
El cine alcanza con toda justicia la cota de manifestación artística de primer orden, equivalente a las mayores obras maestras de la Pintura, la Escultura o la Literatura, gracias a obras como la que el griego Theo Angelopoulos rodó en 1995, por la que consiguió la Palma de Oro en Cannes. Angelopoulos, con una maestría sublime, una estética arrebatadora, un lirismo conmovedor, una desnudez de elementos superfluos envidiable, un ritmo pausado y reflexivo, una puesta en escena sencilla y despojada de artificios y unas imágenes de enorme belleza, profundo calado simbólico y culto al rostro de los actores, rostros casi esculpidos al viejo estilo de los genios de la Hélade, se convierte ante nuestros ojos en testigo de la Historia, en depositario de la eterna sabiduría de ese continente autónomo, de ese ecosistema de almas y sueños humanos, de esa gran nación de la Humanidad que es el Mediterráneo, esta vez concentrándose en el este europeo y la cuenca del Mar Negro.
Esta sugerente, conmovedora, impactante película que a lo largo de sus tres horas de duración derrocha belleza y lirismo y que sirve tanto como resumen histórico de seis mil años de civilización en los Balcanes como de estudio de emociones humanas, en particular del eterno sentimiento de búsqueda que padece el Hombre, nos cuenta la historia de un director de cine griego (Harvey Keitel) exiliado a Estados Unidos años atrás por cuestiones políticas que vuelve a su país para presentar su última película en un festival local que se celebra en su ciudad de origen. El director cuenta además con otro motivo para su viaje, un secreto íntimo que espera desvelar, su obsesión por la primera película que se rodó en Grecia a finales del siglo XIX o principios del XX a cargo de dos pioneros del cine, una pareja de hermanos que por vez primera retrataron en cinematógrafo imágenes en movimiento en el país balcánico (inquietantes, cautivadoras, hipnóticas imágenes, breves y en estado muy precario, en las que se nos muestra a un grupo de mujeres enlutadas, mayores, ancianas y jóvenes, con sus labores domésticas cotidianas, la huella de la Historia en sus rostros curtidos, memoria de miles de años en los que el luto de la mujer ha sido el uniforme oficioso reglamentario de la cultura mediterránea, tan antiguo como el Partenón, el Templo de Jerusalén o las Pirámides, la memoria que va desde Penélope aguardando a Odiseo directamente hasta nuestras madres y abuelas, siempre la misma mirada de miles de años de antigüedad, el mismo brillo, la resignación, la abnegación, el orgullo y la fuerza indómita en forma de arrugas surcando una piel castigada, sacrificada y hermosísima, el rostro de la Historia). Continuar leyendo «‘La mirada de Ulises’, la mirada de la Historia» →