El Oeste como laboratorio: La venganza de Frank James (The Return of Frank James, Fritz Lang, 1940)

Esta película emergió como una gran baza publicitaria para Darryl F. Zanuck y la 20th Century Fox. En primer lugar, porque se trataba de la secuela de un western que había funcionado muy bien, Tierra de audaces (Jesse James, Henry King, 1939), protagonizada por Tyrone Power, basada en la leyenda del famoso pistolero y atracador Jesse James. Y además, porque se anunciaría como el primer western y la primera película en color del «legendario director refugiado alemán (sic) Fritz Lang», cineasta que reiteradamente había manifestado su entusiasmo por el género, lo que venía acreditado por la gran cantidad de volúmenes de su biblioteca personal a él dedicados. «Todo alemán conoce la saga de los Nibelungos tan bien como todo chico de los Estados Unidos conoce el fin de Custer», proclamaba el director vienés, y añadía: «la leyenda del antiguo Oeste es el equivalente americano de los mitos alemanes, como yo los reflejé, por ejemplo, en Los Nibelungos«. La querencia de Lang por el western, sin embargo, era más profunda y personal, y estaba más ligada a sus intereses creativos, tanto temáticos como estilísticos. Sus aspectos legendarios y casi míticos se entrelazaban con las cuestiones de orden político y jurídico tratadas siempre de modo relevante en sus películas. La tensión entre la ausencia de ley y el embrión de un ordenamiento jurídico, entre el estado de naturaleza y el nacimiento de entornos urbanos, la coincidencia temporal y espacial entre justicia privada en forma de venganza y la progresiva implantación de una justicia institucional, y las derivaciones sociales, políticas y culturales que implicó el largo proceso de colonización y conquista del Oeste, con el choque cultural entre el blanco occidental y el nativo, la vertebración territorial de los grandes espacios desérticos y montañosos a través del ferrocarril y el telégrafo, la aparición de nuevos asentamientos, en suma, el hecho fundacional y el gran imaginario cultural como nación de los norteamericanos, alimentado y sostenido en buena parte por la épica y la popularidad de las películas, eran un campo disponible y abierto a la incisiva capacidad del director en la disección de sociedades y estados de ánimo colectivos, al menos en la misma medida en que poco tiempo antes la había desplegado en Alemania. Este encruzamiento y confusión de realidad y ficción, de historia y leyenda, proporcionaban a Lang un inmejorable laboratorio para el análisis y el estudio cinematográfico de los orígenes y la conformación del tejido de una sociedad.

Si de mezclas de realidad y leyenda se trata, la historia de los hermanos James se eleva doblemente a los cielos de la mitología popular, en tanto que celebridades del western surgidas de un contexto muy concreto, la Guerra de Secesión y su pertenencia a las guerrillas de Quantrill, célebre compañía de caballería, más o menos regular, del ejército sudista, famosa por su capacidad para saquear y asesinar tras las líneas de la Unión. De este modo, se suman dos mitologías, la nacional norteamericana como oposición al estado previo (territorio indio, colonias británicas, españolas y francesas) y la particularmente sudista frente a los yanquis, con su propia épica reducida. Esto suponía un fenomenal banco de pruebas para Lang, y lo aprovechó a fondo en esta aproximación, eso sí, respetuosa con el Código de producción, a la figura de Frank James y a los sucesos inmediatamente posteriores al 3 de abril de 1882, fecha del asesinato de su hermano Jesse; la película anterior abarcaba desde la posguerra y el inicio de la construcción del ferrocarril en Missouri, en 1867, hasta ese momento. Ahí nace el carácter legendario del personaje: no se hace forajido por la voluntad de robar y acumular riquezas ajenas sino como respuesta tanto a la derrota ante la Unión, a la ocupación, a la liquidación sistemática y violenta de las últimas unidades guerrilleras sudistas y al injusto orden socioeconómico impuesto por los vencedores a los vencidos, como a los abusos sistemáticos de los agentes del ferrocarril, en su mayoría gente del Norte, sobre las propiedades particulares y las tierras de cultivo de los derrotados del Sur, las expropiaciones de tierras, las compras forzadas a precio de saldo y, en no pocos casos, la extorsión y el hostigamiento autorizado o al menos consentido por las autoridades federales. Los James (y su banda, compuesta por varios grupos de hermanos surgidos del mismo entorno), a través de sus robos de bancos y sus asaltos armados a los trenes, se erigen en una suerte de «Robin Hood del Sur», ya que no se trataría de meros delincuentes con ánimo de lucro sino de resistentes que se oponen a las malas artes de los yanquis por sus propios medios, en una guerra privada que el Sur, como tal, agotado, derrotado y ocupado, ya no se podía permitir. De ahí que la banda y sus miembros sean depositarios del apoyo y el afecto del pueblo y puedan vivir relativamente tranquilos hasta que la traición, auspiciada por las autoridades y el ferrocarril, de uno de los hombres de Jesse acabe con su vida. En este punto, Fran James (Henry Fonda), que desea vivir pacíficamente cultivando sus tierras, debe enfundarse de nuevo el revólver para perseguir a los Ford, John (John Carradine) y Charlie (Charles Tannen), que detenidos por las fuerzas del orden y condenados a muerte son posteriormente indultados por el nuevo Gobernador y recompensados por la muerte del forajido. En compañía de Clem (un Jackie Cooper que había dado el estirón, muy crecidito, solo seis años después de La isla del tesoro de Victor Fleming), sale en busca de la justicia particular, privada, que la ley establecida por el Norte vendedor no le proporciona, y en la tarea se ve respaldado por buena parte sus convecinos, con el antiguo comandante y ahora periodista Rufus Cobb (Henry Hull) a la cabeza.

