Un maestro del cine mudo: Erich von Stroheim

Biografia de Erich von Stroheim

Siempre es buen momento para recordar a una de las máximas figuras del cine mudo, un cine que además de carecer de sonido y, por tanto, de diálogos y banda sonora de música, ruidos, efectos, etc., desarrolló un extraordinario, por riquísimo, sentido del lenguaje visual que hoy prácticamente ninguna película consigue siguiera esbozar mínimamente.

Los sucesivos aniversarios de la desaparición de Erich von Stroheim, a diferencia de los de otros cineastas, han ido pasando completamente desapercibidos. El autor de obras maestras como Avaricia o Esposas frívolas, y que participó como actor en clásicos como La gran ilusión o El crepúsculo de los dioses, nació en Viena el 22 de septiembre de 1885, en el seno de una acomodada familia de comerciantes judíos. Tras estudiar en la Academia Militar de Viena, en 1909 desertó y escapó a los Estados Unidos por causa de un oscuro asunto referido a unas deudas impagadas. Durante cinco años trabajó en los más variopintos empleos hasta que en 1914 llegó a Hollywood para trabajar de figurante, especialista y actor. Sus supuestos conocimientos militares le convirtieron en asesor y ayudante de dirección de películas bélicas, encarnando durante la I Guerra Mundial a malvados oficiales prusianos que debían simbolizar el espíritu del enemigo que soliviantara al público, especialmente el opuesto a la intervención norteamericana en el conflicto, incluso como protagonista de una campaña de publicidad de guerra con su imagen y con la frase “este es el hombre al que le gustaría odiar”. Gracias a esta campaña alcanzó altas cotas de popularidad, si bien ligadas a una imagen que su posterior carácter díscolo en su trabajo para los grandes estudios le granjearía una fama bastante oscura.

Decidió ser director de cine después de trabajar como actor y ayudante con David W. Griffith en El nacimiento de una nación (1915) e Intolerancia (1916). Convenció al productor Carl Laemmle, creador de los estudios Universal, para que le dejara escribir, producir y protagonizar Corazón olvidado, donde se centra ya en su interés por el naturalismo y los personajes psicológicamente problemáticos. En 1920 dirigió La ganzúa del diablo, primera película no protagonizada por él mismo. Tras este éxito inicial, en 1922 comienza ya su declive. Tras acabar Esposas frívolas, una larguísima (casi cuatro horas) historia de sexo ambientada en Montecarlo, pensada para ser exhibida en dos partes, el director de producción Irving Thalberg le obligó a cortarla por la mitad y durante el rodaje de Los amores de un príncipe fue despedido por su falta de cintura al admitir las sugerencias de los productores. Así, Von Stroheim se convirtió en el primer director despedido de la historia. A pesar de ello, consiguió trabajo para la Goldwyn, que le produjo la magistral Avaricia en 1923. Durante el largo rodaje del film, que duró más de nueve meses a los que siguieron seis más de montaje, la Goldwyn se unió con la Metro Corporation para constituir la Metro Goldwyn Mayer, lo que volvió a poner a Stroheim a las órdenes de Irving Thalberg, su bestia negra anterior. El enfrentamiento no tardó en producirse, y Avaricia quedó reducida de las nueve horas originales montadas por el director (a partir de las noventa y seis horas de material filmado) a solo dos horas, y la destrozó. Erich von Stroheim siempre se negó a ver la obra mutilada.

