El gran Fernando Fernán Gómez se luce en esta inolvidable secuencia de esta adaptación de la novela de Benito Pérez Galdós, ya llevada a la pantalla en fecha tan lejana como 1925 por José Buchs. Un momento «western asturiano» en el que Don Rodrigo de Arista Potestad, Conde de Albrit, Señor de Jerusa y de Polán (Fernán Gómez) ajusta las cuentas a aquellos que pretenden apartarlo de la vida pública y, con artimañas, recluirlo en un convento. Un personaje a la medida de un colosal Fernán Gómez.
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Centenario de Fernando Fernán Gómez
En el centenario de Fernando Fernán Gómez, recuperamos un texto publicado originalmente en la revista Imán de la Asociación Aragonesa de Escritores en mayo de 2014, ya enlazado en este blog, pero esta vez incluido en su totalidad, y que trata sobre la vertiente de este gran genio de la cultura española como director de cine.

En la entrevista publicada en el diario El País el 4 de febrero de 2014 (http://goo.gl/7x6Qt0) con motivo del estreno en España de su celebrada Nebraska (2013), el cineasta norteamericano Alexander Payne, en uno de esos simpáticos guiños publicitarios que en Hollywood enseñan a introducir siempre en el discurso de venta de cualquier film en las giras promocionales por el extranjero, menciona a cuatro actores ya desaparecidos que habrían encajado a la perfección como Woody Grant, el protagonista finalmente encarnado por el genial Bruce Dern. De los nombrados, dos son norteamericanos, Henry Fonda y Walter Brennan, y (ahí está el guiño) dos españoles, Pepe Isbert y Fernando Fernán Gómez: ‘¿Sabes quién hubiera sido perfecto? El actor de El cochecito y El verdugo. Era jodidamente divertido’. ‘¿Pepe Isbert?’ ’Eso, mi protagonista solo podían interpretarlo Bruce Dern y Pepe Isbert’. ‘Isbert… ¿No necesitaba mayor presencia física?’ ‘De acuerdo, Fernando Fernán Gómez me hubiera aportado mayor peso, aunque tal vez demasiado’.
A favor de la cinefilia hispánica de Payne cuenta un detalle que le proporciona cierta ventaja sobre sus compatriotas camaradas de profesión: su estancia en Salamanca como estudiante de intercambio con Stanford, su universidad de origen. Pero aunque su juvenil periplo español no se hubiera producido, probablemente Payne habría podido referirse en idénticos términos a Fernán Gómez al tratarse de uno de los actores españoles con mayor proyección internacional entre los años setenta y los noventa del siglo pasado, a pesar de que, a diferencia de otros intérpretes mundialmente reconocidos como Francisco Rabal o Fernando Rey, que ganaron en popularidad a través de su participación más o menos importante y afortunada en coproducciones de todo pelaje o en saltos directos a otras cinematografías, su prestigio se asentó a partir de un cine propiamente español.
No parece existir en lengua castellana un adjetivo que sirva para definir con sencillez y exactitud lo que Fernando Fernán Gómez representa para la cultura española de las últimas décadas: poeta, narrador, dramaturgo y ensayista además de guionista, actor y director de teatro, cine y televisión… Facetas todas ellas sabidas aunque no conocidas en igual medida, ya que su carismático perfil como intérprete ha eclipsado a ojos del público cualquier otra de sus vertientes creativas, incluida la de director de cine más allá de los títulos, siempre los mismos, rescatados asiduamente en los pases televisivos, de la actual veneración mediática a las estadísticas de premios recibidos (especialmente El viaje a ninguna parte, galardonada como mejor película, dirección y guión original en la primera edición de los premios Goya de la Academia de las Ciencias y las Artes Cinematográficas de España, en 1986) o del siempre dudoso marchamo de “cine de culto” con que suele calificarse alguno de sus trabajos (en particular, El extraño viaje, de 1964, basada en una idea de Luis García Berlanga). Lo cual resulta comprensible, dado que la prolífica carrera como actor de Fernán Gómez ha transitado, desde su inicio en la primera posguerra hasta llegado el siglo XXI, por los lugares más comunes y asimilables para el espectador español, como son el cine patriótico-historicista exaltador de la dictadura, el cine sentimental y moralizante llamado “de estampita”, el costumbrismo castizo y folclórico con querencia por lo andaluz, la comedia desarrollista de los años sesenta, el cine de qualité marca Querejeta dirigido por Saura, Armiñán o Erice, entre otros, en los setenta, la apertura internacional adquirida gracias a los certámenes de clase A –sendos Osos de Plata al mejor actor por El anacoreta (Juan Estelrich, 1976) y Stico (Jaime de Armiñán, 1985) y Oso de Honor por toda su trayectoria (2005) en el Festival de Berlín; premio Pasinetti en el Festival de Venecia por Los zancos (Carlos Saura, 1984); premio especial del jurado por El mar y el tiempo (Fernando Fernán Gómez, 1989) y premio Donostia a toda su carrera (1999) en San Sebastián-, la “globalización” de cierto cine español gracias a la buena recepción mundial, Óscares y nominaciones mediante, del cine de Fernando Trueba –Belle Époque (1992) y El embrujo de Shanghai (2002)-, José Luis Garci (El abuelo, 1998) y Pedro Almodóvar (Todo sobre mi madre, 1999), o, finalmente, la fiebre de debuts y óperas primas del cine nacional de los noventa y los primeros años del nuevo siglo (su último papel corresponde a Mia Sarah, dirigida en 2005 por Gustavo Ron).
De su dilatada labor como director de cine, iniciada a medias con Luis María Delgado (F. Gómez se ocupaba de los actores y Delgado de las cuestiones técnicas) en la sorprendente Manicomio (1953), cinta que sigue la moda europea de las películas de episodios con la adaptación de varios relatos de autores extranjeros en una atmósfera cercana a la narrativa de Edgar Allan Poe, con ambientación a lo Caligari, y concluida con Lázaro de Tormes (2001), terminada por José Luis García Sánchez debido a la enfermedad de Fernán Gómez en pleno rodaje (de lo cual se resintió sin duda el acabado final del film), falta no obstante un estudio serio y exhaustivo, un análisis pormenorizado de los veintiséis títulos que componen una filmografía a priori excesivamente dispersa e irregular, de una aparente desigualdad en temas, tonos y formas que puede inducir erróneamente a pensar que se trata de un cine impersonal, alimenticio, confeccionado a golpe de capricho del momento, como tanto otro cine español. Sin embargo, además de lo obvio, el interés de Fernán Gómez por la literatura en general y por el teatro en particular –entre otras adaptaciones, La venganza de Don Mendo (1961), Ninette y un señor de Murcia (1965) o la mencionada del Lazarillo, que no es tanto una versión del anónimo literario como del monólogo teatral creado desde él por Rafael Álvarez “el Brujo”-, la trayectoria de Fernán Gómez tras la cámara revela rasgos de una coherencia estilística (no siempre para bien: ahí está el habitual descuido en la calidad de la música de buena parte de sus películas) y narrativa que permiten identificar su obra como un conjunto que constantemente combina una serie de preocupaciones, obsesiones y perspectivas muy particulares que posibilitan incluir a Fernán Gómez en el difícil, controvertido y contradictorio debate de la autoría cinematográfica.
