Carta de Max OpHüls

No basta con pensar en la muerte, sino que se debe tenerla siempre delante. Entonces la vida se hace más solemne, más importante, más fecunda y alegre.

Stefan Zweig

El catálogo de títulos míticos que vieron la luz en 1948 es impresionante: Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclete) de Vittorio de Sica, Hamlet de Laurence Olivier, Secreto tras la puerta (Secret Beyond the Door) de Fritz Lang, La ciudad desnuda (The Naked City) de Jules Dassin, Río Rojo (Red River) de Howard Hawks, La soga (Rope) de Alfred Hitchcock, Jennie (Portrait of Jennie) de William Dieterle, Las zapatillas rojas (The Red Shoes) de Michael Powell y Emeric Pressburger, El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre) o Cayo Largo (Key Largo) de John Huston… De entre todas las joyas cinematográficas de aquel año ha destacado con el tiempo de forma inevitable Carta de una desconocida (Letter From an Unknown Woman), adaptación de Max Ophüls y Howard Koch del breve relato de Stefan Zweig publicado en 1927, protagonizada por Joan Fontaine y Louis Jourdan. Reconocida como un clásico instantáneo desde el momento de su estreno, sigue siendo a día de hoy una de las cimas del arte cinematográfico de todos los tiempos. Afectada por la costumbre de los remakes, cuenta con una versión china de 2004 dirigida por Xu Jinglei que fue premiada en el Festival de San Sebastián.

Esta gran obra maestra, excelente en cuanto a concepción, desarrollo y acabado final, encierra además la notable cualidad de que probablemente se trate de una de las mejores adaptaciones de una obra literaria jamás filmadas, valor incrementado si cabe por el hecho de que Koch y Ophüls (que firma la película como Opüls) consiguen elevar el tono, profundizar en su nivel de dramatismo y sensibilidad. En definitiva, logran redondear la intención del autor, ahondar en la idea central del relato inicial, lo que convierte Carta de una desconocida en un caso realmente excepcional. Conviene recordar brevemente lo fundamental del relato y repasar las aportaciones que Koch y Ophüls realizaron al texto original para percibir esa vuelta de tuerca que el director consigue dar a la historia tal como la concibió Zweig.

El cuento empieza con el regreso a su casa de R., famoso novelista de la Viena de 1900, tras una excursión de varios días por la montaña. Su vuelta tiene lugar precisamente el día de su cuadragésimo cumpleaños, aunque R., que se deja llevar por la vida de manera algo inconsciente, ni se ha percatado de ello hasta que ha visto la fecha en el periódico. Su asistente le espera con el té preparado y la correspondencia dispuesta en una bandeja. Examina el correo sin demasiado interés y deja de lado una voluminosa carta cuya letra desconoce y que carece de firma y remite. Finalmente, dado que el resto del correo no llama su atención, retoma la carta y lee su encabezamiento: “A ti, que nunca me has conocido”. Intrigado, atrapado por el enigmático inicio, continúa la lectura no muy convencido de ser él el auténtico destinatario, pero lo que lee le sobrecoge.

Se trata nada menos que de un desgraciado relato de vida, una carta enviada tras el fallecimiento de su autora que se abre además con el anuncio de otra muerte, la de un niño, su hijo, debida a una epidemia de gripe. R. sigue sin entender, pero a medida que lee se da cuenta de que la carta habla también de él. Lo que ella narra en una docena de cuartillas no es más que la historia de su amor apasionado, obsesivo, enfermizo por R., iniciado cuando ella apenas tenía trece años y vivía junto a su madre en la misma casa que vive el novelista, en el cuarto al otro lado del rellano de la escalera. La mujer relata de manera minuciosa, emocionada la historia de su súbito enamoramiento al descubrir la llegada de un nuevo inquilino al edificio, un amor originado incluso antes de verse en persona, nacido únicamente de la contemplación de los utensilios, muebles y libros que el nuevo vecino estaba haciendo trasladar a su recién estrenado hogar, y confirmado la primera vez que escuchó su voz y vio su aspecto. Cuenta la importancia que él tuvo en su joven vida de niña, cómo ella estaba pendiente de sus entradas y salidas, de los ruidos en el pasillo, de su silueta tras la ventana, de sus costumbres y hábitos diarios, cómo moría de rabia cuando asistía impotente a la disoluta vida del novelista, cómo lloraba al verlo acompañado cada noche por una mujer distinta, todas bellísimas, o cuando las descubría abandonando furtivamente el edificio a primera hora de la mañana. Cómo para ella había supuesto casi la muerte el traslado a Innsbruck y la inevitable separación de él por causa del nuevo matrimonio de su madre, cómo había querido darle a conocer su amor el día anterior a su partida y cómo había fracasado en el intento. Cómo se había mantenido alejada de los hombres esperando la ocasión de volver a él para entregarle su pureza. Relata, entre lágrimas que se adivinan, cómo había conseguido regresar a Viena para trabajar en un negocio de confección y, precisamente en otro cumpleaños de R., convertirse por fin en una de tantas mujeres en acompañarle en sus noches de placer sin lograr, como las demás, otra cosa que ser un objeto de disfrute que olvidar a la mañana siguiente, llevándose a cambio unas pocas rosas blancas, flores que desde entonces ella le enviaba sin remite cada día de su cumpleaños como forma íntima de comunicarse con él sin darse a conocer, sin llegar a suscitar nunca en el despreocupado, superficial R. la curiosidad de saber la autoría del envío.

Ella describe nostálgica el nacimiento de un niño tras aquel encuentro, pero también narra cómo no había vacilado en entregarse a otros hombres a fin de adquirir un tren de vida que le permitiera mantener al pequeño y frecuentar el ambiente en que se movía R., cómo hubo otros encuentros amorosos en los que él no la reconoció y volvió a disfrutar de su cuerpo con la misma distancia emocional. Cómo ella había enfermado de desesperación al comprobar que él no había reconocido en ella, no ya a la niña de trece años, sino a la amante ocasional y repetida, cómo se había ofendido al recibir dinero de él a cambio de su amor, cómo había enfermado y muerto su hijo y cómo ella misma se estaba preparando para seguir su suerte contando su vida a quien precisamente había sido su centro, alguien que nunca había reparado en ella pese a haber compartido dulces momentos y haberle dado un hijo, su bien más preciado.

El relato finaliza con R., terminada la carta, buscando en las nebulosas de su memoria alguna impresión fragmentaria de aquella mujer, una efigie o un olor, un fantasma del pasado que no pasa de ser un perfil difuso, borroso, mientras su mirada se posa en el jarrón azul por primera vez vacío de rosas blancas el día de su cumpleaños y siente un escalofrío de muerte al intentar evocar la imagen de la amante que se le escapa como una música lejana, olvidada.

El cuento de Zweig se inscribe en el contexto de un romanticismo alemán tardío llevado al límite. El particular planteamiento viene además condicionado por la compleja mentalidad del escritor, popularísimo en los años veinte y treinta pero atormentado principalmente a causa de los fenómenos políticos que le tocó vivir, angustia que finalmente le conduciría al suicidio en 1942. En cambio, este exceso melodramático de corte folletinesco no resultaba a juicio de Ophüls demasiado apropiado para los gustos del público de 1948 y por ello optó por realizar algunos cambios que, respetando la idea original, dotan a la historia de una mayor riqueza de matices e introduce algunas novedades en función de la diferencia de código narrativo que supone el cine respecto a la literatura.

