Sueño americano en ebullición: La jauría humana (The chase, Arthur Penn, 1966)

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Con el hundimiento del sistema de estudios y el nacimiento del llamado Nuevo Hollywood, cada vez más cineastas y escritores de películas se atrevieron a sugerir, cuando no a plasmar explícitamente, que el famoso sueño americano no era más que una cabezadita de sobremesa en un sofá barato y con el estómago lleno de ácidos generados por la comida basura. Tal vez por eso La jauría humana (The chase, Arthur Penn, 1966) no fuera entendida y apreciada en su momento sino más bien todo lo contrario, rechazada, repudiada, incluso odiada. Y es posible que esos mismos motivos hayan hecho que con el paso de las décadas se haya convertido en una de las películas más emblemáticas de los sesenta y una de las que marcan la puerta de salida al antiguo sistema, en este caso para Sam Spiegel y la Columbia Pictures, a la vez que daba la bienvenida a ese breve pero fructífero periodo de esplendor que generó una nueva nómina de directores e intérpretes que cambiarían para siempre el panorama del cine. Esta fusión de tendencias y épocas puede vislumbrarse en el propio reparto de la cinta: clásicos como Marlon Brando, Angie Dickinson, Miriam Hopkins o E. G. Marshall conviven con los emergentes Robert Redford,  Jane Fonda, Robert Duvall o James Fox.

El guión de Lillian Hellman, basado en una novela de Horton Foote, encierra el microcosmos americano en una ciudad de tamaño medio de Texas cercana a México que la fortuna petrolífera de la familia Rogers pretende convertir poco a poco en una gran urbe. Pero el sueño de esta construcción se erige sobre los cimientos de una sociedad podrida y corrupta, ambiciosa, egoísta y sin referentes, en la que el adulterio está generalizado, es conocido y consentido, la única diversión existente es entregarse al alcohol en orgiásticas fiestas de fin de semana, el racismo no ha sido erradicado ni tras la guerra de Secesión ni por el movimiento a favor de los derechos civiles, los jóvenes desperdician su ocio entre carreras de coches y maratones de rock and roll, y en la que el desarrollo futuro aspira a sustituir las tierras de cultivo y pastos por los yermos campos de petróleo. En este contexto de choque entre la realidad vivida y la soñada, la fuga de la cárcel de ‘Bubber’ Reeves (Robert Redford), un joven del pueblo que cumple condena por diversos robos, peleas y daños a los bienes públicos cuyos pasos le llevan a su localidad de origen, hace de detonante para un clima enrarecido y en continua tensión emocional que sólo aguarda la chispa adecuada para estallar: la esposa de Reeves, Anna (Jane Fonda), mantiene una relación extramatrimonial (por ambas partes) con Jake Rogers (James Fox), el hijo del gran magnate del lugar, Val Rogers (E. G. Marshall); la localidad, los campos, los caminos, las vallas, las fábricas, todo tiene un letrero que dice «Propiedades Rogers»… Por otro lado, media ciudad, sobre todo los empleados y ejecutivos de las empresas Rogers que se ven excluidos del círculo de poder (sobre todo Emily, la aburrida y casquivana esposa de Edwin, el pusilánime vicepresidente de Rogers que interpreta Robert Duvall, que se pone una venda en los ojos ante la relación que su mujer tiene con el otro vicepresidente), envidia y observa con resentimiento a los privilegiados que acuden a la fiesta de cumpleaños del gran hombre, entre los que se encuentran el sheriff Calder (Marlon Brando) y su esposa (Angie Dickinson), sin que estén muy claras las razones por las que Val Rogers, el gran ricachón, los acoge tratándose de una pareja pobre y humilde: paternalismo (el empleo de sheriff de Calder se lo proporcionó Rogers, las antiguas tierras de los Calder están en poder de los Rogers hasta que paguen sus deudas…), tal vez el viejo se siente atraído por Ruby Calder (Angie Dickinson), a la que regala vestidos para que acuda a sus fiestas de lujo; o quizá es que la quería para emparejarla con su hijo Jake, una mujer buena y sensible que la alejara de las malas compañías que frecuenta… El conflicto generacional, la lucha de clases, el racismo, la violencia latente, el modelo de éxito basado en el consumo y la posesión de bienes materiales, el nulo respeto por la ley de quienes se creen en el derecho de aplicarla por la propia mano, todo confluye hacia el desastre.

El proyecto se contagió sin duda de la misma tensión: las continuas controversias entre el productor, Sam Spiegel, la Columbia, Hellman y Penn, además de los divismos de Brando (una vez más asistimos a una secuencia en la que el actor se recrea en su propio apalizamiento), consiguen que el metraje se resienta en algunos momentos (tal vez a causa de su duración, algo más de dos horas), pero no logran restar un ápice al poder y la fuerza de las imágenes de Penn (fotografiadas por Robert Surtees) y al demoledor contenido de la narración. La maestría del director plasma esta dupla entre la América pensada y la real utilizando uno de los símbolos del individualismo americano por excelencia: el coche y la industria automovilística, el motor de América. Continuar leyendo «Sueño americano en ebullición: La jauría humana (The chase, Arthur Penn, 1966)»

Cine en fotos – La jauría humana (The chase, Arthur Penn, 1966)

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La jauría humana es la mejor película de la historia y punto. Y Marlon Brando es el mejor actor del mundo, no necesita hacerse el farute para ser el protagonista. Brando es el sheriff de la ciudad, el que reparte justicia entre los negros y los pobres, el que defiendo a los que la ley no protege.