En compensación por esto Thalberg le dio amplio presupuesto para rodar La viuda alegre, versión muda de la famosa, por entonces, opereta de Victor Leon y Leon Stein, que se convirtió en un gran éxito de público y que hizo ganar mucho dinero al estudio, siendo uno de sus pocos trabajos que no fue manipulado por sus productores. Fue contratado por la Paramount y realizó La marcha nupcial, pero su larga duración hizo que los problemas se repitieran. El estudio la dividió en dos partes para su exhibición, con el rechazo de Stroheim que no aceptó el título de la segunda parte, Luna de miel. La actriz Gloria Swanson convenció a su amante, el banquero (y político, y mafioso) Joseph P. Kennedy, fundador de RKO y padre de John Fitzgerald y Edward Kennedy, para que financiara La reina Kelly, un proyecto del controvertido director con ella de protagonista, donde una vez más la acción transcurre en un inventado país centroeuropeo en medio de una decadente aristocracia. Durante el rodaje se deterioraron las relaciones entre director y estrella, la censura presionó para que se cambiara el final, situado en un prostíbulo africano, y la llegada del sonido significó el deseo del estudio de cambiar muchas cosas en el resultado final. Hastiado y casi arruinado en sus proyectos cinematográficos por el largo proceso de rodaje, Joseph P. Kennedy se volcó en la política y la película quedó inacabada. En 1931 Gloria Swanson estrenó una versión sonorizada de la parte grabada, y en 1985 se distribuyó una versión en la que aparecían algunas fotografías y nuevos rótulos. La actividad como director de Stroheim finalizó con ¡Hola hermanita!, filmada en 1933, su única producción sonora, con la que volvió a tener problemas con las productoras y que acabó en el olvido de las latas almacenadas en los anaqueles del estudio.

Durante la primera mitad de los años treinta volvió a trabajar como actor, guionista y asesor en irregulares filmes. En 1937 Jean Renoir le ofreció encarnar al comandante Rauffenstein en La gran ilusión. Esto le llevó a Francia, donde intervino en más de una docena de películas. La II Guerra Mundial le llevó de vuelta a los Estados Unidos, y allí participó en nuevas películas, entre las que destacan Cinco tumbas a El Cairo de Billy Wilder (en parte un antecedente directo del Indiana Jones de Steven Spielberg), donde interpreta al mariscal Rommel, y el drama sentimental y criminal de Anthony Mann El Gran Flamarion (1945). Tras esta película, regresó a Francia, donde le ofrecieron papeles menores pero un mejor trato adecuado a su condición de estrella. En 1950, Billy Wilder le llamó para que co-protagonizara El crepúsculo de los dioses, donde interpreta a Max von Mayerling, ex-director, chófer y mayordomo de la antigua estrella del cine mudo, Norma Desmond, interpretada por su antigua colaboradora y amante, Gloria Swanson.

Murió el 12 de mayo de 1957 en la localidad francesa de Maurepas, olvidado, hasta prácticamente hoy, por el gran cine que ayudó a construir y que, como dice Norma Desmond en la cinta de Wilder, ha encogido notablemente ante la ausencia de figuras de su talla.

Para finalizar, y como propia, un breve texto que le dediqué a él y al otro «von», Sternberg, dentro de mi ensayo  Hermosas mentiras (Limbo Errante, 2018): La influencia de Josef von Sternberg y Erich von Stroheim, ambos vieneses, ambos falsos aristócratas, marcó la percepción de lo germano por parte de los norteamericanos y, a través de su cine, por el resto del mundo. En el caso de Sternberg, su imagen exterior (nada que ver con su vida privada) venía marcada por la elegancia y el dandismo decimonónicos, anclados en un pasado de prosperidad burguesa, buen gusto y refinada educación producto de la holgura económica, y con tendencia al conservadurismo (poco que ver, también, con su cine). Stroheim, por su parte, se fabricó una imagen a la medida de los personajes que lo hicieron famoso en la pantalla. Uniendo los imaginarios prusiano y austro-húngaro, el hijo de un modesto sombrerero transmutó en aristócrata de intachable marcialidad, carácter fuerte, modales bruscos y convicciones pétreas, adornado con botas, bastón, monóculo y uniforme militar. Esta mezcla de percepciones triunfó en el cine a ambos lados de la pantalla: si el director William Dieterle gustaba de acudir a los platós adornado con unos impolutos guantes blancos, el actor hamburgués Siegfried Albon Rumann, Sig Ruman, dio carta de naturaleza al estereotipo de lo germánico con su caracterización de villanos atildados y un poco ridículos, combinando en su filmografía papeles de siniestros jerarcas nazis con los patéticos hombres de negocios acosados y burlados por los hermanos Marx.

