Antes de nada: en efecto; es posible que los litros de laca necesarios para esculpir con mazo y cincel el pelazo que «luce» Jill Ireland en esta fotografía promocional del bodrio fílmico titulado El guardaespaldas de la primera dama (Assassination, Peter R. Hunt, 1987) sean los responsables del agujero de la capa de ozono, del calentamiento global, de toda perturbación atmosférica capaz de poner el fin del mundo en ebullición, además de un estomagante ataque de mal gusto ochentero. El careto de Bronson tampoco tiene desperdicio. El caso es que esta pareja de dos eran marido y mujer cuando compartieron un buen número de títulos ‘marca Bronson’, es decir, testosterona, disparos, persecuciones, intriga de perfil bajo, y fiambres, muchos fiambres, toneladas de fiambres, fiambres a puñados. Hoy nos puede parecer que la carrera de Bronson en los setenta y ochenta es una colección de plomo y cristianos pasaportados con poco o ningún mérito fílmico tras haber triunfado en los sesenta con un importante catálogo de títulos de primer nivel, pero, para los amantes de la taquilla, para los que creen que son las cifras de rentabilidad que alcanza un film las que lo convierten en bueno o malo, los que le conceden el paso a la historia, estadísticamente hablando no se puede negar que gracias a sus películas de tiros y casquería, Charles Bronson fue el actor más taquillero de la década de los setenta, y uno de los primeros de la de los ochenta. La fórmula, siempre la misma: un policía, agente secreto, mercenario, militar o un ciudadano concienciado que se dedica a limpiar, pistolón en mano, la sociedad de elementos indeseables tales como asesinos, traficantes, delincuentes y demás ralea al margen de la ley. Nacida al socaire de Harry el sucio (Dirty Harry, Don Siegel, 1971), esta moda del héroe violento que se toma la justicia por su mano ante la inoperancia, la impericia, la incompetencia o la falta de voluntad de los políticos, mandos, gerifaltes, burócratas y tecnócratas, y que deja la ciudad hecha una fiambrera con cadáveres, explosiones y destrozos aquí y allá, cobró múltiples formas a lo largo de los setenta y los ochenta, e incluso resultó un último refugio de taquilla para viejas glorias en horas bajas como John Wayne, que llegó a protagonizar, peluca mediante, dos cintas encuadrables en esta tendencia, McQ (Don Siegel, 1974) y Brannigan (Douglas Hickox, 1975). Sea como fuere, y en lo que a Bronson respecta, esta fase de su carrera está plagada de películas mediocres, malas, pésimas e insufribles, tales como Ciudad violenta (1970), Friamente… sin motivos personales (1972), El justiciero de la ciudad (1974), Amor y balas (1978), A 20 millas de la justicia (1980), Al filo de la medianoche (1983), Justicia salvaje (1984), La ley de Murphy (1986), Mensajero de la muerte (1988), Kinjite (1989)…; eso, además de la incontenible catarata de secuelas, continuaciones, remakes y demás readaptaciones de estas mismas historias protagonizadas por Bronson durante los mismos años en forma de saga (como la del pistolero Murphy, por ejemplo). El estilo de estas películas, independientemente de quiénes estén tras la cámara o en la producción (con mención especial a Menahem Golan y la productora Golan-Globus, fábrica de truños prácticamente sin igual), se distingue por la escasez de medios, la estética televisiva, más cercana a El equipo A que al cine, guiones casi milimétricamente copiados unos de otros, con, según los casos, cierto contenido sexual, malos muy malos, buenos muy buenos, Bronson de tipo íntegro, inteligente, brillante y de puntería letal, y muchos muchos cadáveres, explosiones baratas y diálogos planos tirando a chorras. A veces, eso sí, la cosa viene agradablemente acompañada de cierto sentido del humor. Es el caso de El guardaespaldas de la primera dama.
Y eso, su humor es lo único salvable, porque su título original, Assassination, «asesinato», es justo el pensamiento que acude al espectador en cuanto se alcanzan los primeros minutos de la película, pero puesto en práctica en el director, los guionistas y el elenco. En fin, lo del humor tampoco es para exagerar, porque la cosa no pasa de cuatro frases socarronas, de la pose irónica y sarcástica de Bronson con respecto a su protegida a lo largo de todo el metraje (excesivos sus ciento cinco minutos), y poco más. Pero se agradece en una película que ofrece bien poco: Jay Killion (Bronson) se reincorpora al servicio de la Casa Blanca tras una baja profesional producida en acto de servicio, y como todavía no está en plena forma, le asignan ocuparse de la esposa del recién elegido presidente. Lejos de ser una venerable señora mayor bastante tonta (como lo fue Barbara Bush; era cosa de familia…), Killion se encuentra con una torda de primera (Jill Ireland), que además le sale respondona y casquivana. Porque la primera dama no hace otra cosa que intentar burlar la seguridad asignada para protegerla y hacer de su vida lo que quiera, justo cuando un par de terroristas norteamericanos entrenados en Libia (!) intentan liquidarla no se sabe muy bien por qué (se sabe luego, pero es una gilipollez que no hay quien se la trague). Claro, al principio, la torda y el cachas no se tragan, pero luego empatizan, y cuando el tipo la protege con su cuerpo e impide que se la carguen, empiezan a comprenderse y ella se encandila. O sea, lo previsible entre disparos, bombazos, choques, cacharrería y un leve amago de intriga, esta vez política, mal perfilada, tratada sin interés, filmada rutinariamente y de conclusiones absolutamente previsibles y disparatadas, si no directamente justificables del ingreso psiquiátrico de los guionistas. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – El guardaespaldas de la primera dama»