Viste la película a solas con tu madre. Tu padre se va a la cama temprano, se levanta a las cuatro y media de la mañana para trabajar. Tu madre y tú veis la tele por las noches con el sonido muy, muy bajito. A veces no oyes lo que dicen los actores, no hace falta, con sus gestos es suficiente. Estás contento porque este curso tu madre te deja ver más películas. De vaqueros y de guerra, y de Marlon Brando.

La jauría humana es brutal. Tu madre pasó por alto el rombo que pusieron en la tele. Un rombo significa prohibido para menores de catorce años. Dos rombos significa prohibido para menores de dieciocho años. Hay mucha violencia en la película pero sobre todo te impresionó la escena en la que Brando acaba hecho un eccehomo.

 

Pensaste que tu madre  te mandaría a la cama, pero lo pasó por alto. Sintió lo mismo que tú: se quedó sorprendida, paralizada. Deformaste la almohada del sofá de tanto estrujarla. Te mordiste las uñas. Todo pasó muy rápido y muy lento a la vez. Los matones le zurraron a Brando como nunca antes habías visto en el cine. Tu madre bajó el volumen de la tele, los golpes retumbaban en el comedor como si sucedieran allí mismo.

Cuando terminó la escena, estabas llorando. No llores, cariño, dijo tu madre. Es imposible que Marlon Brando se muera, dijo acariciándote las lágrimas que se deslizaban por tus mejillas. El protagonista tiene que seguir vivo hasta el final. Si muriese, la película tendría que acabarse aquí mismo, y eso es imposible, dijo. Te quedaste mirando a tu madre. Tenía razón. Marlon Brando se recuperaría de sus heridas.

La jauría humana (The chase, Arthur Penn, 1966) en Campo rojo (Ángel Gracia, 2015, Editorial Candaya).

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Vidas de película – Sam Spiegel

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Sam Spiegel es una de las figuras más importantes, interesantes y atractivas de la producción de películas durante el periodo clásico, otro de los sinónimos de «productor total», en la estela de los Selznick, Cohn, Thalberg, Zanuck y compañía. Nacido en Jaroslaw, ciudad actualmente perteneciente a Polonia pero parte del Imperio Austrohúngaro en el momento de su nacimiento, 1901, creció en un ambiente académico (su hermano llegó a ser profesor de literatura medieval hebrea) y desde muy pronto mostró su atracción por el mundo del espectáculo. Tras un primer breve periplo en Hollywood, en 1927, y su paso por Palestina, se instaló en Berlín para dedicarse a la adaptación europea de diversas producciones de los estudios Universal. Tras coproducir abundantes filmes en Alemania y Francia, huyó de los nazis, como tantos otros, en 1933 y, tras pasar cinco años en México, se instaló definitivamente en Estados Unidos en 1938.

Una de sus primeras producciones americanas fue nada menos que El extraño (The stranger, Orson Welles, 1946). Su mejor etapa, sin embargo, son los años cincuenta, en los que destacan La ley del silencio (On the waterfront, 1954), con Elia Kazan en la dirección, La reina de África (The African queen, 1954), dirigida por John Huston, junto con el que Spiegel fundaría Horizon Pictures, El puente sobre el río Kwai (The bridge on the river Kwai, 1957), inicio de su exitosa colaboración con David Lean, y De repente, el último verano (Suddenly, last summer, 1959), realizada por Joseph L. Mankiewicz. Con Lean volvería a unir fuerzas en Lawrence de Arabia (1962). Otra película importante de los sesenta producida por Spiegel es La jauría humana (The chase, Arthur Penn, 1966).

Sam Spiegel, que sólo se casó una vez (cosa rara en Hollywood), con la actriz Lynn Baggett, falleció el 31 de diciembre de 1985.

Dos de espías berlineses (I): Target (1985)

