El final del verano de la vida: Septiembre (September, Woody Allen, 1987)

 

Sin duda, una de las películas menos vistas de Woody Allen, siempre a la sombra del clásico del mismo año Días de radio (Allen ha sido el último gran cineasta capaz de rodar y estrenar más de un gran título al año), en las filmografías del director suele citarse más por lo accidentado y conflictivo de su producción, aunque a él poco le guste recordarlo, que por sus auténticas cualidades cinematográficas o por la hondura y el sentido de su temática en relación con el resto de su obra. Las circunstancias son conocidas: una filmación que casi alcanzó los siete meses de duración, récord absoluto en la trayectoria de Allen; el descontento con el material de la primera versión que le llevó a repetir el rodaje desde el principio sustituyendo a algunos miembros del reparto (Maureen O’Sullivan, Charles Durning y Sam Shepard y Christopher Walken, ambos probados y desechados para el mismo personaje); la imposibilidad de rodar en la casa de campo de Mia Farrow por iniciarse el rodaje ya en invierno, cuando la acción tenía que transcurrir al final del verano, y la necesidad de construir meticulosamente un escenario análogo, encargo que cumplió Santo Loquasto a partir de fotografías de la casa de la actriz; la reescritura continua del guion, que Allen rehacía cada noche, lo que obligaba a los actores a aprenderse nuevos diálogos por la mañana… El resultado, sin embargo, es un melodrama de tan altas cotas de perfección formal y de una profunda emotividad tal que permite dar todos esos esfuerzos por bien empleados.

En la película destacan, de entrada, dos notables influencias estilísticas. En primer lugar, la del teatro de Antón Chéjov, que acordona temática y narrativamente el argumento de la película. Usada como un único escenario teatral, la casa de campo es el lugar en el que coincide un pequeño grupo de personajes, media docena, que arrastran una serie de agudos conflictos sentimentales entrecruzados y que, debido a ellos, experimentan un acusado grado de frustración personal. En segundo orden, la sombra de Ingmar Bergman, en particular de su película Sonata de otoño (Höstsonaten, 1978), protagonizada por Ingrid Bergman y Liv Ullmann, que, en un entorno similar al de la película de Allen, propone un drama que gira en torno a un hogar con problemas compuesto por una madre y una hija entre las que se ha abierto una brecha emocional, originada en acontecimientos del pasado, que nunca termina de cerrarse, y frente a la que ambas luchan por encontrar su identidad. Una tercera influencia, menos «culta» y más «pedestre», planea sobre el guion: aunque Allen siempre ha negado el hecho de haberse inspirado en este luctuoso suceso real, el desencuentro entre Lane (Mia Farrow) y su madre, Diane (Elaine Stritch, que sustituyó en el reparto a O’Sullivan, madre de Farrow en la vida real), una veterana actriz de Hollywood, surge de un episodio demasiado parecido al protagonizado por Lana Turner y su hija, Cheryl Crane, en relación con la muerte del amante de la primera, el esbirro del crimen organizado Johnny Stompanato. Si en este célebre caso de la crónica negra de Hollywood cierta prensa siempre dudó de la presentación policial y judicial del asunto y sembró la hipótesis de la inculpación interesada de la joven, que entonces tenía catorce años, para librar de cualquier responsabilidad a su madre (cuya aparición en el juicio para testificar fue calificada por algunos como la mejor actuación de su trayectoria como actriz), en la película de Allen la raíz de los males emocionales de Lane y el perpetuo enfrentamiento madre-hija surgen y se mantienen a partir de un hecho semejante, la supuesta muerte del amante de la madre, un bicho de los bajos fondos, a manos de la hija, entonces aún de temprana edad, y del mantenimiento del espectador en la duda sobre la autoría cierta de la muerte.