La finalidad de este texto es proponer tres vías de acercamiento, tres líneas temáticas claramente interrelacionadas para una interpretación general del cine de Fernando Fernán Gómez: el mundo visto a través del hecho anecdótico; la lucha por la supervivencia, vital y moral, en un entorno económico y social adverso y asfixiante; y, por último, derivado directamente de lo anterior, el crimen, la violencia, la infracción, lo ilícito –legal y moral-, como ingrediente.
La historia vista desde las pequeñas historias
En el estupendo documental-entrevista La silla de Fernando (David Trueba y Luis Alegre, 2006), Fernán Gómez relata su experiencia como adolescente en el Madrid asediado por los golpistas sublevados durante la guerra civil. Irreflexivo partidario de los rebeldes por una mera cuestión de comodidad personal –se siente prisionero en una ciudad acosada y sometida al austero régimen diario de un clima de guerra y muerte-, ansía egoístamente el momento en que los autoproclamados “nacionales” entren en la capital y acaben con la situación. Una vez llegado el día, su particular forma de celebrarlo consiste en superar los límites del reciente cerco, desplazarse hasta uno de los pueblos situados hasta hace poco tras las líneas franquistas, y entrar en una tienda para comprar una botella de coñac barato y malo con que regresar a casa y convidar a su familia. De este modo, es su recobrada libertad de movimientos por los alrededores, no el triunfo del fascismo, lo que el joven Fernando aplaude de tan curiosa manera.
Aunque inmediatamente después reniega de su absurda manera de interpretar el conflicto en su juventud y manifiesta su aversión, a toro pasado, a la realidad que representaba el régimen de Franco (“No ha llegado la Paz; ha llegado la Victoria”, dice su personaje de Las bicicletas son para el verano, llevada al cine por Jaime Chávarri en 1984), en su posterior obra cinematográfica Fernán Gómez conserva este peculiar prisma en la forma de acercarse a muchos de los personajes y temas de sus películas. Es decir, que su cine explica los acontecimientos colectivos, evidencia las distintas situaciones políticas, económicas y sociales de cada momento, a través de la mirada privada, con más o menos talento o grado de inteligencia, interés personal, satisfacción o locura, de sus personajes, desde los efectos que estos procesos tienen sobre su conformación y evolución como tales. Así, personajes, tramas y contexto vital quedan estrechamente ligados, indisolublemente unidos, de forma que sirven como vehículo simbólico para presentar el fresco de una realidad cambiante que los aturde, atrapa, coarta y oprime, en la que difícilmente logran encajar a gusto. Desde este punto de vista, la filmografía de Fernando Fernán Gómez contempla bajo esa mirada particular distintos aspectos de la historia española de los dos últimos siglos, hasta configurar un puzzle que prácticamente puede seguirse en orden cronológico.
El mensaje (1955), también coescrita y protagonizada por él, trata de una partida de guerrilleros de la Guerra de la Independencia (1808-1814) en la que se oculta un delator, lo que permite al director superar el planteamiento inicial para esbozar la eterna cuestión del enfrentamiento entre el “vivan las caenas” (inolvidable referencia al asunto en El fantasma de la libertad de Luis Buñuel, de 1974) y las nuevas ideas ilustradas traídas a sangre y fuego por las tropas francesas, lo cual no deja de ser, al menos en parte, el germen del conflicto entre las llamadas dos Españas.
Sólo para hombres (1960), guión propio a partir de una obra de Miguel Mihura, retrata en tono de comedia el convulso e inestable ambiente político español de finales del siglo XIX, fruto de los sucesivos cambios de gobierno y de constitución, tomando como premisa el hecho de que una bella joven empieza a trabajar en un ministerio ocupando un puesto reservado desde siempre a los hombres, con el consiguiente escándalo entre los más puritanos y tradicionales. Su eficiencia, muy superior a la de cualquiera de sus compañeros, no deja indiferente a nadie, y despierta tanta admiración como animadversión. Así, la película subvierte los cimientos de la sociedad machista en un discurso tan válido para el escenario histórico en que se sitúa la trama como para el momento de su rodaje, si es que no permanece igual de vigente a día de hoy.
Relacionada con la anterior, Mi hija Hildegart (1977), con guión coescrito junto al gran Rafael Azcona, supone una aproximación a la Segunda República a través del hecho real protagonizado en 1933 por Aurora Rodríguez (Amparo Soler Leal), la asesina confesa de su hija de 18 años, en la que había ensayado sus radicales planteamientos sobre las necesidades educativas de la mujer consagrada a la liberación de su sexo del yugo patriarcal. Aurora buscó un hombre sano, inteligente y que aceptara renunciar a la paternidad para criar sola a un prototipo que cumplió todas sus expectativas: miembro del PSOE, licenciada en derecho y autora de libros y artículos con tan sólo 16 años, a los 18, además de matricularse en medicina, era ya muy conocida en los círculos intelectuales y revolucionarios republicanos. Dejando aparte las imperfecciones formales y dramáticas, resulta tan fascinante el retrato que la película hace de una sociedad extremadamente politizada (igualmente extrapolable al momento de su filmación) como la envenenada y poliédrica relación psicológica entre madre e hija, con su heterogénea y recíproca mezcla de afectos, obsesiones, prejuicios, rebeldías, frustraciones y odios.
