Mis escenas favoritas: Las aventuras de Jeremías Johnson (Jeremiah Johnson, Sydney Pollack, 1972)

Secuencia del combate entre el cada vez menos bisoño trampero Jeremías Johnson (Robert Redford) y los indios Crow en este estupendo western de Sydney Pollack, coescrito por Edward Anhalt y John Milius a partir de la novela de Vardis Fisher.

Diálogos de celuloide: Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979)

 

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Me acuerdo cuando estaba en la fuerza especial. Fuimos a un campamento a vacunar a unos niños. Cuando estaban todos vacunados contra la polio, un viejo vino a nosotros. Ellos habían vuelto y cortado los brazos vacunados. Yo lloré como un niño. Quería arrancarme los dientes. Entonces vi claro, como si me hubieran disparado una bala en mitad de la frente. ¡Qué genialidad! Me di cuenta de que eran más fuertes porque lo soportaban. No eran monstruos. Eran hombres que luchaban con corazón, que han tenido la fuerza de hacer eso. Si contara con diez divisiones de estos hombres, nuestros problemas quedarían resueltos en el acto. Se necesitan hombres con moral y que sepan utilizar sus instintos primordiales para matar, sin compasión, sin juicio, porque es el jucio lo que nos derrota.

(guion de Francis F. Coppola y John Milius, a partir de la novela de Joseph Conrad)

 

Música para una banda sonora vital: Conan, el bárbaro (Conan the Barbarian, John Milius, 1982)

Dentro de la inmensa partitura compuesta por Basil Poledouris para esta épica fantasía medieval del políticamente incorrecto John Milius, destaca este hermoso tema, Teología/Civilización.

Mis escenas favoritas: Apocalypse now (Francis F. Coppola, 1979)

Apoteósico momento, este del ataque de los helicópteros del coronel Kilgore a la aldea vietnamita con acompañamiento musical de Richard Wagner y su Cabalgata de las valquirias, forma popular con que se denomina al tercer acto de su ópera La valquiria, segunda parte de su tetralogía El anillo del nibelungo.

La secuencia dialoga a través de las décadas con otro momento clásico y memorable de la historia del cine: el episodio en que el Ku Klux Klan salva a los guardianes de las esencias del Sur asediados por los esclavos negros liberados después de la Guerra de Secesión en El nacimiento de una nación (The birth of a nation, David W. Griffith, 1915), en cuya partitura original se incluía, precisamente para ilustrar este instante, la misma composición de Wagner.

Diálogos de celuloide: El juez de la horca (The life and time of judge Roy Bean, John Huston, 1972)

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De ahora en adelante, yo seré aquí la ley. Conozco bien las leyes porque las he incumplido todas.

Guion de John Milius.

Vidas de película – Barbara Hale

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El público joven en los años ochenta recuerda con toda seguridad la teleserie El gran héroe americano y a su protagonista, William Katt, que interpretaba a aquel tipo torpe y despistado que se hacía con un traje extraterrestre dotado de superpoderes y que se dedicaba desde entonces a meter la pata combatiendo el crimen de una manera singularmente eficaz. Pues bien, William Katt es el hijo que Barbara Hale, actriz nacida en 1922 que gozó de un breve periodo de fama y reconocimiento a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, concibió con el también actor Bill Williams.

Dos títulos resultan especialmente importantes en la carrera de Hale: el primero, la fábula El muchacho de los cabellos verdes (The boy with green hair, 1948), el debut de Joseph Losey en la dirección, que coprotagonizó con Robert Ryan, Pat O’Brien y un jovencísimo Dean Stockwell; el segundo la excepcional cinta negra La ventana (The window, Ted Tetzlaff, 1949). En esa misma línea noir, coprotagonizó junto a su marido, Bill Williams, Acusado a traición (The clay pigeon), una breve pero intensa película escrita por Carl Foreman en la que también intervenía como actor el futuro director Richard Quine.

