Exaltación de la amistad bélica: Pasaje a Marsella (Passage to Marseille, Michael Curtiz, 1944)

Passage to Marseille (1944) directed by Michael Curtiz • Reviews, film +  cast • Letterboxd

Como parte del esfuerzo de guerra y de la propaganda bélica aliada, Hollywood arrimó el hombro con varias películas dedicadas a la encomiable lucha de sus aliados europeos frente a los nazis. Si en La estrella del norte (The North Star, Lewis Milestone, 1943) y Días de gloria (Days of Glory, Jacques Tourneur, 1944), esta última debut en la pantalla de Gregory Peck, se exaltaba la contribución de los soviéticos en el frente oriental, en esta película de Michael Curtiz se trata de resaltar el papel, exiguo en lo material aunque fundamental en lo simbólico, de la Francia Libre de De Gaulle y Leclerc en oposición al Gobierno colaboracionista de Vichy, justo cuando el desembarco en Normandía se erigía en la apuesta decisiva para el principio del fin de la Segunda Guerra Mundial. Para ello, Warner Bros. reunió de nuevo a varios de los artífices del éxito de Casablanca (1942), temprana reivindicación y emotivo tributo al protagonismo que la Francia derrotada y ocupada debía desempeñar en la remontada aliada frente al Eje: su director, Michael Curtiz; su protagonista masculino, Humphrey Bogart; varios de sus rostros secundarios principales, Claude Rains, Peter Lorre y Sydney Greenstreet; y el compositor de su música, Max Steiner, que ya había jugado con la introducción de los más conocidos y sonoros compases de La Marsellesa en la partitura original de la película. El guion de Casey Robinson y Jack Moffitt debía servir para reflejar en pantalla la entrega, el heroísmo y el patriotismo de los combatientes franceses, en particular de aquellos movidos por sus propios impulsos personales, al margen de la escasa estructura militar organizada que la Francia Libre mantuvo en los frentes de África y Europa.

Así, la película, construida sobre la base de un sucesivo encadenamiento de flashbacks y saltos temporales, selecciona escenarios y personajes particulares a través de los que ejemplificar sus argumentos y subrayar sus planteamientos nacionalistas y su discurso de exaltación. El ingenio militar y la habilidad francesas, así como su validez en combate, se plasman en el primer tramo, el ataque aéreo al Rhin alemán y la base secreta, camuflada en un entorno rural de granjas y campos (curiosa recreación mediante maquetas animadas que reproducen el movimiento de los tractores en los terrenos agrícolas y de los vehículos por los caminos), desde la que parten las incursiones al territorio enemigo. El patriotismo no es solo político o nacional, sino también sentimental, presentado mediante el vínculo existente entre uno de los artilleros de la tripulación de un bombardero adornado con la Cruz de Lorena, Jean Matrac (Bogart) y su esposa Paula (Michèle Morgan), sobre cuya granja arroja en cada misión un mensaje amoroso. Este preludio abre el primer flashback general, por medio del cual el capitán Freycinet (Rains) cuenta a un periodista la historia de Matrac y de otros héroes franceses, antiguos prisioneros en los penales galos de la Guayana evadidos no para sustraerse a su condena, sino para llegar a la metrópoli y combatir por Francia. Este flashback general, que transcurre en un barco que regresa a Marsella desde la Polinesia francesa y encuentra a este grupo como náufragos a la deriva en el Atlántico, alude a posesiones francesas en ultramar (Nueva Caledonia, la África Francesa, la propia Guayana, desde los que en buena medida la Francia Libre promovió su oposición a Alemania) y recoge, a través de flashbacks «menores», las historias individuales de algunos de estos convictos (uno por asesinato, otro por robo continuado, Matrac como víctima de la guerra civil entre colaboracionistas y resistentes a la ocupación nazi). El principal de estos, el dedicado a Matrac, resulta especialmente revelador y crítico con la actitud francesa durante el Ancshluss de Austria y el lamentable papel del presidente Daladier en el Pacto de Munich de 1938 que permitió a Alemania la ocupación de Checoslovaquia. Matrac, antiguo periodista contrario a las aspiraciones nazis, al apaciguamiento, a la rendición y al colaboracionismo, sufre el ataque a su periódico, la inoperancia de la policía para impedir la agresión, y termina como víctima de una maquinación de las autoridades para resultar culpable de los tumultos y de las muertes producida durante ellos, razón por la que termina preso en la Guayana. Matrac es el personaje crucial sobre el que orbitan los demás, su desinterés inicial por verse involucrado en la guerra (después de tantas decepciones y sufrimientos, él solo aspira a regresar a Marsella junto a su esposa) y su súbita concienciación de la necesidad de persistir en la resistencia y de liberar a Francia articulan el mensaje último de la cinta, esa reivindicación del espíritu de lucha francés y la puesta en primer término de sus valores y determinación, así como, en su conclusión, ejemplifica el heroísmo desinteresado de la Resistencia. La Francia oficial, la de Vichy, está encarnada por el mayor Duval (Greenstreet), oficial de infantería que comparte pasaje y que, gracias a los militares a su mando y a parte de la tripulación, quiere mantener el barco fiel a los mandatos de Vichy e impedir que cambie su destino para atracar en Inglaterra, sede del Gobierno de la Francia Libre.