El retiro de Frank James y su proyecto de venganza particular sirven a Lang para presentar un mosaico inicial del Oeste en el que se dedicará a profundizar y diseccionar en sus siguientes westerns. Conserva el vínculo (incluso mostrando las imágenes del asesinato) con la cinta anterior de King, pero utiliza un lenguaje propio que profundiza tanto en la psicología del protagonista, en sus motivaciones iniciales (el desasosiego motivado por ver en la calle a los asesinos de su hermano, el saber que sus actos venían apoyados desde el poder político y económico, el desgarro interior al tener que recuperar un personaje que él daba por superado y amortizado; un personaje torturado con un poso de amargura y desencanto, repleto de recovecos psíquicos), y en el cambio de temperamento que lo lleva a entregarse al Gobernador) como en el panorama general del Oeste en la década de los ochenta del siglo XIX, con atención primordial a la presencia de las secuelas de la guerra y de las injusticias generadas tanto en aquel momento como en su proyección en los años cuarenta del siglo siguiente, en el estreno. Así, se mantiene la partición de la sociedad en vencedores -jueces, abogados, políticos y autoridades, además de los empresarios del ferrocarril, encabezados por Mc Coy (Donald Meek)- y vencidos -el pueblo llano-, así como la situación de los negros antes de la guerra; si bien han pasado de esclavos a los estadios más bajos de la clase trabajadora asalariada, socialmente siguen siendo un coto aparte, por más que Pinky (Ernest Whitman), el criado de Frank en su granja, se maneje con él con relativa libertad y cercanía (sin obviar el «señor», eso sí, en su trato con el antiguo amo, ahora jefe). El cambio en el interior de Frank (no puede permitir que Pinky, un negro, pague por acciones que no ha cometido), fruto además del naciente romance con la novata periodista Eleanor Stone (Gene Tierney), es personal, no se traslada a una sociedad que continúa siendo esencialmente clasista y racista, y que conserva a un antiguo asaltante de bancos y de trenes como su mayor valedor. A este respecto hay que resaltar que, en cumplimiento de la observancia del Código, que prohibía presentar en positivo a los criminales, Frank James es todo menos un forajido. Es un hombre que ha buscado sinceramente la redención y el encaje en una vida dentro de la ley; al fin y al cabo, y así se dice varias veces a lo largo del metraje, nunca mató a nadie ni se le pueden achacar delitos de sangre. Tal es así que ni siquiera en su venganza se le puede reprochar el empleo de la violencia (Charles Ford sufre un percance accidental, aunque fuera dentro de un tiroteo; Robert Ford muere a manos de Clem, encarnación del idealismo y el tributo a la mitomanía del western, que sí sufre la sentencia del Código). A pesar de sus dudas y tormentos internos, en sus actos exteriores, que son los que cuentan para los demás, este es un héroe de una pieza, siempre irreprochable: en la guerra, con Quantrill; en la rebeldía a la injusticia tras la posguerra; incluso en su forma de ejecutar su venganza, que él provoca pero que ejecuta otro tipo de justicia, que tampoco es la de los hombres, ni mucho menos la de la Unión.