En los cincuenta compartió The jackpot (Walter Lang, 1950) junto a James Stewart, en la historia de un hombre corriente que se convierte en una celebridad tras ganar un afamado concurso de preguntas y respuestas, y participó en dos westerns de cierta repercusión como Traición en Fort King (Seminole, Budd Boetticher, 1953), junto a Rock Hudson, o Él séptimo de caballería (7th cavalry, Joseph H. Lewis, 1956), además de acompañar a James Cagney en la magnífica y desconocida película de Raoul Walsh Un león en las calles (A lion is in the streets, 1953).

Tras su paso por las series televisivas, en especial Perry Mason, y participar en algún subproducto de terror en los setenta, su último papel relevante tuvo lugar, precisamente junto a su hijo, en El gran miércoles (Big wednesday, John Milius, 1978), película de iniciación juvenil por la que el tiempo ha pasado bastante.

Barbara Hale se retiró definitivamente poco después.

Jarabe de plomo: Dillinger (John Milius, 1973)

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Cuando el controvertido John Milius, acusado reiteradamente de conservador, de ultraderechista, de fascista y amante de la violencia gratuita entre otros excesos, se propuso llevar a la pantalla las andanzas del famoso atracador de bancos (que no mafioso: en cuanto en una película se ve a un tipo que tira de metralleta Thompson en los años 20 en seguida se piensa que la cosa va de la Mafia) John Dillinger, tuvo sin embargo una idea clara: a diferencia del torpe de Michael Mann y de su aburrida, desmesuradamente larga y fallona Enemigos públicos (Public enemies, 2009), sabía que necesitaba como protagonista a un tipo que por apareciencia, carácter y ciertos rasgos físicos tuviera una semejanza general con el famoso ladrón, y no un niño bonito acostumbrado a hacer payasadas en producciones de Disney. De modo que escogió a Warren Oates, elevado a los altares del cine de acción merced al buen hacer de Sam Peckinpah, como protagonista de una historia que es algo más que un simple biopic, que, en cierta forma refleja un periodo sociológico de la sociedad estadounidense en la que se mezclaban herencias del pasado con nuevos fenómenos derivados del salto a la modernidad y a la sociedad de consumo.

Porque los años 30 en Estados Unidos es la época de la Gran Depresión, de los negocios arruinados, las fortunas desvanecidas, las grandes mansiones abandonadas, las colas del paro kilométricas, el racionamiento, el vagabundeo y la emigración. Pero también, durante un periodo mucho más breve del que a menudo pensamos, apenas dos o tres años en la primera mitad de la década, se concentró una extraordinaria eclosión de violencia, de robos con fuerza, de asesinatos (aunque sólo se pudo constatar que Dillinger matara a una única persona, un policía durante un atraco, y más a causa del caótico fragor del tiroteo que por intención real de asesinar), por parte de bandas de asaltantes de bancos que, gracias al inmenso poder de las nuevas armas a las que a menudo las policías locales y estatales no tenían acceso (pistolas automáticas, ametralladoras, recortadas de gran calibre o incluso explosivos…), extendieron su dominio por amplias zonas del centro y el Medio Oeste de los Estados Unidos (Missouri, Arkansas, Mississippi, Iowa, Tennessee, Kentucky, Kansas, Ohio, Illinois, Indiana, Oklahoma, Louisiana, Texas…). Este periodo, habitualmente visitado por el cine, encuentra nombres míticos como Bonnie y Clyde, historia llevada al cine por Arthur Penn, o la gran cinta de Joseph H. Lewis El demonio de las armas (Gun crazy, 1950). La principal causa de este fenómeno hay que buscarla en la feroz crisis económica derivada del crack de 1929, pero hay otros ingredientes muy interesantes que contribuyen a dibujar un panorama propicio para este tipo de delincuencia organizada y, a menudo, desquiciada.