Este conflicto de base se completa con el truncado hilo sentimental que une unos personajes a otros: Howard (Denholm Elliott), el maduro vecino viudo que cuidó de Lane tras su intento de suicidio, se ha enamorado de ella y sufre por su inminente vuelta a Nueva York, pero Lane no le corresponde porque ama en silencio a Peter (Sam Waterston, en un papel que empezaron a interpretar Christopher Walken y Sam Shepard antes de ser sustituidos), un divorciado escritor en ciernes, al que Diane ofrece la posibilidad de escribir su biografía, que se aloja en la casita de huéspedes; este, sin embargo, se siente atraído por Stephanie (espléndida Dianne Wiest), la mejor amiga de Lane, otra neoyorquina, casada y madre familia pero claramente insatisfecha y desencantada con su matrimonio; por su parte, la relación entre Diane y su actual novio, Lloyd (Jack Warden, que relevó a Charles Durning), parece la más serena y estable, principalmente porque él siempre atiende pacientemente los caprichos y necesidades de la antigua diva, pero por momentos se deja ver que no es oro todo lo que reluce… Un frágil tejido emocional que pivota sobre la anulación que la figura de la madre ha impuesto sobre su hija, a partir del hecho criminal que las une más férreamente aún que el vínculo de sangre, y que se recrudece en cada ocasión que Diane invade aparatosamente el espacio de Lane, ya sea robándole la atención de Peter para convencerle de que escriba su biografía autorizada, lo que él egoístamente persigue a fin de encauzar su carrera como escritor, o interfiriendo en las maniobras de Lane para poner a la venta la casa y conseguir un dinero con el que regresar a Nueva York y recuperar su vida, a poder ser, lo más cerca posible de Peter.

La película, heredera en tono y forma de la precedente Interiores (Interiors, 1978), sigue también a Chéjov en la informal estructura en tres actos diferenciados cuyo denominador común es la metáfora del mes de septiembre, el final del verano, el cambio de la luz, como el otoño de la vida, la última estación, la postrera oportunidad para tomar decisiones o recuperar el tiempo perdido. De, en suma, tomar las riendas de la propia vida antes de que entre en su declive. En este sentido, la fotografía de Carlo Di Palma, de colores tenues, con ocasionales contrastes fuertes y reveladores claroscuros, resulta óptima, en particular durante la crucial secuencia del apagón, cuando, a la luz de las velas, como si el día o la iluminación eléctrica supusieran algún tipo de cortapisa, de imposibilidad para la intimidad más sincera, nacen las confidencias, las confesiones, los verdaderos sentimientos que normalmente se disimulan o se ocultan, por pudor, por miedo, por debilidad. El tratamiento de la luz va acompañado de los fluidos y significativos movimientos de cámara y la planificación, cómo los personajes comparten o no plano según el tenor de cada conversación, de cada aspiración, cómo la cámara recoge un plano general o se cierra sobre un rostro concreto, cómo registra los espacios iluminados o capta las sombras como expresión de los temores e incertidumbres que amenazan sus vidas. Los tres actos se estructuran en secuencias compartidas, duelos interpretativos entre dos personajes, estratégicamente repartidos a lo largo del breve metraje (apenas ochenta minutos), una auténtica sucesión de tours de force que van tejiendo poco a poco el complejo puzle de relaciones personales y de elementos del pasado que confluyen en ellas y las condicionan.

Mención aparte merecen los diálogos, más solemnes y trascendentales de lo que en Allen suele ser habitual (de nuevo, se palpa la huella dramática de Chéjov), menos naturales y espontáneos y en su inmensa mayoría desprovistos de cualquier rastro del humor propio del cineasta, excepto en algunas de las réplicas de Diane y Lloyd (en especial, cuando este cuenta cuándo se conocieron, al compartir un taxi por casualidad, una frase concisa que destapa las carcajadas). Y es que el humor descacharrante de Allen, salvo en estas ocasiones puntuales, se disfraza esporádicamente de ironía, nada más, cede el espacio a la amargura y la nostalgia de lo anhelado y no vivido, a la tendencia a la introspección, la reflexión y la melancolía triste que impone el final de septiembre y la entrada en el otoño. En este aspecto, la película contrasta con la otra estrenada por el director ese mismo año, lo que acredita la capacidad de Woody Allen para moverse en registros diferentes (en contra de quienes afirman que «siempre hace la misma película) en su prolífica producción, sobre todo en los años ochenta (¿qué cineasta de cualquier época puede atesorar, en una misma década y haciendo una película por año, y a veces más de una, una filmografía de tal calibre de interés y calidad?), y también su alto grado de desempeño como cineasta, adaptándose en la forma al estilo preciso para cada título sin apartarse de su autenticidad como creador. A este respecto, a pesar de ser su filme menos taquillero, Allen colocó Septiembre como una de sus películas predilectas: “es la película que, en mi opinión, he rodado mejor que ninguna otra. Lo he hecho con más sofisticación porque estábamos todos metidos en aquella casa, con la cámara en constante movimiento, y pasaban un montón de cosas fuera de cámara; nunca había rodado así en mis primeras películas”. Y sin embargo, posteriormente, en 2014, llegó a afirmar: «si tuviera que volver a rodar una película, sería Septiembre«. Y aunque es una película absurdamente infravalorada y habitualmente ignorada, puede que a la tercera fuera, por fin, la definitiva.

