Elvis vive: Mistery train (Jim Jarmusch, 1989)

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Mistery train (Jim Jarmusch, 1989), cuyo título, toda una declaración de intenciones, proviene de una canción de Elvis Presley, toma una de sus versiones más conocidas (de entre todas los muchísimos refritos que grabó, y a los que debe en buena parte su fama y reconocimiento, a menudo por desconocimiento del oyente…), Blue moon, como motivo musical para tres historias levemente entrecruzadas que tienen como marco común la ciudad de Memphis, Tennessee, y que transitan libremente entre la comedia, el drama, la fantasía y la vida. Una vez más en la filmografía de Jarmusch, cine, literatura, música y vida se amalgaman en una película que bajo su apariencia pausada y contemplativa, lacónica y seca, se muestra asimismo abiertamente poética y reflexiva, para nada banal o gratuita, repleta de pequeños matices, apuntes, insinuaciones, silencios, elipsis y guiños que cobran auténtica dimensión en la proyección que la mirada del director alcanza en la mente y el corazón del espectador. Dividida en tres episodios, la soledad es el nexo común de unos personajes que transitan por Memphis como peces fuera del agua, aislados, presas de la incomunicación en una ciudad que para nada es la gran urbe con ecos del Viejo Sur que representa John Grisham en sus novelas de abogados y que suele trasladarse al pie de la letra a sus múltiples adaptaciones cinematográficas; se trata más bien de una ciudad oscura y gris, suburbial y decadente, arruinada y vacía, casi de prisión al aire libre, de pesadilla melancólica, en la que el apartado hotel de un barrio marginal ejerce de foco de atracción y de ecosistema compartido para los protagonistas de los tres episodios que componen el metraje.

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En la primera de sus historias, Lejos de Yokohama, Masatoshi Nagase y Youki Kudoh son una joven pareja de viajeros japoneses que recorren en tren los Estados Unidos, y que llegan a Memphis atraídos por su legado musical. Atrapados en la efervescencia de los años sesenta, desembarcan en la ciudad con aspiraciones opuestas: él ansía visitar Sun Records, los famosos estudios donde grabaron tantos y tantos músicos, con la esperanza de sentir la proximidad de su favorito, Carl Perkins; ella, sin embargo, prefiere entregarse al mito de Elvis perdiéndose en Graceland, su mansión-parque de atracciones. En sus paseos por la ciudad, siempre con su enorme maleta roja a rastras, pequeños encuentros y desencuentros emocionales, producto del choque entre el carácter adusto y callado de él y la forma de ser expansiva y llana de ella, salpican un deambular frío y desapasionado, en el que los escasos representantes de la población local que llegan a conocer se mueven como espectros, como dudosas presencias con las que apenas llegan a comunicarse. Memphis es para ellos un cielo vacío, un espacio de sueños esfumados cuya única realidad se trasmuta en una noche de sexo en la precaria cama de un hotel barato, y en una huida casi furtiva en el primer tren de la mañana siguiente. El eco del Memphis musical queda así reducido al terreno de la emoción, de la conmoción, del disfrute de las canciones en su walkman (estamos a finales de los ochenta); la realidad no es más que silencio, melodías de radio a medio escuchar que rompen el silencio en una noche iluminada de neones, transitada por los mismos espectros callados que han conocido durante el día.

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Nicoletta Braschi, pareja de Roberto Benigni, habituales ambos de Jarmusch, protagoniza el segundo segmento, Un fantasma, dando vida a una joven viuda italiana que aguarda en Memphis la salida del avión que repatria los restos de su difunto marido. Continuar leyendo «Elvis vive: Mistery train (Jim Jarmusch, 1989)»

La tienda de los horrores – Pactar con el diablo

Que no, que no es una fotografía de Al Pacino intentando traducir al inglés un chiste de Chiquito de la Calzada justo en el momento de decir «¿Te das cuen?» ni tampoco la versión americana de Aquí llega Condemor, el pecador de la pradera, sino un instante de su enloquecido y sobrecogedor monólogo final en esta cosa dirigida por Taylor Hackford (my taylor is rich, and my mother in the kitchen…) en 1997. Hackford ha logrado reunir con los años, desde su primer hit taquillero, Oficial y caballero (1982), pasando por la conocida (más por la banda sonora que por la película misma) Noches de sol (1985), hasta las más recientes Prueba de vida (2000)o Ray (2004), una filmografía que destaca especialmente por dos aspectos: la rica puesta en escena y la pesadez de unos metrajes interminablemente alargados hasta la extenuación. Sus películas oscilan siempre, por más limitada que sea su trama, entre las dos horas y las dos horas y media, lo que indica un preocupante problema de exceso de verborrea incompatible con el carácter imprescindible de las tijeras como instrumento quirúrgico-cinematográfico.

Pactar con el diablo (de título original El abogado del diablo, que no pudo lucir en España porque ya lo vistió una de las peores películas del gran Sidney Lumet, protagonizada por la apetitosa Rebecca De Mornay, Jack Warden y ese monigote llamado Don Johnson) no es una excepción, y se va a las dos horas y media para contarnos una historia ya contada mil veces, y siempre mejor: la de la corrupción de un alma pura e idealista por culpa de las tentaciones del demonio. Lo que viene a ser Mefistófeles puro, en vena. Aquí, como redundancia, la cosa va de abogados, así que doblemente diabólico.