La venganza particular se reconduce a la justicia institucionalizada cuando es Pinky (el único personaje que no tiene nombre y apellidos convencionales, justamente el criado negro) el acusado de las acciones cometidas por Frank y este se entrega para librar a un inocente. Aquí es donde Lang se explaya a gusto en un tema que es muy de su interés. La justicia de la ley, sus procedimientos y liturgias, la letra de sus códigos, su emanación, en cierto modo, del pueblo, que encarnan el juez (antiguo sudista recolocado en el nuevo orden) y el abogado de la acusación (un nordista al servicio del ferrocarril), chocan con la auténtica justicia popular, la que representa el periodista Cobb, que actúa como defensor amateur pero de lo más eficiente, al menos de cara al público del juicio, porque no acude a argumentos legales ni a tecnicismos jurídicos, sino a razones emocionales y al expediente de guerra -y de paz- de Frank James para convencer al jurado. Este encaje entre distintos instintos de justicia se completa con el incipiente auge del periodismo que encarna Eleanor, emancipada hija del dueño de un periódico que se niega a que se dedique a trabajar y quiere para ella el típico destino de esposa pasiva. El viento de modernidad y para la salud democrática de los nuevos territorios que supone la presencia de la prensa choca igualmente con el tradicionalismo conservador del padre y con su determinación de que su hija no trabaje y viva bajo la tutela personal y económica de su futuro marido, es decir, de que se atenga al medio de vida típicamente asignado a las mujeres de buena posición en la buena sociedad del Oeste. Uno de los ejes del cine de Fritz Lang, la tensión entre los viejos y los nuevos tiempos, entre el progreso técnico y los valores tradicionales, adquiere toda su vigencia mediante la observación de algunos de los aspectos más contradictorios (como lo es también la incompatibilidad inicial -no en Estados Unidos- entre violencia y justicia) de la corta historia de su país de adopción.

La película, aun siendo una obra típica de Lang tanto por los temas como por los enfoques, no deja de ser desde otro punto de vista profundamente fordiana, en cuanto a que los westerns de Ford tansitan por ese mismo territorio difuso entre realidad y leyenda, apostanto, sin embargo, como es sabido, por la épica y el mito, es decir, tomando la postura contraria. A esa aparente similitud contribuye que el proyecto se gestara en la Fox de aquellos años y también la aparición de intérpretes frecuentes o presentes en la filmografía contemporánea del cineasta de origen irlandés (Fonda, Tierney, Carradine, Meek…), pero la conclusión de Lang es bastante más pesimista y menos autocomplaciente en cuanto a los efectos positivos de la creación de mitos dentro de una sociedad. La cinta, por último, utiliza esta cuestión para construirse en cierto modo en una reflexión sobre el propio cine como medio para contar historias con repercusiones evidentes en la manera en que las sociedades se perciben a sí mismas. Esto se plasma en la secuencia en la que Frank asiste al teatro para asistir a la representación que los hermanos Ford hacen del episodio en el que mataron al legendario Jesse James. Una reconstrucción destinada a su rehabilitación, cambiando su papel de traidores por el de héroes, suprimiendo el disparo por la espalda y convirtiéndolo en un duelo cara a cara entre las dos parejas de hermanos. Las reacciones del público, abucheando a los bandidos y aplaudiendo a los Ford, muestran la capacidad del espectáculo para alterar la conciencia colectiva y crear estados de opinión, percepción y ánimo, al igual que el propio cine. La reacción de Bob Ford al descubrir a Frank James en el palco, y la de este, que se lanza al escenario del mismo modo que hiciera en su día John Wilkes Booth, el asesino de Abraham Lincoln justo al final de la Guerra de Secesión, termina de completar visualmente, junto con la clamorosa y significativa ausencia del elemento indio en todo el metraje, el puzle a través del cual Fritz Lang examina las inconsistencias, contradicciones y debilidades de su sociedad de acogida, remitiéndose a sus mitos fundacionales pero traduciéndolos a códigos del presente. Una óptica que iba a encontrar su vehículo adecuado de expresión en los siguientes westerns del director pero, sobre todo, en sus magistrales contribuciones al noir.

Johnny Guitar, el western más romántico del cine y la literatura (Reino de Cordelia, 2018)

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En los últimos años vivimos una recuperación de la literatura del Oeste, durante décadas confinada en las novelas baratas de quiosco y tras los míticos nombres de Zane Grey o de los españoles José Mallorquí, Marcial Lafuente Estefanía o Silver Kane (Francisco González Ledesma). En Norteamérica, como es lógico, la literatura del Oeste, con nombres como Oakley Hall, Dorothy M. Johnson, Elmore Leonard, James Warner Bellah o Charles Portis, entre muchos otros, es desde siempre mayor de edad, obtiene amplio reconocimiento entre los lectores e incluso ha sido candidata a todos los premios habidos y por haber, Pulitzer incluido. La obra de estos y otros escritores está llegando tardíamente a España, y Reino de Cordelia cubre ahora buena parte de ese déficit con su primorosa edición de Johnny Guitar, la obra de Roy Chanslor adaptada al cine por Nicholas Ray en 1954, película de la que hablamos aquí no hace mucho.

