Música para una banda sonora vital: Pal Joey (George Sidney, 1957)

That’s why the lady is a tramp… Nada más que añadir a este gran clásico de la música popular, interpretada aquí para un público de excepción.

 

De entre los muertos (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958): coloquio en ZTV

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Reciente intervención en el coloquio del programa En clave de cine, de ZARAGOZA TELEVISIÓN, acerca de esta obra maestra de Alfred Hitchcock.

Diálogos de celuloide – De entre los muertos (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958)

Stewart Vertigo Hitchcock_39-¿Cenará usted conmigo?

-¿Cenar y qué más?

-Solamente cenar (…). Podemos simplemente mirarnos mucho el uno al otro.

-¿Por qué? ¿Porque le recuerdo a ella? Eso no es muy halagador. ¿Y nada más?

-No.

-Eso no es muy halagador tampoco.

-Lo único que deseo es estar con usted tanto tiempo como me sea posible.

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-¿Por qué está usted haciendo esto? ¿Qué piensa conseguir con ello?

-No lo sé. Nada, supongo. No lo sé… Hay algo en usted… Continuar leyendo «Diálogos de celuloide – De entre los muertos (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958)»

Vidas de película – Richard Quine

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Richard Quine (Detroit, 1920 – Los Ángeles, 1989) es un cineasta de mil caras distintas. Productor, guionista, director y también, en su niñez, actor (en títulos como Jane Eyre, de 1934), reúne una carrera irregular pero muy interesante.

Su salto a la dirección se produjo en 1948, el mismo año de su divorcio de la actriz Susan Peters. Sin embargo, su mejor época tras la cámara tuvo lugar en los cincuenta, con títulos como la fenomenal cinta negra La casa número 322 (1954), con Fred MacMurray y Kim Novak, el musical Mi hermana Elena (1955), interpretado por Jack Lemmon y Janet Leigh, y escrito junto a su primer mentor, Blake Edwards, algunas de cuyas señas de identidad como director incorporó Quine a su estilo como cineasta, Un cadillac de oro macizo (1958), Me enamoré de una bruja (1959), de nuevo con Novak, Lemmon y James Stewart, y La indómita y el millonario (1959), en la que Jack Lemmon sufre en el reparto a Doris Day.

Richard Quine, enamorado hasta la desesperación de Kim Novak, con la que trabajó en varios títulos, se casó en los años sesenta con otra actriz, Fran Jeffries, y en esa década dirigió títulos como Encuentro en París (1964), con Audrey Hepburn, William Holden y Tony Curtis, La pícara soltera (1964), con Henry Fonda, de nuevo Curtis, Natalie Wood o Lauren Bacall, o Cómo matar a la propia esposa (1965), otra vez con Lemmon, aunque sus películas más recordadas de aquella década son El mundo de Suzie Wong (1960), con el protagonismo de William Holden y Nancy Kwan y, sobre todo, la obra maestra Un extraño en mi vida (1960), con Kirk Douglas y una Kim Novak que nunca ha estado mejor, artísticamente hablando.

Desde los 70 trabajó principalmente en la televisión, dirigiendo, entre otras cosas, varios capítulos de la serie Colombo. En 1979 dirigió a Peter Sellers en la fallida parodia El estrafalario prisionero de Zenda.

Richard Quine se suicidó de un disparo en 1989, a los 68 años.

Vidas de película – Felicia Farr

El nombre de Felicia Farr no dice demasiado en la historia del cine, y sin embargo atesora en su currículum interpretativo un buen puñado de títulos relevantes, además de contar en su vida personal con el «mérito» de haber sido la esposa de uno de los mejores actores de todos los tiempos: Jack Lemmon.

Nacida en el estado de Nueva York en 1934, Felicia se hizo un hueco en el cine gracias a su aparición en unos cuantos westerns durante la década de los cincuenta, entre ellos una tripleta a las órdenes de Delmer Daves, La ley del talión (The last wagon, 1956), junto a Richard Widmark, Jubal (1956), con Glenn Ford y El tren de las 3:10 (3:10 to Yuma, 1957), acompañando de nuevo a Ford y a Van Heflin.