Para empezar, la red económica norteamericana. Antes de las medidas dinamizadoras tomadas por la administración del presidente Roosevelt, por ejemplo, en buena parte del país se mantenía la estructura de bancos heredada de los tiempos de la conquista del Oeste: cada localidad con su oficina bancaria a pequeña escala, a menudo un negocio familiar o perteneciente a un reducido grupo de socios, todos locales, o mantenido de generación en generación, subsistiendo gracias al negocio del préstamo con interés o a los créditos agrícolas, y asociándose para las grandes operaciones, si había lugar, con entidades mayores de alguno de los centros financieros de un estado o del país. Esto multiplicaba los caladeros de dinero fácil para las bandas de atracadores, y las posibilidades de salpicar una variada geografía con esporádicos golpes de mano para conseguir un buen puñado de dólares frescos. Por otro lado, en estos territorios subsistía en buena medida una mentalidad propia del Oeste. Las fuerzas del orden todavía conservaban los esquemas operativos de la persecución del crimen propios de aquella época, en actitudes (reunión de partidas de persecución, la figura del sheriff como cabeza de la ley en cada pueblo o ciudad pequeña) y en medios (revólveres y rifles como medios de protección, cárceles de pueblo, largos traslados para llevar a los presos hasta el comisario federal o al juez del distrito…). Este planteamiento obsoleto de la imposición de la ley chocaba con los tiempos modernos, pero además, el clima de depresión socioeconómica había traído aparejados otros condicionantes: la miseria de buena parte de la población hacía que, como en la época actual en España, se fuera más indulgente con quienes, aunque fuera violentamente, hacían daño a las entidades que, según su entender, habían provocado sus penurias y dificultades. Por otro, la actividad de los nacientes medios de comunicación a gran escala servía como amplificador publicitario de las acciones de estos grupos violentos, muchos de ellos considerados héroes por una población constantemente agraviada por los poderes económicos a los que los atracadores hostigaban continuamente, muy a menudo con éxito. De hecho, el propio Dillinger fue jaleado por prensa y público en su famosa detención, de la que hay reportajes en película y fotografía, y en la que incluso se permitió el lujo de responder a la prensa mientras pasaba el brazo sobre el hombro del fiscal, el hombre que se supone iba a acusarle en el juicio y encerrarle de por vida. Naturalmente, Dillinger se fugó de la cárcel, noticia que fue recibida con alivio y agrado por parte de las mismas gentes sencillas que décadas atrás aplaudían los asaltos de la banda de Jesse James.

Consciente de que era una batalla mediática además de casi bélica, el director de la recién instaurada policía federal, el FBI, el que después sería un poderosísimo factor en la política norteamericana (no siempre, mejor dicho, casi nunca, para bien), J. Edgar Hoover, solicitó al gobierno la implantación de varias medidas, entre ellas, que sus agentes pudieran ir armados (hasta entonces era prácticamente un cuerpo de oficinistas), Continuar leyendo «Jarabe de plomo: Dillinger (John Milius, 1973)»

Masacre en Sand Creek / masacre en Vietnam: Soldado azul

A comienzos de 1868, las tribus indias recrudecieron sus ataques sobre las caravanas de colonos que iban hacia el Oeste, en represalia por las tropelías que cometían los blancos en sus tierras y por los asaltos del ejército a las aldeas indias indefensas. Sobre todo, los indios no olvidaban la masacre de Sand Creek de 1864.

En noviembre de ese año, un notable jefe cheyene, Caldera Negra, después de firmar la paz con el gobernador de Colorado, se había refugiado en la aldea de Sand Creek para pasar los meses más duros del invierno. Una partida de 700 “voluntarios de Colorado”, tropas que servían fuera del control militar, al mando del coronel Chivington, asaltaron por sorpresa la aldea cheyene. Los indios airearon banderas blancas e, incluso, Caldera Negra agitó en lo alto la enseña de Estados Unidos. Pero Chivington ordenó el ataque, siguiendo su filosofía expresada antes de partir desde Denver en busca de Caldera Negra: “Voy a matar indios y creo que es justo y honorable usar de todos los medios que Dios ha puesto a nuestro alcance para matar indios. Hay que matar a todos y cortarles las cabelleras, grandes o pequeños, porque las liendres acaban por convertirse en piojos”.