Tras la intrusión de Jaime Chávarri en lo que sería la aproximación a la guerra civil propiamente dicha por parte de Fernando Fernán Gómez, y del mismo modo que los cómicos ambulantes de El viaje a ninguna parte (1986) sirven al propósito de dibujar el panorama de escasez y privaciones de la primera posguerra (y de paso criticar la amnesia sobre el propio pasado de un país sumido en la falsa autosatisfacción por la tramposa bonanza asociada a la “cultura del pelotazo”), y Ninette y un señor de Murcia, de nuevo sobre una obra de Mihura, se acerca a la realidad de los españoles exiliados por razones políticas en contraste con la acomplejada vida en el interior del país, Fernán Gómez dedica una serie de películas a reflejar la España del desarrollismo que sigue al fracaso de la autarquía. La magistral (aunque no llegara a estrenarse) El mundo sigue (1963), adaptación de una novela de José Antonio Zunzunegui, parte de dos hermanas (Lina Canalejas y una perturbadora Gemma Cuervo) que se odian mutuamente a pesar de que o precisamente porque comparten su obsesión por la adquisición de una buena posición económica, una sorda lucha de rencores y resentimientos que provoca no pocas víctimas. La complejidad y riqueza de este film lo erigen en paradigma de las tres líneas principales que se exponen en estos párrafos y la convierten en la que es probablemente la mejor película de toda la filmografía de su director. Los Palomos (1964), comedia escrita por Alfonso Paso, presenta a dos pardillos (José Luis López Vázquez y Gracita Morales) que son sometidos por el jefe de él (Fernando Rey), bajo la fachada de la camaradería y la adulación entre iguales, a un criminal juego de engaño y manipulación con el pretexto de lograr el puesto de director de la sucursal en Barcelona y mejorar así su situación. Finalmente, El extraño viaje opone la tradicional vida de provincias al próximo y aun así inalcanzable universo de oportunidades y tentaciones que ofrece el torbellino urbano de la capital. Como en El mundo sigue, esta película puede entenderse como un compendio de las inquietudes de Fernán Gómez que se presentan en este artículo: con el fin de analizar las causas que motivan la masiva emigración del campo a la ciudad, se vale de una historia de opresión en la vida rural y de ansias de prosperidad más allá de él que encuentran en el crimen un atajo que no sale a cuenta tomar.
Por último, antes de detenerse en el pinchazo de la “cultura del pelotazo” de Pesadilla para un rico (1996), en la que la plácida vida entre lujos, familia y amante de un maduro hombre de negocios (Carlos Larrañaga) se ve truncada cuando una de sus compañeras de cama ocasionales aparece muerta y, tras deshacerse no sin problemas del cadáver, es sometido a chantaje, Fernán Gómez retoma los ecos de la guerra civil en el cambio político de los años setenta con Mambrú se fue a la guerra (1986), película en la que, tras la noticia de la muerte de Franco, una abuela (María Asquerino) anuncia a la familia que su marido no murió en la contienda, sino que permanece oculto en un escondite cavado en el patio de la casa, y El mar y el tiempo (1989), que narra el retorno a España de un exiliado de la guerra (el argentino José Soriano) para reencontrarse con su familia tras la dictadura.
El recorrido de Fernán Gómez por la historia reciente de España se completa con Yo la vi primero (1974), elocuente fábula con guión de los humoristas Chumy Chúmez y Manuel Summers en la que un hombre de 35 años posee en cambio, significativamente, la edad mental de un niño de 10 debido a su larga postración en la cama.
La dura y larga batalla por salir adelante
Volviendo a la entrevista con David Trueba y Luis Alegre, Fernando Fernán Gómez confiesa abiertamente la atracción que el lujo siempre ha ejercido sobre él. En su juventud de guerra y posguerra, debido a la pobreza generalizada y al racionamiento; en su ancianidad, porque su larga trayectoria como escritor, actor y director no le ha proporcionado un colchón económico suficiente para no tener que preocuparse de los gastos que conllevan su decaimiento físico y su enfermedad. El lujo, por tanto, lejos de cualquier superficialidad ligada a la ostentación, constituye para él un factor doble. Por una parte, un club restringido cuyos miembros carecen de los problemas por asegurarse la supervivencia diaria que acucian a la mayoría de los seres humanos, un planeta propio donde no existen las penurias materiales. Por otra, el único medio de procurarse estabilidad, tranquilidad y confort hasta el último instante de vida. La pompa, la suntuosidad, el exhibicionismo económico, sólo son efectos residuales indeseados.
Esta preocupación por ganarse el bienestar económico en abierto combate contra las fuerzas de todo tipo, incluidos los reveses del azar, que la adversidad despliega para dificultar o impedir el acceso a esa privilegiada condición, se encuentra de igual manera ampliamente reflejada en su cine como otro de sus temas recurrentes. Es la premisa argumental de la conocida dupla La vida por delante (1958) y La vida alrededor (1959), coescritas ambas con Manuel Pilares, que narran la complicada lucha de un matrimonio de profesionales por conseguir un hogar y un futuro laboral, pero también son las razones económicas, en este caso el logro del estatus necesario para poder casarse, las que motivan el pretendido paso al lado oscuro de la delincuencia del protagonista de El malvado Carabel (1956), basada en la novela de Fernández Flórez. Como ya se ha dicho, es la obsesión por la prosperidad económica y los distintos métodos seguidos para obtenerla lo que contamina la relación entre las dos hermanas de El mundo sigue, el ansiado ascenso lo que pone a los protagonistas de Los Palomos a merced de un cruel matrimonio rico venido a menos, y el dinero el oscuro detonante que da la clave del misterio de El extraño viaje.
En La querida (1976) es el interés de Manuela (Rocío Jurado) por los hombres ricos y poderosos que se le ofrecen tras su éxito como cantante lo que la aparta de Eduardo (Fernando Fernán Gómez, en inadmisible emparejamiento con una de las mujeres peor dotadas para la interpretación que se recuerdan), el compositor que le brindó su primera oportunidad y del que se enamoró cuando no tenía otro remedio que ser pobre. En la ya citada Mambrú se fue a la guerra, la “resurrección” del abuelo escondido durante la dictadura choca con la avaricia de su familia, que ve en la más que probable concesión de pensiones de viudedad por parte del nuevo régimen democrático en atención a las víctimas republicanas una forma de incrementar sus ingresos al “bajo coste” de mantener el secreto de su supervivencia unos años más. Por último, los huéspedes de la residencia de ancianos de Fuera de juego (1991) son el vehículo que Fernán Gómez utiliza para analizar el fenómeno de la amortización de los seres humanos que ya no resultan rentables en una sociedad mercantil gobernada por las estadísticas, el mandato del eterno incremento en los porcentajes de beneficio y el consumo desenfrenado de bienes materiales.
Esta óptica sobre la obra como director de Fernán Gómez se resume a la perfección en dos de sus películas. En primer lugar, en Lázaro de Tormes, en la que el protagonista utiliza como disculpa a su conducta ante la justicia el hecho de que sus tropelías a lo largo de treinta años se debieron más a la necesidad de escapar del hambre que a su deseo de cometer delitos. Por último, El viaje a ninguna parte, en la que la compañía de teatro ambulante no sólo ha de pelear por sobrevivir frente al cada vez mayor rechazo de los paisanos a pagar por asistir a sus caducos espectáculos dramáticos, sino que también debe enfrentarse a la imbatible competencia que supone para ellos la irrupción del negocio del cine itinerante del “jodío peliculero” que interpreta Simón Andreu. La más famosa secuencia del film, la descacharrante intervención del anciano Galván en el rodaje de una película y sus dificultades para acoplar su obsoleta forma de entender el arte de la interpretación a las necesidades que implican los nuevos tiempos, ilustra de manera ejemplar la proverbial incapacidad de los personajes de las películas dirigidas por Fernán Gómez para abrirse camino entre los obstáculos y contratiempos que jalonan la lucha por la persecución de la calma material. Como ocurre con Lázaro de Tormes, a veces encontrarán en el crimen la forma de sobreponerse, de rebelarse. En otras ocasiones, la violencia puede suponer un castigo añadido o un peaje a soportar.
