El día que USA reconoció que Vietnam fue superior: Acorralado (Rambo: First blood, Ted Kotcheff, 1982)

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Síntesis de western, cine bélico, cine de aventuras y crítica social, la primera entrega de la saga Rambo, y la más soportable, termina por cometer el pecado de gran parte del cine comercial fuertemente ideologizado de los ochenta: exaltar precisamente el punto opuesto a aquello que pretendía reivindicar. Concebida como una reacción al cine crítico con la guerra de Vietnam y a los dramas existencialistas sobre la crisis de los veteranos en el momento de su readaptación a la vida civil, así como sobre el desengaño de una sociedad que había visto su inocencia disolverse en las noticias televisivas como un azucarillo, la película acaba, involuntariamente, por atestiguar el inmenso ridículo realizado por la primera potencia militar del mundo en un conflicto enquistado en un país de segunda clase del sudeste asiático. Y la herramienta que utiliza es justamente la exacerbada dimensión de su heroico protagonista, John Rambo, boina verde, condecorado con la Medalla del Congreso, héroe de guerra, una auténtica máquina de matar… Un tipo del que su adiestrador llega a decir que mata como nadie con las armas de fuego, las armas blancas, incluso con sus propias manos, que come lo incomible, domina la guerra de guerrillas a la perfección, es experto en supervivencia en condiciones extremas, inmune al dolor (aunque en los flashbacks «vietnamitas» no lo demuestra) y a las inclemencias del tiempo… Porque, si además de ser todo eso, durante la hora y media de metraje él solito hace frente a toda la policía del pueblo y a la fuerza de doscientos hombres que conforman junto a la policía del Estado y a la Guardia Nacional, pone en jaque a las autoridades, atrae la atención de los medios de comuncación, logra que el Pentágono envíe a un coronel del ejército para reconducir y apaciguar su insaciable vena destructora, etc., etc., ¿cómo encaja eso con el hecho de que los guerrilleros del Vietcong le capturaran, lo mantuvieran prisionero en una cárcel subterránea, lo torturaran repetidamente y le dejaran cicatrices y toda clase de secuelas físicas y psíquicas? Fácilmente: si Rambo es superior a sus compatriotas, si es el mejor luchador americano, epítome de las virtudes castrenses del Destino Manifiesto, si va eliminando uno a uno a todos los hombres y grupos de hombres que envían contra él, si domina por completo el escenario y la estrategia del combate, si, como dice en la película, en Vietnam «iban a ganar pero no les dejaron», entonces los vietnamitas que lo redujeron a la condición de triste prisionero de guerra cagado en los pantalones tenían que ser semidioses, y no unos aldeanos descalzos y mal equipados que tiraban con kalashnikovs de segunda mano.

Más allá de la torpeza de base de un argumento que pretendía ir justamente en la dirección contraria, esto es, «los militares hicieron su trabajo y lo hicieron bien, tenían la guerra ganada y fue la retaguardia, tan tiquismiquis con eso de los derechos humanos, las quejas por las matanzas reiteradas y el uso de armas químicas, el give peace a chance, el flower power y toda esa mierda de hippies y comunistas los que lo echaron todo a perder», el planteamiento de la película, enclavado en el western clásico, es prometedor: John Rambo (Sylvester Stallone), veterano de Vietnam, viaja a pie por el norte de los Estados Unidos, en un entorno otoñal, boscoso y húmedo, para reencontrarse con un antiguo camarada de armas; cuando tiene noticia de que falleció de cáncer, deambula por la zona y va a parar a un pueblo cuyo sheriff (Brian Dennehy) no cesa de hostigarle para conseguir que siga su camino sin detenerse allí ni para comer. La sucesiva escalada de enfrentamientos que sigue termina con Rambo evadido a la montaña y con la policía, ayudada por perros, persiguiéndole por el bosque, y la subsiguiente batalla campal cuando ni esta ni sucesivas fuerzas logran someterle. Sin embargo, esa idea inicial se pervierte cuando hace su aparición una figura clave, la del coronel Trautman (y no Truman) que interpreta Richard Crenna. A partir de ese instante el western desaparece y asoma la política de todo a cien, el patrioterismo más barato y chapucero. En la línea de Rocky (John G. Avildsen, 1976), con guion de Stallone, la película que lo convirtió en estrella, y de la deriva que fue cobrando la serie con cada título (de lo poco que tenía que ver con el boxeo en la primera entrega se pasó a que progresivamente ya no tuviera nada que ver), a mitad del metraje de Acorralado brota un contenido ideológico que en sus secuelas se haría con la totalidad del mensaje a emitir. La película abandona el western postmoderno (historia de hostilidad y venganza letal) y entra en la pantanosa reivindicación del papel americano en Vietnam, del belicismo como virtud y de la hostilidad hacia quienes mantienen posiciones diferentes, de paz y conciliación. En varios momentos (desde el rechazo inicial del sheriff al gabán militar que viste Rambo a la cobardía mostrada por los hombres de la Guardia Nacional, pasando por los aires de superioridad de quienes no fueron a la guerra sobre quien la padeció en vivo y en directo) se exalta la figura del militar americano como síntesis de las virtudes y valores americanos, y la ley y el orden son presentados como obstáculos cuando quedan en manos de hombres necios, malvados e incompetentes. Este punto de vista se disfraza de espectacularidad, acción y violencia, Continuar leyendo «El día que USA reconoció que Vietnam fue superior: Acorralado (Rambo: First blood, Ted Kotcheff, 1982)»