 

Vidas de película – Sam Jaffe

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Sam Jaffe forma parte de la abultada nómina de personalidades del Hollywood clásico que vieron truncada su vida y su carrera a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta por obra y gracia de la llamada «caza de brujas» instaurada en los Estados Unidos por el senador Joseph McCarthy y sus acólitos. Nacido en 1891 en Nueva York, en el seno de una familia judía (su nombre auténtico era Sam Shalom Jaffe), estudió ciencias y trabajó como profesor de matemáticas hasta que le picó el gusanillo de la interpretación. Su físico característico le abrió las puertas al film noir y al cine de aventuras y a la encarnación de personajes exóticos y ambiguos.

Trabajó para Joseph von Sternberg en Capricho imperial (The scarlett Empress, 1934), como el zar Pedro I el Grande (nada menos que Marlene Dietrich encarnaba a la famosa Catalina la ídem…), y a las órdenes de Frank Capra interpretando al Gran Lama en Horizontes perdidos (Lost horizon, 1932) antes de protagonizar Gunga Din (George Stevens, 1939), en la que daba vida al célebre aguador hindú que ansía convertirse en corneta del ejército británico. Antes de su defenestración, otro papel importante, y muy comprometido contra la discriminación racial de los judíos, fue para Elia Kazan en la oscarizada La barrera invisible (Gentleman’s agreement, 1947).

Justo antes de su caída en desgracia llegó su personaje más memorable, el atracador de La jungla de asfalto (The asphalt jungle, John Huston, 1950) que organiza meticulosamente el robo, papel por el que obtuvo una nominación al Óscar y ganó la copa Volpi en el Festival de Venecia. Al año siguiente todavía participaría en el clásico de la ciencia ficción Ultimátum a la Tierra (The day the Earth stood still, Robert Wise, 1951).

Desterrado de Hollywood, y tras algunas películas fuera de los Estados Unidos -la más significativa es Los espías (Les espions, Henri George Clouzot, 1957), junto a Curd Jürgens y Peter Ustinov-, regresó al cine americano una vez disipados los temores al maccarthysmo, y de nuevo en entornos exóticos, con la infumable El bárbaro y la geisha (The barbarian and the geisha, 1958), protagonizada por John Wayne (y de hecho una de las peores películas de John Huston), y culminó por todo lo alto la etapa más relevante de su carrera  formando parte del reparto de la superproducción Ben-Hur (William Wyler, 1959). En la década de los sesenta, no obstante, sus apariciones en cine decayeron notablemente, y se centró en el teatro y la televisión.

Falleció en 1984, a los 93 años.

Canto al amor trágico: Éxtasis (1933)

El visionado de Éxtasis (Ekstase, Gustav Machatý, 1933) proporciona muchas más retribuciones que la mera satisfacción de la curiosidad. Este melodrama erótico (para la época) con tintes trágicos coproducido por Austria y Checoslovaquia permite no solo contemplar en (casi) todo su esplendor a una joven Hedy Lamarr (llamada aquí todavía Hedy Kiesler), para algunos la actriz más bella que ha paseado jamás por la pantalla, sino que también ofrece a la vista un mundo desaparecido, una forma de vida que nunca más volvió a existir, truncada en los años siguientes por los avatares de la política, de la guerra y de una falsa moral. La sencilla y trivial historia de amor que viven sus protagonistas cobra hoy una nueva dimensión cinematográfica y humana que trasciende mucho más allá de los noventa minutos de su metraje.

