Una de las más fulgurantes irrupciones en pantalla que ha dado el cine, Gene Tierney retornando de la muerte en esta maravillosa pesadilla del cine negro dirigida por Otto Preminger.
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Música para una banda sonora vital: El apartamento (The Apartment, Billy Wilder, 1960)
Entre las múltiples virtudes de esta obra maestra de Billy Wilder se encuentra su partitura, compuesta por Adolph Deutsch, cuya suite es todo un clásico de la comedia «romántica».
Resaca bajo control: La noche de los maridos (The bachelor party, Delbert Mann, 1957)
Antes de que las despedidas de soltero se convirtieran para el cine en objeto de comedia bufa y humor de trazo grueso para adolescentes tardíos, el equipo formado por el director Delbert Mann y el guionista Paddy Chayefsky, esta vez con producción de Burt Lancaster (y su compañía Hill-Hecht-Lancaster), intentó reverdecer los viejos laureles del éxito de Marty (1955) con este drama de bajo presupuesto y puesta en escena teatral en torno a la crisis existencial, cada uno por sus propias razones, que viven cinco amigos reunidos con motivo de la próxima boda de uno de ellos. Aunque invocar la amistad tal vez sea demasiado: cuatro de ellos son más bien compañeros de trabajo (contables en una gran compañía), solo uno conoce a la novia (a la que ha visto en una sola ocasión y con la que ha cambiado apenas unas pocas frases diplomáticas), y ninguno va a asistir a la ceremonia. Sin duda, el punto débil estructural de una historia que, no obstante, acierta a la hora de utilizar estos cinco retratos masculinos y sus relaciones con las mujeres para presentar, desarrollado en diferentes estratos complementarios, un retrato poliédrico del efecto negativo que las expectativas frustradas, el desencanto y la frustración vital pueden tener en las relaciones de pareja.
Charlie (Don Murray) vive atrapado en una vida que no es más que una acumulación de días sin sentido: muchas horas de trabajo, vuelta a casa, cena con su abnegada esposa (Patricia Smith) y clases nocturnas para adquirir títulos y destrezas que le permitan ascender en un empleo del que se siente prisionero; para colmo, su esposa le comunica que está esperando un hijo y su mundo en estado estacionario de «a verlas venir» se viene súbitamente abajo porque ante él se abre un panorama de madurez, envejecimiento y responsabilidades. Sus amigos no lo tienen mucho mejor: Eddie (Jack Warden), mujeriego y juerguista, que a todas horas presume de planes con amigas variadas, es en realidad un infeliz que lucha infructuosamente contra el terror que le infunde la soledad; Walter (E. G. Marshall) vive un matrimonio tradicional, largo, aburrido, rutinario, y además tiene problemas de salud que se auguran graves; Kenneth (Larry Blyden), bajo la aparente felicidad de un hombre que vive en armonía con su esposa y sus hijos, ha renunciado al ocio y la diversión, apenas sale de casa para algo que no sea trabajar o compartir planes con su familia, ha olvidado lo que es hacer cosas por su propio gusto; por último, Arnold (Philip Abbott), carente de experiencia, temeroso de las chicas, del sexo, que vive cómodo en el hogar de sus padres, se asoma al abismo del desencanto al haberse comprometido con una muchacha a la que no sabe si quiere, simplemente porque «toca», porque es lo que corresponde hacer a un hombre de 32 años que debe formar su propia familia…
La deuda teatral del guion de Paddy Chayefsky es innegable en esta breve pero enjundiosa película (apenas hora y media) en la que, en lo que empieza siendo una fiesta con pretensiones de orgiástica y depravada pero acaba como la constatación de la derrota de las ilusiones vitales de cinco hombres arruinados (por más que el final del protagonista, en tiempos del Código Hays, obligara a introducir un discurso optimista y un final positivo), constituye un recorrido por distintas fases de las relaciones de pareja examinadas desde una perspectiva estrictamente masculina, a excepción de la charla que mantienen la mujer y la hermana de Charlie, la cual confiesa abiertamente las infidelidades de su marido y la larga vida de penurias y resignados silencios de aceptación que esconde su aparente vida feliz. En el resto del metraje, las visiones tópicas sobre la masculinidad (rituales de hombría como los retos de demostración de fuerza física, el aguante en el consumo de alcohol o el sexo con cualquier mujer apetecible que se ponga a tiro) se ven puestos de manifiesto para ser uno a uno desmontados y revelados como reminiscencias de la infancia y la adolescencia, producto de una inmadurez en pugna con el inexorable paso del tiempo y el cambio de plano en una vida que obliga a ser adulto. Desorientados, decepcionados, frustrados por no haber alcanzado ni sus sueños personales ni la imagen que supuestamente todos los hombres anhelan representar, fingen mantener un simulacro de juerga libertina que termina por sumirles en el desasosiego y el aburrimiento. Continuar leyendo «Resaca bajo control: La noche de los maridos (The bachelor party, Delbert Mann, 1957)»
