Esa bala loca… Uno de los momentos cumbre de esta obra monumental de Oliver Stone.
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Música para una banda sonora vital – Bailando con lobos (Dancing with wolves, Kevin Costner, 1990)
Se cumplen veinticinco años del estreno de esta superproducción dirigida por el hasta entonces guaperas oficial Kevin Costner. Un proyecto, la pretensión de recuperar a lo grande el western clásico de temática india y con tintes reivindicativos, que chocó con el escepticismo o el abierto rechazo de los principales estudios, máxime cuando el propio actor, con poca o ninguna experiencia anterior en la producción, pretendía dirigirla, protagonizarla y adaptar el guión junto al autor de la novela en la que se inspira, Michael Blake.
Sufragada por la ya desaparecida Orion Pictures, los continuos conflictos en cuanto al plan de rodaje, el elevadísimo presupuesto final y el montaje definitivo, que terminó siendo de alrededor de tres horas con la oposición de Costner, que apostaba por el metraje de más de cuatro horas que algunos canales de televisión programan últimamente, se olvidaron cuando la cinta triunfó en los Óscar y comenzó una carrera comercial más que beneficiosa, aunque no lo suficiente para detener la caída en picado de su productora ni tampoco la de su director y protagonista, hoy prácticamente desaparecido del panorama, que vivió en ella el punto más álgido de una popularidad que a partir de entonces se vio perjudicada por el impulso a proyectos megalómanos y un tanto absurdos que terminaron condenando como cineasta a un Costner que nunca había sido un gran actor.
En el haber de la película, uno de los mejores motivos para su recordatorio, la partitura compuesta por el gran John Barry.
Música para una banda sonora vital – Los intocables de Eliot Ness (The untouchables, Brian De Palma, 1987)
Vesti la giubba, una de las más famosas arias operísticas, perteneciente a la ópera I Pagliacci de Ruggero Leoncavallo, es uno de los motivos musicales más recurrentes en películas y series de televisión de toda clase, época, condición y procedencia.
En la película de De Palma, Al Capone (Robert De Niro) es informado del asesinato de Jim Malone (Sean Connery), cometido por orden suya, mientras asiste a una representación desde su palco de la Ópera de Chicago y suena precisamente el más célebre fragmento del aria (las lágrimas de Capone-De Niro, conmovido por el dramatismo de la situación, se convierten en una sonrisa histérica), aquí interpretada por Plácido Domingo en un montaje dirigido por el cineasta italiano Franco Zeffirelli.
Documental – Sin piedad: el Spaghetti-western
Cuando en los años 60 el western clásico americano parecía estar ya en definitiva decadencia para los estudios de Hollywood, en Europa surgió un movimiento de recuperación y renovación del género capitaneado por algunos directores italianos, españoles, franceses y alemanes. Sergio Leone fue su mayor exponente, con la «Trilogía del dólar», también llamada «Trilogía del hombre sin nombre», protagonizada por Clint Eastwood.
Pero además de estas coproducciones italo-españolas , y de muchas otras más que las siguieron, rodadas casi siempre en Almería, otras películas francesas y alemanas, filmadas a menudo en exteriores de la Yugoslavia de Tito, contribuyeron a rentabilizar (económicamente, casi nunca artísticamente) un subgénero del western que durante aproximadamente una década mantuvo el estandarte de las películas del Oeste lejos de sus localizaciones clásicas, y cuya importancia reside, además de en legar a la historia un puñado de títulos míticos, en su capacidad para influir, a través de cineastas como Leone, Don Siegel o el propio Clint Eastwood, en el imaginario colectivo americano del género: el western «de dientes limpios y camisas planchadas» de los Ford, Hawks, Hathaway, Mann, Wyler, Sturges, Walsh y compañía, pronto dio paso a otras películas del Oeste de estética más realista (Brando, Peckinpah, Penn, Hill, Hellman, Brooks, Furie, incluso Costner y los Coen, etc., etc.), que ya forma parte indisoluble de los iconos de esta clase de películas.
Este es el origen de esa historia.
