Tal vez solo un director británico podía filmar una Nueva York que ya no era Nueva York, una América que había dejado de ser América, que no respondía a la imagen idílica del sueño americano y en la que el admirativo apodo de «la ciudad que nunca duerme» se recubría de sórdido dramatismo. Tal vez por eso se trate de la única película inicialmente calificada X (luego, con los premios, la decisión se reconsideró y se le otorgó una R) que ha obtenido el premio Óscar a la mejor película (además de a la mejor dirección y al mejor guión adaptado, obra de Waldo Salt, perseguido en su día por el senador McCarthy, a partir de la novela de James Leo Herlihy).
Cowboy de medianoche (Midnight cowboy, 1969) supone el acta de defunción del sueño americano dentro de la corriente del llamado Nuevo Hollywood (1967-1980), y no es casualidad que represente el debut de un director inglés en la capital mundial del cine. Aunque la apuesta cinematográfica de Schlesinger, las relaciones entre los personajes por encima del estilo narrativo, es el motor principal de la historia, los protagonistas poseen un enorme valor simbólico: de un lado, el inocentón Joe Buck (Jon Voight, en su despegue como intérprete), tan inocente como la América previa a la guerra de Vietnam, sumergida en valores religiosos y conservadores, autocomplaciente en su sociedad plácidamente consumista a pesar de los cadáveres que iba sembrando a su alrededor, dentro y fuera del país, un lavaplatos de un pueblo asqueroso de Texas que decide emigrar a Nueva York para ganarse la vida en el mundo de la prostitución masculina (en la mayoría de las reseñas se menciona que va a «hacer fortuna», a «seducir mujeres», a «vivir de las mujeres»…; Joe va a prostituirse, ni más ni menos, como indica el título de la película, una expresión en jerga que alude al hombre que se prostituye), ya que cree que su carisma, su atractivo físico, sus aires pueblerinos y su trasnochado disfraz de vaquero de circo barato o de atracción de feria serán suficiente carta de naturaleza para ello; por otra parte, el mugriento Enrico «Ratso» Rizzo (Dustin Hoffman, en lo más alto de la cresta de su particular ola de éxito), un estafador (inolvidable el episodio con el predicador…), carterista y golfo callejero, tísico y tullido, que malvive entre la repugnancia de un antiguo edificio sentenciado a la demolición por las autoridades de la ciudad. El encuentro de ambos no es más que el colofón del trayecto tragicómico que lleva a Joe de Texas a quedarse sin casa y sin dinero en la gran ciudad, engañado y tomado por tonto por todos (desde la mujer a la que toma por su primera clienta y que termina sacándole 20 de sus escasos dólares al chico con el que, tras las primeras penurias, consiente en concederle sus favores sexuales y que luego dice no tener con qué pagarle). En medio del desastre, en cambio, nacerá la amistad, la complicidad en la desgracia, y de ahí un nuevo proyecto de vida, una nueva ilusión, que no obstante sufre dos condicionantes amargos: el primero, las perturbadoras y entrecortadas visiones del pasado que sacuden a Joe, un episodio sexual de carácter violento que padeció junto a una antigua novia (interpretada por la hija del guionista Waldo Salt), y que incluyó un capítulo de abusos sufridos por ambos (de ahí que Joe contara ya con ciertas experiencias antes de su deriva nocturna callejera en los círculos gays de la ciudad); en segundo lugar, la enfermedad de Rizzo, la enfermedad en cierto modo de América, que solo puede encontrar alivio en Florida, luminoso y paradisíaco escenario para la jubilación de los estadounidenses de las clases acomodadas.
Segundo capítulo de una inconfesa e inconclusa trilogía neoyorquina. Puedes leer el primero, si tienes arrestos, aquí.
Me has salvado la vida y ni siquiera lo sabes. Sí, hablo de ti, has sido tú, Nueva York.
Es tu forma de sonreírme cuando nos cruzamos por la escalera o estamos a punto de colisionar en el portal al llegar yo de algún aburrido compromiso de trabajo y marchar tú camino de cualquiera de tus muchas citas, o al salir yo para uno de mis interminables y solitarios paseos y regresar tú de tus largas horas en la biblioteca pública (el señor Yunioshi no es precisamente discreto en cuanto a los pequeños secretos cotidianos de sus vecinos; ¿qué te habrá contado de mí?). O cuando coincidimos en la acera para parar un taxi y te lo cedo al intuir que te agobia la prisa – quiero pensar que no corres a ningún encuentro de amor a pesar de la inquieta punzada de celos preventivos que me despierta tu aroma perfumado, ese vestido tan bonito y ese rostro ligeramente maquillado que conserva y realza tu natural y bellísima asimetría de rasgos – aunque yo llegue tarde o me consuma la ansiedad por abandonar pronto un apartamento, una calle, un barrio, una ciudad, un continente, un planeta, que se derrumba sobre mi cabeza. Simplemente, me satisface poder hacer algo por ti, aunque apenas te conozca y se trate de un detalle tan casual y nimio como un taxi que yo en el fondo no necesito, que no me sirve para huir de mí. De reojo me detengo a observar la curvatura de la pantorrilla, el volumen de tu muslo, la inclinación de tu espalda y el ondear de tu pelo cuando maniobras para introducirte en el asiento trasero, todavía con tu última sonrisa, ésa cuyo esbozo aún se dibuja en tus labios al abrir la portezuela amarilla, hollando mi retina. Siempre he sentido debilidad por las mujeres que sonríen con toda la cara y se carcajean con todo el cuerpo. Un día sin reír es un día perdido, decía el maestro Buñuel. Quizá por eso sólo me han interesado las mujeres con risa fácil y rápida, abundante e inteligente. Al hombre se lo conquista por el estómago, decía el tópico; tonterías: la sonrisa es la mejor puerta. Dime de qué y cómo te ríes y te diré quién eres. Y sobre todo, quién no eres. Qué no eres.