La tentación de lo ílicito como solución a un porvenir incierto
Dejando a un lado el contexto bélico de El mensaje, el crimen, el asesinato, la muerte violenta, lo delictivo, la vulneración consciente de principios y normas, están muy presentes en la filmografía de Fernando Fernán Gómez. Más allá de las sangrientas parodias medievales de chorro de tinta roja, rubia casquivana de por medio, de La venganza de Don Mendo, y de la intencionalidad claramente satírica de Crimen imperfecto (1970), que caricaturiza en la piel de Salomón y Torcuato (Fernando Fernán Gómez y José Luis López Vázquez) el género de detectives y la por entonces popular moda de las películas de espías internacionales, pasado todo por un filtro que mezcla el tebeo, la cultura pop y la comedia española cercana al “landismo”, lo criminal, lo ilícito, ya sea en una dimensión legal o moral, se presenta en la obra de Fernán Gómez en una doble vertiente.
En primer lugar, aquellas situaciones en las que constituye un medio para alcanzar un fin en mayor o menor medida loable, una manera más o menos aceptable de intentar salir adelante o de satisfacer una necesidad. Así, además de lo ya apuntado sobre Lázaro de Tormes, el protagonista de El malvado Carabel no vacila en vengarse de la empresa que acaba de despedirle y no concibe plan más descabellado para hacerse con el dinero necesario para complacer a su novia y poder casarse que robar la caja fuerte del despacho de su antiguo jefe. Algo parecido ponen en marcha los ancianos de Fuera de juego o el apurado marido de El mundo sigue, que, atrapado en la tesitura de tener que contribuir a la rivalidad que ambas hermanas mantienen por la supremacía económica familiar, también salta la línea de lo prohibido cuando, frustrado por el continuo fracaso en su iluso empeño de acertar quinielas millonarias, decide saquear la caja del bar donde ha conseguido empleo. Por último, la familia de Mambrú se fue a la guerra que intenta mantener en secreto que el abuelo escondido al final de la guerra civil todavía vive, busca el fraude a la Seguridad Social como forma de acrecentar sus ingresos, al tiempo que pretende compensar simbólicamente, apelando a una muy particular justicia poética, el destino que les ha privado de una vida normal.
Otros personajes utilizan medios todavía más discutibles para objetivos aún más dudosos. Mientras que la apetitosa joven que interpreta Gemma Cuervo en El mundo sigue se entrega con pasmosa facilidad a los hombres que pueden proporcionarle el progreso económico y social que busca, de la misma forma que Manuela en La querida, el empresario arruinado de Los Palomos o el joven con aspiraciones de El extraño viaje recurren al asesinato premeditado de mujeres ancianas y acaudaladas (en el segundo caso, con algún que otro secreto inconfesable añadido). La muerte es también el objetivo del protagonista de Bruja, más que bruja (1977) en su deseo de acabar con su tío, si bien en este caso el capricho a satisfacer no es otro que la lujuria en la persona de su joven, bella y futura viuda. Los pecados de la carne mueven también al muchacho que, acogido en casa de sus padrinos cuando su progenitor huye por la acusación de asesinato que pesa sobre él, seduce y deja embarazada a su madrina en Cinco tenedores (1980). Y es que la necesidad a cubrir por parte de los personajes que sufren la tentación de lo prohibido no es únicamente monetaria. Así, los gamberros de Cómo casarse en siete días (1971), obra de Alfonso Paso que retoma el planteamiento de La señorita de Trevélez de Carlos Arniches y la herencia cinematográfica de Calle Mayor de Juan Antonio Bardem (1956), sólo intentan paliar su aburrimiento, aunque el “afortunado” se verá metido en un embrollo que le hará purgar su pena con creces.
Así, en segundo lugar, el crimen, la muerte y la violencia aparecen también como castigo. La hermana que interpreta Lina Canalejas en El mundo sigue sucumbirá finalmente a su desesperación y pagará un alto precio por su obsesiva ambición de ascenso económico, del mismo modo que el hombre de éxito al que da vida Carlos Larrañaga en Pesadilla para un rico sufre una angustiosa odisea, un poco en la línea de Buñuel en Ensayo de un crimen o La vida criminal de Archibaldo de la Cruz (1955), es decir, más como expiación de su culpa por la pertenencia a la clase acomodada que por su responsabilidad real en un asesinato. La naturaleza más clara del crimen como castigo en la obra de Fernán Gómez aparece en Mi hija Hildegart, en la figura de la madre que acaba con su propia hija cuando comprende que el trabajo de tantos años invertido en su formación y preparación con vistas a convertirla en la punta de lanza de la liberación de la mujer se viene abajo al enamorarse la joveny estar dispuesta a abandonarlo todo para marcharse de España en compañía de su amante, tirando así por tierra todo el bagaje inculcado por su madre y aceptando el papel secundario a la que la sociedad patriarcal la tiene destinada. Lo escalofriante de esta conclusión es que, mientras la hija es consciente de que la muerte es un castigo impuesto por su empeño en saltarse el guión que su madre ha diseñado para ella, para la asesina en cambio se trata de un acto necesario para mantener la vigencia y la razón de su discurso, el cual nunca se llega a saber hasta qué punto está condicionado por alguna patología mental. Los desenlaces de Los Palomos o El extraño viaje, que no conviene adelantar para no romper el efecto sorpresa al espectador que tenga pendiente su descubrimiento, contribuyen asimismo a este papel de la violencia punitiva en el cine de Fernán Gómez.
La irregularidad como nota distintiva
La filmografía de Fernán Gómez como director destaca por su gran desigualdad. Si bien, como hemos visto, cabe aplicarle una sólida coherencia temática que permite ubicarla sin dificultad dentro del bloque unitario que compone el conjunto de su obra artística, la calidad global del acabado final de sus películas varía enormemente de unos títulos a otros en todos los niveles, del narrativo al técnico, del interpretativo a la puesta en escena. Las buenas actuaciones y los repartos solventes se mezclan con intérpretes rutinarios o inexpertos; los guiones trabajados y abundantes en matices y lecturas destacan sobre otros planos y previsibles; la tensión dramática de algunas historias, la complejidad psicológica de muchos de los personajes, el acertado diseño de ciertas atmósferas y situaciones retorcidas, choca con el aire de improvisación y el descuido formal de instantes aparentemente filmados con piloto automático. No obstante, sobre todas ellas planea el discurso literario de un autor en el que predomina la riqueza de la historia y del texto por encima de su traducción a imágenes, por más que sus mejores películas (Manicomio, La vida por delante, Sólo para hombres, La venganza de Don Mendo, El viaje a ninguna parte y, especialmente, El mundo sigue y El extraño viaje) contengan momentos puramente cinematográficos que se hacen imprescindibles para entender, apreciar y reivindicar justamente el cine español.