Diálogos de celuloide – Los búfalos de Durham
Bull Durham. Ron Shelton (1988).
Política-ficción absorbente: Trece días
Una característica propia de los imperios es que necesitan inventarse mitos y héroes a través de los cuales convencerse de la creencia en sí mismos y en su inmortalidad. La característica del actual -y perecedero, como todos los imperios- imperio americano es que insiste en la creación de mitos y héroes cuando el mundo ya es demasiado viejo y tiene el culo demasiado pelado para creer en ellos, sin que la mercadotecnia, la publicidad y la machacona repetición demagógica y santificadora de mensajes unidireccionales (en la línea de Goebbels: «una mentira repetida mil veces se convierte en verdad»; una de las muchas, muchísimas cosas que la democracia capitalista «a la americana» tomó de los nazis, de las cuales no pocas tenemos la oportunidad de «disfrutar» en la actualidad) sirva para que le compremos una moto que sabemos que no arranca, y a la que además le falta el manillar. El caso más flagrante de los muchos que atesoran la reciente -la más reciente, en un país en que cualquier cosa llamada Historia es por naturaleza reciente- historia americana es la figura de John Fitzgerald Kennedy, y por extensión, la de todo su clan, los Kennedy, familia de enorme poder económico, político y mediático en la segunda mitad del siglo XX, lo más parecido en Estados Unidos a lo que puede denominarse como aristocracia. Y como toda aristocracia, pretende ocultar con esa cosa llamada «glamour» (sea lo que sea eso) y mucho dinero un pasado de piratería y negocios sucios. Joseph P. Kennedy, el padre de John, sin ir más lejos, que ha pasado a la historia como inversionista, político, empresario y diplomático, se hizo rico gracias al alcohol de contrabando que durante la llamada Ley Seca su familia introducía en el país desde Canadá con ayuda del crimen organizado irlandés y la mafia italiana. Sus contactos con la mafia de Chicago le permitieron diversificar sus inversiones (incluyendo el cine y Hollywood, donde fundó la RKO), y en el futuro incluso comprar una enorme cantidad de votos para su hijo en no pocas circunscripciones electorales de amplias zonas del país. Estas notas características de su poco edificante comportamiento, unidas a sus querencias filonazis, compartidas con la familia Bush, por cierto, otra cuna de presidentes, le costaron sus cargos políticos y diplomáticos, y forzaron a los cerebritos de la campaña electoral de JFK en los cincuenta a inventarle a toda prisa un episodio de héroe de guerra (un supuesto hecho heroico en una lancha torpedera en el frente del Pacífico contra los japoneses) con el que tapar las fechorías económicas, políticas y delincuenciales de su padre y el resto de su familia. De la misma forma que este refrito publicitario ocultó el pasado familiar a los ojos de la opinión pública, el oscuro asesinato de JFK en Dallas en 1963 ha santificado a un político de talento bastante discutible, ambición desmedida, maneras bastante poco democráticas y una vida personal que poco tiene que ver con el aura complaciente con que la política oficial americana intenta tapar las dudas que genera su muerte. Por supuesto, el capítulo que más contribuye a crear esta imagen del Kennedy estadista, del tipo resolutivo, sagaz, astuto y encarnación de una nueva (que en realidad era vieja, muy vieja) forma de encarar la política, especialmente la internacional, es la crisis de los misiles de Cuba en octubre de 1962, que Roger Donaldson refleja en Trece días (2000).