Publicada en gran formato de tapa dura, hermosamente ilustrada por Carmen García Iglesias y con una breve pero interesante introducción de Antonio Lafarque que contextualiza el trayecto entre novela y película, esta edición de la obra de Chanslor supone un festín para el aficionado al western, pero también, en general, para todo cinéfilo interesado en conocer y explocar los recovecos de los mecanismos de adaptación de un éxito popular de la literatura a lo más parecido al «cine de autor» que existió en Hollywood en los años cincuenta. La introducción aborda este aspecto desde una múltiple perspectiva; la de las relaciones de la carrera literaria de Chanslor con la escritura de películas, la del interés de una ya madura y veterana Joan Crawford por conseguir poner en pie proyectos que le permitieran mantener su protagonismo en pantalla, la de un director, Nicholas Ray, que, insatisfecho con los primeros borradores del guión, nada entre las dos aguas de las aspiraciones de la actriz y la de sus propios intereses como cineasta para tratar de llevar (con éxito) la historia a su terreno, el del gran cine de los desesperados, pese a partir del modesto presupuesto de un estudio de segundo nivel como Republic. La conformación del reparto, la explicación de algunos de los más llamativos cambios argumentales entre novela y película (algunos de ellos sorprendentes, como las vinculaciones del personaje de Vienna con la capital de Austria), la particular textura fotográfica de Harry Stradling y la inolvidable partitura compuesta por Victor Young, acompañada en su versión con letra por la voz de Peggy Lee, son otros de los asuntos que la introducción expone con amenidad y rigor, y que dejan en buena situación para abordar la historia de Johnny y Vienna, puede que los héroes más románticos del western.

Tal vez no se trate de una gran novela, o incluso  puede que no podamos hablar siquiera de una gran novela del Oeste, pero se destapa como un singular documento literario, impagable para el estudio y la observación de las relaciones entre cine y literatura. De lectura cómoda y ágil (algo más de trescientas cincuenta páginas que se beben en un suspiro), el punto más interesante de la lectura reside en la constante comparación entre el tratamiento de personajes y situaciones de la novela y del guión definitivo de Ray, así como en la valoración de qué dan y qué quitan aquellos personajes (la pistolera Elsa, el pusilánime Mr. Small) y aquellas premisas y escenas presentes en el libro y ausentes de la película, o al contrario (en la novela Johnny y Vienna acaban de conocerse; en la película arrastran un turbulento pasado compartido; en la novela Johnny vive atormentado por un drama follestinesco que le cambió la vida y del que es responsable otra mujer; el cambio de edad del personaje de Vienna para poder ser interpretado por Crawford; las variantes en el desenlace…), y cómo estos aspectos cumplen su función en su respectivo soporte, sin que resulten intercambiables. A través de la lectura de la novela podemos atisbar asimismo la construcción de la película, comprender las distintas decisiones de conservación, reformulación y descarte tomadas por guionistas y director, asistir al proceso de reelaboración de un material que, de partida, encajaba con las querencias narrativas de Nicholas Ray, pero que debía ser tratado con mayor profundidad para llegar a convertirse en una cinta señera en la personalísima obra cinematográfica de un director tan reconocible. Continuar leyendo «Johnny Guitar, el western más romántico del cine y la literatura (Reino de Cordelia, 2018)»

Un western inagotable: Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954)

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Realizada con un presupuesto de serie B, Johnny Guitar es por derecho propio uno de los westerns más importantes de la historia, además de un título que se impregna del viciado espíritu de su tiempo. Mal recibida por algunos críticos en la era de color de rosa del melodrama y el musical de la administración Eisenhower, la película de Nicholas Ray es mucho más que una cinta del Oeste con ecos dramáticos y de cine noir. Entre su fotografía desvaída y sus diálogos escupidos como puñales (algunos tan célebres como aquel «miénteme, dime que me has esperado durante todos estos años…»), bajo su capa sentimental de pasiones resucitadas y venenosos odios surgidos de amores y deseos insatisfechos, late un subtexto que habla de la historia pasada y presente de América en forma de advertencia violenta. El punto de partida, el reencuentro de dos antiguos amantes, Vienna (Joan Crawford) y Johnny (Sterling Hayden), sirve de pretexto a un argumento que va mucho más allá del malditismo sentimental.