A finales de los cincuenta y principios de los sesenta dio el salto a la televisión, participando en series como Los tres mosqueteros, donde interpretaba a Constance, la novia de Artagnan, La hora de Alfred Hitchcock o Bonanza. Tras contraer matrimonio con Lemmon en 1962, su suerte cinematográfica quedó ligada de alguna manera al terceto Lemmon-Matthau-Wilder. Felicia Farr es una de las cuatro patas de la magnífica comedia de Billy Wilder Bésame, tonto (Kiss me,  stupid, 1964), junto a Ray Walston, Dean Martin y Kim Novak. En la película interpreta a la esposa de Walstone, que sustituyó a Peter Sellers, que sufrió un ataque al corazón en pleno rodaje y debió retirarse por prescripción médica (cuatro años antes le había ocurrido lo mismo a Billy Wilder con Paul Douglas en El apartamento, aunque con peor suerte: Douglas falleció y Fred MacMurray tuvo que hacerse cargo a toda prisa del personaje de Sheldrake). Con Walter Matthau había participado ya en Onionhead (1958), y repitió en Kotch, dirigida por su esposo en 1971, y La gran estafa (Charley Varrick, Don Siegel, 1973). Con su marido coincidiría en el reparto de ¡Así es la vida! (That’s life, Blake Edwards, 1986). Después de esa película se retiró definitivamente de la interpretación.

Vidas de película – Jeff Chandler

Aquí tenemos al bueno de Ira Grossel, conocido cinematográficamente como Jeff Chandler, caracterizado de Cochise, el famoso guerrero y caudillo apache antagonista de James Stewart en Flecha rota (Broken arrow, Delmer Daves, 1950), sin duda una de las mejores películas de su carrera, y una de sus interpretaciones más soportables. Porque el amigo Ira, o mejor dicho, Jeff, fue uno de esas colecciones de virilidad, músculos, miradas torvas y ademanes grandilocuentes con el que el Hollywood clásico intentaba impresionar a las jovenzanas -y a más de un jovenzano- que debían abarrotar las taquillas de los cines, y que por lo general nunca superaban los límites del cacho de carne con ojos que transita por delante de la pantalla sin mayor valor, aporte o interés artístico o dramático.

Asiduo a westerns de bajo presupuesto, películas de acción de serie B y filmes bélicos de corto recorrido, Jeff Chandler nació en Brooklyn en 1918, y antes de dedicarse al cine combatió en la Segunda Guerra Mundial -excelente campo de pruebas para no pocas de sus posteriores películas- y fue actor radiofónico y también de teatro. Además, desarrolló un enorme talento para el violín, instrumento musical del que podía considerársele un auténtico virtuoso (quizá el cine ganó un mediocre actor y la música perdió un aceptable violinista, en el tejado o no…; quizá en el cuarto de las escobas…). Y además desarrolló con el tiempo otra afición de la que se terminaría resintiendo su vida personal: al amigo Chandler le gustaba vestirse de mujer. Sí, a este tipo atlético, musculado, con ese pelo corto, casi rapado, de toques blanquecinos, si no directamente canoso, le gustaba vestirse de señora mayor y deambular por casa de esa guisa (Ed Wood no era un caso aislado, ni mucho menos, y menos en Hollywood). Eso le costó no pocos disgustos con su esposa, Marjorie Hoshelle, o con su más conocida amante, la nadadora-actriz Esther Williams, que se fue a practicar natación sincronizada a otra parte cuando se hartó de que él comprara bañadores, albornoces, gorros de baño, toallas y demás infraestructura logística piscinil -si existe el palabro- femenina para sí mismo, sin dejar que ella los catara.

