Mis escenas favoritas: Harry el sucio (Dirty Harry, Don Siegel, 1971)

Harry Callahan, por derecho propio uno de los grandes personajes cinematográficos de los setenta y de toda la historia del cine de policías. De un (breve) tiempo en que Hollywood se atrevió a cuestionar abiertamente la corrección política al mismo tiempo que hacía películas para gente lo bastante inteligente como para entender el subtexto de sus historias. A pesar de eso, el sector más miope de la crítica, con Pauline Kael a la cabeza, atacó la película y la acusó de fascista. Es posible que fuera entonces cuando se empezara a utilizar esta palabra fuera de contexto y a popularizar el uso bastardo que se ha hecho de ella hasta llegar a desnaturalizarla.

En todo, caso, como otro personaje de la saga decía: ¡Qué clase tienes, Harry!

Antes de Ulzana y de Rambo, fue Willie Boy: El valle del fugitivo (Tell Them Willie Boy is Here, Abraham Polonsky, 1969)

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Abraham Polonsky es uno de los guionistas y directores más políticamente significados del cine norteamericano. Intelectual neoyorquino, comunista de los de carnet del partido, amigo de juventud del músico Bernard Herrmann, dio sus primeros pasos como autor de ensayos y novelas antes de firmar por la Paramount, aunque no empezó a escribir guiones para el estudio hasta después de la Segunda Guerra Mundial, durante la que sirvió en la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS, en sus siglas en inglés), el antecedente de la CIA. Autor de argumentos para Mitchell Leisen, Robert Rossen o Don Siegel, entre otros, debutó como director en la excelente La fuerza del destino (Force of Evil, 1948) antes de ver su carrera truncada tras su negativa a declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas y su inclusión en la lista negra de Hollywood. Después de sobrevivir escribiendo guiones bajo pseudónimo, retornó a la dirección de películas en Hollywood, en este caso en el seno de los estudios Universal, con este western que, como todas sus obras, destaca por su compromiso ideológico y político.

La película recupera un hecho real acaecido en California en 1909 para denunciar el racismo, la persecución y el genocidio indio sobre el que se asentaron los pilares para la construcción identitaria de los Estados Unidos. Willie Boy (Robert Blake), un joven indio paiute, sale de la cárcel y regresa a su reserva, en el entorno de San Bernardino y Palm Springs, al encuentro de Lola (una Katharine Ross teñida de negro y más que bronceada), la joven que ama pese a la oposición del padre de ella y cuyo rapto y fuga motivó su captura y entrada en prisión. Condenados a repetir el mismo error, esta vez tras un hecho sangriento, Willie Boy y Lola inician una huida desesperada, perseguidos por la patrulla encabezada por el sheriff Cooper (Robert Redford) y de la que forman parte veteranos cazadores de indios como Calvert (Barry Sullivan) o el patán Hacker (John Vernon). La persecución viene a romper la dinámica de dependencia sexual que existe en la relación entre Cooper y Liz (Susan Clark), la joven médico que trabaja como administradora de la reserva paiute, y sobre todo siembra de incertidumbre la visita a las cercanías de Howard Taft, 27º presidente de los Estados Unidos, para la que se ha desplegado un importante dispositivo de seguridad. Presionada por esta circunstancia, la patrulla busca capturar a Willie Boy con rapidez y contundencia, pero la astucia y la habilidad del indio no dejan de dificultarles el trabajo y prolongar su aventura. Las dudas, los contratiempos y el cada vez mayor despliegue de fuerzas en su contra hacen mella en la relación entre Lola y Willie, pero no hacen desistir al indio, que se resiste a ser de nuevo enviado a la cárcel.