El más evidente es la presencia de los nombres de los protagonistas. En el relato conocemos al novelista R., pero nada sabemos, ni tampoco él, de la identidad de la mujer de la carta; sin embargo, en la película se dotó a los personajes de nombre y apellidos (Stefan Brand y Lisa Berndle). Esta decisión busca en primer lugar una mayor cercanía e implicación del espectador en el drama al que asiste, y también un empeño por conseguir que el público no se limite, como en el relato, a ser mero testigo de las revelaciones de la mujer y de las emociones de R. a medida que las va conociendo, obligándole a participar en el desenlace de la historia según la más elemental regla del suspense, esto es, informar al público de circunstancias o datos que ignoran alguno o todos los personajes a fin de convertir al espectador en elemento de engranaje para el guión. Así el público, necesariamente conocedor de la existencia de Stefan y de la mujer por separado y del fino hilo amoroso que los une, es igualmente sabedor de la identidad y existencia de Lisa y de su amor por Brand, con lo que su facilidad para simpatizar con su dramática situación es mayor. Para el público ella no es una desconocida sino Lisa, la niña de trece años luego mujer. Sólo resulta un enigma para Brand, y por tanto el interés por lo que pueda ocurrir finalmente, si la recordará, si habrá dejado huella en él, servirá como vehículo de intriga para el espectador a diferencia del relato, en el que personaje y lector se limitan a compartir su sorpresa y consternación en el momento de la lectura de la carta.

Este mecanismo también se extiende al personaje de Brand. En el relato, el novelista aparece únicamente en las primeras y las últimas líneas, de modo que el lector no es informado de los sentimientos de R. hasta el final, cuando abandona la lectura con manos temblorosas y se esfuerza por recordar a la autora de la carta. Sin embargo, Ophüls y Koch introducen al público en los sentimientos de Brand durante la lectura mediante el uso del flashback. La estructura consiste en continuos saltos en el tiempo que permiten seguir la historia de forma fiel al relato escrito por Lisa mientras unos paréntesis marcados a través de fundidos en negro encadenados nos muestran las reacciones de Brand, leyendo ávidamente, acomodándose en el asiento sin poder quitar la vista del papel, sin distraerse ni cuando le sirven su café, escrutando las fotografías de Lisa y el niño que acompañan la carta…

Ophüls consigue que el foco emocional para el espectador sea doble, añadiendo a la arrebatadora historia de la mujer el efecto de sus palabras en el ánimo de Brand. Pero el giro magistral, el truco definitivo, lo constituye la idea de Koch de introducir un duelo de honor en la trama. Brand ha regresado a casa la madrugada de su cumpleaños dispuesto a huir, a escapar forzosamente a causa del duelo al que ha sido retado, presuntamente por un marido burlado, como consecuencia de sus continuas correrías amorosas. La vuelta a casa, la urgente preparación del equipaje, el cierre de asuntos pendientes antes de una larga ausencia obligada se rompe con la lectura absorbente e intranquila de la carta de Lisa, que irá poco a poco hollando el ánimo de Brand hasta que, consciente de sus propios actos, de su vida disoluta y del dolor causado durante años indiscriminadamente a jóvenes como Lisa, el perturbador efecto de la narración de la mujer le hace abandonar su furtivo proyecto y presentarse al duelo en el que ha de perder la vida, asumiendo un castigo por sus pecados que considera justo e inevitable.

Esta deformación del relato original convierte la carta en el detonante para Brand del nacimiento de un sentimiento de culpa y de su correspondiente deseo de perdón y redención, proporcionando a la historia un final más redondo, efectivo y concluyente para el público, que observa en las últimas tomas cómo Brand acude a la cita junto a su criado, con la imaginada y fantasmal silueta de Lisa abriéndole la puerta de su destino como lo había hecho, en sentido inverso, en la secuencia de la mudanza al inicio de la película. Ella adquiere así un papel más profundo, por fin, en la vida de Brand, estableciendo una doble dirección de influencia mutua de la que carece el relato, y consiguiendo que en la percepción del público Lisa pase de ser una mujer que ha violado todas las convenciones sociales de comienzos del siglo XX a una heroína romántica que ha redimido a un hombre perdido, aspecto que hace ganar al guión en complejidad.

Otro de los cambios introducidos resulta igualmente inspirado. Ophüls y Koch transforman al novelista R. en el pianista Brand. A partir de la referencia musical del final del relato, los guionistas creyeron oportuno utilizar el piano y las sensaciones sonoras como vehículo para mostrar el tejido emocional de la historia de manera más efectiva y constante acompañando las imágenes y las palabras de Lisa con la música compuesta por Daniele Amphiteatrof, en lo que es una hermosa fórmula metafórica indicativa de la presencia constante de los sentimientos de la joven en un primer plano. En este aspecto, son magistrales las escenas en las que Lisa, niña aún, se balancea en el columpio del patio mientras escucha emocionada y lejana el piano de Stefan, o los momentos de ensoñación nocturna con la música amortiguada desde el estudio de su enamorado. El papel que representan los libros en el relato, vehículo a través del que Zweig recrea la fascinación de la muchacha por quien es capaz de leer en otros idiomas a autores de los que ella jamás ha oído hablar, se transforma en la película en un recordatorio continuo en forma de música: cada melodía, cada nota, nos muestran los sentimientos de Lisa hacia Brand antes de su primer encuentro. Al mismo tiempo, la música expresa la distancia inabarcable entre ambos, la idea de que el amor de Lisa no puede obtener otra correspondencia que la de las notas del piano escuchadas de manera clandestina pero nunca disfrutadas plenamente junto a él, de modo que, igual que cuando de niña sólo puede escuchar ese piano, ya mujer no puede conseguir otra cosa que las superficiales caricias y atenciones de Brand. Asimismo, el piano se utiliza también como instrumento de suspense, ya que supone un elemento indicador o dilatador, según se escucha de forma más clara o más vaga y lejana, del esperado encuentro entre ambos.

El papel evocador del sonido del piano se extiende igualmente al habla de Brand. Lo primero que Lisa percibe directamente de él es su voz: ella le oye hablar y corre apresurada al lugar por donde va a pasar para abrirle la puerta del edificio. Igualmente señala el clímax final, cuando, habiendo sido su amante en dos ocasiones, y mientras él habla fuera de plano acerca del champán, ella se encuentra de pie junto al piano y comprende al borde de las lágrimas que sigue sin reconocerla, que para Brand la niña de trece años, la amante que dio luz a su hijo y la mujer apetecible que le acompaña esa noche son tres caras distintas e irrelevantes.

Preocupado por la dificultad de adaptar a la pantalla un texto narrado en primera persona, Ophüls optó por conservar los dos narradores del texto de Zweig, el omnisciente, que nos sitúa a Brand de regreso en casa, y la mujer que relata su historia. Así evita recurrir en exceso a la voz en off y consigue un equilibrio entre las impresiones de Lisa por lo que ella cuenta por sí misma, referidas a sensaciones y momentos que no se ven en pantalla (como la despedida en la estación y el drama de su último encuentro), y lo que el espectador contempla directamente.