Entrevista a José Luis Garci
Posguerra, cines, radio, boxeo, fútbol, Asturias, el género negro, Madrid, la Navidad, el pulso social de la Transición… Y el cine de la Edad Dorada de Hollywood. Este es el universo por el que transitan las historias de José Luis Garci, porque es el mundo en el que, aun hoy, vive José Luis Garci.
Diálogos de celuloide: un homenaje a José Luis Garci
El tándem formado por José Luis Garci y cualquiera de sus colaboradores de aquellos años (José María González Sinde, Horacio Valcárcel, Ángel Llorente…) creó algunos de los mejores diálogos del cine español, pensados para un cine que ya no se hace: tiempos perfectamente marcados, silencios y pausas tan elocuentes como las palabras cuidadosamente escogidas, unos intérpretes excelentes que disponen de minutos para crear y desarrollar ideas, sensibilidades y caracteres, un contenido en nada banal o gratuito, ausencia de verborreas intrascendentes y de repeticiones hastiantes… Todo medido, calculado y preciso para no dar puntada sin hilo, para estimular la inteligencia y el corazón desarrollando un argumento a la vez que se cantan las verdades del barquero. Cine de entretenimiento con arte y con contenido. ¿El cine español producido hoy, por ejemplo, por las televisiones privadas, tan perfeccionado técnicamente (y mercadotécnicamente), ofrece, sin embargo, algo parecido? ¿Contiene alguna película ganadora del Goya al mejor guión, original o adaptado, líneas y secuencias comparables?
Música para una banda sonora vital: El crack cero (José Luis Garci, 2019)
La última película de José Luis Garci, que narra una de las primeras aventuras de Germán Areta, el detective privado que popularizó Alfredo Landa, antes de los dos clásicos que protagonizó al principio de los años ochenta, se cierra con este clásico del compositor Cole Porter, guinda para este cóctel del universo del cineasta, que atesora las continuas referencias al cine clásico, a Nueva York, al fútbol, al boxeo, a la radio de antaño, a los clásicos de la literatura negra, a la Navidad… En suma, a la nostalgia de un tiempo pasado, como declara el personaje de Luis Varela casi al final del metraje.
Hermosas mentiras en la revista Turia
Reseña de Pedro Moreno Pérez (advertencia: pese a la coincidencia en el apellido no nos une ningún tipo de relación de consanguidad ni afinidad más allá de la cinefilia…) en la prestigiosa revista cultural Turia:
«Hace años, cuando estudiaba la carrera, había una asignatura de Historia del Arte (aunque fueras de otra titulación, como era mi caso, podías elegirla como “libre elección”) que impartía Agustín Sánchez Vidal, con el nombre de Historia del cine y de otros medios audiovisuales y en la que, durante todo un año, se podía aprender sobre la historia del cine, sus géneros y sus características esenciales. Entonces, había un manual del propio profesor que completaba tus apuntes y que venía muy bien, pues era una síntesis de la historia del cine bastante completa y detallada. No sé si la asignatura existe todavía o qué bibliografía recomiendan, pero estoy seguro de que Hermosas mentiras. Tópicos y clichés en el cine, último libro de Alfredo Moreno, fantásticamente editado por la zaragozana Limbo errante (con mucho gusto y cuidado y con una preciosa portada a cargo de Juan Luis Borra), debería formar parte de los libros obligatorios que todo buen estudiante de cine ha de leer (sí, se ha de leer y no sólo googlear). Y no es una boutade o un guiño de complicidad hacia un escritor y crítico cinematográfico a quien leo y sigo desde hace años en su blog 39 escalones (como mucha más gente, pues es una de las bitácoras de cine más leídas), sino una afirmación que viene de la lectura de un libro riguroso, a la par que ameno, didáctico, claro y que propone una visión sobre el cine basada en los tópicos, las repeticiones o los clichés. Es un libro que transmite amor al cine y, sobre todo, un poso de conocimiento y sabiduría hacia el objeto de análisis, con ese estilo cada vez más depurado y claro – suaviter in modo, fortiter in re, podría decirse-, necesario en un ensayo de este tipo, que se va a las casi 400 páginas. Pero es que, además, de repente, en medio de un análisis certero y documentado sobre los personajes de una película suelta algo así como “cuyos protagonistas […] y cuadros de baile parecen haber sido escogidos de acuerdo con algún oscuro proceso de selección racial” y es entonces cuando, como lector, se agradece el paréntesis, el humor –a veces algo grueso, como cuando se refiere a los monjes de El nombre de la rosa– y el descaro, tan necesario en estos tiempos en los que mucha gente guarda opiniones y teme herir sensibilidades demasiado sensibles, o en los que sucede lo contrario, y las opiniones sin filtro ni criterio abrotoñan por todos lados (sobre todo los digitales).
El libro está dividido en cuatro grandes bloques (La tradición, Propaganda y moral, Geografías físicas y humanas y Eternos retornos) y un epílogo, junto a un prefacio e introducción y la bibliografía (reducida, pues estoy seguro de que ha manejado numerosas referencias). Desde el inicio plantea una tesis que es la con la que creo que Alfredo viene entendiendo el cine desde sus primeros libros (39 estaciones. De viaje entre el cine y la vida, publicado por Eclipsados en 2011 y más recientemente con la novela Cartago Cinema, en Mira editores en 2017) y es que el cine viene a explicar nuestra vida, y que cuando hablamos de cine hablamos de nosotros mismos; y también, por qué no decirlo, el cine es “nuestra vida de repuesto” (frase de José Luis Garci; por cierto, el libro concluye con una referencia a El crack). Y en esa vida el cliché, el lugar común, la repetición, juega un papel determinante, pues forma parte esa verdad que necesitamos asumir, de las certezas que queremos que nos cuenten. El misterio, el cambio de rumbo, la ruptura de la norma son los elementos que hacen avanzar el cine.