De entrada, la película huye de maniqueísmos. No establece, como en la gran mayoría de los westerns de serie B (y no pocos de serie A), una línea divisoria entre buenos y malos; al contrario, de ninguno de ellos puede decirse que su conducta se ajuste o se haya ajustado con anterioridad a ningún precepto moral. Se trata de supervivientes o de aprovechados, egoístas por mera subsistencia o por codicia de riquezas o de poder y dominio sobre los otros. Vienna dirige un salón de juego, Johnny arrastra un pasado de violencia y sangre, Dancin’ Kid (Scott Brady) dirige a un grupo de malhechores que asalta bancos y diligencias, McIvers (Ward Bond) es el rico que se salta la ley cuando le conviene, Emma (Mercedes McCambridge) es una resentida que agita el odio allí donde no encuentra amor y sumisión… El guion de Ray, Philip Yordan y Ben Maddow aplica a las relaciones entre los personajes -a los que cabe añadir al fanfarrón Bart (Ernest Borgnine) y al joven Turkey (Ben Cooper), en las filas de Kid, y a Eddie (Paul Fix) y Old Tom (John Carradine) entre los empleados de Emma- una atmósfera trágica y enrarecida propia del noir y un tejido sentimental entrecruzado (el pasado de Vienna y Johnny, el deseo de Kid por Vienna, el deseo de Emma por Kid, los celos de Emma hacia Vienna…) próximo al melodrama. Lo destacable en este punto es que el personaje que da nombre a la película ceda el protagonismo a dos mujeres en un western, dos mujeres que se baten en duelo (literalmente) no solo a causa de su enfrentamiento sentimental, sino porque encarnan dos ideas distintas de cuál debe ser el desarrollo humano y económico de su pequeña porción de Arizona: Vienna aguarda a que el ferrocarril llegue por fin a sus tierras, y de que de su salón de juego y bebida nazca una ciudad; Emma, sin embargo, teme a la gente del Este que invadirá el territorio, que su mundo deje de ser el de las grandes praderas, los ranchos, el ganado y los colonos dueños de las tierras. Continuar leyendo «Un western inagotable: Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954)»

La diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939): coloquio en ZTV

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Reciente intervención en el coloquio del programa En clave de cine, de ZARAGOZA TELEVISIÓN, acerca de esta obra maestra de John Ford.

Tributo a Aldo Sambrell (1931-2010), el villano español por antonomasia

SAMBRELL-39Alfredo Sánchez Brell, Aldo Sambrell, es unos de los rostros más habituales y característicos del western europeo de los años sesenta y setenta, y, aunque estamos acostumbrados a verlo secundar a Clint Eastwood, Lee Van Cleef o Rod Steiger en las cintas de Sergio Leone, también uno de los actores españoles más prolíficos (en su filmografía reúne tres centenares de títulos de distintos géneros).

Su vida es en sí una película: hijo de militar republicano exiliado, criado entre España y México, estudiante de arte dramático en Estocolmo, futbolista del Puebla mexicano, del Alcoyano y del Rayo Vallecano, debutante en el cine español con Atraco a las tres, intervino en la pantalla junto a grandes como Ernest Borgnine, Orson Welles, Sean Connery, John Carradine, Yul Brynner, James Mason, Jack Palance, Alain Delon,  Anthony Quinn o Kirk Douglas, lo que lo convierte, a despecho de otros más mediáticos e inflados por la publicidad, en uno de los intérpretes españoles más internacionales y reconocidos.

Recuperamos aquí un corto documental sobre su figura.

La tienda de los horrores – La diligencia 2 (1986)

Esto no se comprende. ¿Hacía falta un puñetero refrito de la obra maestra de John Ford de 1939? Evidentemente, no. ¿Por qué demonios le pusieron La diligencia 2, como queriendo insinuar una continuación de la historia de Dudley Nichols allá donde John Ford la dejó, con John Wayne y Claire Trevor camino de un rancho mexicano, cuando de lo que en realidad se trata es grabar la misma historia, con ligeros cambios, todos ellos pésimos, con ánimo de emitirla en televisión y de hacerle el caldo gordo publicitario a tres músicos de country…? Incógnitas que quizá encuentren respuesta en el responsable último del desaguisado, el televisivo Ted Post, director de diferentes capítulos en distintas series como Colombo y de un puñado de películas entre las que destacan Cometieron dos errores (1968), western con Clint Eastwood, Regreso al planeta de los simios (1970), con Charlton Heston, continuación del célebre filme de ciencia ficción, Harry el fuerte (1973), secuela del Harry el sucio de Don Siegel (1971) o la película pro-guerra de Vietnam La patrulla (1978), con Burt Lancaster y Marc Singer (el guaperas que se enfrentaba a los lagartos de la serie V).