Especialmente resulta magnífica la colocación de la cámara en diferentes secuencias de la película. Al principio Lisa observa o evoca a Brand desde una posición de inferioridad (el plano desde el columpio a las altas ventanas cuando Lisa escucha su música, o desde la parte baja de la escalera al rellano cuando Brand entra en casa con una mujer); sin embargo, a medida que Lisa crece y evoluciona, se convierte en mujer y va enfrentándose a las distintas dificultades que impiden la realización de su amor, se va colocando a la misma altura que él (maravillosa la escena de su primer encuentro en plena calle, cuando él parece pasar de largo y vuelve a entrar en cuadro visiblemente interesado por ella, mientras el espectador ve en el primer plano de Lisa todo su nerviosismo y su emoción, o la escena del restaurante, cuando, sentados juntos, el travelling que nos los muestra se corta súbitamente y retrocede, de forma que anuncia ya la imposibilidad de un amor plenamente correspondido), para concluir finalmente en un plano superior (cuando ella le observa desde su palco en el teatro mientras él dirige la mirada perdida hacia arriba).

Fruto de su experiencia teatral, Ophüls logra una puesta en escena a medio camino entre el expresionismo alemán y el impresionismo francés, el lirismo, el romanticismo y la nostalgia con cierto aire de decadencia melancólica, de igual manera que la película contiene a un mismo tiempo ternura, fantasía, vitalidad, humor, amargura en un marco preciosista y lujoso en el que queda de manifiesto el gusto del director alemán por los decorados elaborados y minuciosos, grandes construcciones ornamentales llenas de mobiliario, objetos y complementos por los que la cámara evoluciona con una soltura y ligereza ingeniosas, con portentosos movimientos y angulaciones, logrando una estética entre teatral y cinematográfica de una enorme y efectiva belleza plástica.

Este melodrama romántico constituye la suprema adaptación de una obra literaria que consagra de manera apoteósica el tema del amor trágico, el cual Ophüls encumbra y critica despiadadamente con la contraposición de un músico de vida alegre y una joven pura y obsesivamente enamorada tomada erróneamente por una mujer fácil, extremo que le permite además reflexionar acerca de los valores imperantes en la sociedad de su tiempo (la permisividad hacia las disolutas conductas masculinas y la crítica del mismo comportamiento en el caso de las mujeres) y de las desigualdades sociales a través de la recreación del ambiente de la aristocracia y la alta burguesía vienesas en el que se mueven los personajes. El ritmo lento e hipnótico de la película va destapando poco a poco las ilusiones de cuento de hadas de la joven Lisa, haciéndole olvidar paulatinamente sus fantasías, dándole a conocer lo tangible, la trágica realidad de la vida, el mal que subyace bajo las capas de lujo, música y vida disipada y ociosa. Todo ello lo consigue Ophüls concentrando una historia desarrollada en varias décadas (con el paso del tiempo magníficamente sugerido a través de recursos visuales como letreros o tomas exteriores y también con indicativos en los diálogos) en apenas hora y media de metraje, logrando una obra superlativa a pesar de la concesión romántica del fantasmal final de sacrificio y redención.

Inagotable, riquísima en matices, lecturas y planos de interpretación, repleta de códigos, mensajes, temas y modelos, por encima de cualquier otra sensación o pensamiento planea la irresistible emoción que provoca el visionado de Carta de una desconocida.

Justa correspondencia: Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, Max Ophüls, 1948)

No basta con pensar en la muerte, sino que se debe tenerla siempre delante. Entonces la vida se hace más solemne, más importante, más fecunda y alegre.

Stefan Zweig

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El catálogo de títulos míticos que vieron la luz en 1948 es impresionante: Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclete) de Vittorio de Sica, Hamlet de Laurence Olivier, Secreto tras la puerta (Secret Beyond the Door) de Fritz Lang, La ciudad desnuda (The Naked City) de Jules Dassin, Río Rojo (Red River) de Howard Hawks, La soga (Rope) de Alfred Hitchcock, Jennie (Portrait of Jennie) de William Dieterle, Las zapatillas rojas (The Red Shoes) de Michael Powell y Emeric Pressburger, El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre) o Cayo Largo (Key Largo) de John Huston… De entre todas las joyas cinematográficas de aquel año ha destacado con el tiempo de forma inevitable Carta de una desconocida (Letter from an unknown woman), adaptación de Max Ophüls y Howard Koch del breve relato de Stefan Zweig publicado en 1927 protagonizada por Joan Fontaine y Louis Jourdan. Reconocida como un clásico instantáneo desde el momento de su estreno, sigue siendo a día de hoy una de las cimas del arte cinematográfico de todos los tiempos. Afectada por la costumbre de los remakes, cuenta con una versión china de 2004 dirigida por Xu Jinglei que fue premiada en el Festival de San Sebastián.

Esta gran obra maestra, excelente en cuanto a concepción, desarrollo y acabado final, encierra además la notable cualidad de que probablemente se trate de una de las mejores adaptaciones de una obra literaria jamás filmadas, valor incrementado si cabe por el hecho de que Koch y Ophüls (que firma la película como Opüls) consiguen elevar el tono, profundizar en su nivel de dramatismo y sensibilidad. En definitiva, logran redondear la intención del autor, ahondar en la idea central del relato inicial, lo que convierte Carta de una desconocida en un caso realmente excepcional. Conviene recordar brevemente lo fundamental del relato y repasar las aportaciones que Koch y Ophüls realizaron al texto original para percibir esa vuelta de tuerca que el director consigue dar a la historia tal como la concibió Zweig.

El cuento empieza con el regreso a su casa de R., famoso novelista de la Viena de 1900, tras una excursión de varios días por la montaña. Su vuelta tiene lugar precisamente el día de su cuadragésimo cumpleaños, aunque R., que se deja llevar por la vida de manera algo inconsciente, ni se ha percatado de ello hasta que ha visto la fecha en el periódico. Su asistente le espera con el té preparado y la correspondencia dispuesta en una bandeja. Examina el correo sin demasiado interés y deja de lado una voluminosa carta cuya letra desconoce y que carece de firma y remite. Finalmente, dado que el resto del correo no llama su atención, retoma la carta y lee su encabezamiento: “A ti, que nunca me has conocido”. Intrigado, atrapado por el enigmático inicio, continúa la lectura no muy convencido de ser él el auténtico destinatario, pero lo que lee le sobrecoge.