Bueno, en lo que al cine se refiere, que es lo que aquí interesa (aunque lo otro mole más), hay que reconocer que Jeff Chandler fue una víctima de la serie B, especializándose en westerns cutres y películas bélicas para Robert Wise, George Sherman, Jack Arnold, Joseph Pevney, George Marshall o Budd Boetticher, o en maniquí acompañante de bellezas oficiales como Loretta Young, Lana Turner o Kim Novak. Sus títulos más reseñables, además de Flecha rota, son Atila, rey de los hunos (Sign of the pagan, Douglas Sirk, 1954),  A diez segundos del infierno (Ten seconds to hell, Robert Aldrich, 1959), ambas con Jack Palance, Regreso a Peyton Place (Return to Peyton Place, José Ferrer, 1961) y, sobre todo, el excelente bélico de Samuel Fuller Invasión en Birmania (Merrill’s marauders, 1962).

Esta película le proporcionaría éxito y crédito póstumos, puesto que falleció en 1961 a causa de las complicaciones derivadas de una operación de hernia discal. Un personaje tan extraño, tan contradictorio, está claro que no podía tener una muerte normal…

Drama romántico de culto: El mundo de Suzie Wong

Richard Quine ha pasado principalmente a la historia del cine por su arrebatado, obsesivo, entregado amor por Kim Novak, que le llevó a retratarla maravillosamente en un puñado de apreciables películas, La casa número 322 (Pushover, 1954), Me enamoré de una bruja (Bell, book and candle, 1958), La misteriosa dama de negro (The notorious landlady, 1962) y, sobre todo, Un extraño en mi vida (Strangers when we meet, 1960), posiblemente el mejor melodrama romántico de todos los tiempos, por encima incluso de las afamadas historias lacrimógenas de Douglas Sirk. Sin duda, la experiencia de Quine como actor entre los años 30 y 50 (fue otras muchas otras cosas en el cine, productor y guionista, pero también compositor de temas para películas musicales), pero sobre todo su amor no correspondido por la deseada actriz (Quine se casó dos veces, pero la Novak siempre se le resistió; dicen que incluso este fracaso estuvo entre las razones acumuladas de su suicidio, ya en los años 80), le colocaron en buena disposición para la elaboración de complejos dramas sentimentales cargados de múltiples matices y perspectivas, enriquecidos con una soberbia puesta en escena y un acertado uso del ritmo y de las situaciones. El mismo año del estreno de Un extraño en mi vida, y con producción británica, Quine filmó otra película menor pero que ha crecido en su recuerdo con el tiempo, El mundo de Suzie Wong, un drama romántico con choque cultural y social como conflicto de base no exento de toques humorísticos y sentimentales, incluso de acción, en la línea de esos best-sellers románticos que introducen en cuotas diversos contenidos a fin de ampliar el espectro de público que disfrute con la historia.

Sin embargo, en la película de Quine esta amalgama de visiones, tonos y temas resulta armónica gracias a su plácida conducción en la dirección, a los magníficas localizaciones exteriores del Hong Kong de su tiempo (nada de skyline con rascacielos, tiendas caras, luminarias nocturnas y centros de negocios) y a las interpretaciones de la pareja protagonista, un William Holden en su plenitud profesional y la debutante Nancy Kwan, cuyo catálogo y muestrario de vestidos de aire oriental no tendrá parangón hasta los lucidos por Maggie Cheung en Deseando amar (In the mood for love, Wong Kar-Wai, 2001) de la que la película de Quine, en cierto modo, es casi un antecedente. Todo ello para contarnos una historia canónica, previsible, de manual, pero que se sigue con interés gracias a su ligereza narrativa y a su sencillo encanto. Robert Lomax (William Holden), es un maduro pintor norteamericano que llega a la colonia británica y que por casualidad conoce a una joven china (Nancy Kwan) de la que no tarda en descubrir que se dedica a la prostitución. A lo largo de sus (algo alargados) 129 minutos, asistimos al ilusionante establecimiento de una relación entre ambos, así como a los distintos avatares y altibajos del desarrollo de su historia de amor, en la que hay lugar para triángulos amorosos, indagación social y mensaje de entendimiento cultural entre pueblos, pero que en ningún momento transita por los necesarios ambientes sórdidos y pestilentes que a buen seguro presidían el mundo de la prostitución y la explotación sexual en un puerto como Hong Kong, abierto constantemente a la llegada de marineros y viajeros de todo el mundo.