El caso es que este burdo pastiche sigue las líneas generales de la obra de Ernest Haycox que Nichols guionizó para John Ford: un heterogéneo grupo de personas viaja en una diligencia a través del desierto de Arizona en un tramo desprotegido por el ejército y bajo la amenaza de los apaches de Gerónimo, que han cortado los cables del telégrafo y se han puesto en pie de guerra. Se supone que, como el clásico de Ford, la obra debe retratar distintas personalidades, a su vez encarnación de distintas tipologías sociales, que en interacción mutua y continua ante un inminente peligro exponen su compleja psicología, sus diferentes motivaciones y comportamientos ante una situación de riesgo vital, de forma que representan un interesante mosaico humano que revela buena parte de las virtudes y miserias de nuestra especie. El grupo, como ya es sabido, incluye a Lucy, la esposa embarazada de un capitán de caballería con el que va camino de reunirse; Dallas, una prostituta con el corazón roto a quien ha expulsado del pueblo un grupo de mujeres moralistas, un sheriff que recoge a su preso durante el viaje, el conocido forajido Johnny Ringo, un jugador profesional interesado por Lucy, un banquero que ha robado los fondos de su banco… y Doc Holliday, un dentista borrachín (¿Y qué puñetas pinta aquí Holliday…? La idea de la película se supone que es explorar las tensas relaciones entre un grupo tan variopinto, cada uno con su drama y con su quimera, mientras la amenaza de los apaches les obliga a convivir, a transigir y a compartir, hechos que pone también en riesgo el cumplimiento de sus deseos.

Pero no, porque la idea final de la película parece ser la demostración de cómo es posible tomar una obra maestra del cine, despojarla de toda inteligencia, de toda profundidad, de todo atractivo, de todo estilo narrativo, y crear unos personajes de cartón introducidos en un drama forzado y postizo en los que se mezcla sin ton ni son a Doc Holliday, el pistolero y jugador que acompañó a los hermanos Earp en el famoso tiroteo del O.K. Corral de Tombstone de 26 de octubre de 1881 que ya reflejaron en el cine, entre otros, el propio Ford o John Sturges (por dos ocasiones). Continuar leyendo «La tienda de los horrores – La diligencia 2 (1986)»

La tienda de los horrores – William Beaudine

Gracias a Tim Burton y a su excepcional película de 1995, para el gran público es Ed Wood el que ha pasado a la categoría de peor director de cine de todos los tiempos. Sin embargo, sería preciso a nuestro juicio echar mano de la photo-finish para determinar el orden de prelación en caso de poner a competir las películas de Wood con las de William Beaudine, extraordinariamente prolífico y longevo cineasta nacido en 1872 que se anota en su carrera alguno de los engendros más inexplicables de la historia del cine.

Quizá Beaudine no haya alcanzado la fama de Ed Wood porque en su carrera presenta baches de calidad e interés. Vamos, que no todo fue una basura, al menos al principio. Beaudine se labró fama en el antiguo Hollwyood mudo gracias a su enorme pericia para filmar una gran cantidad de películas en tiempo récord y por presupuestos ajustadísimos. Eso lo llevó a trabajar con importantes estudios y con estrellas de relumbrón, como Mary Pickford (por ejemplo en Gorriones, de 1926) o con el cómico, afamado por entonces y olvidado hoy, Leo Gorcey, con quien estrenó varias comedias como La casa encantada (1943), película que contaba además de con Bela Lugosi (al igual que Ed Wood, Beaudine contó en múltiples ocasiones con el actor húngaro para sus repartos), con una jovencísima debutante que empezaba a hacer sus pinitos en eso del cine, una tal Ava Gardner…

Estos «prometedores» inicios se truncaron cuando Beaudine vio en el cine barato de terror y de ciencia ficción el filón preciso para continuar con su ritmo acelerado de producción y filmación, lo que dio lugar un sinfín de bodrios, una auténtica catarata que, en efecto, le hace sombra al mismísimo Wood: The ape man (1943), Voodoo man (1944), las dos protagonizadas por Bela Lugosi, la serie del personaje de Kitty O’Day, con Jean Parker, y alguna pequeña incursión en el western y en el cine negro de bajo, bajísimo, subterráneo presupuesto.

Pero si merece un lugar entre lo peor de lo peor, si se ha hecho acreedor de un lugar de honor en el escaparate principal de esta tienda de los horrores, es principalmente por tres de sus títulos (sin excluir del todo El retorno del dragón, codirigida por Beaudine y protagonizada por Bruce Lee), a cual más impresentable, bizarro y macarra:

1) Bela Lugosi meets a Brooklyn gorilla (1952): la relevancia del actor en el ¿argumento? de la película es tal que incluso lo presenta directamente en el título, en esta cosa que parece lo que se le hubiera ocurrido a los directores de King Kong de haber sufrido algún tipo de apoplejía cerebral severa durante el rodaje de su famoso clásico, mezclado con el tema del «científico loco».

