La parodia no suele ser un género cinematográfico especialmente afortunado. Normalmente, su tratamiento en pantalla no suele dar para una película completa y equilibrada, con guiones estructurados que dosifiquen adecuadamente la intensidad y la periodicidad de los golpes de humor más afortunados a lo largo de todo el metraje. Es un cine más de destellos, de gags, de momentos puntuales. Como este, que viene al pelo de los conspiranoicos del tema Da Vinci y toda la mala literatura sobre ocultismos, sociedades secretas y otras patochadas que se pusieron de moda a partir de los dislates pseudohistoricistas y pseudorreligiosas de Dan Brown.
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Mis escenas favoritas – Viridiana
Aragón es tierra de genios: de genio, de ingenio y, a veces, de mal genio. El bueno de don Luis. Poco más puede añadirse a este momento. Sólo, por si alguien no ha reparado jamás en ello, cosa improbable, la magnífica composición de La última cena con un ciego, para más inri (nunca mejor dicho), sentado en el puesto correspondiente a Jesús. Para quitarse el sombrero ante la genialidad del cineasta aragonés, alguien de quien el director Alex de la Iglesia, cuya obra no transcurre precisamente por los derroteros del calandino (ya quisiera él, De la Iglesia, digo), dijo hace poco que no debería ni aparecer en las listas de los mejores cineastas de la historia por trascender mucho más allá del simple cine, por ser su obra un arte total, global, superlativo, sublime, que excede a lo meramente cinematográfico. Y por más que le pesara a don Luis, que nunca quiso ver demasiada cercanía entre su cine y la obra de otro genio, sordo y aragonés, cuánto del maestro Francisco de Goya hay en estos fragmentos… Y también, cuánto de la tradición de la picaresca española.