Como reza uno de los subcapítulos incluidos dentro del primero (“La tradición”), el inicio de todo está en Grecia, en la Historia etiópica de Heliodoro de Émesa (siglo III d. C.), en el inicio de la novela histórica y la de viajes (o aventuras). Y sobre los esquemas básicos que la narración de ese tipo novelas proponen se sustenta una secuencia lógica que el lector (o espectador) recuerda y prevé, pues, en el fondo, “todas las historias son la misma historia”. Y de esas historias que son siempre las mismas es de donde surge el conocimiento compartido entre autor/creador y público (lector o espectador), es decir, de los tópicos, de los lugares habituales que ambos poseen y que se presentan en diferentes formas y combinaciones. Las distintas narraciones no son sino diferentes formas de combinar y repetir los mismos esquemas y patrones, con diferentes formas y estilos, pero siguiendo un mismo modelo. En la base de los tópicos y clichés en el cine se hallan los seriales, novelas por entregas y folletines, que fueron superados poco a poco en los inicios del cine (que Alfredo sitúa en Hollywood en torno a 1914), cuando el cine empezaba a ser cultura y espectáculo, arte e industria. En la narrativa visual nos hemos acostumbrado a no sorprendernos ante la trama de las series o películas y tenemos esa sensación de que ya lo hemos visto, de que sabemos cómo se va a desarrollar (con sus variantes). En la capacidad de salirse de la tangente, de superar los clichés y los tópicos, está la novedad y la sorpresa y también la manera de evolucionar y presentar propuestas nuevas, que se rebelen contra esos clichés y tópicos que han servido (y sirven) para rodar películas. El cine es una constante evolución en la que la lucha contra el estereotipo o la “monoforma” marca la renovación y la novedad y la capacidad de jugar con la sorpresa hacia el espectador. Aquellos que han mostrado su oposición o su novedad ante el cliché son los que han hecho evolucionar el cine, cuestionar las verdades asumidas y hacer evolucionar el cine, la cultura y nuestra propia concepción del mundo y de la vida». [seguir leyendo]
(página web de Limbo Errante)
Mis escenas favoritas: El crack (José Luis Garci, 1981)
Pocos confiaban en que Alfredo Landa pudiera interpretar a un tipo duro y castigado por la vida, lacónico y expeditivo. Como cuenta el director de la película, José Luis Garci, el día del estreno estaba temeroso de que la aparición de Landa en pantalla pudiera provocar risas entre el público, pero al instante la sala se llenó de un silencio expectante, tenso, cómplice. Y entonces supo Garci que había tomado la decisión de reparto adecuada y que este inusual tratamiento del cine negro clásico en clave de la España de la hoy denostada por muchos Transición iba a ser un éxito absoluto.
Entrevista sobre Cartago Cinema
A continuación, la entrevista completa que apareció ayer en Heraldo de Aragón, por cortesía de Antón Castro, sobre la novela Cartago Cinema. Se incluye el texto completo, sin los obligados recortes motivados por la limitación de espacio en las páginas del periódico. Aquí, además, la breve entrevista grabada para el canal televisivo Heraldo TV.
-¿Qué le ha dado el cine a Alfredo Moreno?
Dice José Luis Garci que el cine es una vida de repuesto. Yo creo, como digo en la novela, que el cine tiene mejores guionistas que la vida. La ficción introduce una relación causa efecto, un orden secuencial que en la vida no siempre se da. Tiene reglas, posee un sentido, conduce a un lugar concreto; la vida no, o no necesariamente. Se puede decir que el cine ordena el caos vital, tanto en el tiempo como en el espacio.
-¿En qué consiste, para ti, ser cinéfilo?
Como Valdano dice del fútbol, la cinefilia es un estado de ánimo. Una forma de estar en el mundo. No solo es la curiosidad por ver nuevas películas, por descubrir títulos, directores y filmografías, por saber más, devorar decenas de libros que ayudan a completar, a entender, a interpretar, a contextualizar, a concebir la historia del cine como un todo entrelazado por vasos comunicantes que van más allá del tiempo y del espacio. Implica compartir miradas, lenguajes y perspectivas. Comunicarse con personas de otras geografías y de otras épocas. Al mismo tiempo, cuando revisitas clásicos y vuelves a tus películas de cabecera, es como reencontrarse con los amigos de toda la vida.
-¿Cómo respondes la pregunta de Truffaut: “¿Es el cine más importante que la vida?”?
La conclusión es que son inseparables. No puede entenderse la vida sin la ficción. Sin la lectura, sin el teatro, sin el cine, sin la poesía. El ser humano se ha contado historias desde que tiene conciencia de sí Es algo tan importante como respirar o como los latidos del corazón.
-Parecía claro que al dar el paso a la ficción iba a escribir de cine. ¿Qué novela has querido hacer y cuántas películas, e incluso cuántos guiones has querido escribir?
Me atraen mucho las películas y las novelas que hablan de la gente que hace cine, del proceso de producción y rodaje, en especial, en Hollywood. Todos los capítulos de la novela se titulan como una película que habla del cine dentro del cine. Tenía claro que, salvando las distancias literarias, quería compartir subgénero con Scott Fitzgerald, Gore Vidal, Nathanael West, Norman Mailer, Gómez de la Serna o Edgar Neville, autores todos ellos de estupendas novelas ambientadas en el mundo del cine. En cierto modo, he tratado de contar la película que no me es posible dirigir, de convertir su guion en novela. Si pudiera escribir o incluso dirigir una película, sin embargo, me decantaría por un western que visibilizara la importancia real del componente hispano, tanto español como mexicano, en la conquista del Oeste. El western es interesante porque permite jugar con el concepto de frontera en todas sus acepciones, geográfica, política, temporal, espiritual, tecnológica…
-¿Quién es y quién te ha inspirado John Ferris Ballard?
Comparte rasgos físicos y de temperamento con el actor Lee Marvin pero, en realidad, se trata de un director del llamado Nuevo Hollywood, la generación surgida tras la desaparición del antiguo sistema de estudios a finales de los años sesenta. El cine americano cambió de la mano de directores como Peckinpah, Scorsese, Coppola, Allen, Pollack, Penn, Hopper, Cimino, Friedkin, Ashby, Altman, Beatty… El movimiento contenía en sí mismo la semilla de la autodestrucción, pues de él surgieron también Spielberg o Lucas, que condujeron a Hollywood hacia el blockbuster y la infantilización del cine de los ochenta, que dura hasta hoy. Ferris Ballard resume varias características de algunos de los cineastas que disfrutaron de aquella corta época de esplendor.
-¿Qué intriga de un hombre así, parecido a Lee Marvin, su éxito inesperado, su silencio, su leyenda?
Precisamente, el enigma que rodea al hecho de que buena parte de aquellos grandes directores, por distintas circunstancias, nunca volvieran a hacer grandes películas con posterioridad a 1980. El misterio está en ese proceso de cambio que, en pocos años, los llevó desde un lugar preminente a un plano residual, o incluso al abandono temporal o definitivo de la profesión.
-La novela está contada por un guionista Elliott Gray… ¿Es un esbirro a sueldo de una productora o es alguien que decide vivir una aventura?