La película de Donaldson, escrita por David Self, hace un recorrido cronológico por los acontecimientos que rodearon el intento de instalación por parte de los soviéticos de misiles nucleares de largo alcance en Cuba desde el punto de vista de cómo se vivieron aquellos momentos de tensión desde la Casa Blanca, con sus reuniones políticas de alto nivel, sus conferencias con el alto mando militar y los momentos de confidencias, reflexiones, temores y amenazas que rodearon a los protagonistas del lado norteamericano durante aquellos tensos días. Todo se cuenta a través del filtro de Kenny O’Donnell (Kevin Costner), el secretario del presidente Kennedy (Bruce Greenwood, en una estupenda caracterización), un hombre que pertenece a ese cuerpo de abogados, economistas, contables y políticos de la nueva hornada de Harvard que formaron sus filas, desde cuya perspectiva observamos los distintos vaivenes de una situación en la que, en días sucesivos, se pasó del riesgo de una III Guerra Mundial y la destrucción nuclear del planeta, a una clamorosa bajada de pantalones por parte de los americanos ante las exigencias soviéticas que los yanquis han intentado haer parecer siempre ante la opinión pública mundial como una inteligentísima y sabia maniobra diplomática con la que salvar al mundo de su desaparición. La película, consagrada principalmente a ofrecer un retrato amable de los Kennedy (tanto de JFK como de su hermano Robert, Secretario de Justicia y consejero para todo, interpretado de manera solvente por Steven Culp), sin mostrar ni un solo atisbo de los hábitos extorsionadores, chantajistas y autoritarios, sin duda heredados de su padre, que eran moneda corriente -y son- en la Casa Blanca de aquellos -y estos, y todos los- tiempos, presenta igualmente los hechos desde otros frentes, los barcos de guerra responsables del bloqueo de la isla caribeña, así como desde las mismas instalaciones de misiles cubanos, y, en cuanto a la Casa Blanca se refiere, sí llega a esbozar, muy esquemáticamente, algunas claves de la vida personal de Kennedy (su distanciamiento de su esposa Jackie, que asoma un segundo al comienzo de la película para desaparecer después) y también de su vida política (su preferencia por el apaciguamiento y la búsqueda de una solución que no sea invadir la isla y declarar la guerra a los rusos, lo que ocasiona el distanciamiento de buena parte de la clase militar dirigente del país, embrión, según se sugiere, del futuro complot que acabaría con su vida apenas un año más tarde).
Lo mejor que puede decirse del film de Donaldson es que el espectador se siente absorbido por el interés creciente de la historia, por más que sabida, apasionante, hasta el punto de olvidar los, a primera vista, excesivos 145 minutos de metraje. Kennedy y su equipo han de hacer frente, por un lado, a las presiones soviéticas y a la amenaza de guerra que supone la presencia de armas nucleares a apenas un centenar de kilómetros de Florida, y por otro, a los exaltados de las propias filas, que buscan la ocasión para resarcirse del fracaso de la invasión de Bahía de Cochinos y una nueva oportunidad de hacerse con Cuba -entre otras cosas, para reintegrarle a la mafia los negocios que mantenían en la isla con Batista y que los comunistas les arrebataron- y de acabar con Fidel Castro. Continuar leyendo «Política-ficción absorbente: Trece días»
Una parada en la caída: Open range (2003)
¿Qué pudo pasarle a Kevin Costner en la primera mitad de los noventa? Consagrado como director gracias a los previsibles premios recibidos por Bailando con lobos (Dancing with wolves, 1990), asimilado como uno de los galanes con mayor tirón en taquilla más allá de la calidad del producto en que apareciera, convertido tanto en actor de películas de acción y aventura con poca chicha como también en protagonista de películas con más pretensiones y calidad (Un mundo perfecto, Clint Eastwood, 1993) y, siguiendo la línea de los clásicos, fervoroso amante del western hasta el punto de empeñar lo que no tenía en hacerse un nombre entre los legendarios directores del género, de repente, casi de un día para otro, cae en desgracia (algo, el ascenso meteórico y la subsiguiente caída fulgurante, por otra parte, tan común en el Holllywood de siempre) por culpa de sus megalómanos y fallidos proyectos como productor, guionista y director, y se ve abocado a peliculitas del montón, a thrillers de baratillo o dramas lacrimógenos de corto alcance, o como secundario «de lujo» en otras cintas en las que otros galanes e intérpretes lo han adelantado por la derecha. Su ruina económica y cinematográfica como actor y creador tiene una de sus más sonoras excepciones en este fabuloso western, Open range, dirigido y protagonizado por Costner en 2003.