Mis escenas favoritas: Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, Vincente Minnelli, 1952)

Magnífica, y veraz, secuencia de este monumento cinematográfico erigido, precisamente, a la creación cinematográfica y dirigido magistralmente por Vincente Minnelli.

John Sturges: el octavo magnífico

No sé por qué me meto en tiroteos. Supongo que a veces me siento solo.

‘Doc’ Holliday (Kirk Douglas) en Duelo de titanes (Gunfight at the O.K. Corral, 1957).

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John Sturges es uno de los más ilustres de entre el grupo de cineastas del periodo clásico a los que suele devaluarse gratuitamente bajo la etiqueta de “artesanos” a pesar de acumular una estimable filmografía en la que se reúnen títulos imprescindibles, a menudo protagonizados por excelentes repartos que incluyen a buena parte de las estrellas del Hollywood de siempre.

Iniciado en el cine como montador a principios de los años treinta, la Segunda Guerra Mundial le permitió dar el salto a la dirección de reportajes de instrucción militar para las tropas norteamericanas y de documentales sobre la contienda entre los que destaca Thunderbolt, realizado junto a William Wyler. El debut en el largometraje de ficción llega al finalizar la guerra, en 1946, con un triplete dentro de la serie B en la que se moverá al comienzo de su carrera: Yo arriesgo mi vida (The Man Who Dare), breve película negra sobre un reportero contrario a la pena de muerte que idea un falso caso para obtener una condena errónea y denunciar así los peligros del sistema, Shadowed, misterio en torno al descubrimiento por un golfista de un cuerpo enterrado en el campo de juego, y el drama familiar Alias Mr. Twilight.

En sus primeros años como director rueda una serie de títulos de desigual calidad: For the Love of Rusty, la historia de un niño que abandona su casa en compañía de su perro, y The Beeper of the Bees, un drama sobre el adulterio, ambas en 1947, El signo de Aries (The Sign of Ram), sobre una mujer impedida y una madre controladora en la línea de Hitchcock, y Best Man Wins, drama acerca de un hombre que pone en riesgo su matrimonio, las dos de 1948. Al año siguiente, vuelve a la intriga con The Walking Hills (1949), protagonizada por Randolph Scott, que sigue la estela del éxito de El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, John Huston, 1948) mezclada con el cine negro a través de la historia de un detective que persigue a un sospechoso de asesinato hasta una partida de póker en la que uno de los jugadores revela la existencia de una cargamento de oro enterrado.

En 1950 estrena cuatro películas: The Capture, drama con Teresa Wright en el que un hombre inocente del crimen del que se le acusa huye de la policía y se confiesa a un sacerdote, La calle del misterio (Mistery Street), intriga criminal en la que un detective de origen hispano interpretado por Ricardo Montalbán investiga la aparición del cadáver en descomposición de una mujer embarazada en las costas cercanas a Boston, Right Cross, triángulo amoroso en el mundo del boxeo que cuenta con Marilyn Monroe como figurante, y The Magnificent Yankee, hagiografía del célebre juez americano Oliver Wendell Holmes protagonizada por Louis Calhern.