La figura de Arthur Penn es imprescindible para entender la transformación que vivió el cine norteamericano durante el periodo que puso fin al sistema de estudios (finales de los cincuenta y principios de los sesenta, aunque fruto de un largo proceso inciado en los cuarenta con la duración limitada de los contratos de las estrellas determinada por los tribunales a raíz de los casos, por ejemplo, de Bette Davis, Olivia de Havilland o Joan Crawford, y con las leyes que pusieron fin al monopolio en la distribución y exhibición), el final del Código Hays (1967) y el nacimiento y la muerte prematura del llamado Nuevo Hollywood que tanto prometía y que murió fulminado por obra y gracia de los contables y ejecutivos bancarios que sacrificaron la creatividad en aras del éxito de los blockbusters (no es de extrañar que este término, originariamente, designara a un tipo de bomba utilizada en demoliciones). Es decir, que Arthur Penn, como otros de sus contemporáneos, vivió de cerca, protagonizó, el proceso que llevó a las películas desde la denominación de pictures del periodo clásico (asociada a la creación artística), pasando por la de films de la era del cambio (asociada al concepto de autoría personal), a la de movies de hoy (asociada al entretenimiento banal, infantiloide, olvidable, a los videojuegos y al cine-pasatiempo, a la inmensa mayoría del cine de hoy calificable como morralla). Como tantos otros de sus camaradas de oficio, Penn vivió en los sesenta y setenta una eclosión creativa y artística apoyada desde los nuevos productores hollywoodienses –El zurdo (1958), El milagro de Ana Sullivan (1962), La jauría humana (1966), Bonnie & Clyde (1967), Pequeño gran hombre (1970), La noche se mueve (1975)…- que resultó truncada con la llegada de los ochenta, cuando su volumen de producción y la calidad de la misma se resintieron a causa de las limitaciones presupuestarias derivadas de los nuevos intereses financieros que controlan el cine desde entonces. Su cinta más salvable de los ochenta es Target: Agente doble en Berlín, protagonizada por Gene Hackman, uno de sus actores favoritos, y un joven Matt Dillon, un thriller de espionaje y drama de sentimientos, a ratos vibrante, a ratos rutinario, cuya premisa inicial resulta bastante poco creíble y que funciona solo a medias.

Walter Lloyd (Hackman) es un típico padre de familia americano de una localidad de Texas. Su esposa Dona (Gayle Hunnicutt) está a punto de iniciar un viaje de trabajo a Europa, y su hijo Chris (Matt Dillon) anda en esa edad difícil en la que debe elegir un camino para su vida futura, en ese punto de tensión continua, de alejamiento y acercamiento respecto a sus padres, o mejor dicho, respecto a su padre. El matrimonio de los Lloyd parece tener luces y sombras, no se sabe si el hecho de que Walter no acompañe a su esposa en su viaje se debe a que ambos pretenden darse un tiempo o porque no hay nada ya que pueda recomponerse. La cuestión es que esta inestabilidad que se percibe bajo el aparentemente plácido entorno familiar perfectamente estructurado como en las teleseries americanas de perfil bajo está a punto de verse sacudida: Dona es secuestrada en Europa, y este hecho abre una puerta al pasado que el joven Chris nunca hubiera sospechado y que le obliga, a través del viaje que emprenden tras sus pasos por distintas ciudades europeas, a replantearse su identidad, a aceptar unos cambios radicales en su vida que lo convertirán, literalmente, y no solo en cuanto a su proceso de madurez, en una persona distinta.

La película transita por distintas localizaciones del continente, con preferencia por París, Hamburgo y Berlín, donde tiene lugar el meollo principal de una trama que pronto gira del mero conflicto familiar de índole particular a una intriga de interés internacional con espías y agentes de diversos países implicados en un tejido de relaciones y antiguas misiones realizadas por el antiguo agente de la CIA Duncan «Duke» Potter, ya retirado, y que tienen su origen en las representaciones diplomáticas norteamericanas en Europa. Penn, con un guión de Howard Beck y Don Petersen que bien pudiera novelarse y venderse en alguna edición de tapa blanda como best-seller barato o como lectura intrascendente, crea una película de espías canónica, excepto en lo cogido por los pelos de la premisa inicial, una variante no del todo creíble ni interesante, que transita por los lugares comunes de este tipo de películas: un agente que intenta construirse una vida normal a su medida, abandonar el mundo de secretos, traiciones, muertes y remordimientos en el que ha desarrollado su carrera profesional, y que se ve obligado a volver a la lucha, esta vez por proteger a su nueva familia, todo ello entre persecuciones a toda velocidad por las calles europeas (fenomenalmente rodadas, con excelente pulso y ritmo), carreras, amenazas, tiroteos, falsas identidades, traiciones, complots, verdades a medias, mentiras completas y, en este caso, un análisis superficial de las relaciones padre-hijo. Continuar leyendo «Dos de espías berlineses (I): Target (1985)»

Música para una banda sonora vital – Bailando con lobos

Cuanto más arriba se llega más grande es el batacazo al caer. Esta verdad universal fue comprobada in situ por Kevin Costner en 1990, año en que tocó la cima del éxito arrasando en los premios de la Academia con esta controvertida película (no en general, sino para mí, ya que suele contar con entusiastas seguidores entre la crítica), a la vez que comenzaba su despeñamiento en la nada más absoluta, de la que tan solo le rescató Clint Eastwood para Un mundo perfecto y el propio Costner con el estupendo western Open Range. En fin, el caso es que para la música de la película, buscando quien pudiera acompañar con melodías monumentales la grandeza de las praderas del oeste de Norteamérica, Costner contrató al gran John Barry, célebre compositor de música de cine, autor de la música de las películas de James Bond hasta el final de los 80 y también de melodías para grandes clásicos (La jauría humana, El león en invierno, Cowboy de medianoche, El último valle, Walkabout, Robin y Marian, Fuego en el cuerpo, Cotton Club, Peggy Sue se casó, Memorias de África…).