Y es un western estupendo a pesar de sus evidentes carencias. Con unos mimbres muy limitados, incluso pobres, Costner, con guión de Craig Storper basado en una novela de Lauran Paine, crea una película-espectáculo del Oeste que, aunque no ofrezca novedades formales ni narrativas apreciables, bebe directamente de los cánones más clásicos del género, los sigue a pies juntillas, y los hace desembocar en una extraordinaria eclosión final cuyo visionado ya hace que valga la pena acercarse a esta aventura de ganaderos, villanos y venganza. Un antiguo pistolero de tormentoso pasado, Charlie Waite (Costner), ayuda a Boss Spearman (Robert Duvall) a conducir ganado por las fértiles tierras de la frontera hasta llegar a Harmonville, una localidad dominada por un despiadado ranchero, Denton Baxter (Michael Gambon), a cuyo servicio trabaja el corrupto sheriff local (James Russo). Cuando los dos peones de Boss (Abraham Benrubi y Diego Luna) sufren de distinta manera el acoso de los hombres de Baxter, y aunque intentan por todos los medios seguir su camino pacíficamente, a Charlie y a Boss no les queda más remedio que tomar las armas y tomarse la justicia por su mano. Mientras tanto, Charlie se siente atraído por Sue Barlow (Annette Bening), la enfermera del médico local a la que toma por su esposa, que está atendiendo a uno de los chicos que se encuentra al borde de la muerte.
Nada nuevo, por tanto, pero muy bien contado. Lo más sobresaliente de la cinta es la labor de dirección de Costner. Durante los preliminares, Costner se mueve con ritmo pausado, preciosista, casi lírico, gracias a la fotografía de James Muro y a la sensible y envolvente partitura de Michael Kamen, por la belleza y la espectacularidad de los paisajes abiertos del fértil Oeste de Montana y Wyoming, componiendo largos planos abiertos de extensos horizontes dominadas por las colinas y las praderas de aire limpio y verdes pastos, en contraste con lo que más adelante significará el claustrofóbico y amenazante entorno de una ciudad hostil, en especial de sus espacios cerrados (salones y tabernas, despachos, oficinas y tiendas). Esta sobresaliente dirección, sostenida en un magnífico trabajo de cámara, obtiene su culminación en el previsible y esperado tiroteo final, absolutamente prodigioso, merecedor de los mejores calificativos en un género consustancial a la historia del propio cine, muy dilatado por tanto en el tiempo y muy saturado de historias buenas, mejores y peores. Costner se apunta a la línea del western «sucio» marca Leone o Sam Peckinpah, realista, esto es, con tipos de pelos largos, dientes sucios, camisas arrugadas y pantalones remendados, de calles embarradas, olor a boñiga y pequeñas e irregulares ciudades de madera trazadas de manera vacilante en llanuras abandonadas. Costner maneja adecuadamente la tensión creciente del clima de enfrentamiento, carga las tintas de forma un tanto maniquea en la relación entre los protagonistas positivos y sus villanos oponentes, y compone un final glorioso, una de las mejores y más realistas y creíbles (tanto por las armas utilizadas, la estética y la forma del enfrentamiento, el sonido de los disparos, las heridas recibidas…) muestras de un tiroteo en el lejano Oeste comparable a los mejores momentos violentos del cine de Ford, Peckinpah o Leone, estremecedoramente emotivo, brutalmente salvaje. El tono solemne, casi fúnebre, de la segunda mitad del film, notablemente manejado por Costner, contribuye decisivamente a construir un western esquemático, fiel a las líneas maestras del género, pero muy visible y con un final emocionante. Continuar leyendo «Una parada en la caída: Open range (2003)»
‘As time goes by’: El reloj asesino
En marzo de 2008 publicamos un comentario de No hay salida (No way out, Roger Donaldson, 1987), eficaz y trepidante thriller de acción y suspense con trasfondo de política y espionaje internacional protagonizado por Kevin Costner, Gene Hackman y Sean Young, que se basa en una película anterior, esta El reloj asesino (The big clock), dirigida por John Farrow en el glorioso año de 1948 (glorioso para el cine) y protagonizada por Ray Milland, Charles Laughton y Maureen O’Sullivan (puede deducirse fácilmente cuál es el equivalente, es un decir, de cada uno en la versión de 1987), más sencillita en cuanto a implicaciones narrativas pero doblemente intensa, vertiginosa, absorbente y apasionante. Pese a haber estrenado ya películas en 1939, John Farrow pertenece a ese grupo de directores para los que la Segunda Guerra Mundial fue banco de pruebas técnico al mismo tiempo que oportunidad de despegue profesional en una carrera que se extendió hasta los primeros sesenta y que se recuerda principalmente por el western en 3D Hondo (1953), con John Wayne, y algunas obras estimables como Mil ojos tiene la noche (1948), con Edward G. Robinson, El desfiladero del cobre, de nuevo con Milland como protagonista, o Donde habita el peligro, con Robert Mitchum (ambas de 1950). El reloj asesino es una de sus mejores películas, y en ella se combina el drama sentimental, los juegos de poder y la intriga y el suspense dentro de los cánones del cine negro.