La vida misma
Y John Ford dijo adiós: Siete mujeres (1966)
El gran John Ford dio por finiquitada su carrera con una película que algunos juzgan pequeña. Y puede serlo, en cuanto a formato y puesta en escena. Pero no, desde luego, en trasfondo, en interpretaciones ni en lecturas. Por supuesto, aquellos que, equivocada y superficialmente, consideran a Ford un cineasta ultraconservador que raya con el fascismo, no tienen en cuenta su dos últimas películas, El gran combate / Otoño cheyenne (Cheyenne autumn, 1964) y esta que nos ocupa, Siete mujeres, que supone un cierre de cuentas y a la vez un compendio de lo mejor del cineasta americano más irlandés, o vivecersa.
La película huye deliberadamente de la contextualización histórica y geográfica de la trama. Se contenta con ubicarla en una zona indefinida del norte de China, cerca de la frontera mongola, y en el año de 1935. Poniendo en valor convenientemente estos datos, nos encontramos en un periodo muy convulso: los japoneses han creado un estado satélite en Manchuria y amenazan la costa china (la guerra estallará finalmente en 1937), y en la propia China, la débil república surgida desde la abdicación de Pu-Yi, el último emperador (como nos recordó profusamente Bertolucci), tiene que vérselas tanto con el incipiente movimiento comunista como con el exacerbado nacionalismo militarista, mientras que las montañas y estepas del norte chino, más allá de la Gran Muralla, quedan en manos de señores de la guerra, bandas de jinetes que saquean, violan y matan a voluntad, y que gobiernan en sus territorios como caudillos absolutos matándose entre sí cuando surgen rivalidades. Uno de estos líderes es Tunga Khan (Mike Mazurki, uno de los borrachines y esbirros más carácterísticos del western en general y del de Ford en particular, detalle importante como se verá), un tipo tosco, borrachuzo, maleducado y bruto, que amenaza la pacífica existencia de las misiones religiosas que intentan paliar en la zona las escaseces materiales y espirituales de los ciudadanos chinos. La falta de concreción de Ford en el planteamiento de la película, lejos de constituir un ejercicio de dejación o relajación, sirve, imperfectamente quizá, a la creación de una atmósfera opresiva y amenazante: un peligro difuso, impredecible, indefinible, que pende como una espada de Damocles sobre la pacífica trayectoria diaria de un grupo de misioneras laicas norteamericanas en un entorno hostil y, cada vez de forma más evidente, también letal.
En la misión, dirigida por Agatha Andrews (Margaret Leighton, excepcional), se combina el trabajo material con la educación religiosa. En ella convive con algunos criados chinos y con sus colaboradores, Jane (Mildred Dunnock), la señorita Russell (Anna Lee, una de las fijas de Ford a lo largo de su carrera, y amiga personal), Charles Pather (Eddie Albert), el profesor de religión, su esposa Florrie (Betty Field, espléndidamente insoportable), que vive un embarazo tardío y muy peligroso, tanto por ese hecho mismo en sí como por la situación que rodea a la misión, y, sobre todo, con la joven Emma Clark (Sue Lyon, algo alejada, aunque no del todo, de sus carnales exhibiciones para Kubrick), atractiva muchacha por la que en seguida adivinamos que la señorita Andrews siente una inclinación «especial». En esta situación se produce la llegada del médico que largamente han esperado, tantas veces solicitado a los dirigentes de la congregación y tantas veces negado. Sólo que no es un doctor, sino una doctora, D. R. Cartwright (Anne Bancroft, absolutamente grandiosa). Es una mujer moderna e independiente, descreída y mundana, con un carácter fuerte y una sinceridad que chocan demasiado frontalmente con el ambiente tradicional y conservador que se respira en la misión. Eso, por no hablar de que la súbita fascinación que la joven Emma siente por la recién llegada, por su conocimiento del mundo y sus vivencias en las grandes ciudades, despierta inevitablemente los celos de su «protectora», la señorita Andrews.
