Música para una banda sonora vital: Granujas a todo ritmo (The blues brothers, John Landis, 1980)

-Oiga, ¿qué clase de música tienen aquí?

-Oh, de las dos clases: country y western.

Eso responde la dueña de un garito de carretera donde The Blues Brothers se detienen una noche de sábado, usurpando la actuación de otro grupo, con el único interés de hacer caja. Allí se ven obligados a complacer a un exigente público del Medio Oeste, poco receptivo al soul, interpretando la banda sonora de la teleserie Rawhide, la misma que puso a Clint Eastwood en la órbita de Sergio Leone.

Música para una banda sonora vital: En los límites de la realidad (Twilight zone: the movie, John Landis, Steven Spielberg, Joe Dante y George Miller, 1983)

Tanto al principio como al final de la adaptación cinematográfica que John Landis, Steven Spielberg, Joe Dante y George Miller hicieron de la célebre serie televisiva, de género fantástico, concebida por Rod Serling, La dimensión desconocida (The twilight zone, 1959-1964), titulada en España En los límites de la realidad (Twilight zone: the movie, 1983), y precediendo a su famosa sintonía (Jerry Goldsmith es también el autor de la música de la película), irrumpe este clásico de la Credence Clearwater Revival, The midnight special (1969). La película, dividida en cuatro episodios, es recordada, sobre todo, por el primero y el último de ellos.

Mis escenas favoritas – Granujas a todo ritmo (The Blues Brothers, John Landis, 1980)

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¿Por qué el bueno de Elwood Blues (Dan Aykroyd) aprovecha cualquier ocasión para «ver la luz» y menear el esqueleto compulsivamente? Pues porque en su piso no puede hacerlo…

La tienda de los horrores: La carrera de la muerte del año 2000

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Después del paréntesis veraniego, retomamos esta sección como debe ser, es decir, por todo lo bajo, con La carrera de la muerte del año 2000 (Death race 2000, Paul Bartel, 1975), inexplicable producción de Roger Corman que ha quedado en los anales (con perdón, pero nunca mejor dicho) del cine como una de las cosas más extravagantes y estomagantes jamás filmadas. Estos atributos, como es lógico dada la actual catadura moral y artística de los productores de Hollywood, ha posibilitado que, ya en este siglo, a este bodrio mayúsculo no sólo se lo haya bendecido haciéndole un remake con gran despliegue de cacharrería y explosiones, sino que incluso se ha convertido en una saga que va ya por la tercera entrega. Pero el producto auténtico, el genuino, el vómito original en forma de película, es esta obra del irrelevante Bartel, que mejor hubiera hecho en alistarse en el ejército a probar granadas de mano sujetas por los esfínteres.

No hay que dejarse engañar, de entrada, por la presunta estilización visual y artística de los fotogramas aquí seleccionados. La película es cutre, cutre, un adjetivo que parece haber sido creado que ni pintado para la ocasión. Más allá de que uno se quede admirado de la flexibilidad lumbar y vertebral de la chica de la foto superior (todavía quien escribe no es capaz de asimilar la magnitud del giro sobre sí misma de la moza en cuestión), o de cierta emulación de la Sodoma de Pasolini con un Batman de pacotilla en los particulares boxes en los que los pilotos gozan de un «merecido» descanso, la película no hay por dónde cogerla, y abusa más de los muñecos de trapo y de los petardos que de otra cosa.

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El argumento es de videojuego, aunque por entonces esa industria no anduviera más que en pañales: en un futuro que, como hipótesis, al menos en lo material, es esperpéntico con ganas, el mundo está dominado por una dictadura global que, como pasatiempo, idea una competición deportiva, seguida por las masas contentadizas e irreflexivas, que consiste en una carrera de coches mortal, sin ética, sin reglas, sin ninguna conexión en realidad con lo que entendemos por deporte, a lo largo del país (se entiende que los Estados Unidos); el apellido «mortal» de la carrera no afecta sólo a quienes pilotan los coches de tuneo estrafalario, invariablemente acompañados de un copiloto femenino, los cuales pueden tirotearse, chocarse, sacarse de la pista, etc., sino también al público, porque en la carrera hay dos formas de ganar: como en cualquiera, llegando primero, pero además, atropellando al mayor número de personas posible según una escala de puntuación que va de los niños y las mujeres embarazadas (los que más puntos dan) a los ancianos y los animales (los que menos). Por otro lado, la resistencia contra la dictadura, que no se sabe ni quiénes son ni de dónde salen, pretenden atentar contra la carrera, lo que une otro factor de riesgo para los participantes.

Lo malo no es sólo la precariedad de efectos especiales (en Las Fallas hay explosiones mejor conseguidas), Continuar leyendo «La tienda de los horrores: La carrera de la muerte del año 2000»

La tienda de los horrores – Los tres amigos

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En Estados Unidos existe un club de fans de esta película, por llamarla de alguna forma, de John Landis, clásico director de comedias americanas, a veces con resultados más que notables como The blues brothers, Desmadre a la americana o Un hombre lobo americano en Londres, y que por lo general suele ofrecer subproductos de humor de trazo grueso, poca inteligencia y chabacanería a mansalva. En este caso, situado más o menos en mitad de su escalafón de calidad, Landis sirvió más bien a los intereses de uno de los protagonistas, el más que dudoso cómico Steve Martin (cuyas mejores interpretaciones, al igual que sucede con Billy Crystal , suelen ser presentado las ceremonias de los premios de la Academia), ya que el proyecto fue producido por él y colaboró en el guión. Así que no es de extrañar el resultado final.
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