Se trata nada menos que de un desgraciado relato de vida, una carta enviada tras el fallecimiento de su autora que se abre además con el anuncio de otra muerte, la de un niño, su hijo, debida a una epidemia de gripe. R. sigue sin entender, pero a medida que lee se da cuenta de que la carta habla también de él. Lo que ella narra en una docena de cuartillas no es más que la historia de su amor apasionado, obsesivo, enfermizo por R., iniciado cuando ella apenas tenía trece años y vivía junto a su madre en la misma casa que vive el novelista, en el cuarto al otro lado del rellano de la escalera. La mujer relata de manera minuciosa, emocionada la historia de su súbito enamoramiento al descubrir la llegada de un nuevo inquilino al edificio, un amor originado incluso antes de verse en persona, nacido únicamente de la contemplación de los utensilios, muebles y libros que el nuevo vecino estaba haciendo trasladar a su recién estrenado hogar, y confirmado la primera vez que escuchó su voz y vio su aspecto. Cuenta la importancia que él tuvo en su joven vida de niña, cómo ella estaba pendiente de sus entradas y salidas, de los ruidos en el pasillo, de su silueta tras la ventana, de sus costumbres y hábitos diarios, cómo moría de rabia cuando asistía impotente a la disoluta vida del novelista, cómo lloraba al verlo acompañado cada noche por una mujer distinta, todas bellísimas, o cuando las descubría abandonando furtivamente el edificio a primera hora de la mañana. Cómo para ella había supuesto casi la muerte el traslado a Innsbruck y la inevitable separación de él por causa del nuevo matrimonio de su madre, cómo había querido darle a conocer su amor el día anterior a su partida y cómo había fracasado en el intento. Cómo se había mantenido alejada de los hombres esperando la ocasión de volver a él para entregarle su pureza. Relata, entre lágrimas que se adivinan, cómo había conseguido regresar a Viena para trabajar en un negocio de confección y, precisamente en otro cumpleaños de R., convertirse por fin en una de tantas mujeres en acompañarle en sus noches de placer sin lograr, como las demás, otra cosa que ser un objeto de disfrute que olvidar a la mañana siguiente, llevándose a cambio unas pocas rosas blancas, flores que desde entonces ella le enviaba sin remite cada día de su cumpleaños como forma íntima de comunicarse con él sin darse a conocer, sin llegar a suscitar nunca en el despreocupado, superficial R. la curiosidad de saber la autoría del envío.

Ella describe nostálgica el nacimiento de un niño tras aquel encuentro, pero también narra cómo no había vacilado en entregarse a otros hombres a fin de adquirir un tren de vida que le permitiera mantener al pequeño y frecuentar el ambiente en que se movía R., cómo hubo otros encuentros amorosos en los que él no la reconoció y volvió a disfrutar de su cuerpo con la misma distancia emocional. Cómo ella había enfermado de desesperación al comprobar que él no había reconocido en ella, no ya a la niña de trece años, sino a la amante ocasional y repetida, cómo se había ofendido al recibir dinero de él a cambio de su amor, cómo había enfermado y muerto su hijo y cómo ella misma se estaba preparando para seguir su suerte contando su vida a quien precisamente había sido su centro, alguien que nunca había reparado en ella pese a haber compartido dulces momentos y haberle dado un hijo, su bien más preciado.

El relato finaliza con R., terminada la carta, buscando en las nebulosas de su memoria alguna impresión fragmentaria de aquella mujer, una efigie o un olor, un fantasma del pasado que no pasa de ser un perfil difuso, borroso, mientras su mirada se posa en el jarrón azul por primera vez vacío de rosas blancas el día de su cumpleaños y siente un escalofrío de muerte al intentar evocar la imagen de la amante que se le escapa como una música lejana, olvidada.

El cuento de Zweig se inscribe en el contexto de un romanticismo alemán tardío llevado al límite. El particular planteamiento viene además condicionado por la compleja mentalidad del escritor, popularísimo en los años veinte y treinta pero atormentado principalmente a causa de los fenómenos políticos que le tocó vivir, angustia que finalmente le conduciría al suicidio en 1942. En cambio, este exceso melodramático de corte folletinesco no resultaba a juicio de Ophüls demasiado apropiado para los gustos del público de 1948 y por ello optó por realizar algunos cambios que, respetando la idea original, dotan a la historia de una mayor riqueza de matices e introduce algunas novedades en función de la diferencia de código narrativo que supone el cine respecto a la literatura.

El más evidente es la presencia de los nombres de los protagonistas. En el relato conocemos al novelista R., pero nada sabemos, ni tampoco él, de la identidad de la mujer de la carta; sin embargo, en la película se dotó a los personajes de nombre y apellidos (Stefan Brand y Lisa Berndle). Esta decisión busca en primer lugar una mayor cercanía e implicación del espectador en el drama al que asiste, y también un empeño por conseguir que el público no se limite, como en el relato, a ser mero testigo de las revelaciones de la mujer y de las emociones de R. a medida que las va conociendo, obligándole a participar en el desenlace de la historia según la más elemental regla del suspense, esto es, informar al público de circunstancias o datos que ignoran alguno o todos los personajes a fin de convertir al espectador en elemento de engranaje para el guión. Así el público, necesariamente conocedor de la existencia de Stefan y de la mujer por separado y del fino hilo amoroso que los une, es igualmente sabedor de la identidad y existencia de Lisa y de su amor por Brand, con lo que su facilidad para simpatizar con su dramática situación es mayor. Para el público ella no es una desconocida sino Lisa, la niña de trece años luego mujer. Sólo resulta un enigma para Brand, y por tanto el interés por lo que pueda ocurrir finalmente, si la recordará, si habrá dejado huella en él, servirá como vehículo de intriga para el espectador a diferencia del relato, en el que personaje y lector se limitan a compartir su sorpresa y consternación en el momento de la lectura de la carta.

Este mecanismo también se extiende al personaje de Brand. En el relato, el novelista aparece únicamente en las primeras y las últimas líneas, de modo que el lector no es informado de los sentimientos de R. hasta el final, cuando abandona la lectura con manos temblorosas y se esfuerza por recordar a la autora de la carta. Sin embargo, Ophüls y Koch introducen al público en los sentimientos de Brand durante la lectura mediante el uso del flashback. La estructura consiste en continuos saltos en el tiempo que permiten seguir la historia de forma fiel al relato escrito por Lisa mientras unos paréntesis marcados a través de fundidos en negro encadenados nos muestran las reacciones de Brand, leyendo ávidamente, acomodándose en el asiento sin poder quitar la vista del papel, sin distraerse ni cuando le sirven su café, escrutando las fotografías de Lisa y el niño que acompañan la carta…

Ophüls consigue que el foco emocional para el espectador sea doble, añadiendo a la arrebatadora historia de la mujer el efecto de sus palabras en el ánimo de Brand. Pero el giro magistral, el truco definitivo, lo constituye la idea de Koch de introducir un duelo de honor en la trama. Brand ha regresado a casa la madrugada de su cumpleaños dispuesto a huir, a escapar forzosamente a causa del duelo al que ha sido retado, presuntamente por un marido burlado, como consecuencia de sus continuas correrías amorosas. La vuelta a casa, la urgente preparación del equipaje, el cierre de asuntos pendientes antes de una larga ausencia obligada se rompe con la lectura absorbente e intranquila de la carta de Lisa, que irá poco a poco hollando el ánimo de Brand hasta que, consciente de sus propios actos, de su vida disoluta y del dolor causado durante años indiscriminadamente a jóvenes como Lisa, el perturbador efecto de la narración de la mujer le hace abandonar su furtivo proyecto y presentarse al duelo en el que ha de perder la vida, asumiendo un castigo por sus pecados que considera justo e inevitable.