Tras el thriller Kind Lady (1951), con Ethel Barrymore y Angela Lansbury, en el que un pintor seduce a una amante del arte, Sturges filma el mismo año otras dos películas: El caso O’Hara (The People Against O’Hara), con Spencer Tracy como abogado retirado a causa de su adicción al alcohol que vuelve a ejercer para defender a un acusado de asesinato, y la comedia en episodios It’s a Big Country, que intenta retratar diversos aspectos del carácter y la forma de vida americanos y en la que, en pequeños papeles, aparecen intérpretes de la talla de Gary Cooper, Van Johnson, Janet Leigh, Gene Kelly, Fredric March o Wiliam Powell. Al año siguiente sólo filma una película, The Girl in White, biografía de la primera mujer médico en Estados Unidos.

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En 1953 se produce el punto de inflexión en la carrera de Sturges. Vuelve momentáneamente al suspense con Astucia de mujer (Jeopardy), en la que Barbara Stanwyck es secuestrada por un criminal fugado cuando va a buscar ayuda para su marido, accidentado durante sus vacaciones en México, y realiza una comedia romántica, Fast Company. Pero también estrena una obra mayor, Fort Bravo (Escape from Fort Bravo), el primero de sus celebrados westerns y la primera gran muestra de la maestría de Sturges en el uso del CinemaScope y en su capacidad para imprimir gran vigor narrativo a las historias de acción y aventura. Protagonizada por William Holden, Eleanor Parker y John Forsythe, narra la historia de un campo de prisioneros rebeldes durante la guerra civil americana situado en territorio apache del que logran evadirse tres cautivos gracias a la esposa de uno de ellos, que ha seducido previamente a uno de los oficiales responsables del fuerte. Continuar leyendo «John Sturges: el octavo magnífico»

Dos melodramas criminales: Retrato en negro (Portrait in black, Michael Gordon 1960) y La mujer de paja (Woman of straw, Basil Dearden, 1964)

El melodrama criminal de raíz teatral en el que amores, crimen, grandes fortunas, herencias y luchas por el poder constituyen los mayores alicientes argumentales, camino del siempre presente giro sorpresivo final, es todo un subgénero en sí mismo. De gran proliferación en el cine durante los últimos años 50 y primeros 60, en los 70 y 80 saltó a la televisión para convertirse en esos culebrones tremebundos de tramas retorcidísimas a lo largo de miles de capítulos de millonarias audiencias. No obstante, todos los elementos aparecían ya en estas películas de consumo fácil y olvido vertiginoso, pero con algunas virtudes dignas de ser destacadas. Para muestra, dos botones.

Reina del melodrama, Lana Turner (quién si no) protagoniza Retrato en negro (Portrait in black, Michael Gordon, 1960). Da vida a Sheila, la segunda esposa del magnate Matthew S. Cabot (Lloyd Nolan), cuyos problemas de salud lo han convertido en un marido déspota, irritable e intransigente, en particular en lo referente a su hermosa mujer. Poco escrupuloso asímismo en cuanto a la dirección de su gran empresa naviera, se hace ayudar de Howard Mason (Richard Basehart), un abogado que también se las trae, que a su vez desea en silencio a la esposa del ricachón, la cual se ha enrollado con David Rivera (Anthony Quinn), el solícito médico y cirujano que atiende a los cuidados de Cabot. Para embrollarlo todo más, la hija de Cabot, Cathy (Sandra Dee), fruto de su anterior matrimonio, se ha enamorado de Blake Richards (John Saxon), pequeño empresario del ramo cuyo negocio los Cabot hundieron en el pasado, pero al que a pesar de todo el millonario ha adjudicado una importante contrata. Y todo esto ocurre bajo la atenta mirada de los empleados del servicio, el chófer (Ray Walston) y el ama de llaves (Anna May Wong).

