Mis escenas favoritas – El maestro de esgrima (Pedro Olea, 1992)

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Con todas sus imperfecciones, esta película de Pedro Olea sigue siendo la más solvente traslación a la pantalla de la literatura de Arturo Pérez-Reverte, poco afortunada por lo general en sus viajes al cine. Este fragmento en particular muestra además cierto carácter premonitorio, y revela el hecho de que tal vez las movilizaciones ciudadanas de la Puerta del Sol, con todo lo que han traído después, provengan de algo más allá de donde pensábamos. Concretamente de La Gloriosa.

Mis escenas favoritas – Dos de Garci…

Para Francisco Machuca, escritor, cineasta, sabio, cronista…, por el placer de conversar, de charlar de cine, de libros, de la vida en torno a unos platos y unos vasos. Cualquiera de estas dos películas, cualquier filme de Garci, es puro Machuca.

Sesión continua (1984): Adolfo Marsillach y Jesús Puente dan vida a los personajes que Alfredo Landa y José Sacristán no quisieron interpretar por una extraña y un tanto ridícula lucha de egos (ninguno quiso ceder al otro el primer lugar en los créditos iniciales, y al final ambos se quedaron sin película). Como ya ha explicado José Luis Garci después, ambos se lamentaron con posterioridad de semejante metedura de pata por una tonta cuestión de orgullo.

Tiovivo c. 1950 (2004) es una obra maestra. El tiempo la colocará a la altura de otras grandes, grandísimas películas españolas que se cuentan entre lo mejor del cine europeo de todos los tiempos. Un fresco de la posguerra española sin maniqueísmos, sin discursos, sin toma de postura ideológica. Una película de reconciliación, sobre el perdón y la no conveniencia del olvido, pero también de la necesidad de seguir adelante, de construir el futuro, de seguir en pie. «Antes sí que era antes»…

Intriga política de capa y espada: El maestro de esgrima

El maestro de esgrima

Una amiga muy querida tuvo a bien, como dice Adela de Otero (Assumpta Serna) en un momento de la película, hacerme «el mejor requiebro que he me han hecho nunca»: según esta amiga, mientras veía por vez primera la adaptación a la pantalla por parte de Pedro Olea de la que, a juicio de un servidor, es la mejor novela de Arturo Pérez-Reverte, dando como resultado, según este mismo servidor, la mejor película de entre las basadas en un libro suyo (y no, no me estoy olvidando de Alatriste), esta amiga, digo, que si no recuerdo mal no había leído el libro, no podía evitar ver llamativas y sorprendentes similitudes entre el protagonista, Jaime de Astarloa (Omero Antonutti), y mi propia persona humana masculina singular. Y no es que a uno le agrade especialmente que lo asimilen a un antiguo galán italiano setentón que hace películas en España de vez en cuando (aunque compartamos el mismo volumen de flequillo), sino que la cosa se ve desde otra perspectiva si pensamos en la caracterización del personaje.

Madrid, 1868. La política anda convulsa, pues se dice que el general Prim, catalán de Reus, astuto político y temerario, valiente y competente militar, héroe de una de las campañas africanas del decadente imperialismo español y exiliado en Londres por sus ideas excesivamente «democráticas», está conspirando para regresar a España y ponerse al frente de un movimiento revolucionario que aparte del trono a la pizpireta y casquivana Isabel II. Eso, si es que no ha vuelto ya y se encuentra de incógnito convenciendo a los indecisos o sobornando a quien se deje con tal de abrirse camino hacia el gobierno… El que sería líder de la llamada Gloriosa, posteriormente presidente del Consejo de Ministros y, por último, uno de los más ilustres de entre los célebres políticos asesinados en el siglo XIX español, es el detonante en la sombra de una intriga que amenaza la paz de Jaime de Astarloa, el mejor maestro de esgrima de la Villa y Corte. A Astarloa, incapaz de imaginar siquiera que los entresijos de la vida pública del país puedan afectar en lo más mínimo a su rutinaria y compartimentada vida, esos juegos políticos no le interesan más allá del entretenimiento que le proporciona la tertulia de la tarde con sus escasos amigos, Carreño, Romero o Agapito Cárceles (Miguel Rellán), apasionado, radical y fanático intrigante. Astarloa vive de ensoñaciones y de recuerdos, de memorias de un tiempo en el que las palabras tenían peso, valor, y la mayor razón para desenvainar la espada era un lance de honor, una traición de amor o amistad, la ruptura de la palabra dada o la insolencia o descortesía con una dama. Permanece ajeno a la velocidad de un mundo de ferrocarril y pólvora, de capitalismo y distancias cada vez más cortas, en el que poco empiezan a importar los antiguos valores de la nobleza, de la aristocracia desmoronada reconvertida en banca regida por tipos de interés, de políticas que son pretextos para que unos pocos puedan turnarse en el ejercicio arbitrario y partidista del poder, y de religiones que se venden al mejor postor para no perder su cuota del suyo. Astarloa vive en tiempo pasado, empecinado en seguir enseñando esgrima en un mundo que tira de pistola, de fusil, de cañón, convencido (con razón) de que éstas son armas más rápidas, efectivas, devastadoras, pero innobles, tramposas, que vuelven al hombre un cobarde, ruin y mezquino, que puede matar a distancia o por la espalda sin pasar por el obligatorio trance, para el honor y la dignidad, de mirar a los ojos a aquel al que se está matando, sintiendo su aliento, su calor corporal, o viendo el pánico, el dolor o la súplica implícitos en su expresión. Así, mientras recuerda sus días de aprendiz en París y evoca un amor pasado cuya desgraciada conclusión le obligó a volver a Madrid, pasa sus días entre sus clases impartidas a los pocos románticos que todavía practican la esgrima o la imponen como disciplina formativa a sus nietos, sus encuentros con amigos en el café, y la redacción de un tratado de esgrima cuyo colofón ha de ser la estocada maestra, aquélla imposible de prever y de parar, la estocada infalible, definitiva, siempre victoriosa, y en cuya búsqueda lleva meditando toda su vida, intentando continuar una labor que su maestro jamás pudo culminar. Sin embargo, dos hechos van a ir tejiendo levemente una tela de araña alrededor de esta vida de nostalgias: por un lado, Luis de Ayala (Joaquim de Almeida), un marqués, alumno de Astarloa, pendenciero y mujeriego, que anda metido en política, le pide que custodie unas cartas de suma importancia que sólo puede confiarle a al único hombre honorable que conoce, y por otro, y sobre todo, la irrupción de Adela de Otero, joven atractiva de oscuro pasado y enigmática belleza que, consumada esgrimista, convence al maestro para que le enseñe la famosa estocada de doscientos escudos para cuyo aprendizaje alumnos de toda Europa llegaban antaño a Madrid para ser recibidos por Astarloa.
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