Esta deformación del relato original convierte la carta en el detonante para Brand del nacimiento de un sentimiento de culpa y de su correspondiente deseo de perdón y redención, proporcionando a la historia un final más redondo, efectivo y concluyente para el público, que observa en las últimas tomas cómo Brand acude a la cita junto a su criado, con la imaginada y fantasmal silueta de Lisa abriéndole la puerta de su destino como lo había hecho, en sentido inverso, en la secuencia de la mudanza al inicio de la película. Ella adquiere así un papel más profundo, por fin, en la vida de Brand, estableciendo una doble dirección de influencia mutua de la que carece el relato, y consiguiendo que en la percepción del público Lisa pase de ser una mujer que ha violado todas las convenciones sociales de comienzos del siglo XX a una heroína romántica que ha redimido a un hombre perdido, aspecto que hace ganar al guión en complejidad.

Otro de los cambios introducidos resulta igualmente inspirado. Ophüls y Koch transforman al novelista R. en el pianista Brand. A partir de la referencia musical del final del relato, los guionistas creyeron oportuno utilizar el piano y las sensaciones sonoras como vehículo para mostrar el tejido emocional de la historia de manera más efectiva y constante acompañando las imágenes y las palabras de Lisa con la música compuesta por Daniele Amphiteatrof, en lo que es una hermosa fórmula metafórica indicativa de la presencia constante de los sentimientos de la joven en un primer plano. En este aspecto, son magistrales las escenas en las que Lisa, niña aún, se balancea en el columpio del patio mientras escucha emocionada y lejana el piano de Stefan, o los momentos de ensoñación nocturna con la música amortiguada desde el estudio de su enamorado. El papel que representan los libros en el relato, vehículo a través del que Zweig recrea la fascinación de la muchacha por quien es capaz de leer en otros idiomas a autores de los que ella jamás ha oído hablar, se transforma en la película en un recordatorio continuo en forma de música: cada melodía, cada nota, nos muestran los sentimientos de Lisa hacia Brand antes de su primer encuentro. Al mismo tiempo, la música expresa la distancia inabarcable entre ambos, la idea de que el amor de Lisa no puede obtener otra correspondencia que la de las notas del piano escuchadas de manera clandestina pero nunca disfrutadas plenamente junto a él, de modo que, igual que cuando de niña sólo puede escuchar ese piano, ya mujer no puede conseguir otra cosa que las superficiales caricias y atenciones de Brand. Asimismo, el piano se utiliza también como instrumento de suspense, ya que supone un elemento indicador o dilatador, según se escucha de forma más clara o más vaga y lejana, del esperado encuentro entre ambos.

El papel evocador del sonido del piano se extiende igualmente al habla de Brand. Lo primero que Lisa percibe directamente de él es su voz: ella le oye hablar y corre apresurada al lugar por donde va a pasar para abrirle la puerta del edificio. Igualmente señala el clímax final, cuando, habiendo sido su amante en dos ocasiones, y mientras él habla fuera de plano acerca del champán, ella se encuentra de pie junto al piano y comprende al borde de las lágrimas que sigue sin reconocerla, que para Brand la niña de trece años, la amante que dio luz a su hijo y la mujer apetecible que le acompaña esa noche son tres caras distintas e irrelevantes.

Preocupado por la dificultad de adaptar a la pantalla un texto narrado en primera persona, Ophüls optó por conservar los dos narradores del texto de Zweig, el omnisciente, que nos sitúa a Brand de regreso en casa, y la mujer que relata su historia. Así evita recurrir en exceso a la voz en off y consigue un equilibrio entre las impresiones de Lisa por lo que ella cuenta por sí misma, referidas a sensaciones y momentos que no se ven en pantalla (como la despedida en la estación y el drama de su último encuentro), y lo que el espectador contempla directamente.

Especialmente resulta magnífica la colocación de la cámara en diferentes secuencias de la película. Al principio Lisa observa o evoca a Brand desde una posición de inferioridad (el plano desde el columpio a las altas ventanas cuando Lisa escucha su música, o desde la parte baja de la escalera al rellano cuando Brand entra en casa con una mujer); sin embargo, a medida que Lisa crece y evoluciona, se convierte en mujer y va enfrentándose a las distintas dificultades que impiden la realización de su amor, se va colocando a la misma altura que él (maravillosa la escena de su primer encuentro en plena calle, cuando él parece pasar de largo y vuelve a entrar en cuadro visiblemente interesado por ella, mientras el espectador ve en el primer plano de Lisa todo su nerviosismo y su emoción, o la escena del restaurante, cuando, sentados juntos, el travelling que nos los muestra se corta súbitamente y retrocede, de forma que anuncia ya la imposibilidad de un amor plenamente correspondido), para concluir finalmente en un plano superior (cuando ella le observa desde su palco en el teatro mientras él dirige la mirada perdida hacia arriba).

Fruto de su experiencia teatral, Ophüls logra una puesta en escena a medio camino entre el expresionismo alemán y el impresionismo francés, el lirismo, el romanticismo y la nostalgia con cierto aire de decadencia melancólica, de igual manera que la película contiene a un mismo tiempo ternura, fantasía, vitalidad, humor, amargura en un marco preciosista y lujoso en el que queda de manifiesto el gusto del director alemán por los decorados elaborados y minuciosos, grandes construcciones ornamentales llenas de mobiliario, objetos y complementos por los que la cámara evoluciona con una soltura y ligereza ingeniosas, con portentosos movimientos y angulaciones, logrando una estética entre teatral y cinematográfica de una enorme y efectiva belleza plástica.

Este melodrama romántico constituye la suprema adaptación de una obra literaria que consagra de manera apoteósica el tema del amor trágico, el cual Ophüls encumbra y critica despiadadamente con la contraposición de un músico de vida alegre y una joven pura y obsesivamente enamorada tomada erróneamente por una mujer fácil, extremo que le permite además reflexionar acerca de los valores imperantes en la sociedad de su tiempo (la permisividad hacia las disolutas conductas masculinas y la crítica del mismo comportamiento en el caso de las mujeres) y de las desigualdades sociales a través de la recreación del ambiente de la aristocracia y la alta burguesía vienesas en el que se mueven los personajes. El ritmo lento e hipnótico de la película va destapando poco a poco las ilusiones de cuento de hadas de la joven Lisa, haciéndole olvidar paulatinamente sus fantasías, dándole a conocer lo tangible, la trágica realidad de la vida, el mal que subyace bajo las capas de lujo, música y vida disipada y ociosa. Todo ello lo consigue Ophüls concentrando una historia desarrollada en varias décadas (con el paso del tiempo magníficamente sugerido a través de recursos visuales como letreros o tomas exteriores y también con indicativos en los diálogos) en apenas hora y media de metraje, logrando una obra superlativa a pesar de la concesión romántica del fantasmal final de sacrificio y redención.

Inagotable, riquísima en matices, lecturas y planos de interpretación, repleta de códigos, mensajes, temas y modelos, por encima de cualquier otra sensación o pensamiento planea la irresistible emoción que provoca el visionado de Carta de una desconocida.

Nicholas Ray: el amigo americano

El cine es Nicholas Ray.

Jean-Luc Godard

 

Toda mi vida está integrada en la aventura del cine, en esa aventura que no está limitada por el tiempo ni por el espacio, sino tan sólo por nuestra imaginación.