La película cuenta con dos virtudes narrativas y con un importante lastre. En primer lugar, supone una curiosa mixtura de cine bélico y película de aventuras, que aúna, en este último término, tanto el episodio de la prisión francesa en la Guayana, con sus junglas y su severo clima tropical (recreados en estudio), a los que van asociados toda clase de privaciones además de las propias de una cárcel, y la peripecia de la penosa fuga (con su correspondiente dosis de sacrificio por el bien de Francia) a través de selvas y pantanos, como el hallazgo del bote de los náufragos por el barco francés, la intriga y el descubrimiento de la historia de cada personaje, y la incertidumbre sobre qué ocurrirá en el barco como resultado del enfrentamiento entre los leales a Vichy y los partidarios de la Francia Libre. En segundo término, la película alterna con un excelente pulso narrativo los momentos de acción (el bombardeo inicial, la secuencia en la que el barco se defiende del ataque de un avión alemán, los disturbios en suelo francés previos al hundimiento del frente en el verano de 1940) con la exposición de los condicionantes políticos y militares de la situación (la cena en el barco, entre oficiales franceses de diversa inclinación, en la que se manifiestan las distintas actitudes en torno al apaciguamiento, la rendición o la necesidad de combatir hasta el final, incluso desde las colonias). En cuanto al lastre, el predominio de subrayados, tanto en el discurso como en el diseño de determinadas situaciones, del mensaje propagandístico, de la exaltación del nacionalismo francés, que acercan peligrosamente a lo panfletario a una película que, sin embargo, ha sabido manifestar adecuadamente las aristas poliédricas de la realidad francesa del momento.

De este modo, la magnífica y versátil labor de dirección de Curtiz, ajustándose en cada momento al tiempo, la geografía y el tono de cada pasaje, tanto en planificación como en movimientos de cámara, la ingeniosa construcción de la trama mediante saltos temporales, que llega a encadenar con pericia flashbacks dentro de otros flashbacks sin que el espectador pierda pie, complementada con una magnífica dirección artística, que reproduce en estudio con detalle y excepcional verismo una importante cantidad de ambientes y atmósferas diferentes, en muchos casos opuestas, se arruina en parte porque todos los elementos dramáticos y de puesta en escena giran en torno a esa necesidad de crear un producto destinado a incrementar el esfuerzo de guerra hollywoodiense, multiplicando los planos dedicados a la bandera francesa, cayendo sin el menor rubor en la demagogia patriotera o incluyendo los susodichos acordes de La Marsellesa siempre que el dramatismo del momento y la intensidad del mensaje lo requieren. Con todo, la película proporciona un entretenimiento estimable que, además, atesora un importante valor histórico. Estrenada en plena contienda, en 1944, es producto de una delicada coyuntura sobre la que, con una finalidad declarada, sin embargo, no elude las correspondientes zonas de sombra ni ahorra los aspectos críticos más vergonzantes (en una forma que el cine francés se tomaría su tiempo en encarar), y se erige como un valioso y clarificador testimonio de su época.

