jack en una dura encrucijada: con la salvación a un paso, debe decidir entre abandonar su caballo, el símbolo de la vida que ama y que defiende, y marchar a pie por un camino sencillo directo a la libertad y a la búsqueda de una nueva vida en México, lejos de las praderas que son su sustento espiritual, o bien no separarse de él y transitar por unas rampas arriesgadas y difíciles que le hagan viajar más lento e inseguro, y más al alcance de sus captores. La simpatía que siente por él el sheriff Johnson no impide que le persiga implacablemente y hasta las últimas consecuencias en la noche desapacible y de lluvias torrenciales que acaba desencadenando la tragedia final. Encadenado a un destino del que no puede desprenderse y que, como el propio western, no es otro que el verse desplazado por el cambio en las formas de vida y, sobre todo, en las mentes de sus semejantes, Jack cabalga libre más allá del último crepúsculo hacia una conclusión inevitable.

Esta conclusión termina, no obstante, siendo privativa de Jack Burns, porque solo un año después, en Europa, particularmente en Italia y España, se fraguaba la más inesperada de las resurrecciones, de la mano de directores como José Luis Borau, Mario Caiano o, sobre todo, Sergio Leone, que no solo iba a insuflar nuevos temas, prismas, formas y horizontes al western, sino que iba a influir a toda una serie de directores norteamericanos, anteriores y posteriores a él (Howard Hawks, Richard Brooks, Sam Peckinpah, Clint Eastwood, el propio David Miller…), para lograr la pervivencia de un género que ya no volvió a ser solo consustancial a Hollywood, sino que se hizo universal, y que produjo nuevos hitos imprescindibles que terminaron por convertirlo en inmortal.

 

Cine de verano: F de Flint (In Like Flint, Gordon Douglas, 1967)

Segunda entrega, en esta ocasión con dirección de Gordon Douglas, de la serie de películas de Flint, agente secreto encarnado por James Coburn que, entre la moda comercial, el homenaje y la parodia, sigue la corriente del éxito taquillero de las películas de 007. La acción arranca cuando el presidente de los Estados Unidos es secuestrado y sustituido por un impostor como primer paso de una perversa organización que ha diseñado un sistema infalible de lavado de cerebro con el que pretende dominar el mundo.

Cine de verano: Flint, agente secreto (Our Man Flint, Daniel Mann, 1966)

El éxito comercial de la saga de James Bond trajo consigo un imparable fenómeno imitador, más o menos serio, más o menos paródico. Mientras que en Francia se consolidó la saga de películas del agente OSS 117, iniciada en 1957 (y con nuevas entregas ya entrado el siglo XXI), con el protagonismo del austriaco Frederick Stafford (lo que le valió la atención de Alfred Hitchcock para Topaz, de 1969), en Estados Unidos primaron las visiones más abiertamente satíricas, como la serie de películas del agente Matt Helm, protagonizadas por Dean Martin, o las de Flint, al que daba vida James Coburn.

En esta primera entrega, Flint, agente de la ZOWIE (Organización Zonal Mundial de Inteligencia y Espionaje), combate el malvado proyecto de la organización criminal Galaxy de utilizar los fenómenos meteorológicos y las catástrofes naturales que pueden provocar con un chisme de su invención para controlar el mundo.

Música para una banda sonora vital: Desafío total (Total Recall, Paul Verhoeven, 1990)

Convertida ya en un clásico de ciencia ficción, esta vigorosa adaptación de un relato de Philip K. Dick dirigida por el neerlandés Paul Verhoeven contaba con dos curiosidades extra para el público español. En primer lugar, la inopinada aparición de una repulsiva criatura de rasgos faciales inquietamentemente cercanos a las del entonces president y hoy reconocido corrupto y malversador, Jordi Pujol. En segundo término, el uso que hizo Canal+ del tema principal de la música de la película, compuesta por Jerry Goldsmith, para su retransmisiones futbolísticas de los domingos.

Hablamos de Chinatown (Roman Polanski, 1974) en La Torre de Babel de Aragón Radio