Nicholas Ray

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El plano final de El amigo americano (Der amerikanische Freund, Wim Wenders, 1977) muestra a un anciano decrépito y acabado, tocado con parche, que, desencantado, escéptico y cansado se aleja de espaldas a cámara por una carretera desierta, con la mirada perdida entre los amenazantes rascacielos que se levantan al fondo de la imagen y la lengua de mar que se abre a su derecha. Se trata de Derwatt, un pintor que ha dejado creer al mundo que lleva años muerto; durante ese tiempo ha seguido pintando cuadros, en realidad imitaciones de su propio estilo, que Tom Ripley (Dennis Hopper), el legendario personaje de Patricia Highsmith, subasta en Hamburgo haciéndolos pasar por originales inéditos pintados antes de su muerte. En una película que es casi un homenaje cinematográfico deliberado (son otros cinco los directores que actúan interpretando distintos personajes: Jean Eustache, Daniel Schmid, Peter Lilienthal, Sandy Whitelaw y el gran Samuel Fuller, todos ellos dando vida a gangsters), Derwatt es un personaje creado a la medida de un genio del cine que por entonces el mundo había olvidado y tenía por desaparecido, Nicholas Ray. Privado mucho tiempo atrás de los medios que le permitieron erigirse en el mayor cineasta-autor americano del periodo clásico, en sus últimos años, frustrado, desorientado y enfermo, llegó a hacer espectáculo de su decadencia como intérprete de personajes derrotados en un puñado de películas y también con discontinuos estertores de su labor como director que no llegaron a ver la luz.

Nick Ray, de nombre de pila Raymond Nicholas Kienzle, otro de los muchos y muy ilustres cineastas americanos de origen alemán, nació en Galesville, Wisconsin, en 1911. Arquitecto de formación, es durante una estancia en Nueva York cuando en un grupo de teatro aficionado conoce a su primer valedor, Elia Kazan. Será su billete para el cine: cuando Kazan debute en Hollywood como director (Lazos humanos, A Tree Grows in Brooklyn, 1945), Ray será su ayudante.

Su ópera prima como director es un film noir, Los amantes de la noche (They Live by Night, 1948), en el que Farley Granger y Cathy O’Donnell luchan contra un destino marcado y fatal. Sigue cerca de esas coordenadas su segunda película, el melodrama criminal Un secreto de mujer (A Woman’s Secret, 1949), pero ese mismo año entra en contacto con Humphrey Bogart, quien le encarga como productor la realización de dos películas hechas a su medida, el excepcional drama judicial con tintes negros Llamad a cualquier puerta (Knock on Any Door, 1949) y la mítica En un lugar solitario (In a Lonely Place, 1949), en la que Bogart da vida a un guionista acusado de asesinato. Ray comienza a conformar así lo que será una de sus principales marcas de identidad, el desprecio por las convenciones dramáticas tradicionales y su apuesta por la dirección de actores a menudo llevada al límite, más preocupada por encontrar miradas, gestos y actitudes que transmitan información, emoción y sensibilidad. También empieza a labrarse cierta reputación de hombre inflexible y difícil que más tarde le traerá consecuencias.

En sus siguientes trabajos, Nicholas Ray termina de perfilar otra de sus señas características, su excelente sentido del ritmo. Con la irregular Nacida para el mal (Born to Be Bad, 1950), con Joan Fontaine y Robert Ryan respectivamente como la maquinadora mujer fatal y la ingenua víctima de sus manejos, sigue profundizando en el cine negro, una de cuyas cimas es la magnífica La casa en la sombra (On Dangerous Ground, 1950), de nuevo con Ryan como el violento policía protagonista. Al año siguiente rueda su primera película bélica, la tibia Infierno en las nubes (Flying Leathernecks), lucha de rivalidad personal entre dos oficiales de la aviación americana (John Wayne y Robert Ryan) en los inicios de la campaña del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Con Hombres indomables –también titulada Hombres errantes– (The Lusty Men, 1952), historia ambientada en el mundo de los rodeos protagonizada por Robert Mitchum, recupera la línea ascendente, y en 1954 su primer western se convertirá en su obra maestra más representativa, la película en la que confluyen sus obsesiones personales (la soledad, la violencia y la búsqueda del sentido de la vida) y su estilo cinematográfico: Johnny Guitar. Western atípico tanto por su atmósfera decadente y opresiva deudora del cine negro como por sus protagonistas (Joan Crawford y Mercedes McCambridge), dos mujeres enfrentadas, personajes activos y violentos en torno a las que giran caracteres masculinos pasivos (Sterling Hayden, Scott Brady), se trata en buena parte de un ensayo sobre la “caza de brujas” y el mccarthysmo. Continuar leyendo «Nicholas Ray: el amigo americano»

Alfred Hitchcock presenta: Hitchcock, Selznick y el final de Hollywood (Hitchcock, Selznick and the End of Hollywood, Michael Epstein, 1998)

Excelente documental que repasa la relación entre el director británico y el productor norteamericano y explica alguna de las claves del funcionamiento y de la extinción del Hollywood clásico.

Amistad y aventuras coloniales: Gunga Din (George Stevens, 1939)

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Inspirada en un poema de Rudyard Kipling, Gunga Din, otra obra mayor de la «quinta» del 39 (una de las mejores cosechas de la historia del cine la de aquel año) dirigida en esta ocasión por George Stevens (uno de los grandes directores del cine clásico más olvidados con el paso del tiempo), parte de una premisa compartida con el western clásico, si bien convenientemente traducida al entorno de la India colonial de la era victoriana: tres sargentos británicos unidos por una estrecha amistad, Cutter (de nombre Archibald, como el nombre de pila real del actor que lo interpreta, Cary Grant), MacChesney (Victor McLaglen) y Ballantine (Douglas Fairbanks, Jr.), son enviados con su destacamento hasta una aldea al norte de su campamento para reparar la línea de telégrafo cortada por los Estranguladores, una secta religiosa de adoradores de la diosa Kali que pretende expulsar a los británicos de la India. Así, los británicos desempeñan el mismo papel que tradicionalmente corresponde en los westerns a la caballería americana, mientras que  los indios de la India ocupan en la historia la posición de los indios de Norteamérica. Es decir, que nos encontramos con un retrato de la vida militar en la India del siglo XIX que alterna las columnas de soldados que recorren un paisaje que apenas oculta la amenaza de un enemigo hostil con el retrato costumbrista de la vida en un cuartel, incluida la ineludible secuencia que transcurre en un baile de sociedad.

Una vez superado ese punto de partida, la película ofrece otros aspectos de mucho mayor interés. El principal, la presencia de un humilde, sencillo e ingenuo aguador de las tropas, Gunga Din (Sam Jaffe), que sueña con enrolarse en las filas británicas para convertirse en soldado de Su Majestad. Y, por supuesto, las distintas pruebas a las que se somete la amistad a tres bandas de los sargentos, cada uno con sus distintas aspiraciones: la de Cutter, encontrar un tesoro y hacerse rico; la de Ballantine, casarse con su prometida, Emmy (Joan Fontaine, en uno de los papeles más insulsos y una de las interpretaciones más sosas de su carrera), y abandonar el servicio; y la de MacChesney, que no es otra que sujetar a sus amigos en la unidad para no perderlos y no sentirse solo y desamparado sin ellos. Todo ello, acompañado de las correspondientes escenas de acción y lucha, las más modestas, las que recogen peleas «de borrachera» entre soldados o cuerpo a cuerpo contra indios rebeldes, filmadas con notable torpeza y risible resultado; las más complejas, las que incluyen movimiento de los ejércitos y evolución de los personajes en escenarios o exteriores repletos de matices, rodadas con mucho mayor brío, talento y emoción y sin dejar de lado el suspense.