En parte, está inspirado en Robert Towne, el guionista de Chinatown (Roman Polanski, 1974). Durante la mayor parte de su carrera se dedicó a arreglar y pulir guiones ajenos para diversos estudios, hasta que escribió el que es, posiblemente, uno de los tres mejores de la historia de Hollywood, aunque Polanski cambiara el final. Gray, como Towne respecto a Polanski, ve en Ferris Ballard la oportunidad de salir del papel que Hollywood le ha adjudicado, de crecer personal y profesionalmente.
-Al otro lado anda un productor, Sheldrake, entre malencarado, oportunista y desafiante. ¿Has pensado en alguien?
Le debe su apellido a dos personajes de la filmografía de Billy Wilder, uno de ellos un productor que aparece en El crepúsculo de los dioses, pero se asemeja más a los grandes magnates de la edad dorada de Hollywood, gente como Adolph Zukor, Carl Laemmle, Irving Thalberg William Fox, Harry Cohn, Darryl F. Zanuck, Louis B. Mayer, Samuel Goldwyn o David O. Selznick. Combinaban un instinto innato para entender el lenguaje del cine, lo que funcionaba en pantalla y los gustos y las expectativas del público con, en muchos casos, una falta absoluta de empatía, unas maneras autoritarias y unos modales displicentes o incluso ordinarios.
-¿Qué te interesaba más: descubrir los secretos de la vida de este personaje escurridizo o pasear por la historia del cine?
En cierta manera, la vida profesional de Sheldrake sirve de vehículo de la historia del cine. Es un productor de la vieja escuela que, como ocurrió con los antiguos estudios tradicionales, se ve obligado a reinventarse para sobrevivir a la nueva ola de los sesenta y setenta. Esos grandes estudios regresaron convertidos en lo que son hoy, gigantescas distribuidoras que dominan el mercado mundial.
-¿Por qué se le ocurre a alguien crear un autocine?
En Estados Unidos, el país del automóvil, tuvo y tiene un sentido. En España, no tanto, aunque durante unos años se crearon unos cuantos e incluso sobrevive alguno. Tal vez adquiera otra importancia si seguimos emulando el modelo urbanístico norteamericano, creando ciudades gigantescas de enormes distancias y extrarradios inabarcables, cercados de radiales y autopistas.
-La novela sucede en París, en una mansión, en Los Angeles, en Madrid, pero Aragón es capital. Aragón, Zaragoza, el desierto de La Sabina. ¿Por qué?
Aragón es un plató natural completamente desaprovechado; todavía está pendiente el descubrimiento de todo su potencial. Era mi intención reivindicarlo. Además, vincular Aragón a una historia que tiene Hollywood como epicentro es una forma de recordar la posición de importancia que tiene en la historia del cine a través de sus profesionales, algunos como Chomón, Buñuel o Saura, de relevancia mundial, referencias de talla universal.
-¿Cuál es el lugar de las mujeres: Martina, la más constante, la joven Ana, Christelle…?
Los personajes femeninos están construidos y situados a la manera de las películas de John Ford. En apariencia las mujeres ocupan en su cine un plano secundario y su papel podría considerarse residual, porque los personajes que teóricamente impulsan la acción son masculinos. Sin embargo, cuando se examinan a fondo sus guiones, los personajes femeninos son los que controlan realmente los resortes dramáticos, los que soportan el mecanismo interno del argumento, los únicos que verdaderamente le dan sentido completo. En Cartago Cinema ocurre lo mismo. Todo, en sus distintos planos temporales, gira en torno a una mujer y está condicionado por los personajes femeninos.
-¿Cómo conviven en tu narración el cine y la novela negra?
Toda obra de arte, en mi opinión, debe poseer misterio. Algo que quede en una zona de sombras, que no tenga que ser necesariamente explicable conforme a la razón o sobre la que no se esté obligado a dar una respuesta al público. El género negro atesora algo más que la intriga o el suspense, que son la puerta de entrada a esa zona de misterio: la fatalidad. El género negro supera la frontera de lo meramente criminal porque está surcado de parte a parte por el fatum, esa atmósfera de predestinación, de condena, de hundimiento consciente pero irrefrenable, inevitable, hacia el que los personajes se dirigen sin que nada, ni siquiera su voluntad, pueda pararlos, como en la tragedia griega clásica. Al mismo tiempo, el noir, como el western, es un género contenedor, en él cabe de todo: la reflexión política, la crítica social, el humor, el sexo, los referentes históricos, artísticos y culturales. Son géneros que a la vez interpretan y son espejo de la sociedad, así como receptores y depositarios de una ingente tradición narrativa y cultural.
-¿Has tenido en la cabeza novelistas concretos?
Más bien historias concretas, más próximas al cine que a la literatura. Mr. Arkadin, de Orson Welles, novela y película, o Cautivos del mal, la cinta de Vincente Minnelli. Luis Buñuel, Groucho Marx, Alfred Hitchcock y el monstruo de Frankenstein son referencias ineludibles en todo lo que hago. La novela tiene mucho de ellos, aunque no todo salte a primera vista. Las referencias cinematográficas, de lo más oculto a lo más explícito, son innumerables. Tanto en estructura como en desarrollo o incluso en la música de los diálogos, lo que he intentado es llevar al papel el cine clásico de Hollywood. Que el lector, como el narrador de la novela, se sienta introducido en una película de la RKO de los años cincuenta, en blanco y negro, tanto por lo que “ve” como por lo que “escucha”.
Diez años sin Fernando Fernán Gómez
El pasado martes 21 de noviembre se cumplieron diez años de la muerte de Fernando Fernán Gómez, actor, director, guionista, dramaturgo, novelista y figura fundamental de la cultura española de la segunda mitad del siglo XX. Aprovechamos para recuperar este texto sobre su trayectoria como cineasta, publicado originalmente en Imán, revista de la Asociación Aragonesa de Escritores, en junio de 2014.
Fernando Fernán Gómez: breve aproximación a un “jodío peliculero”
En la entrevista publicada en el diario El País el 4 de febrero de 2014 (http://goo.gl/7x6Qt0) con motivo del estreno en España de su celebrada Nebraska (2013), el cineasta norteamericano Alexander Payne, en uno de esos simpáticos guiños publicitarios que en Hollywood enseñan a introducir siempre en el discurso de venta de cualquier film en las giras promocionales por el extranjero, menciona a cuatro actores ya desaparecidos que habrían encajado a la perfección como Woody Grant, el protagonista finalmente encarnado por el genial Bruce Dern. De los nombrados, dos son norteamericanos, Henry Fonda y Walter Brennan, y (ahí está el guiño) dos españoles, Pepe Isbert y Fernando Fernán Gómez: ‘¿Sabes quién hubiera sido perfecto? El actor de El cochecito y El verdugo. Era jodidamente divertido’. ‘¿Pepe Isbert?’ ’Eso, mi protagonista solo podían interpretarlo Bruce Dern y Pepe Isbert’. ‘Isbert… ¿No necesitaba mayor presencia física?’ ‘De acuerdo, Fernando Fernán Gómez me hubiera aportado mayor peso, aunque tal vez demasiado’.
