Música para una banda sonora vital: Réquiem por un sueño (Requiem for a Dream, Darren Aronofsky, 2000)

Clint Mansell compone la impresionante música de esta irregular, aparatosa, efectista y pirotécnica película del antaño prometedor Darren Aronofsky y que, aunque los comentaristas suelen hacer bastante (demasiado) hincapié en su supuesto retrato triste y deprimente del mundo de la drogadicción, en realidad trata de la evasión como narcótico y del ansia de notoriedad y de éxito. Los jóvenes (Jared Leto, Jennifer Connelly, Marlon Wayans) persiguen este sueño (hoy apellidado más que nunca «neoliberal») mediante la droga y la ensoñación aletargada de irrealizables proyectos futuros; la madre del protagonista (escalofriante Ellen Burstyn), a través de la televisión, mecanismo de ocio alienante, vulgarizador y adocenado. El paralelismo entre los efectos de las drogas y de la televisión culmina en su identificación con el espejismo vital que componen esas ansias de ascenso y reconocimiento que manifiestan auténticos don nadies que jamás pasarán de ser rostros anónimos en la calle del extrarradio cochambroso de una gran ciudad.

La composición de Mansell subraya esta atmósfera desquiciada y lisérgica, perturbadora y alucinante, que envuelve a los personajes hasta hacerles perder pie con la realidad, o hundirse irremisiblemente en ella.

Música para una banda sonora vital: Dinero para quemar (Dead Presidents, Albert y Allen Hughes, 1995)

Danny Elfman compone la vibrante partitura de esta película, la segunda de los hermanos Hughes, acerca de los problemas de la comunidad negra estadounidense en el salto de década de los sesenta a los setenta, durante la guerra de Vietnam y en plena eclosión del consumo y tráfico de drogas y la violencia callejera asociada a las convulsiones políticas y sociales.

Una concesión al blockbuster: Dos buenos tipos (The Nice Guys, Shane Black, 2016)

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Las historias de detectives ubicadas en la soleada California, en Los Ángeles, en el entorno de Hollywood, en las que los sabuesos se mezclan con la delincuencia de poca monta, el crimen organizado y los descartes humanos del gran negocio de las películas, viejas glorias de la pantalla, jóvenes aspirantes a todo, directores en horas bajas y productores sin escrúpulos, en enrevesadas y violentas tramas sembradas de despojos y cadáveres cuyas ramificaciones terminan por afectar a las mansiones de los ricos y los despachos de los poderosos, casi constituyen un subgénero propio, tanto en la literatura como en el cine. Shane Black retorna a sus orígenes como guionista de la saga Arma letal y recupera el registro de su debut tras la cámara, Kiss Kiss Bang Bang (2005), para construir una «película de colegas», una buddy movie detectivesca ambientada en los setenta y repleta de acción y humor, en la que la desaparición de una joven y la muerte de una conocida actriz de cine porno acaban entretejiéndose en una compleja trama criminal que implica a la fiscalía, a los políticos y a la industria del automóvil de Detroit.

Puro cine comercial, sí, pero sin perder la gracia y con una encomiable labor subterránea de creación de personajes, de conformación de una dimensión personal bajo la aparente caricatura del bruto gracioso y más bien patético. Ellos son un Russell Crowe bastante envejecido y entrado en carnes, que interpreta a un matón, especializado en ahuyentar a todo tipo de depravados de la compañía de las jóvenes y virginales hijas de los millonarios de los barrios pudientes, que ejerce sin ninguna clase de licencia, y un sorprendente Ryan Gosling (que gesticula, se mueve y hasta resulta cómico), este sí detective privado en toda regla, cuyo lamentable ejercicio de la profesión solo es comparable a lo hilarante de sus clientes (por ejemplo, la anciana que le encarga la búsqueda de su marido, el cual está depositado, en cenizas, en la urna que hay sobre la chimenea…). En ambos, no obstante, pronto descubrimos zonas oscuras que tampoco resultan especialmente originales: uno se obliga a mantenerse abstemio, al tiempo que intenta pasar página del episodio que le llevó a convertirse en un héroe esporádico; el otro se recupera malamente de la muerte de su esposa, tras la que sobrevino el caos vital y profesional y la necesidad de cuidar a su pequeña hija, que se siente sola y desamparada. Continuar leyendo «Una concesión al blockbuster: Dos buenos tipos (The Nice Guys, Shane Black, 2016)»