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De este modo, la lectura superficial de la película contiene en sus 117 minutos grandes dosis de amistad (con un tono irónico y humorístico que proporciona un buen puñado de momentos estimables, como la secuencia del ponche en el baile de celebración del compromiso) y acción (con la excelente secuencia del combate por los tejados del pueblo, estupendamente precedida del suspense de la eliminación uno por uno de los centinelas), con apuntes de cine de aventuras (la fuga de Cutter que Gunga Din propicia y su descubrimiento del templo de oro donde se oculta el enemigo, el cruce del puente colgante…) y toques románticos (la relación de Ballantine y Emmy, la lucha de él por mantenerse ligado a sus amigos y a la milicia y la de ella frente a los otros sargentos por apartarle de todo eso). Tratándose de Kipling y de un guión escrito y reescrito por ocho manos distintas, entre las que se incluyen los grandes Ben Hecht y Charles MacArthur, estos extremos quedan reflejados con suficiencia, si bien el paso del tiempo ha afectado a no pocas de las bromas y al tratamiento de algunas secuencias de acción que han quedado irremisiblemente envejecidas. La espléndida fotografía en blanco y negro, la inolvidable música de Alfred Newman, con influencia de las típicas fanfarrias militares, y la presencia periódica de las gaitas escocesas, terminan de conformar una atractiva atmósfera para la aventura propia de las grandes historias.

Pero, igualmente, tratándose de Kipling, cabe esperar un relato que ensalce las bondades del Imperio británico, así como la condición de la India como la primera y principal de sus colonias, la joya de ese Imperio (la reina Victoria se hizo así coronar Emperatriz de la India). Continuar leyendo «Amistad y aventuras coloniales: Gunga Din (George Stevens, 1939)»

Vidas de película – Dorothy Dandridge

Dorothy Dandridge es otra de las momentáneamente célebres estrellas de Hollywood que quisieron pasar a la otra vida antes de hora. Su lugar en la historia del cine lo tiene garantizado por ser la primera intérprete negra nominada al Oscar a la mejor actriz principal, lo que ocurrió por Carmen Jones (Otto Preminger, 1954), cinta musical que adaptaba la obra de Prosper Merimée a un entorno sureño y militar de los Estados Unidos, y cuyo reparto, al modo de los montajes shakespearianos de ambiente caribeño del Mercury Theatre de Orson Welles, estaba formado íntegramente por actores y actrices negros. La misma fórmula, con el mismo director, y con la misma protagonista, se emplearía en 1959 para Porgy y Bess.

Sin embargo, pudo verse cantar y bailar a Dorothy Dandridge mucho antes en la gran pantalla, aunque de forma anónima y un tanto escondida, nada menos que en el extenso número musical que Harpo Marx comparte con un buen puñado de cantantes, bailarines y figurantes negros de todas las edades en la fenomenal Un día en las carreras (A day at the races, Sam Wood, 1937).

Nacida en Cleveland en 1923, comenzó a cantar y bailar junto a su hermana Vivian hasta que alcanzó cierta notoriedad al aparecer en una de las películas de la serie de Tarzán que interpretó Lex Barker, Tarzán en peligro (Tarzan’s peril, Byron Haskin, 1951). Después de la exitosa dupla de películas con Otto Preminger, aparecería en el melodrama interracial Una isla al sol (Island in the sun, Robert Rossen, 1957), junto a James Mason, Joan Fontaine, Stephen Boyd o Joan Collins.

La fama y el trabajo se fueron tan fácilmente como habían llegado, y su carrera sufrió un parón irreversible y definitivo a comienzos de la década de los 60. Sumida en una depresión y enganchada al alcohol, comenzó a cantar y bailar en locales nocturnos. Finalmente, se suicidó mediante una sobredosis de barbitúricos en septiembre de 1965, a los 41 años, en plena ebullición por los derechos civiles, un camino que ella había contribuido notablemente a abrir. Había estado casada dos veces, pero en el momento de su muerte estaba sola y abandonada por el Hollywood donde fue una estrella durante apenas cuatro años.

Un thriller patoso: Un abismo entre los dos

El cuchillo en la herida, título original de esta producción francesa llamada en España, buscando acercarse más al drama que al thriller, Un abismo entre los dos (Anatole Litvak, 1962), despierta el interés de su visionado por sus premisas, aunque prácticamente decepciona al final en todas ellas. Primero, por su director, Anatole Litvak, no precisamente un primer espada de la cinematografía mundial, ni tampoco de la británica ni de la francesa, países en los que desarrolló la mayor parte de su filmografía junto a los Estados Unidos, pero que tiene un puñado de interesantes películas en su haber como El sorprendente Dr. Clitterhouse (1938), Nido de víboras (1948), Anastasia (1956) o La noche de los generales (1966) y que contó con el beneplácito de los estudios y de las mayores estrellas del momento, ya que a lo largo de su carrera trabajó con intérpretes como Claudette Colbert, Charles Boyer, Basil Rathbone, Errol Flynn, Bette Davis, John Garfield, Ann Sheridan, Tyrone Power, Joan Fontaine, Thomas Mitchell, Henry Fonda, Vincent Price, Barbara Stanwyck, Burt Lancaster, Kirk Douglas, Vivian Leigh, Ingrid Bergman, Yul Brynner, Deborah Kerr, Omar Sharif o Peter O’Toole, entre muchísimos otros. Segundo, por su improbable pareja protagonista, Anthony Perkins, con el que Litvak había trabajado un año antes en No me digas adiós (1961), y la diva Sophia Loren. Tercero, por la colaboración en el guión de Peter Viertel, reputado guionista y novelista (autor, por ejemplo, de Cazador blanco, corazón negro, entre otras obras, llevada al cine en 1990 por Clint Eastwood -mal, según el propio Viertel-). Cuarto, por la música del griego Mikis Theodorakis, que acompaña a unas hermosas y por momentos desasosegantes imágenes de París en blanco y negro fotografiadas por Henri Alekan. Pero la suma de estos talentos da como resultado una fallida película solo parcialmente disfrutable, con giros de guión de cierto mérito que despiertan un notable interés, pero con errores de tratamiento y falta de garra y profundidad que pervierten (o perViertel, no he podido resistirme al chiste malo) el resultado final.