Willie Boy ejerce así de antecedente de personajes como el Ulzana de Robert Aldrich o el John Rambo de la novela de David Morrell y la película de Ted Kotcheff, el hombre incomprendido, inadaptado, rechazado y temido sobre el que se inicia una batida de persecución, pero Polonsky, autor también del guión, emplea la historia del fugitivo paiute como altavoz para denunciar el exterminio de los indios americanos y el racismo existente entre la población blanca con respecto a los nativos. Así, todos los enclaves paiutes en los que Willie Boy espera recibir apoyo y ayuda aparecen despoblados, en estado de abandono, un completo vacío que aboca a la pareja en fuga a la soledad y al fracaso. En el otro bando, las referencias despectivas, el odio y el continuo recordatorio de viejos tiempos en los que la caza del indio era el principal deporte del Oeste y una forma de prestigiarse ante otros exploradores y cazadores blancos, enlaza con un tiempo, el del rodaje, en el que Estados Unidos finalizaba la década de la lucha por los derechos civiles, predominantemente los de la minoría negra, pero que lo dejaba casi todo pendiente para los llamados nativoamericanos. Ello no obsta para que la película desarrolle un progresivo sentimiento de identificación entre Willie Boy y el sheriff Cooper, un papel atípico de antihéroe cínico y desencantado para un Robert Redford que se encontraba en pleno trampolín al estrellato, y que, siempre deseoso de alimentar su conciencia política e intelectual, interpretó este personaje más matizado que el Sundance Kid que lo convirtió en una referencia en Hollywood de Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, George Roy Hill, 1969). Una identificación que cristaliza en el desenlace, en el que se produce una aproximación entre uno y otro que desemboca en el reconocimiento mutuo a través tanto de la violencia como de los deseos de Cooper de preservar de la prensa y de la explotación mediática y la humillación pública la captura y la figura de Willie. Continuar leyendo «Antes de Ulzana y de Rambo, fue Willie Boy: El valle del fugitivo (Tell Them Willie Boy is Here, Abraham Polonsky, 1969)»

Mis escenas favoritas: A quemarropa (Point Blank, John Boorman, 1967)

Se cumplen 50 años del estreno de esta joya neonoir dirigida por el británico John Boorman, con el gran Lee Marvin, John Vernon, Angie Dickinson y Carroll O’Connor.

Alfred Hitchcock presenta: Topaz (1969)

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A finales de los 60, Alfred Hitchock buscaba desesperadamente un proyecto que le resarciera del fiasco de su cinta anterior, Cortina rasgada (Torn curtain, 1966), que, a pesar de algunas potentes escenas, de contar con un protagonista de primer nivel, Paul Newman, y de meterse de lleno en el pujante clima de la Guerra Fría, había significado el comienzo de su decadencia como cineasta. Sólo así se entiende que aceptara un proyecto ajeno, muy trabajado y avanzado antes de que pudiera ponerle la vista encima y contratar un guionista de su preferencia (Samuel A. Taylor), para intentar extraer de él una película propiamente hitchcockiana. Universal había adquirido, con opción de compra para adaptarla a la pantalla en forma de guión, Topaz, la novela de Leon Uris basada someramente en un hecho real, la existencia de un espía comunista en el gabinete del general De Gaulle. Censurada en Francia por el gobierno, en Estados Unidos se había convertido en un best-seller, aunque las dificultades de llevarla eficazmente al cine, dada la abundancia de escenarios y localizaciones de rodaje, de diálogos y de personajes, eran incontables, inasumibles. Aun así, Hitchcock aceptó la oferta de la Universal y se puso a trabajar junto a Taylor en un material que, siendo explícitamente político, marcadamente anticomunista, tampoco era lo más adecuado para un director que siempre había intentado dejar las razones políticas en un segundo plano. Tal vez la necesidad apremiante de un éxito, en un momento en que las películas de James Bond (que Hitchcock había contribuido a inventar gracias a Con la muerte en los talones, 1959) tenían tanta o más repercusión en taquilla que una de las sensaciones de la época, el cine político hecho en Europa del que Costa-Gavras y su fundamental Z eran justo entonces la avanzadilla, le convencieron de que se trataba del camino más corto y seguro para apuntarse un nuevo triunfo. El resultado, a pesar de los diversos aciertos puntuales, demuestra que se equivocó.