La historia, de poco más de hora y media de duración, nos sitúa al principio en una especie de comedieta de costumbres periodísticas que nos suena a otra cosa, a Luna nueva (Howard Hawks, 1940) o, como se la llama en otras versiones, Primera plana (The front page, Billy Wilder, 1974): tenemos a un periodista, George Stroud (Ray Milland), que lleva años intentando irse de luna de miel con su esposa Georgette (Maureen O’Sullivan) sin que la actualidad ni el riguroso proceder del editor del periódico, Earl Janoth (Charles Laughton), le permitan reservarse unos días para complacer a su mitad. Cuando parece que esta vez es la buena, la pericia de George en la búsqueda y el hallazgo de personas desaparecidas pone en bandeja del periódico una exclusiva que Janoth le obliga a seguir aunque tenga que cancelar de nuevo sus vacaciones y a cambio de unas promesas abstractas e imprecisas de futuras compensaciones salariales y materiales. Aquí se ven ya los primeros tintes del drama, ya que lejos de dar pie a una situación de equívocos u ocultaciones propios de la comedia, lo que se pone en riesgo es el matrimonio de la pareja o el abandono del periodismo por parte de George. Las tensiones, los desencuentros con su esposa y el enfrentamiento con el editor, a pesar de su voluntad de dejar el periódico, reúnen a George con una joven cuya insinuante presencia ya ha rechazado con anterioridad, y, tras recorrer con ella la ciudad, dando pie a pequeñas anécdotas aparentemente sin importancia que luego cobrarán dimensiones trágicas, pasa la noche en su casa. Sin embargo, ha de abandonarla rápidamente cuando su amante, precisamente Janoth, va a visitarla; ambos se cruzan en el pasillo de la casa pero a distancia, y mientras Janoth está bajo el foco de luz que lo identifica fácilmente, él sólo puede ver una figura que se escabulle por las escaleras tras detenerse a mirarlo cuidadosamente en la penumbra. Cuando a la mañana siguiente se sabe que la joven ha sido asesinada, Janoth y su secretario (George Macready), que están decididos a exculpar al editor y cargarle el muerto (nunca mejor dicho) al hombre no identificado con el que se cruzó por el pasillo, recurren a la habilidad ya demostrada de George para la localización de personas anónimas y lo obligan a hacerse cargo del asunto. Éste, desinteresado al principio, se da cuenta de que en ello va su propia vida: él sabe quién mató a la chica, y lo que es más importante, sabe a quién quieren culpar los dueños de su periódico; su caso ya no trata de una investigación, sino de una carrera contrarreloj para evitar que los múltiples indicios que lo acusan (todas las huellas de su periplo nocturno por la ciudad con la joven asesinada) salgan a la luz antes de que él posea las pruebas que incriminan a Janoth.