La trama gira en torno a la conveniente muerte del viejo Cabot, que parece convenir tanto a los amores de Sheila y Rivera como a los intereses amatorios y económicos del abogado Mason, y de la que se verá acusado el inoportuno novio de Cathy, aunque la actitud sospechosa del chófer, demasiado amigo de apostar y de pedir adelantos de su sueldo a su patrona, y del ama de llaves, contribuye a aumentar la confusión del público. El encubrimiento de un crimen, el chantaje y la necesidad de cometer un asesinato para librarse de él van enredando una madeja en la que los personajes empiezan a hundirse y desnaturalizarse, revelar una cara oculta muy distinta a su habitual superficialidad, hasta que al final las piezas encajan y se hace justicia, no legal sino la que más importa a Hollywood, moral. Dirigida con rutinaria efectividad por Gordon, como buen melodrama retratado en Color by De Luxe (del que depende en buena medida la atribución visual de emociones y perfiles a los personajes) posee sus buenas dosis de decorados de cartón piedra, sus interminables secuencias de grandes pasiones sentimentales verbalizadas (que no sentidas, al menos no transmitidas como tales al público), sus gotas de acción y de intriga y su conclusión desorbitada. Entre sus aciertos, la secuencia en la que el personaje de Quinn da el giro definitivo hacia el abismo, de los colores vivos y brillantes que presiden la película en la primera mitad, a su deambular de sombras y su rostro oculto en la oscuridad cuando asciende la escalera de los Cabot en la secuencia crucial. Igualmente, el manejo del suspense en la escena del chantaje. En cuanto a los errores, un final previsible y aparatoso y, especialmente, toda la secuencia en la que el personaje de Turner, que no sabe conducir, se ve obligada a hacer un largo trayecto al volante del cual depende el ocultamiento de una muerte; aunque Gordon maneja bien el suspense que acompaña a la escena, esta se cae por completo cuando pensamos en cómo alguien que no ha tocado un coche en su vida puede realizar ese desplazamiento conduciendo por primera vez, en su estado de agitación, atravesando un paso a nivel con barrera y bajo la oportuna mirada de la policía que pasaba por allí. Pero todo melodrama tiene su aportación de delirio disparatado, y en este título la secuencia en cuestión alcanza cotas de absurdo auténticamente risibles.

La mujer de paja (Woman of straw, Basil Dearden, 1964) se beneficia de un texto más sólido, a pesar de no ser de origen estrictamente teatral, y de la experiencia y veteranía de Dearden, uno de los directores británicos más importantes y solventes del periodo. Continuar leyendo «Dos melodramas criminales: Retrato en negro (Portrait in black, Michael Gordon 1960) y La mujer de paja (Woman of straw, Basil Dearden, 1964)»

Mis escenas favoritas – Los tres mosqueteros (The three musketeers, George Sidney, 1948)

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Un musical sin números de baile.

La concepción de esta gloriosa adaptación de la archiconocida novela de Alejandro Dumas (y sus negros, valga, en este caso, la redundancia…), producida con todo el despliegue de medios y lujos de la Metro Goldwyn Mayer de la época, queda muy próxima al género musical, y no solo por el estelar protagonismo del atlético Gene Kelly, que derrocha alardes físicos a lo largo del extenso metraje (más de dos intensas horas). El diseño de las secuencias de combate, la minuciosa y calculada coreografía de los duelos de esgrima, la colorista fotografía, el tono ligero y zumbón, y el aprovechamiento escénico de las localizaciones de exteriores y de los decorados de estudio, convierten a esta magnífica cinta de aventuras de George Sidney en un referente inevitable para hablar de la presencia de los mosqueteros en el cine, no tanto por la fidelidad en su adaptación, sino por la entrega al lúdico acto de gozar creando, pensando en el posterior disfrute del público. Además de ello, un reparto colosal: Kelly, Lana Turner, Vincent Price, Van Heflin, Angela Lansbury, Gig Young… Incluso la pava de June Allyson.

Música, maestro…

Diálogos de celuloide – Quiero a este hombre (Honky Tonk, Jack Conway, 1941)

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‘Candy’ Johnson: ¿Quiere, sheriff, que juguemos a un nuevo juego?

Sheriff:  ¿Cómo se llama?

‘Candy’ Johnson: Ruleta rusa.

Sheriff: ¿Cómo se juega?

‘Candy’ Johnson: Uno de los dos se mata.

Sheriff: ¿Y el otro?

‘Candy’ Johnson: El otro se ríe.

Sheriff: Juego. Me gusta reír.

Honky Tonk. Jack Conway (1941).