La tienda de los horrores: Rápida y mortal

Y nunca mejor dicho. Nos referimos a lo de mortal… Porque lo es, y de necesidad, situarse ante este truñowestern dirigido, más o menos, por Sam Raimi. Ya advertimos en su día que Raimi, consagrado por la serie B gracias a sus «comedias» de terror Posesión infernal y El ejército de las tinieblas, entre otras, y perdido en la nada de la saga Spiderman, aparecería tarde o temprano en esta sección por méritos propios, y lo hace por la puerta grande. Y, una vez más, aunque falte su partenaire habitual, de la mano de Russell Crowe, quien se convirtiera en rostro reconocible en el cine americano en aquel 1995, el año de su desembarco, gracias a su participación en esta cosa junto a un impresionante reparto -de nombres- para una historia que bien valdría la tortura del guionista responsable, un tal Simon Moore cuya manicura y depilación, si hubiera justicia, sería encargada a una muchedumbre de tiburones blancos.

En fin. Sharon Stone (otra habitual de este peldaño del blog) es Ellen, una atractiva y misteriosa joven vestida de pistolero (uniforme que, tras meticulosa consulta con un buen número de congéneres masculinos, por lo visto pone farruco al personal de ese género) que llega a un pueblo del oeste para inscribirse en la competición definitiva de duelos. Vamos, que los pistoleros más famosos del oeste, ouh yeah, organizan su propio Mundial para zurrarse la badana a plomadas y que, como en Los inmortales, sólo pueda quedar uno. Claro, la chorrada es de espanto, así como la ausencia de míticas figuras históricas o cinematográficas que bien les hubieran dado p’al pelo a toda esta panda de indocumentados. Pero bueno, allí anda la buena de Ellen calentando al personal mientras menea las caderas adornadas con sus revólveres, y entra en contacto con el resto de merluzos que se citan para la ocasión. Entre ellos, Herod (Gene Hackman; sí, Gene Hackman. ¿Que qué narices está haciendo aquí? Pues ni él mismo puede que lo supiera…), el mandamás del lugar, que rige a golpe de pistolón los destinos del pueblo, un niñato pedorro de lo más antipático (Leonardo DiCaprio, especializado por entonces en niñatos pedorros, no como ahora, estupendo recreador de adultos pedorros), y un extraño predicador de la no violencia (Crowe, que ya sabía poner la única cara que sabe poner), que, claro, fornica oportunamente con la guapa.

El caso es que, como en el circo romano, en los toros o en el fútbol, la gente en la ciudad hace corrillo alrededor de los que van a ajustarse las cuentas a tiro limpio por una bolsa de dinero, jalean, vitorean, aplauden y apuestan mientras, por parejas, los matones van clasificándose para la siguiente ronda (sí, si hubiera alguno español seguramente lo matarían en cuartos de final) con el envío de sus rivales a un cajón de pino. Este absurdo y ridículo paraíso del enterrador sirve, en cambio, para que Ellen encuentre el vehículo de una venganza personal que es el verdadero motivo por el que se encuentra allí entre tanto varón sudoroso, guarrindongo, polvoriento y, cuando sale ella, palote. Vamos, que el argumento es una idiotez difícilmente igualable. Continuar leyendo «La tienda de los horrores: Rápida y mortal»

Diálogos de celuloide – Blue in the face

JIMMY: Auggie dice que… dice que… primero de todo, tú, primero de todo te gusta alguien… y… y luego… y luego las besas. Y luego, después de besarlas, aah… haces porquerías. Sí, sí, haces porquerías. Sí. Dice… Y después de eso… aah… luego descubres si aah… si puedes enamorarte de ellas. Y si puedes enamorarte de ellas, te casas con otra.

Blue in the face. Wayne Wang y Paul Auster (1995).