A favor de la cinefilia hispánica de Payne cuenta un detalle que le proporciona cierta ventaja sobre sus compatriotas camaradas de profesión: su estancia en Salamanca como estudiante de intercambio con Stanford, su universidad de origen. Pero aunque su juvenil periplo español no se hubiera producido, probablemente Payne habría podido referirse en idénticos términos a Fernán Gómez al tratarse de uno de los actores españoles con mayor proyección internacional entre los años setenta y los noventa del siglo pasado, a pesar de que, a diferencia de otros intérpretes mundialmente reconocidos como Francisco Rabal o Fernando Rey, que ganaron en popularidad a través de su participación más o menos importante y afortunada en coproducciones de todo pelaje o en saltos directos a otras cinematografías, su prestigio se asentó a partir de un cine propiamente español.
No parece existir en lengua castellana un adjetivo que sirva para definir con sencillez y exactitud lo que Fernando Fernán Gómez representa para la cultura española de las últimas décadas: poeta, narrador, dramaturgo y ensayista además de guionista, actor y director de teatro, cine y televisión… Facetas todas ellas sabidas aunque no conocidas en igual medida, ya que su carismático perfil como intérprete ha eclipsado a ojos del público cualquier otra de sus vertientes creativas, incluida la de director de cine más allá de los títulos, siempre los mismos, rescatados asiduamente en los pases televisivos, de la actual veneración mediática a las estadísticas de premios recibidos (especialmente El viaje a ninguna parte, galardonada como mejor película, dirección y guión original en la primera edición de los premios Goya de la Academia de las Ciencias y las Artes Cinematográficas de España, en 1986) o del siempre dudoso marchamo de “cine de culto” con que suele calificarse alguno de sus trabajos (en particular, El extraño viaje, de 1964, basada en una idea de Luis García Berlanga). Lo cual resulta comprensible, dado que la prolífica carrera como actor de Fernán Gómez ha transitado, desde su inicio en la primera posguerra hasta llegado el siglo XXI, por los lugares más comunes y asimilables para el espectador español, como son el cine patriótico-historicista exaltador de la dictadura, el cine sentimental y moralizante llamado “de estampita”, el costumbrismo castizo y folclórico con querencia por lo andaluz, la comedia desarrollista de los años sesenta, el cine de qualité marca Querejeta dirigido por Saura, Armiñán o Erice, entre otros, en los setenta, la apertura internacional adquirida gracias a los certámenes de clase A –sendos Osos de Plata al mejor actor por El anacoreta (Juan Estelrich, 1976) y Stico (Jaime de Armiñán, 1985) y Oso de Honor por toda su trayectoria (2005) en el Festival de Berlín; premio Pasinetti en el Festival de Venecia por Los zancos (Carlos Saura, 1984); premio especial del jurado por El mar y el tiempo (Fernando Fernán Gómez, 1989) y premio Donostia a toda su carrera (1999) en San Sebastián-, la “globalización” de cierto cine español gracias a la buena recepción mundial, Óscares y nominaciones mediante, del cine de Fernando Trueba –Belle Époque (1992) y El embrujo de Shanghai (2002)-, José Luis Garci (El abuelo, 1998) y Pedro Almodóvar (Todo sobre mi madre, 1999), o, finalmente, la fiebre de debuts y óperas primas del cine nacional de los noventa y los primeros años del nuevo siglo (su último papel corresponde a Mia Sarah, dirigida en 2005 por Gustavo Ron).
De su dilatada labor como director de cine, iniciada a medias con Luis María Delgado (F. Gómez se ocupaba de los actores y Delgado de las cuestiones técnicas) en la sorprendente Manicomio (1953), cinta que sigue la moda europea de las películas de episodios con la adaptación de varios relatos de autores extranjeros en una atmósfera cercana a la narrativa de Edgar Allan Poe, con ambientación a lo Caligari, y concluida con Lázaro de Tormes (2001), terminada por José Luis García Sánchez debido a la enfermedad de Fernán Gómez en pleno rodaje (de lo cual se resintió sin duda el acabado final del film), falta no obstante un estudio serio y exhaustivo, un análisis pormenorizado de los veintiséis títulos que componen una filmografía a priori excesivamente dispersa e irregular, de una aparente desigualdad en temas, tonos y formas que puede inducir erróneamente a pensar que se trata de un cine impersonal, alimenticio, confeccionado a golpe de capricho del momento, como tanto otro cine español. Sin embargo, además de lo obvio, el interés de Fernán Gómez por la literatura en general y por el teatro en particular –entre otras adaptaciones, La venganza de Don Mendo (1961), Ninette y un señor de Murcia (1965) o la mencionada del Lazarillo, que no es tanto una versión del anónimo literario como del monólogo teatral creado desde él por Rafael Álvarez “el Brujo”-, la trayectoria de Fernán Gómez tras la cámara revela rasgos de una coherencia estilística (no siempre para bien: ahí está el habitual descuido en la calidad de la música de buena parte de sus películas) y narrativa que permiten identificar su obra como un conjunto que constantemente combina una serie de preocupaciones, obsesiones y perspectivas muy particulares que posibilitan incluir a Fernán Gómez en el difícil, controvertido y contradictorio debate de la autoría cinematográfica.
La finalidad de este texto es proponer tres vías de acercamiento, tres líneas temáticas claramente interrelacionadas para una interpretación general del cine de Fernando Fernán Gómez: el mundo visto a través del hecho anecdótico; la lucha por la supervivencia, vital y moral, en un entorno económico y social adverso y asfixiante; y, por último, derivado directamente de lo anterior, el crimen, la violencia, la infracción, lo ilícito –legal y moral–, como ingrediente. Continuar leyendo «Diez años sin Fernando Fernán Gómez»
Mis escenas favoritas: Las verdes praderas (José Luis Garci, 1979)
Antes de convertirse en personaje caricaturizable y caricaturesco (ahí están sus últimas películas, o sus colaboraciones con los medios de la derechona más rancia de este país), José Luis Garci demostró sobradamente su condición de cineasta de empaque, así como en sus libros, y en los guiones de su primera época sobre todo, ha probado su capacidad como gran escritor. Como ejemplo, este momento de Las verdes praderas en el que, ya en 1979, avanzaba el discurso de derrota, frustración e insatisfacción existencial producto del modelo de vida capitalista en que nos desenvolvemos. Espléndido Alfredo Landa, por cierto.