Vidas de película – Jeff Chandler

Aquí tenemos al bueno de Ira Grossel, conocido cinematográficamente como Jeff Chandler, caracterizado de Cochise, el famoso guerrero y caudillo apache antagonista de James Stewart en Flecha rota (Broken arrow, Delmer Daves, 1950), sin duda una de las mejores películas de su carrera, y una de sus interpretaciones más soportables. Porque el amigo Ira, o mejor dicho, Jeff, fue uno de esas colecciones de virilidad, músculos, miradas torvas y ademanes grandilocuentes con el que el Hollywood clásico intentaba impresionar a las jovenzanas -y a más de un jovenzano- que debían abarrotar las taquillas de los cines, y que por lo general nunca superaban los límites del cacho de carne con ojos que transita por delante de la pantalla sin mayor valor, aporte o interés artístico o dramático.

Asiduo a westerns de bajo presupuesto, películas de acción de serie B y filmes bélicos de corto recorrido, Jeff Chandler nació en Brooklyn en 1918, y antes de dedicarse al cine combatió en la Segunda Guerra Mundial -excelente campo de pruebas para no pocas de sus posteriores películas- y fue actor radiofónico y también de teatro. Además, desarrolló un enorme talento para el violín, instrumento musical del que podía considerársele un auténtico virtuoso (quizá el cine ganó un mediocre actor y la música perdió un aceptable violinista, en el tejado o no…; quizá en el cuarto de las escobas…). Y además desarrolló con el tiempo otra afición de la que se terminaría resintiendo su vida personal: al amigo Chandler le gustaba vestirse de mujer. Sí, a este tipo atlético, musculado, con ese pelo corto, casi rapado, de toques blanquecinos, si no directamente canoso, le gustaba vestirse de señora mayor y deambular por casa de esa guisa (Ed Wood no era un caso aislado, ni mucho menos, y menos en Hollywood). Eso le costó no pocos disgustos con su esposa, Marjorie Hoshelle, o con su más conocida amante, la nadadora-actriz Esther Williams, que se fue a practicar natación sincronizada a otra parte cuando se hartó de que él comprara bañadores, albornoces, gorros de baño, toallas y demás infraestructura logística piscinil -si existe el palabro- femenina para sí mismo, sin dejar que ella los catara.

Bueno, en lo que al cine se refiere, que es lo que aquí interesa (aunque lo otro mole más), hay que reconocer que Jeff Chandler fue una víctima de la serie B, especializándose en westerns cutres y películas bélicas para Robert Wise, George Sherman, Jack Arnold, Joseph Pevney, George Marshall o Budd Boetticher, o en maniquí acompañante de bellezas oficiales como Loretta Young, Lana Turner o Kim Novak. Sus títulos más reseñables, además de Flecha rota, son Atila, rey de los hunos (Sign of the pagan, Douglas Sirk, 1954),  A diez segundos del infierno (Ten seconds to hell, Robert Aldrich, 1959), ambas con Jack Palance, Regreso a Peyton Place (Return to Peyton Place, José Ferrer, 1961) y, sobre todo, el excelente bélico de Samuel Fuller Invasión en Birmania (Merrill’s marauders, 1962).

Esta película le proporcionaría éxito y crédito póstumos, puesto que falleció en 1961 a causa de las complicaciones derivadas de una operación de hernia discal. Un personaje tan extraño, tan contradictorio, está claro que no podía tener una muerte normal…

La tienda de los horrores – Las aventuras de Marco Polo

¿Quién dijo que en la época clásica del cine, en el dorado Hollywood, no había truños? La prueba está en esta película de aventuras dirigida por Archie L. Mayo en 1938, que puede que en su momento cumpliera su función, esto es, la de proporcionar entretenimiento ligero, sencillo y plano a un público americano tan preocupado por la Gran Depresión como temeroso del conflicto bélico inminente que hacía tiempo que estaba llamando a las puertas, en la contemplación de las peripecias de un héroe, blanco por supuesto, en un entorno exótico, inspiradas en los viajes del comerciante veneciano Marco Polo y su célebre Libro de las Maravillas.