El pánfilo de Keanu Reeves, posiblemente el actor más inexpresivo de todos los tiempos, de una pobreza gestual y facial proverbial, bellezas enlatadas aparte, da vida a Kevin Lomax, joven y talentoso abogado que nunca ha perdido un pleito, faltaba más, que para eso es Keanu Reeves, no te jode… El tío tiene una vida de coña, jovencito, guaperas, triunfador, idealista, buena gente, y encima está casado con Mary Ann (guapísima Charlize Theron, desaprovechada), vamos, pura ciencia ficción. El caso es que el mozo un día recibe la tentadora oferta de una prestigiosa firma de abogados para que trabaje con ellos en Nueva York, al frente de la cual está un tal John Milton (Al Pacino), cuyo nombre se supone una suerte de homenaje al autor de El paraíso perdido como código, que se ve a la legua, del cariz que van a tomar las cosas. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Pactar con el diablo»

Espléndido Paul Newman: Veredicto final

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Sidney Lumet, ese octogenario cineasta forjado en aquella serie de televisión llamada Alfred Hitchcock presenta, que hace un par de años se marcó todavía esa gran película llamada Antes de que el diablo sepa que has muerto, con una frescura, una profundidad y un vigor que ya quisieran para sí muchos jovenzanos, ha desarrollado una larga y prolífica carrera en la que los productos mediocres si no directamente malos, algunos incluso pensados para televisión, alternan con una amplia nómina de clásicos imprescindibles, desde su debut en el largometraje, Doce hombres sin piedad (1957), hasta el trabajo antes comentado, cincuenta años más tarde, pasando por estupendas películas como Punto límite o El prestamista (1964), La colina (1965), Serpico (1973), Asesinato en el Orient Express (1974), Tarde de perros (1975), Network (1976), o Veredicto final (1982), clásico del cine de juicios con un Paul Newman superlativo en el que el talento de Lumet como narrador cinematográfico se conjunta con un extraordinario guión y magnífica puesta en escena marca de la casa del gran David Mamet. En este caso, nos encontramos de nuevo en la típica historia de un abogado con cliente humilde y modesto que se enfrenta a una gran corporación con un amplio equipo de prestigiosos abogados a su servicio, todo eso que John Grisham ha llegado a degradar y banalizar con tanta novela igual que la anterior, pero que en este caso posee una fuerza y garra demoledoras.

Frank Galvin (Newman) es un abogado de avanzada edad que ha tirado su vida por la borda. Intentando mantener su integridad ética y profesional, se enfrentó a su propio bufete al descubrir las oscuras maniobras de éste para asegurarse el resultado de un juicio y, acusado él mismo del delito, expedientado y despedido, tuvo que empezar a ganarse la vida ya maduro en su modesto despacho, ignorado y despreciado por casi todos excepto por su buen amigo Mickey (eficaz, como siempre, Jack Warden). Derrotado, deprimido, su mujer lo abandona pronto. Consumido por la soledad, y buscando en el alcohol los alicientes que le faltan en su vida y en su trabajo, sus días pasan monótonos y grises, cada vez más apartados de su oficio y con cada vez más horas entre compañeros de bar, contando chistes, emborrachándose hasta las tantas, despertando a mediodía con resaca, o jugando cada tarde a la máquina del millón. Cuando Mickey le amenaza con romper su larga amistad, Frank se anima a reengancharse a su trabajo con un caso pendiente, el que los familiares de una joven mantienen contra el hospital que la atendió en su problemático parto, tras el cual perdió el niño y ella quedó para siempre en estado vegetal. Para Frank se trata de un caso en el que plantear un sustancioso acuerdo de cuya indemnización obtendría un tercio en concepto de honorarios; para el arzobispado de Boston, gestor del hospital donde se ha cometido la negligencia, no es más que otro asunto molesto que liquidar pagando unos pocos cientos de miles de dólares. Cuando Frank, tras contemplar el estado de la joven, se niega a aceptar el acuerdo, el arzobispado recurre al ejército de abogados, detectives, investigadores y periodistas de Ed Concannon (espléndido James Mason), que prepara una avasalladora estrategia para impedir cualquier maniobra de Frank y conseguir que el arzobispado salga airoso. Pero Frank, que se siente rejuvenecer gracias a la actividad, a su lucha por un fin que cree justo, también por el aliciente económico pero sobre todo por la oportunidad única de volver a la vida normal, con un futuro que escribir, espoleado también por la relación que ha establecido con una mujer más joven que él (Charlotte Rampling), removerá el caso de arriba abajo frente a todos, compañía de seguros, hospital, arzobispado, prensa e incluso un juez bastante receptivo y simpatizante de las necesidades de las grandes empresas y sus abogados, y luchará, no ya por vencer en el caso y por los derechos de su cliente, sino por su propia vida.
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