Cuando las barbas (azules) de tu real vecino veas pelar… La vida privada de Enrique VIII

Una de las series televisivas más celebradas de los últimos lustros es Los Tudor, coproducción entre Canadá, Estados Unidos e Irlanda que durante 38 capítulos distribuidos en 4 temporadas se ocupaba de presentar la azarosa vida matrimonial y sexual del rey Enrique VIII de Inglaterra y de su Corte de ambiciosos, embusteros y traidores subalternos, encadenando estos avatares personales colectivos a los acontecimientos históricos de la época, en especial en cuanto a las relaciones del monarca inglés con Francia, España o el Papado y al nacimiento de la iglesia anglicana. Celebrada por la crítica y con el beneplácito del público, los tres problemas de la serie radican en sus excesivamente anodinos modos televisivos, su parquedad y modestia en el uso de exteriores y su actor protagonista, Jonathan Rhys Meyers, que incorpora a un rey de atlética estética metrosexual que poco o nada tiene que ver con la oronda apariencia y la educación renacentista del auténtico Enrique, que ha pasado a la historia gracias al retrato de Holbein el Joven.

La serie, además, no cuenta nada que no se haya contado ya antes y mejor, por más que introduzca el elemento explícitamente erótico que las otras versiones ningunearon por evidentes motivos censores y por una mayor preocupación por los asuntos puramente dramáticos y cinematográficos. Robert Shaw en Un hombre para la eternidad (A man for all seasons, Fred Zinnemann, 1966) o Richard Burton en Ana de los mil días (Anne of the Thousand Days, Charles Jarrott, 1969) ya habían interpretado con anterioridad al rey inglés en historias que relataban su relación a tres bandas con Catalina de Aragón y Ana Bolena, episodio, de entre todos los abundantes lances de cama del monarca, que ha sido tradicionalmente el más explotado cinematográficamente, como en la reciente -e inspirada asimismo en otra serie de televisión- Las hermanas Bolena (The other Boleyn girl, Justin Chadwick, 2008). Quedándonos con los filmes de Zinnemann y Jarrott como referencia, la otra gran versión de la convulsa biografía de dormitorio del monarca la ofreció en 1933 el húngaro afincado en Inglaterra Alexander Korda (junto a su hermano Zoltan auténtico protagonista de la consolidación del cine sonoro en el Reino Unido gracias a su cine historicista), y se tituló La vida privada de Enrique VIII.

Protagonizada por Charles Laughton, sencillamente genial en su composición de rey campechano (todos lo son, ¿no? O eso dicen…), glotón, de modales toscos y tabernarios, chisposo, agudo y fácil de contentar e irritar, como un niño pequeño que al menos consigue -aunque no siempre- no cagarse encima (todos lo son, ¿no? Aunque eso no lo dicen…), la película presenta durante sus breves 87 minutos algunos momentos selectos de la agitada vida «sentimental»-sexual de Enrique VIII. Sorprendentemente, como anuncia el mensaje introductorio leído por una voz en off, Korda elude abordar la cuestión del divorcio de Enrique y Catalina de Aragón (despacha este tema con un «una historia sin mucho interés), la aparición de la iglesia anglicana o el asesinato de Estado sufrido por Thomas Moore, así como las maniobras de la familia Bolena (padre, tío y ambas hermanas) por, a través del sexo, medrar y manipular la voluntad del rey a fin de llenarse los bolsillos con la política interior y exterior del reino. La historia de verdad comienza el mismo día que Ana Bolena (Merle Oberon) va a ser decapitada, justo cuando Enrique va a contraer matrimonio, por tercera vez, con Jane Seymour (Wendy Barrie), el que se supone que fue su único casorio por amor. Y muy desgraciado, porque ella murió a los pocos meses al dar a luz al heredero al trono, también fallecido a edad temprana. Ello lleva al rey a concertar su cuarto matrimonio con Ana de Cleves (Elsa Lanchester), la más fea de sus esposas y de la que también se divorció, de mutuo acuerdo en esta ocasión, en cuanto pudo, para contraer quinto matrimonio con Catalina Howard (Binnie Barnes), capítulo central de la trama de la película, aderezado con los celos y la pasión oculta de Thomas Culpeper (Robert Donat), finalmente amante de una reina demasiado joven para un rey borrachín, cebón y grasiento. El epílogo matrimonial, el sexto, será el de ya un anciano rey con Catalina Parr (Everley Gregg).

La película oscila durante todo su metraje entre la comedia y el drama, con tintes románticos y sentimentales, constantemente alejada de los avatares políticos o bélicos del momento. Rodada en los estudios Elstree, concentrada casi en su totalidad en interiores recreados en los suntuosos decorados propios de las producciones Korda y la London Films, son las distintas personalidades de las mujeres involucradas en la vida del rey las que van marcando el tono narrativo de cada episodio biográfico-marital de Enrique. Continuar leyendo «Cuando las barbas (azules) de tu real vecino veas pelar… La vida privada de Enrique VIII»