La película posee un buen puñado de instantes meritorios e imágenes poderosas, pero acusa la falta de un reparto demasiado heterogéneo en un argumento disperso y deslavazado que no permite establecer ninguna química, que impide toda chispa interpretativa. Ante la imposibilidad de contar con Sean Connery, que por aquellas fechas trataba de huir precisamente de este tipo de planteamientos, Hitchcock recurrió al inexpresivo austríaco Frederick Stafford, para protagonizar una historia construida con un prólogo y dos partes bien diferenciadas, casi se diría que pertenecientes a películas distintas. El prólogo relata con pormenorizada atención y con todo el despliegue del talento hitchcockiano para narrar sin palabras una absorbente situación de suspense, la deserción en Copenhague de un diplomático soviético y su familia y su paso al bando norteamericano. Ese es el detonante de la acción: el coronel Kusenov (Per-Axel Arosenius) revela dos importantes informaciones, por un lado la instalación de misiles soviéticos en Cuba, y por otro la existencia de un informador soviético entre los miembros de los servicios de espionaje franceses. Ante la imposibilidad de actuar en Cuba, y dadas las implicaciones que el asunto puede tener para Francia, el responsable americano (John Forsythe) recurre al agente francés en Washington, André Devereaux (Stafford), para que, aprovechando la estancia de un grupo de diplomáticos cubanos en Nueva York para intervenir en la ONU, se haga con una copia de los planes soviéticos para la isla, y, después, para que se desplace a La Habana y obtenga pruebas documentales de la certeza de lo declarado por Kusenov. Sin embargo, Devereaux, que vive en Washington con su esposa, tiene otras razones para viajar a Cuba: su relación adúltera con Juanita de Córdoba (Karin Dor), importante ideóloga en los primeros años de la revolución que, tras haber enviudado, se ha convertido en una especie de musa para los comunistas cubanos, y que es cortejada sin tapujos por el dirigente cubano Rico Parra (impresionante John Vernon), el delegado cubano ante la ONU.

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El pasaje cubano es el que atesora los mejores momentos de Topaz, precisamente ante un contenido no precisamente hitchcockiano. De entrada, en Nueva York, tiene lugar la emocionante secuencia del hotel, cuando Devereaux entra en contacto con un agente (impagable Roscoe Lee Brown) con el fin de que se introduzca entre la delegación cubana y sondee y soborne al secretario de Parra, Luis Uribe, con el fin de que le deje fotografiar los planos de las instalaciones soviéticas en Cuba. La secuencia está conducida con la legendaria maestría de Hitchcock, haciendo recaer el suspense en el ritmo y en el montaje, en el que miradas, movimientos y objetos cobran absoluta relevancia. Continuar leyendo «Alfred Hitchcock presenta: Topaz (1969)»

Con Lee Marvin no se juega: A quemarropa (Point Blank, John Boorman, 1967)

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Cine negro vibrante, colorista, estilizado, sobrio, violento, sensual, lacónico, visualmente impactante, narrativamente sólido, conectado con las drogas, la psicodelia y el mundo pop. Esta podría ser la escueta definición de esta fenomenal película del británico John Boorman, con la que revitalizó el género negro conectándolo con la nueva ola del naciente nuevo cine americano de los setenta. Sin olvidar un detalle imprescindible: el poder de la presencia del tipo duro más duro que ha dado el cine, Lee Marvin. A diferencia de los presuntos héroes con musculoides de gimnasio maquillados de clembuterol que tanto han proliferado en el cine comercial moderno, este ex marine (herido de guerra en la batalla de Saipán durante la Segunda Guerra Mundial y condecorado con el Corazón Púrpura) supo dotar a sus personajes, especialmente de villano (incluso cuando hacía de bueno era todo un villano), del trasfondo frívolo, procaz, despreocupado y seguro de sí mismo propio del matón barriobajero, pero siempre cubierto por un barniz más profundo de crueldad, falta de escrúpulos, demencia y una extraña serenidad en la contemplación y participación activa en todo lo ligado al lado más oscuro y brutal del ser humano. En los sesenta, no obstante, incorporó a estos rasgos propios nuevos registros que contribuyeron a enriquecer más aún su extraordinaria caracterización como tipo duro, como fueron el sentido del humor (La taberna del irlandés –Donovan’s reef-, John Ford, 1963 o La ingenua explosivaCat Ballou-, Eliot Silverstein, 1965, que le valió el Oscar al mejor actor) o un laconismo y un hieratismo que bajo su aparente capa de estatismo apenas camuflaba un volcán emocional próximo a entrar en erupción (Código del hampaThe killers-, Don Siegel, 1964), siempre una eclosión bárbara y violenta en la que terminaban por acumularse los fiambres a su alrededor. Precisamente de esta película de Siegel bebe en parte A quemarropa, al menos en cuanto a las chispas que brotan de la excelente química de sus sendos dúos protagonistas, Lee Marvin y Angie Dickinson.