Como resultado del ataque, 105 indios murieron, de ellos solamente 28 guerreros, y el resto, mujeres, ancianos y niños. Los voluntarios de Chivington mutilaron los cadáveres y les cortaron las cabelleras, una costumbre que, contra lo que nos ha hecho creer Hollywood, no fue imitada por los blancos de los indios, sino justamente al contrario. Caldera Negra logró escapar herido de la masacre y los voluntarios fueron recibidos en Denver como héroes. En los meses siguientes, los indios asaltaron caravanas, ranchos y estaciones de diligencias, causando numerosos muertos entre los blancos. Sólo cuando las autoridades de Washington abrieron una investigación a fondo y condenaron los hechos de Sand Creek, los indios se calmaron. Pero la paz lograda en 1865 duraría poco tiempo.

A comienzos de 1868, Philip Sheridan, general supremo de las tropas gubernamentales en las Grandes Praderas, decidió llamar de nuevo a filas a Custer, su antiguo subordinado en la guerra de Secesión. “Si hay algo de poesía y romanticismo en esta guerra”, cuentan que dijo Sheridan, “él lo encarnará”. Y con el grado de teniente coronel, le entregó el mando del 7º Regimiento de Caballería. Custer regresó al servicio dispuesto a recuperar cuanto antes su prestigio y su gloria pasados. La fiel Libbie le acompañó hasta su cuartel general de Kansas, en el fuerte Lincoln.

En noviembre de ese año, Custer encontró la primera ocasión para recuperar su gloria. Caldera Negra, que había pactado una nueva paz meses antes, invernaba a las orillas del río Washita. Desafiando la nieve y el frío, Custer partió con el 7º de Caballería y tomó por sorpresa a los cheyenes. Pese a las banderas blancas agitadas por los indios, atacó al son de Garry Owen, una marcha militar irlandesa que ya adoptara en la guerra civil para su regimiento de Michigan. Caldera Negra y su esposa cayeron alcanzados por sendos disparos en la espalda. De los 103 indios que murieron, tan sólo 11 de ellos eran guerreros. En Washita, Custer reproducía la hazaña de Chivington en Sand Creek. Ambas acciones servirían de lejanos modelos al teniente William Calley, responsable de la masacre de 500 campesinos vietnamitas en May Lay el año 1968.

Javier Reverte en El país semanal (12 de junio de 2005).

Sand Creek, Washita, Wounded Knee…

En la segunda mitad de los años sesenta, tras la primera muerte del western clásico en El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance, John Ford, 1962), se generó de inmediato una corriente de revitalización del género. Por un lado, en la Europa de los spaghetti western de Sergio Leone y sus imitadores, que tanto influiría en la resurrección del género durante los setenta y su mantenimiento intermitente hasta hoy. Por otro, de la mano de un grupo de directores que utilizaron estas películas, especialmente el subgénero de la caballería y los indios, para proporcionar tanto una nueva lectura revisionista de la historia de la colonización de Estados Unidos, mucho más crítica y menos complaciente con el llamado Destino Manifiesto que impulsa el fanatismo colonizador norteamericano (y también por espíritu de contradicción con los cánones clásicos de un género que consideraban anticuado y portador de valores ultraconservadores, opuesto por tanto al New American Cinema), y por otra para establecer paralelismos políticos fácilmente asimilables por el público en relación a las actuaciones militares norteamericanas fuera de sus fronteras, especialmente en el sudeste asiático, en plena efervescencia por aquellas fechas. Películas como La última aventura del general Custer (Custer of the West, Robert Siodmak, 1966), Pequeño gran hombre (Little big man, Arthur Penn, 1970) o Soldado azul (Soldier blue, Ralph Nelson, 1970) pertenecen a este grupo de filmes revisionistas cuyas líneas maestras, quisieran o no reconocerlo, fueron marcadas por el -denostado por algunos por aquellas fechas- John Ford en distintos momentos de su filmografía, desde lo más evidente, la llamada Trilogía de la Caballería, especialmente su primer capítulo, Fort Apache (1948), hasta películas soberbias como Sargento negro (John Ford’s Sergeant Rutledge, 1960) o El gran combate (Cheyenne autumn, 1965), o de manera más sutil e intelectualmente elaborada en cintas como Centauros del desierto (The searchers, 1956) o Dos cabalgan juntos (Two rode together, 1961).