La tienda de los horrores – Thunder (Fabrizio de Angelis, 1983)

Thunder39Si el cine en su conjunto fuera un cuerpo humano y cada película formara parte de un órgano o debiera cumplir una función fisiológica determinada, Thunder, bodrio dirigido por el italiano Frabrizio de Angelis en 1983, sería con toda probabilidad… un pedo. Es lo mejor que puede decirse de este truño italiano filmado en localizaciones del Oeste americano (distintos puntos de las reservas de los indios navajos en Arizona) que tiene al joven de las greñas de diseño que en la foto sostiene tremendo escopetoncio (parece una cámara con enorme objetivo para sacar fotos a pie de pista en Roland Garros, pero no, escupe granadas del tamaño de un melón de Villaconejos, o de Aragón, que son igual de buenos, o hasta mejores…) como protagonista absoluto. Criatura monstruosa surgida del «fenómeno emulación», parida (nunca mejor dicho) al calor del tremendo éxito de Acorralado (Ted Kotcheff, 1982), primera parte de las andanzas del John Rambo de Sylvester Stallone, ya desnaturalizada en su conclusión y convertida en parodia de sí misma y en pura propaganda política en sus secuelas, Thunder sigue más o menos las mismas líneas argumentales y narrativas, casi se diría que incluso estéticas más allá de la precariedad de medios, que la película de Stallone, si bien en un tono y un ambiente de cutrez intrínseca que da vergüenza ajena.

La trama, pues calcadica. Thunder, un joven indio con melenas, vaqueros, botas y zamarra militar (interpretado por un musculado de gimnasio bastante triste y ramplón que responde al rimbombante nombre artístico de Mark Gregory), regresa a su tierra (de no se sabe dónde porque nadie dice ni mú al respecto a lo largo de los sólo, afortunadamente, 82 minutos de pestiño; eso sí, el chaval no lleva equipaje, ni siquiera un petate como Rambo, así que no debe de volver de muy lejos) para encontrarse que una empresa está realizando prospecciones, se supone que de petróleo, explosión va y explosión viene, en la llamada Montaña Eterna, que es donde están enterrados sus antepasados (no perdérselo, señalados por lápidas como si fuera Pere Lachaise) y que va camino de dejar de ser eterna en un pispás. El mozo va al sheriff (Bo Svenson; se desconoce si tiene algo que ver con los tratamientos capilares del mismo nombre…), con el pergamino de un antiguo tratado en mano, para denunciar la tropelía, pero el tipo no le hace ni puñetero caso, aunque al principio se muestra medio razonable. Su ayudante tiene más mala leche, y desde el principio ya se postula a candidato para estudiarle las caries a la novia de Thunder a lengüetazo limpio. Visto el éxito de la cosa, Thunder se va al banco que financia el asunto para montar un pollo, y como pasan de él, se sienta en la puerta a hacer una protesta silenciosa. El ayudante del sheriff va a tocarle la moral, y lo echa del pueblo. Pero por el camino, unos obreros de la empresa con los que ya ha tenido sus más y sus menos a porrazos en el cementerio indio, lo cazan como a un gamusino y le patean los bajos con fruición. Así que Thunder, que es más bien cortito, vuelve al pueblo a denunciar la agresión, y claro, los guardias, que lo tienen calado, le dan otra paliza de propina. Eso sí, ahora Thunder se rebota y en dos segundos los pone mirando a Cuenca… A partir de ese momento, Thunder se refugia en las montañas y combate a los distintos grupos que van tras él, los policías del sheriff, los obreros de la empresa y todo quisque, porque empieza a salir gente, a pie y a caballo, en todo terreno y camionetas, en avionetas y helicópteros, a la caza del melenas. A ellos se une un reportero televisivo y un pinchadiscos radiofónico, que empiezan una campaña a favor de Thunder (así porque sí, porque no saben nada de él ni lo conocen ni nadie les explica lo que ha pasado) para denunciar su persecución y reivindicar la legitimidad de su causa. Desde entonces, pues tiros, violencia, momentos de acción cutre y poco o ningún seso puesto en el tema.

Para ser un producto de acción y contar con dos continuaciones (o una, porque son del mismo año, 1987), Thunder es cutre con ganas. No sólo porque el diálogo más «brillante» que contiene es este que pronuncia el sheriff: «ese Gerónimo de mierda me ha hecho perder mi cita con el dentista», sino porque, no nos engañemos, el amigo Mark Gregory no sabe ni simular un puñetazo. La cosa empieza mal ya en la pelea del cementerio: ahí, Thunder golpea a un obrero en la espalda con algo que parece un pesado cilindro de metal, pero, aunque el tipo se retuerce y bufa, a Thunder le falta medio metro por lo menos para impactar en su rival. El director, sin duda dio la toma por buena porque estaba demasiado beodo para prestar atención a su propia película, y en distintos momentos optó por la misma «técnica». Así, cuando Thunder, después de apalizar a los policías entra a la fuerza en la tienda de armas para hacerse con unas peladillas arrojadizas con las que hacer pupita al personal, entra a saco lanzándose contra la ventana ¡¡¡con la cabeza!!! Así, en seco, como si fuera de Zaragoza y le dijeran «a que no hay bemoles…». Pero eso no es todo, porque Thunder, del que ya se ha dicho que es más cortico que las polainas de Torrebruno, Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Thunder (Fabrizio de Angelis, 1983)»