Point Blank concentra en sus 93 minutos de duración una canónica historia de venganza: Walker (Lee Marvin, nada que ver con el papanatas de Chuck Norris), es traicionado doblemente por su esposa, Lynne (Sharon Acker), y por su mejor amigo, Mal Reese (John Vernon, en un sonado y carismático debut que le convirtió en una de las presencias más agradecidas del cine de aquella época; también debuta en ella Carroll O’Connor). En primer lugar, porque se han hecho amantes a sus espaldas. Y además porque, después de que los tres den un golpe consistente en hacerse con el dinero que transportan unos correos de una secreta organización criminal que utiliza la prisión de Alcatraz como base para sus operaciones, el hecho de su traición previa induce a Mal y Lynne a una mayor y más radical, disparar a Walker en una de las celdas y, creyéndolo muerto o agonizando, abandonar el cuerpo a su suerte. Pero Walker no ha muerto, y desde que se recupera de sus heridas no ceja en el empeño de localizar a Mal y Lynne para recuperar la parte del botín que le toca, algo menos de cien mil dólares. En ningún momento Walker dice nada de la otra traición, de la que más le duele, pero se adivina lo que piensa bajo su mirada fría, sus modales calculados y falsamente controlados, y la furia interior que bulle en él. En su tarea encuentra un curioso aliado, un tipo llamado Yost (Keenan Wynn), que dice pertenecer a la organización criminal que sufrió el robo del dinero y que, tras comunicarle a Walker que Mal trabaja ahora para ellos y que se ha convertido en un pez gordo, le propone un pacto: su venganza y el dinero debido a cambio de los deseos de Yost de hacerse con el poder. De este modo, Yost irá informando a Walker de quiénes son las personas que pueden ponerle tras la pista de Mal, y de dónde encontrarlas, mientras que Walker se compromete a despejarle el camino a Yost hacia la cumbre. Esta sinergia de intereses guía a Walker, a través de un buen número de paisajes urbanos californianos, hasta Chris (Angie Dickinson), su cuñada, a la que Mal, ya separado de Lynne, desea. Walker no dudará en utilizar a Chris como cebo para atrapar a Mal…

Pero no es tanto la estructura clásica de venganza, aderezada, eso sí, con giros y características propios y muy bien trabados (el brutal reencuentro de Walker y Lynne, por ejemplo, su juego de pasado y presente puesto en imágenes, y el final del personaje de ella), la mayor virtud de la película, sino su forma cinematográfica, su utilización del color y de la luz como indicativos de los estados de ánimo de los personajes (a veces con composiciones visuales de gran mérito, con juegos de luces y sombras, perfiles de objetos, vistas a trasluz, etc.), el ritmo sincopado de algunas secuencias, sus saltos temporales encadenados dentro de una misma situación dramática, y el ejemplar uso de la cámara lenta, en ocasiones en momentos de extraordinaria virulencia, en la línea de las más estilosas coreografías violentas del cine de Sam Peckinpah. La riqueza visual del filme es apabullante, Continuar leyendo «Con Lee Marvin no se juega: A quemarropa (Point Blank, John Boorman, 1967)»