Contada, por tanto, desde un punto de vista blanco, sin incidir en análisis realistas ni en reflejos auténticos del mundo de la prostitución hongkonesa, la película elude igualmente cualquier visión sobre la cuestión colonial o la interacción de la población europea o norteamericana con los nativos autóctonos, para concentrarse únicamente en la relación principal entre los protagonistas, alrededor de cuyas desventuras amorosas sí introducen Quine y su guionista, John Patrick, pequeños toques que invitan a mirar más allá del romanticismo y despertar el interés por otras cuestiones. Por ejemplo, la profesión de Suzie da pie para presentar breves pero reveladores apuntes sobre el machismo imperante, así como sobre la explotación sexual indiscriminada de las mujeres en las zonas portuarias y, en general, en las ciudades internacionales del sudeste asiático de aquellos (y de estos) tiempos: Hong Kong, Shanghai, Macao, Singapur, etc., etc. Continuar leyendo «Drama romántico de culto: El mundo de Suzie Wong»

Cine en fotos – Dean Martin y Billy Wilder

¿Qué estarían diciéndose este par de dos? ¿Algo sobre la generosa anatomía de Kim Novak? ¿El último chiste de Frank Sinatra enviado por telegrama? ¿Alguna teoría sobre los trajes a medida? ¿Algún comentario jugoso sobre alguna andanza de la última borrachera de Dino? En cualquier caso, cuando se ven fotografías de los mejores de antaño, todo sabe a grande, a clásico, a importante, a histórico. Ahora miren los extras de cualquier DVD de cine actual y observen las entrevistas y los sucedidos. El cine decae hasta en eso. Decía Norma Desmond (Gloria Swanson) en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950): «yo sigo siendo grande; son las películas las que se han hecho pequeñas». El tiempo le ha dado a ella, y por extensión a muchos más, toda la razón.

Diálogos de celuloide – El hombre del brazo de oro

MOLLY: ¿Te cuesta mucho?

FRANKIE: No tienes idea.

MOLLY: ¿Por qué has empezado de nuevo?

FRANKIE: Primero tendría que saber por qué empecé. Supongo que fue por simple curiosidad. Louie me dio la primera dosis gratis. Pensé que podría tomarlo y dejarlo, y lo tomé; y después cada vez más… Un día que Louie no estaba me volví loco buscándolo; me encontraba mal, realmente mal. En toda mi vida me había encontrado tan mal. Comprendí que estaba enganchado, sentía como un peso tremendo sobre mi espalda. La única forma de poder soportarlo era inyectándome otra dosis.

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LOUIE: ¿Nervioso? ¿A qué esperas?

FRANKIE: No me hables de eso, no quiero ni oírlo.

LOUIE: Sí, ya lo sé. Una vez tuve un vicio. No: los dulces, los caramelos; comía demasiados. Cuando entré en el ejército me encontraron azúcar en la sangre. Mi vida peligraba si no renunciaba a los caramelos. Humm, renuncié a los caramelos.

FRANKIE: No sabes cuánto lo lamento. ¡Qué tragedia…!

LOUIE: Lo fue. Sentí durante mucho tiempo una sensación de vacío. Pero eso no tengo que explicártelo.

FRANKIE: ¡Pues no lo hagas!

LOUIE: Quiero decir que esa obsesión ocupa completamente el cerebro y no te deja pensar en nada.

FRANKIE: Eres una fuente de sabiduría, ¿eh?

LOUIE: ¿Sabes lo que hice? Me dije a mí mismo: «Está bien, renunciaré a los dulces, pero no empezaré hasta mañana. Por ser la última vez voy a darme un atracón con todos los dulces que pueda». ¡Me compré ocho dólares de dulces y los llevé a mi habitación! ¡Me pasé toda la noche comiéndolos…! Sudaba, los devolvía, pero seguía comiendo. Desde entonces, cuando tengo ganas de comerme uno, pienso: «No te quejes, amigo; hubo una vez que disfrutaste». ¿Me comprendes?

The man with the golden arm. Otto Preminger (1955).