Soldado azul no se limita a dar la vuelta a la tradición pseudo-histórica del western clásico, sino que revierte algunos otros lugares comunes del género. Cresta Lee (Candice Bergen, en su época de mayor éxito gracias a películas como ésta o como El viento y el león, de John Milius, o Muerde la bala, de Richard Brooks, y a su «cálida» presencia en el Hollywood de entonces) ha sido la esposa del jefe de los cheyenes que la han mantenido cautiva durante dos años. Reintegrada a la vida de los blancos, se ha prometido a un oficial de la caballería que la aguarda en Fuerte Reunión, un aislado puesto militar del ejército en las praderas. Aprovechando el viaje, un destacamento que traslada la caja de caudales donde se guarda el dinero para la paga de los soldados y de los suministros del fuerte, la lleva hacia su prometido. Tras detenerse en una estación comercial, el grupo es atacado por una furibunda partida de indios. Sólo logran escapar Cresta y el soldado Johnny (Peter Strauss), que viven una odisea para conseguir llegar al fuerte, en el que el coronel Iberdson prepara una expedición de castigo (de exterminio) contra los cheyenes.

La película, como queriendo marcar distancia entre los seres humanos que la pueblan, sometidos a las leyes de la naturaleza, y cualquier rastro de civilización, transcurre casi por completo en espacios abiertos del Oeste, al aire libre. Continuar leyendo «Masacre en Sand Creek / masacre en Vietnam: Soldado azul»

Cine en serie – Conan el bárbaro

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MAGIA, ESPADA Y FANTASÍA (V)

Siempre nos quejamos de la colonización que sufre el cine por causa de las tantas, tan superfluas e innecesarias adaptaciones a partir de tebeos que padecemos en los últimos tiempos. No obstante, no es una moda ni mucho menos reciente, al contrario, de lo más antigua, aunque no a este nivel de explotación extrema, absurda, repetitiva y, por lo general, intrascendente. Periódicamente, pese a todo, nos sorprente entre tanto bodrio con películas notables inspiradas en esa fuente y que nos ofrecen como producto interesantes trabajos que exceden su propio origen y su ámbito natural de público: el friki de los tebeos (dicho sea con todo el respeto; aquí pensamos que es de lo más saludable ser friki de algo… dentro de un orden). Uno de los mayores exponentes de esta excepción es la adaptación que del famoso tebeo de Robert E. Howard dirigió en 1982 el cineasta, al que se atribuyen ideas filofascistas, John Milius (lo que hace más sorprendente que escribiera el guión a medias con Oliver Stone, sospechoso de todo menos de ser filofascista), protagonizada por un Arnold Schwarzenegger al que la tontería del taparrabos y la musculación le cambió la vida.