2) Billy the Kid versus Dracula (1966): improbable encuentro con Chuck Courtney como pistolero y John Carradine como vampiro. Tremendo subproducto tan tan infumable que hay que verlo para creerlo, y que hará las delicias de todo espectador freak que se precie.

3) Dentro de la misma fórmula, digamos que para explotar el «éxito» de la misma, Jesse James meets Frankenstein’s daughter (1966), con Estelita Rodríguez en el reparto de esta mamarrachada que une al famoso bandido sureño con la hija de Frankenstein inspirada en la obra de James Whale.

William Beaudine vivió mucho, nada menos que hasta 1970 (tenía 98 años en el momento de su muerte), y, lamentablemente, como puede verse, siguió trabajando prácticamente hasta el final (no descartamos que sus películas guarden directa relación con el hecho de haber pasado al otro barrio). Vamos a ahorrarnos su sentencia y su condena porque no se nos puede ocurrir nada peor, más sangrante, más punitivo, que filmar y visionar sus propias películas.

Descanse en paz… Pero bien lejos.

Scorsese se hace mayor: Boxcar Bertha

Los años sesenta son, para el cine americano, un híbrido. Por un lado, son los estertores del antiguo sistema de estudios, con un cine estancado en unos modos y maneras clásicos que ya no responden a la realidad y a las ambiciones de su público. Por otro lado, es un permanente laboratorio de experimentación, transformación y cambio muy influenciado por las corrientes foráneas, preferentemente europeas. Los primeros pasos de John Cassavetes y el resto del New American Cinema eclosionan con el éxito popular de películas que como Bonnie & Clyde o Easy rider, nacidas de la oportunidad que nuevos productores dan a los talentos emergentes surgidos de los suburbios de Hollywood y de las televisiones y teatros de Nueva York, inician una senda en el cine norteamericano que, de manera intermitente, se mantendrá como hegemónica durante unos diez años, hasta que los nuevos sistemas de producción, distribución y publicidad implantados como resultado de los multimillonarios éxitos de El Padrino, El exorcista, Tiburón y La guerra de las galaxias transformen para siempre el cine estadounidense hasta convertirlo en su mayor parte en el catálogo de vaciedades que se exhibe impúdicamente en las carteleras de todo el mundo para su vergüenza y nuestra consternación. Uno de los supervivientes de aquella generación que intentó cambiar el cine de Hollywood para bien de entre los que mejor se adaptaron a los nuevos tiempos (no hay más que ver cómo ha disminuido exponencialmente la calidad de sus trabajos a medida que se han ido volviendo más acomodaticios y complacientes) es Martin Scorsese, que tuvo algo más de cuerda que el resto. Su película de 1972, Boxcar Bertha, la segunda de su filmografía, no sólo es ejemplar en cuanto a la presencia de ese nuevo aire fresco del cine americano de los sesenta y setenta, sino que permite comprobar cómo ha evolucionado la carrera de Scorsese, sus temas y sus ambiciones, en cuarenta años de trayectoria.

La película no podría entenderse sin dos influencias notables: la primera, la de la película de Arthur Penn, de la que Boxcar Bertha parece una versión empequeñecida en lo presupuestario, afeada en lo estético y aligerada en cuanto a estrellas en su reparto, por más que temáticamente contenga un buen puñado de puntos de conexión; la segunda, la de su productor, Roger Corman, alejado durante estos años de su prolongada querencia a las películas de terror de serie B, a las adaptaciones de relatos de Lovecraft o Edgar Allan Poe y a la presencia de Vincent Price, y atraído enormemente por las películas situadas en las décadas veinte y treinta del siglo XX (como sus propios filmes La matanza del día de San Valentín, de 1967, o Mamá sangrienta, de 1970, en la que un jovencísimo Robert De Niro y un desgarbado Bruce Dern, entre otros, forman un grupo de hijos devotos de su madre, Shelley Winters, además de una banda de violentos y crueles atracadores). A esta doble influencia hay que sumar la subrepticia presencia de la estructura del western, el enfrentamiento entre la ley y los bandidos, los episodios de violencia a él asociados y el entorno rural y de campo abierto donde tiene lugar buena parte de la historia, en localizaciones del viejo sur de Estados Unidos.