Nueva York eres tú ahora como antes fue otras. Como fue Annie, el gimnasio – café y zumos a la llegada y copas a la salida, hasta que sólo quedaron las copas previas a las madrugadas en su casa -, las tardes de paseo por Central Park huyendo del horror de los mimos, la cola de los cines a los que siempre llegábamos tarde – sesiones empezadas de reposiciones de Bergman, Fellini o Antonioni que yo ya me negaba a ver fragmentadas, amputadas, incompletas – en las que teníamos que soportar a cualquier pedante vomitando indiscriminadamente sus opiniones sobre la vida y el cosmos, locales nocturnos para cantantes amateurs de fracaso instantáneo, clubes de jazz y niebla de tabaco… Como fue Mary, una ciudad de largas charlas sobre filosofía y literatura paseando por la Quinta Avenida, tertulias en restaurantes y cafés desde la sobremesa del almuerzo a la madrugada pretendiendo, pobres de nosotros, reconstruir y dignificar un mundo devaluado por la mediocridad, melodías de Gershwin retorciéndose enredadas entre los neones de Broadway, superpobladas arterias de asfalto y humo por las que cruzar sin mirar camino de la cita más ansiada, cielos en blanco y negro contemplados cogidos de la mano desde el puente de Brooklyn… Como fue Lee, la excitación de lo prohibido, el amor clandestino, vivido a escondidas en reuniones familiares, entre los repletos anaqueles de las bohemias librerías del Soho o varado en oscuras habitaciones de olvidados y deprimentes hoteles de Queens… Como fue Holly.
Fue Yunioshi quien me contó la historia de Holly Golightly (aunque resultó no ser su verdadero nombre). Vivía en tu apartamento hasta hace apenas un año, se marchó unos días antes de mi llegada. De hecho el tuyo fue el primer apartamento que me ofrecieron, pero no me encajó, no sé por qué. Bueno, ahora sí lo sé: un día habías de venir tú y era el único apartamento del edificio que hubieras podido alquilar, el único que tenía algo tuyo incluso antes de que lo ocuparas. Pero entonces no lo sabía, o quizá sí lo sabía pero no sabía que lo sabía y seguí el extraño impulso que me obligó a quedarme con el apartamento de Paul aunque me gustara menos o, mejor dicho, no me gustara en absoluto. Yunioshi también me habló de Paul Varjak, pero no pudo decirme mucho porque apenas se trataron durante los pocos meses que vivió aquí. Sencillamente, como yo, era un escritor que no escribía, a pesar de lo cual pagaba puntualmente la renta el primero de cada mes (quién sabe de dónde sacaría el dinero, apuntaba Yunioshi, siempre dispuesto a pensar mal y equivocarse, aunque al parecer en eso no se equivocaba esta vez). No sé pues cómo era su ciudad. Pero la de Holly era tres ciudades en una sola. Una era continuo carnaval, mascarada perpetua, alegría de cartón, felicidad burbujeante de champaña, cenas de lujo, fiestas en áticos de Manhattan, veladas a solas con cualquiera que tuviera un smoking, un chófer y cincuenta dólares para gastar, repostería francesa consumida a pellizcos ante el escaparate de Tiffany’s una vez que un nuevo amanecer ha cerrado el expediente de la noche anterior. Otra era oscura, tenebrosa, brutal, fruto de un pasado terrible, grabado a fuego como una pesadilla recurrente, una garra al final de un largo brazo que pugna por retener una presa, una ciudad de descampados, de escombreras, de cubos de basura ardiendo, de pandilleros abriéndose la carne a navajazos, de indiferencia, de silencios, de soledad. La tercera era la única de verdad: sencilla, tranquila, de domingo soleado, de desayuno caliente, de gatos arriba y abajo por la escalera de incendios, de melodías de Henry Mancini murmuradas con la guitarra desde el alféizar de la ventana, de tardes con Paul en la biblioteca pública (tuviste que verlos en algún momento aunque seguramente no repararas en ellos), de besos bajo la lluvia a la entrada de callejones que en verdad son billetes para un tren que para pocas veces en nuestra estación.
Paul encontró a Holly o Holly encontró a Paul de la misma manera que yo te he encontrado a ti (porque tú no aún no me has encontrado a mí, y quizá no lo hagas nunca), sin querer, por casualidad, aunque ambos estuvimos siempre ahí. ¿Cuál será tu Nueva York? ¿Será como la de Annie, Mary o Lee? ¿Será como alguna de las de Holly, mero decorado, cuento de hadas siniestro, pura felicidad en bruto sólo a la espera de alguien que te la ofrezca? Nueva York eres tú pero, ¿qué Nueva York? ¿El mismo que el mío u otro completamente diferente, soñado o imaginado? ¿Un taxi parado en la puerta? ¿Un “buenos días” y una sonrisa al cruzarnos por la escalera? Quisiera que Tiffany’s no existiera, que fuera borrada del mapa, volada por los aires, pagaría con agrado un responso en la catedral de San Patricio, sufragaría con gusto la partitura de una misa de réquiem por su desaparición con tal de no correr jamás el riesgo de verte frente a su escaparate un amanecer cualquiera, letalmente hermosa, de festivo luto riguroso, torturando un croissant y suspirando por la vida que no tienes, no pensando en tu vecino de arriba. Alguien que vino a Nueva York, al cementerio de elefantes, a enterrarse cuando fue herido de muerte y al que tú, sin querer, sin siquiera sospecharlo ni pretenderlo, has hecho volver a la vida. Aunque tú no lo sepas. Aunque no vayas a saberlo nunca.