Con un extremo cuidado en cuanto al diseño de producción, la película nos transporta a esa Edad Oscura intemporal (que algunos sitúan entre la caída del Imperio Romano y la llegada del feudalismo medieval) de caos y desorden en la que son tribus o pequeñas ciudades las únicas estructuras de poder que se sostienen gracias a una agricultura de subsistencia y un comercio embrionario. Conan, un guerrero cimmerio (interpretado de niño por Jorge Sanz y ya de machorro por el austriaco Arnold Schwarzenegger, cuya foto de cabecera no tiene desperdicio; no se sabe si la inclusión de cuernos en su indumentaria fue un homenaje «hispánico» de Milius, Stone y compañía), último de una estirpe, se enfrenta junto a sus compañeros, una joven guerrera y un arquero de rasgos orientales, a los malvados que arrasaron su pueblo y acabaron con su familia, tres guerreros que encabezan un extraño culto con centenares o miles de fieles que acuden como peregrinos a una ceremonia ritual en la que las serpientes ocupan el lugar central. Alimentado durante años de esclavitud por su sed de venganza, ha ido esculpiendo un cuerpo para la guerra a través de innumerables y fatigosos esfuerzos y combates, hasta el día en que la casualidad le pone en la pista de sus víctimas.
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Diálogos de celuloide – Apocalypse now

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CAPITÁN WILLARD: Cuando estaba aquí, quería estar allí; cuando estaba allí, sólo pensaba en volver a la jungla. Aquí estoy ahora una semana… esperando una misión… ablandándome; a cada minuto que estoy en este cuarto me debilito más y a cada minuto Charlie se fortalece en la jungla, se hace más fuerte.

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CORONEL KILGORE: ¿Hueles eso? ¿Lo hueles, muchacho? Napalm, hijo. Nada en el mundo huele así. Qué delicia oler napalm por la mañana. Una vez durante doce horas bombardeamos una colina y cuando todo acabó, subí: no encontramos ni un cadáver de esos chinos de mierda. Pero aquel olor a gasolina quemada… Aquella colina olía a… victoria.

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CORONEL KURTZ: He visto el horror… horrores que tú no has visto. Pero no tienes el derecho a llamarme asesino. Tienes derecho a matarme. Tienes derecho a hacerlo… pero no tienes derecho a juzgarme. Es imposible describir el horror en palabras a aquellos que no saben lo que verdaderamente significa. Horror, horror. El horror tiene una cara… y tú debes hacer del horror tu amigo. Horror y terror mortal son tus amigos. Si ellos no lo son, entonces son tus enemigos, a los que debes temer. Son en verdad tus enemigos. Recuerdo cuando estaba con las fuerzas especiales. Parece que han pasado siglos. Nos internamos en un campamento a inocular niños. Dejamos el campamento después de haber inoculado a los niños de polio y un hombre viejo vino corriendo hacia nosotros. Estaba llorando, no podía ver. Volvimos allí y ellos habían llegado y… habían amputado cada brazo inoculado. Estaban en un montón. Un montón de pequeños brazos. Y recuerdo… yo… yo lloré. Lloré como una abuela. Quería arrancarme los dientes. No supe qué quería hacer. Y quiero recordarlo; nunca quiero olvidarlo. Nunca quiero olvidar. Y entonces me di cuenta… como si me hubiesen disparado… como si me hubiesen disparado con un diamante… una bala de diamante justo en mi frente. Y pensé: Dios mío… el genio de esto. El genio. El deseo de hacer esto. Perfecto, genuino, completo, cistalino, puro. Y entonces me di cuenta de que eran más fuertes que nosotros, porque ellos podían soportar eso… ellos no eran unos monstruos. Eran hombres… oficiales entrenados. Estos hombres que luchaban con sus corazones, que tenían familias, que tenían hijos, que estaban llenos de amor… pero tenían la fortaleza… la fortaleza… para hacer eso. Si yo hubiese tenido diez divisiones de estos hombres, entonces nuestros problemas hubiesen terminado rápidamente. Tienes que tener hombres que tengan moral… y al mismo tiempo que sean capaces de utilizar sus instintos para matar sin sentimentalismos… sin pasión… sin juzgar… sin juzgar. Porque es el juzgar lo que nos derrota.

Apocalypse now. Francis Ford Coppola (1979).