Y es una verdadera lástima, porque la película lo tenía todo para ganar la batalla del paso del tiempo: un director experimentado y todoterreno, Archie L. Mayo (Svengali, El bosque petrificado, El diablo y yo, Una noche en Casablanca…); un estupendo guionista, Robert E. Sherwood; un equipo fotográfico de primera (Archie Stout y Rudolph Maté); un músico competente y contrastado (Hugo Friedhofer); un reparto encabezado por una estrella en su plenitud (Gary Cooper), uno de los malos oficiales (Basil Rathbone), un tótem de la primera mitad del siglo XX (H.B. Warner), y una bella emergente (Sigrid Gurie); incluso cuenta con los primeros papeles de dos intérpretes posteriormente consagrados: Lana Turner y Richard Farnsworth; hasta, para rizar el rizo, algunas de las secuencias de acción y lucha las dirigió sin acreditar nada menos que John Ford. Pero nada, de la potencialmente interesante epopeya viajera de unos comerciantes europeos que abrieron los horizontes económicos hasta Catay, Cipango y el Imperio Mogol, la cosa se queda en mero trapicheo romanticoide de baja estofa.

Algo de eso se vaticina cuando la película da comienzo en Venecia, con Marco hecho todo un ligón de góndola en góndola seduciendo bellas virginales o ya casadas, disfrutando de su acomodada vida en el seno de una familia rica en plan jovenzano irresponsable preocupado únicamente de «folgar», y no de labrarse un futuro y una posición distintos a los que puedan corresponderle por herencia. Sin embargo, como candidato idóneo para viajar a China (en una forma muy apresurada y superficial de presentar las motivaciones que movieron a comerciantes de la República Serenísima a personarse tan lejanamente), su vida da un giro cuando se pone en marcha nada menos que a través de territorios controlados por el Islam (en pleno siglo XIV, con los turcos asomándose al Mediterráneo y Venecia replegándose cada vez más a su actual entorno) en busca del camino a Extremo Oriente. Lo malo es que, lejos de narrar ninguna peripecia viajera, Mayo y Sherwood, con prisa por situar el drama romántico que será el eje de la historia, liquidan los miles de kilómetros entre un destino y otro en una serie de encadenados que recogen a Marco y sus acompañantes en distintos entornos relacionados con su viaje (vadeando ríos, desembarcando de naves, cruzando desiertos, ascendiendo montañas…) hasta darse de bruces en apenas dos minutos con las murallas de la capital china, en el interior de la cual da verdaderamente comienzo la película.

Director y guionistas de nuevo optan por la vía rápida cuando omiten al público cualquier noción relacionada con el choque cultural, la diferencia de estilos de vida, ideologías, religiones o modos sociales entre los recién llegados y los chinos; es más, Marco Polo da por azar con la primera casa que encuentra, la de un importante personaje con el que empieza a comunicarse como si tal cosa, ambos en un perfecto inglés de Oxford, y que le llevará, fíjate tú qué casualidad, directamente a Palacio. Este encuentro da pie para el folclorismo más infame y palurdo en el retrato de todos los tópicos relacionados con la China milenaria. Particularmente hay una risible secuencia en la que Marco Polo descubre de manera bastante cretina todos los inventos célebres que supuestamente nos han venido desde allí; como buen chino, su interlocutor tiene esparcidos por allí desde un saquito de pólvora hasta un plato de spaghetti. De este modo impresentable, Mayo y Sherwood liquidan las partes «molestas» de la historia, esto es, el viaje repleto de aventuras y encuentros con seres variopintos de decenas de culturas diferentes y el análisis o la presentación minuciosa de la cultura china y toda noción de lo que significa la palabra Descubrimiento para los primeros ojos occidentales que contemplan un mundo nuevo, para concentrarse en un romance entre Marco Polo y la hija del emperador. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Las aventuras de Marco Polo»

Diálogos de celuloide – El cartero siempre llama dos veces

CORA: Me hicieron una prueba. La cara les gustó, pero ahora las películas son habladas. Y en cuanto empecé a hablar desde la pantalla, descubrieron lo que era, y yo lo comprendí también: una tonta de Des Moines que tenía tantas probabilidades de triunfar en el cine como un mono. O menos. Porque el mono siquiera hace reír. Y yo lo único que conseguía era dar asco.

The postman always rings twice. Tay Garnett (1946).