Diálogos de celuloide: El dormilón (Sleeper, woody Allen, 1973)

-Las soluciones políticas no funcionan. No importa quién esté en el poder. Son todos terribles. ¿Por qué me miras así?

-Creo que me quieres de verdad.

-Claro que te quiero. De eso se trata. Y tú me quieres a mí, lo sé. Y no te culpo, preciosa. Y no estoy criticando a Erno, es estupendo si te gusta el tipo alto, rubio, prusiano, nórdico, ario y nazi.

-Pero, Miles, las relaciones serias entre hombres y mujeres no duran. La ciencia lo ha demostrado. Verás, hay una sustancia química en el cuerpo que hará que nos pongamos de los nervios tarde o temprano.

-Ciencia. Yo no creo en la ciencia. La ciencia es un callejón sin salida intelectual. Un montón de tipos con trajes de lana cortando ranas, viviendo de becas y…

-Ya. No crees en la ciencia. Y tampoco crees que los sistemas políticos funcionen, y tampoco crees en Dios, ¿no?

-Eso es.

-Y entonces… ¿en qué crees?

-En el sexo y en la muerte. Dos cosas que sólo pasan una vez en mi vida. Por lo menos, después de la muerte, no resultas repugnante.

(guion de Marshall Brickman y Woody Allen)

Diálogos de celuloide: El dormilón (Sleeper, Woody Allen, 1973)

Resultado de imagen de el dormilón
– ¿Cree usted en Dios?
– ¿Que si creo en Dios? Yo soy lo que se llamaría un ateo teológico existencial. Creo que hay una inteligencia en el universo, excepto en ciertas partes de los Estados Unidos.
El dormilón (Sleeper, Woody Allen, 1973). Guion de Woody Allen y Marshall Brickman.

Mis escenas favoritas – El dormilón (Sleeper, Woody Allen, 1973)

El dormilón_39De un plácido presente entre música de clarinete y comida naturalista, Miles Monroe salta doscientos años en el tiempo para enfrentarse a una América opresora y policial. Comedia de ciencia ficción muy pegada a la realidad de su momento, que contiene momentos impagables. Y es que los peligros de la tecnología -y de los programas de deportes- acechan.

La tienda de los horrores – Las dos vidas de Audrey Rose

Lo esotérico siempre ha sido muy popular en Hollywood, tanto (y según quién incluso más) que lo erótico o lo pornográfico, por más que en la temática de las películas esas cuestiones siempre hayan sido marginales hasta la ruptura de censuras y códigos represores de la primera mitad del siglo XX. Lo que se pensaba que era un tema arriesgado para el público y quedaba relegado a conocidas sesiones de espiritismo en casa de tal o cual actriz o director y en fiestas más o menos concurridas a las que eran invitados mentalistas, médiums, magos y demás personal a medio camino entre el show-business y la estafa de crédulos, no tardó en saltar a la pantalla cuando la mano de los censores se abrió y dio paso a historias en las que los fantasmas y espíritus dejaban de ser entes amables o incluso cómicos y se convertían en seres malignos y peligrosos en busca de venganza sobre los vivos por sus males pasados. A partir de los cincuenta, durante los sesenta, pero sobre todo a raíz de La semilla del diablo, de Roman Polanski (1968) y, sobre todo, del éxito de taquilla de cintas como El exorcista (1973) de William Friedkin o Carrie (1976) de Brian De Palma, surgió toda una ola de películas, la mayor parte de serie B, que con la emulación como argumento principal intentaron encontrar su hueco entre el público a base de sustos y sangre a puñados relacionados en última instancia con alguna creencia religiosa o capacidad extrasensorial, fenómeno que tenía su propia traslación europea en directores como Jesús Franco o Dario Argento. En Hollywood esta moda poco a poco fue intentando nutrirse de otros elementos que la hicieran novedosa y compleja, y si el propio De Palma ya la pifió al mezclar en La Furia (1978) elementos sobrenaturales con una trama de thriller político, el veterano Robert Wise, clásico entre clásicos (codirector de West Side Story, por ejemplo, y máximo responsable también de cintas como Marcado por el odio, El Yangtsé en llamas, Sonrisas y lágrimas o Star Trek) que contribuyó decisivamente a popularizar rostros como el de Paul Newman o Steve McQueen, la fastidió un año antes inspirándose ya en su época final en la novela del también guionista Frank DeFelitta con Las dos vidas de Audrey Rose, su intento por volver al terror, uno de sus temas favoritos ya tratado en clásicos suyos como El ladrón de cadáveres o La mansión encantada, pero esta vez aderezado con una trama judicial tan innecesaria como ridícula.

Contando con su propia Linda Blair, Susan Swift da vida a Ivy (bueno, y a Audrey), una niña que vive plácidamente con sus papás (John Beck y Marsha Mason) en un cómodo barrio residencial de Nueva York (ambientación similar a la utilizada por Polanski) y que, como niñata bien, es una moza medio cursi medio gilipollas. Tanta placidez montada en el dólar se empieza a torcer cuando la madre detecta que un fulano sospechoso y malencarado (Anthony Hopkins) sigue a su hija por la calle, la espera a la salida del colegio o deambula alrededor de la casa. Lejos de tratarse del conocido perturbado sexual, cuando la pequeña Ivy empieza a sufrir terribles pesadillas en las que parece rememorar acontecimientos dolorosos de una vida ficticia, el desconocido se revela como un profesor inglés residente en Estados Unidos que ha pasado años buscando la reencarnación de su hija Audrey, fallecida en un trágico accidente el mismo día y hora en que nació Ivy. Evidentemente, los padres de Ivy echan de su casa con cajas destempladas al hombre, pero cuando las pesadillas parecen revelar que un ente del averno amenaza la vida de Ivy y que sólo la presencia del extraño parece reconfortarla, no les queda más remedio que escucharle y aceptar lo que tiene que decir. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Las dos vidas de Audrey Rose»