Robert y Lisa, un joven matrimonio formado por un norteamericano y una italiana que se conocieron en el Nápoles de la posguerra antes de trasladarse a París, se encuentra en un profundo bache sentimental que les está separando (obvio, vista la nula química entre ambos protagonistas…). Ambos tienen distintas maneras de encarar la vida, intereses diferentes, formas opuestas de divertirse, anhelos inconfesables incompatibles. Vamos, lo corriente. Sin embargo, aunque él da muestras de cierto desequilibrio emocional (hasta el punto de que en sus ataques de celos llega a cruzarle la cara de una bofetada a su esposa) y ella es posible que haya sucumbido a alguna infidelidad en sus salidas nocturnas, no se resignan al fracaso total. Más bien él, que en busca de un futuro mejor, más tranquilo y más estable económica y emocionalmente para ambos, se traslada a Casablanca para optar a un puesto de trabajo que puede ser la solución a sus problemas: un nuevo país, otro ambiente, otras costumbres… Una forma de empezar de nuevo, de borrar el pasado. Sin embargo, el avión en el que viaja Robert se estrella sin dejar supervivientes. Lisa afronta el funeral con cierta tristeza, pero igualmente con una sensación de liberación. De súbito pierde también a su amigo -y quizá algo más- Alan (Jean Pierre-Aumont), que tiene que volver a Estados Unidos, aunque su sustituto, David Barnes (Gig Young) empieza a colmarla de atenciones, por no decir que le pone sitio de inmediato. Pero el futuro parece aclararse cuando a Lisa le informan que la póliza de seguros que Robert firmó en el aeropuerto justo antes de embarcar va a reportarle una sustanciosa indemnización. No es más que otra esperanza truncada, porque una noche se escuchan unos golpes en la puerta de casa. Cuando Lisa abre, se encuentra con Robert vivito y coleando, aunque magullado y herido. De inmediato surge un plan alternativo: la compañía de seguros, la línea aérea y las autoridades dan a todos los pasajeros por fallecidos; por tanto, nada más fácil que cobrar el seguro, repartir el dinero entre los dos y que cada uno siga con su vida, ya que el amor de sus primeros tiempos de matrimonio parece ya irrecuperable… O al menos eso parecen o quieren creer…

A partir de ese instante, la película abandona el perfil del drama sentimental de corte intimista que narra el desencuentro de dos personajes para convertirse en un thriller a lo Alfred Hitchcock, aunque con un guión lleno de huecos. Continuar leyendo «Un thriller patoso: Un abismo entre los dos»

Cine en fotos – Rebeca

Nos viene de perlas esta fotografía del bueno de don Alfred Hitchcock viendo con envidia cómo Laurence Olivier y Joan Fontaine esperan que les sirvan una apetitosa cena para invitar a nuestros queridos y nunca bien ponderados escalones a la primera sesión del II Ciclo Libros Filmados, que tendrá lugar el próximo 21 de febrero, lunes (y no el martes 22, como ha sido anunciado en diversos medios), a las 18:00 horas, en la FNAC Zaragoza-Plaza de España, organizado en colaboración con la Asociación Aragonesa de Escritores. En esta ocasión se proyectará, obviamente, Rebeca, dirigida por Alfred Hitchcock y producida por David O. Selznick en 1940.

Presentado por Miguel Ángel Yusta, que vestirá chaqueta de lentejuelas para la ocasión además de, como de costumbre, sufragar de su bolsillo las ulteriores birras, en el coloquio posterior participarán el escritor y crack en sí mismo Miguel Serrano Larraz, un servidor, y todo aquel que quiera o tenga algo que decir, incluido lo que venga a cuento de la película; incluso el personal podrá relatar aquellos de sus sueños que les llevan de vuelta a Manderley…

II Ciclo Libros Filmados, organizado por la Asociación Aragonesa de Escritores en colaboracion con FNAC Zaragoza-Plaza de España.

Primera sesión, lunes 21 de febrero de 2011: Rebeca (1940).
18:00 h: proyección
20:15 h: coloquio, con Miguel Ángel Yusta, Miguel Serrano Larraz y un servidor de vuecencias

Alfred Hitchcock presenta – Sospecha

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Retomamos un imprescindible rincón de esta escalera con esta obra maestra integral dirigida por Alfred Hitchcock en 1941, segunda de sus producciones norteamericanas para la factoría Selznick (con el que no tardaría en partir peras por sus continuas y autoritarias injerencias en sus proyectos), si bien esta vez, como los futbolistas, cedido a la RKO, aunque Hitchcock siempre afirmaría el carácter británico de la cinta tanto por la forma de rodar, el equipo profesional y técnico utilizado y la nacionalidad de casi todos los intérpretes. Película que le valió el premio Oscar a la mejor actriz a Joan Fontaine por delante de la Ingrid Bergman de Casablanca, camuflada entre otras más reconocidas, y a menudo no mejores, del realizador británico, sin embargo ha propiciado un buen puñado de fotogramas memorables e imprescindibles para cualquier catálogo de la Historia del cine, como el que recoge la fotografía superior. En pocos casos resulta tan apropiada la atribución del adjetivo magistral como en esta magnífica joya que no destaca únicamente por poseer un guión milimétrico, una fotografía espléndida, una música sensacional o unas interpretaciones pluscuamperfectas por parte de todo el elenco, el principal y el de reparto, sino también por la manera de narrar visual y textualmente de un director que era un auténtico genio como pocos.

La historia es conocida: Johnnie (Cary Grant), un atractivo vividor, seductor nato, cuyo carisma y encanto es capaz de abrirle cualquier puerta, se encuentra por casualidad en un compartimento de un tren con Lina (Joan Fontaine), la hija treintañera de un matrimonio acomodado de la burguesía rural británica. El caradura de Johnnie se ha metido en un vagón de primera clase a pesar de que su billete es de tercera, y sólo el oportuno hallazgo de un sello de correos en el bolso de la joven con el que poder pagar la diferencia de importe le libra de cargar con la pertinente multa o su expulsión del tren. Lina se siente atraída por él de inmediato, a pesar de que enseguida lo toma por lo que es, un tramposo con estilo y atractivo que no deja por un minuto de comportarse como un niño grande. Por eso interpreta que las señales que la avisan de que Johnnie está interesado por ella no son más que otra de sus trampas o bien un mero divertimento para ridiculizarla. Nunca ha tenido suerte con los hombres y lo último que podría pensar es que un hombre a todas luces mujeriego se interesaría sinceramente por ella. Sin embargo, la insistencia de él y unas palabras del padre de la joven (Sir Cedric Hardwicke, que repetiría con Hitchcock en La soga, de 1948) hacia su mujer en las que se muestra escéptico ante las posibilidades de que Lina un día llegue a casarse y la califica de solterona sin remedio, la predisponen a seguirle la corriente a Johnnie y a vivir con él un corto romance que acaba en un matrimonio rápido. Tras la boda, Johnnie no da muestras de haber madurado y sigue viviendo su vida al día, sin un centavo en el bolsillo a pesar de que siempre habla de trabajar, ganarse la vida o montar negocios con su amigo Beaky (Nigel Bruce). Muy al contrario, parece dedicarse a dilapidar la fortuna familiar y la dote de la boda, incluso vendiendo parte del mobiliario de la casa para apostar a los caballos. Éstas y otras señales la hacen pensar que tanto su matrimonio como la amistad con Beaky son fruto de un calculado interés de Johnnie por hacerse con dinero rápido y mantener su tren de vida sin necesidad de trabajar. Tras esta idea no tarda en surgir otra: que Johnnie tiene intención de matarla para quedarse con toda su fortuna.
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