Así, Scorsese construye, con guión de Joyce y J. William Corrington inspirado en hechos reales, la historia de Bertha (una jovencísima Barbara Hershey), una Continuar leyendo «Scorsese se hace mayor: Boxcar Bertha»

La tienda de los horrores – Peggy Sue se casó

Pues nada, ya tenemos otra vez por aquí al amigo Nicolas Cage…

Cuando Francis Coppola (se recuerda que el Ford de sus apellidos es un postizo) se sumerge en proyectos de encargo, en películas que no surgen de apetencias personales que consigan enajenarle hasta el punto de poner en riesgo todo su equilibrio vital, el grado de excelencia que logra en sus trabajos decae bastante, incluso desaparece; tanto, que resulta imposible descubrir en el resultado final nada que recuerde al director de la trilogía de El Padrino o de esa magnífica epopeya del lado oscuro que es Apocalypse now. Uno de los más bochornosos episodios de esta disolución en la nada más absoluta es la presunta comedia romántica Peggy Sue se casó (1986), una especie de Regreso al futuro sin cachivaches tecnológicos, sin abordar la cuestión de las consecuencias de la manipulación del pasado y sus efectos futuros, sin gags a recordar, y también más preocupada de azucararlo todo que de soltar de vez en cuando, como hace la película de Zemeckis, algún que otro dardo de mala baba. Y, desde luego, sin nada de ingenio.

La catástrofe se ve venir nada más comenzar: Peggy Sue (Kathleen Turner, esforzadísima en sacar petróleo de un personaje profundamente estúpido) y su hija (Helen Hunt) se preparan para asistir al vigesimoquinto aniversario de graduación del instituto de la primera, una ocasión gracias a la cual espera reponerse por un rato del desánimo que la invade desde que se separó de su marido (Nicolas Cage, simplemente horrendo, que debe su papel a ser sobrino del director). Las dos, en plan moñas, ocupan el rato en embuchar a la madre en el mismo vestido que llevó, todo con mucho besuqueo, mucha gilipuertez almibarada, mucho «te quiero», «felicidad» arriba y abajo, y demás pijotadas. Cuando llegan allí, el aliciente consiste en reencontrarse con los viejos compañeros de curso y contarse cómo les han ido sus respectivas vidas, a la par que recuperar aquellos romances de pasillo y fiestas de fin de curso (o escandalizarse de cómo fue uno capaz de aquello). Por supuesto, el atontado de Cage aparece, y también el típico graciosete mamarracho de todas estas películas, que encarna un Jim Carrey que ya apuntaba maneras diciendo tonterías y bobadas supuestamente graciosas, gesticulando y articulando poses de absoluto ceporro sin gracia, como si su cerebro se hubiera quedado veinticinco años atrás. Como la idiotez está incompleta, es preciso culminarla eligiendo a los reyes del baile (recordemos, veinticinco años después se supone que ya son adultos) y, por supuesto, eligen a la recauchutada Peggy (imposible evitar paralelismos con la cerdita Piggy de los teleñecos…); a ésta, en vez de ponerse como una moto como Sissy Spacek en Carrie y bañarlos a todos en morcilla, le da un jamacuco de la emoción y se desmaya en el escenario. Cuando despierta, en plan Rip Van Winkle (sobre el que Coppola dirigió un programa televisivo al año siguiente), se da cuenta de que amanece veinticinco años atrás, y que todos sus compañeros de instituto, su familia, su ciudad, han regresado al pasado con ella.

Vaaale. Y entonces, ¿qué pasa? Pues que Peggy no para de abrazarse a los seres queridos que perdió y a los que recupera más jóvenes, revive antiguos momentos, dispone de nuevas oportunidades y, sobre todo, se encuentra en encrucijadas en las que ahora puede escoger otro camino al elegido en su día… Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Peggy Sue se casó»

Mis escenas favoritas – Locos por el sexo…

Uno de los experimentos más divertidos en el planeta cine es imaginar delirantes propuestas de intertextualidad cinematográfica, esto es, qué resultaría de juntar de manera disparatada personajes o situaciones de películas diametralmente opuestas o imposibles de relacionar a priori y que sin embargo andan conectadas por algún fleco argumental subterráneo.

Por ejemplo, ¿qué pasaría si uniéramos en una comida a la joven Sally que interpreta Meg Ryan en Cuando Harry encontró a Sally, dirigida por Rob Reiner en 1989, y al Doctor Bernardo que incorpora John Carradine en Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo y no se atrevió a preguntar, película de Woody Allen de 1972? Una finge orgasmos durante la comida; el otro aprovecha el segundo plato para emitir incendiarios discursos sexológicos…