La película adquiere así un ritmo de tensión continuada a partir del asesinato que se mantiene durante todo el metraje: carreras, reuniones, conversaciones, llamadas telefónicas, averiguaciones y conclusiones, indicios y contraste de datos, al mismo tiempo que ocultación, manipulación e incluso huida de los testigos oculares que pueden identificar a George cuando Janoth y su secretario deducen por las pruebas de que el extraño misterioso que acompañaba a la fallecida es alguien que se encuentra en el edificio y organizan ruedas de reconocimiento dependencia por dependencia. Continuar leyendo «‘As time goes by’: El reloj asesino»
Mis escenas favoritas – JFK: Caso abierto
Otro 22 de noviembre, pero de 1963…
Oliver Stone construye en JFK: caso abierto (1991) una fenomenal intriga sobre el magnicidio por excelencia del siglo XX, el asesinato en Dallas del presidente Kennedy. Una película compleja, arriesgada, innovadora, absorbente, repleta de personajes excelentemente diseñados, interpretada maravillosamente por un reparto envidiable, tanto por su número como por su calidad, y en la que destaca la magistral labor de dirección de Stone, especialmente en cuanto al manejo de documentación y materiales, tanto de información como audiovisuales, y, sobre todo, en la labor de montaje, premiado con el Oscar en su año.
Pero lo mejor de la película es su capacidad para presentar de manera fácil, accesible y lógica una catarata de acontecimientos que siempre han quedado sumergidos bajo el discurso habitual de contenido político, es decir, los eslóganes vacíos, el patrioterismo barato, la propaganda y la mentira.
Diario Aragonés – The company men
Título original: The company men
Año: 2010
Nacionalidad: Estados Unidos
Dirección: John Wells
Guión: John Wells
Música: Aaron Zigman
Fotografía: Roger Deakins
Reparto: Ben Affleck, Kevin Costner, Maria Bello, Tommy Lee Jones, Chris Cooper, Craig T. Nelson, Rosemarie DeWitt
Duración: 109 minutos
Sinopsis: Una gran corporación reestructura su plantilla para hacer frente a la crisis sin perder su imagen de éxito frente a la opinión pública financiera y sin menoscabar el satisfactorio régimen de retribución de los grandes directivos. Entre los afectados, Bobby, Phil y Gene, tres ejecutivos cuyo modo de vida y cuyo papel en la sociedad e incluso dentro de sus propias familias debe cambiar para ajustarse a la realidad del desempleo.
Comentario: La acreditada experiencia como guionista y realizador de televisión de John Wells se ha traducido en una interesante película de debut que, no obstante, como obra cinematográfica y como producto de consumo contribuye de algún modo a enaltecer con su enfoque aquel mundo que pretende poner en la picota de un falso cine social. Y es que el punto de vista de Wells para analizar, a partir de los indiscriminados efectos de la actual crisis económica y financiera, el proceso de evolución y enriquecimiento ético y moral de un hombre (que no una mujer) que atraviesa la siempre complicada, conflictiva y desesperanzada situación de desempleo, se centra en la figura de los altos ejecutivos de una empresa de logística y transportes de dividendos multimillonarios (se dedica principalmente a la construcción naval de grandes buques de guerra y barcos mercantes, así como al transporte marítimo), hombres que durante sus carreras, algunas de más de tres décadas, han disfrutado de salarios anuales de seis cifras, casa con jardincito, pista de baloncesto y garaje de un millón de dólares en un buen barrio residencial, trajes caros, vacaciones en Europa o el Caribe, comidas y cenas en los restaurantes más exclusivos y demás comodidades, incluido un subsidio por desempleo consistente en su paga completa durante varios meses, de las que la gran mayoría de la población mundial, incluidos sus empleados, permanecen excluidos durante toda su vida. Escogiendo a una tripleta protagonista proveniente de este ambiente de elegidos, el drama gira constantemente en torno a la desgracia de no poder ir a esquiar en Navidad como todos los años, ser expulsado del club de golf por no poder pagar las cuotas, vender el deportivo europeo con el que ha contaminado alegremente el medio ambiente, enfrentarse a una hipoteca que supera anualmente el salario medio de la mayoría de los mortales, o la vergüenza de que sus vecinos ricos los vean en horario de oficina deambular perdidos por casa, sin traje y sin maletín [continuar leyendo]