La película solo es parcialmente sonora. La técnica del sonido se va extendiendo paulatinamente desde Estados Unidos hacia Europa y el resto del mundo en oleadas, y a Austria y Checoslovaquia llega tras su utilización en las primeras películas alemanas con sonido (la primera de todas El ángel azul, Der blaue Engel, Joseph von Sternberg, 1930). Por ello, tanto la construcción narrativa como el empleo de la música, la puesta en escena y el lenguaje visual utilizados por Gustav Machatý son puramente deudores del cine mudo, siendo apenas tres las escenas que poseen sonido y diálogos entre los personajes (pronunciados en alemán), con toda seguridad añadidas o modificadas a posteriori una vez concluido el rodaje y el montaje del filme. Ello permite a la película alcanzar un alto grado de perfección, riqueza y sutileza al presentar personajes y situaciones sin necesidad de palabras, pero también carencias en secuencias y momentos que, en equilibrio con las escenas dialogadas, precisarían de la expresión verbal de sentimientos e ideas. De ello se resienten igualmente las interpretaciones, que mutan en su modo de obrar y proceder en función de la posibilidad o no de expresarse con palabras, con la consabida exageración de gestos y muecas propia del cine mudo en algunos casos pero sin perder en general la sobriedad correspondiente al tono poético-trágico que impregna la cinta. No obstante, la película en ningún momento resulta confusa, y siempre son claras las motivaciones del comportamiento de los personajes y la relación causa-efecto de lo que les acontece, así como la presentación y resolución de situaciones.

La película se abre con la sutil y delicada secuencia de unos novios que llegan a su casa tras la ceremonia matrimonial. En una presentación magnífica, Machatý nos pone rápidamente en situación: ella es muy joven, él muy mayor; ella es vitalista, alegre, despreocupada; él, una vez casado, se revela serio, disciplinado, severo, un tanto aburrido y rutinario. En el deambular de ambos personajes por la casa en los primeros momentos de su vida marital, Machatý caracteriza a la perfección a ambos personajes y apunta la raíz de la diferencia de caracteres que va a desencadenar el drama. La imagen de ella revoloteando por la casa vestida todavía de novia, comprobando el desorden y la suciedad de algunas dependencias mientras empieza a colocar cosas en su sitio contrasta con la metódica y estricta ordenación y colocación por parte de su esposo de sus pertenencias sobre la mesilla de noche, perfectamente alineadas, cada una en su espacio propio, jerarquizado, inamovible. De inmediato comprendemos que Eva (Hedy Lamarr) ha cometido un error, y que, quizá por un deseo irresistible de abandonar la tutela de un padre severo y vigilante celoso de su belleza, ha aprovechado la primera oportunidad que ha tenido para marcharse de casa. Sin embargo, parece haber elegido al hombre equivocado; son demasiadas sus diferencias: de edad, de temperamento, de gusto por la vida, de interés por el sexo, de prioridades… Todo eso lo comprendemos en apenas cinco minutos, y también lo que va a venir a continuación.

Eva huye de casa de su esposo y vuelve con su padre (magnífica la secuencia en la que el marido, reflejado en multitud de espejos su rostro roto por el dolor, la frustración y la ira, descubre que su joven esposa le ha abandonado; los restos de su ausencia, los huecos de su marcha) a la casona del campo en la que cría sus caballos. En este punto, Machatý utiliza la puesta en escena para sugerir simbólicamente la evolución interior del personaje de Eva. La noche tormentosa que vapulea la casa (luces y sombras al estilo gótico, ventanas y puertas que se abren de golpe, la oscuridad de la escalera y de los rincones del salón, la música de piano, grandes cortinajes llevados por el viento…) viene sucedida por una mañana luminosa en la que los caballos trotan por el campo y se buscan para encontrarse y aparearse. Así, Eva, que ha salido a montar, se baña desnuda en el río mientras su montura, con su ropa, sale en busca de compañía con la que fabricar potros… Eva corre desnuda en pos de su caballo, y así la encuentra un joven apuesto y urbanita, empleado en unas obras de ingeniería cercanas, por el que inmediatamente se siente atraída. La cosa es mutua, y no tarda en surgir el romance, que más que amor, es puro goce sexual. Paralelamente, el marido de Eva maniobra para intentar llevarla a casa de vuelta y con tal motivo se encuentra en las proximidades. La coincidencia del esposo y del amante de Eva en el mismo coche camino de la ciudad desencadenará una tragedia de la que Eva jamás se recuperará. Continuar leyendo «Canto al amor trágico: Éxtasis (1933)»