La película se construye como un western básico, es decir, sobre la contraposición de contrarios, e incluso parcialmente la puesta en escena contribuye a esta identificación. Continuar leyendo «Y John Ford dijo adiós: Siete mujeres (1966)»
Dos de Otto Preminger (I): Río sin retorno
A Otto Preminger le suele costar demasiado perfilar bien sus películas. Su, por otro lado, impresionante filmografía, que atesora media docena de obras maestras y de otras películas imprescindibles (Laura, de 1944 o El hombre del brazo de oro –The man with the golden arm-de 1955, o Anatomía de un asesinato –Anatomy of a murder-, de 1959, por citar solo tres), está repleta de producciones imperfectas, de películas mal rematadas, fallidas. Su incuestionable oficio, su reconocible solvencia, su contrastada solidez como narrador se ven comprometidos no pocas veces por una recurrente entrega a lo excesivo, a recrearse erróneamente en instantes demasiado explotados o excesivamente banales, mientras que en otras ocasiones, situaciones y momentos que requerirían o agradecerían mayor atención y desarrollo quedan aparcados incomprensiblemente -daremos una conveniente muestra de ambas cosas en un próximo artículo-. Río sin retorno (River of no return, 1954) es un ejemplo de tibieza más que de exceso, en el que Preminger mezcla el musical con el western y el cine de aventuras en una historia tratada con superficialidad que quizá hubiera podido dar mucho más de sí.
La presencia de Marilyn Monroe como Kay Weston, una cantante que trabaja en un campamento del Oeste repleto de pioneros, mineros, tramperos, cazadores, pistoleros, jugadores y demás geografía humana propia del western, condiciona en buena parte el tono y la forma de la película, especialmente en los interludios musicales, en los que la Monroe luce cualidades vocales (al menos a ella no la doblaban cuando cantaba, a diferencia de otras grandes sex-symbols como Rita Hayworth, por ejemplo) y una ajustada anatomía con amplios escotes y piernas embutidas en medias de rejilla, pero también en las escenas de acción, que han legado a la posteridad las célebres secuencias de Marilyn embutida en unos apretados vaqueros empapados, todo un hito en la época que hizo mucho por extender entre la población femenina el uso de esa prenda hasta entonces considerada casi en exclusiva como ropa de trabajo o de población carcelaria. Al poblado llega Matt Calder (Robert Mitchum), un granjero que busca a su hijo Mark (Tommy Rettig), tenido ilegítimamente con una mujer que acaba de morir, y del cual va a hacerse cargo. Por otro lado está Harry Weston (Rory Calhoun), un jugador que acaba de ganar una mina de oro en una partida de cartas, se supone que con trampas, y que quiere salir corriendo a la ciudad más cercana para inscribir la propiedad y empezar a explotar un futuro que augura próspero, incluso dejando tras de sí a Kay, a la que no parece querer demasiado a pesar del amor ciego que ella le profesa. La amenaza de los indios, que atacan la granja de Matt, obliga al terceto a perseguir a Harry no a caballo y campo a través, sino en un accidentado y peligroso viaje en balsa siguiendo el curso del río, un tránsito lleno de incertidumbres y de riesgos, los propios de las aguas embravecidas de un río de montaña de las Rocosas y de los indios sedientos de sangre que intentan acabar con ellos.
La película se deja ver con agrado, constituye un entretenimiento apreciable, sin cautivar pero tampoco sin rechinar. Su indefinición temática y narrativa le impide ir más allá: Continuar leyendo «Dos de Otto Preminger (I): Río sin retorno»
Música para una banda sonora vital – Laura
David Raksin compuso para Laura (Otto Preminger, 1944) una de las más inolvidables partituras del cine negro. Se ajusta como un guante a este melodrama criminal de bajas pasiones magníficamente fotografiado por Joseph LaShelle (Oscar por su trabajo) y protagonizado por una Gene Tierney que enamora a todo el mundo, acompañada del genial Clifton Webb y el pasmado de Dana Andrews como detective MacPherson, trío complementado con secundarios de lujo como Vincent Price o Judith Anderson.
Una pieza evocadora, espectral, pesadillesca, neurótica, que nos introduce adecuadamente en el torbellino emocional de una película imprescindible.