Mis escenas favoritas: Laura (Otto Preminger, 1944)

Una de las más fulgurantes irrupciones en pantalla que ha dado el cine, Gene Tierney retornando de la muerte en esta maravillosa pesadilla del cine negro dirigida por Otto Preminger.

Vidas de película – Judith Anderson

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Aquí tenemos nada menos que a toda una Dama del Imperio Británico, la australiana Judith Anderson, excelente actriz con una filmografía muy breve que, a pesar de ello, ha dejado una huella imborrable entre la prácticamente inagotable galería de estupendos secundarios de la historia del cine, especialmente en su periodo clásico.

Frances Margaret Anderson, nacida en Adelaida en 1897, disfruta de un merecido hueco en la memoria cinéfila gracias a su personaje, que le valió la candidatura al Oscar, en Rebeca (Alfred Hitchcock, 1940), en la que interpretaba a la célebre ama de llaves de Manderley. Pero el resto de su carrera, muy larga y preferentemente dedicada a las tablas, depara otros títulos muy estimables y siempre en personajes de gran peso, como sucede en Laura (Otto Preminger, 1944), El extraño amor de Martha Ivers (The strange love of Martha Ivers, Lewis Milestone, 1946), junto a Barbara Stanwyck, Van Heflin y un debutante Kirk Douglas, Memorias de una doncella (The dairy of a chambermaid, Jean Renoir, 1946), Las furias (The furies, Anthony Mann, 1950), Los diez mandamientos (The ten commandments, Cecil B. DeMille, 1956), La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a hot tin roof, Richard Brooks, 1958), en la que interpretaba un magnífico duelo con su «esposo» Burl Ives, o Un hombre llamado caballo (A man called horse, Elliot Silverstein, 1970).

Dedicada sobre todo al teatro y, ya en sus últimos años, a la televisión, apareciendo en varias series como Santa Bárbara, Judith Anderson falleció en enero de 1992 a los 94 años.

Maléfica, malévola, mala malosa: Que el cielo la juzgue (1945)

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La aparición súbita de Gene Tierney «volviendo de la tumba» en Laura (Otto Preminger, 1944)  supone, junto a la de Rita Hayworth en Gilda (Charles Vidor, 1946) y la de Ava Gardner en Forajidos (The Killers, Robert Siodmak, 1946), una de las irrupciones más inolvidables de toda la historia del cine. En Que el cielo la juzgue (Leave her to heaven, John M. Stahl, 1945), el sensual cruce de piernas de Tierney mientras lee un libro en el vagón de un tren camino de Nuevo México quizá no sea para tanto, pero marca a la perfección el punto necesario de atracción que permite al público comprender el deseo y la fascinación que de inmediato nacen en el escritor Richard Harland (Cornel Wilde) por la mujer que, despreocupada y con aire casual, lee precisamente su última novela, aunque ella tarde un tiempo en reconocerle. Ese comienzo azaroso pone de manifiesto lo que va a ser la constante nota principal de la historia: el poder manipulador, consciente o inconsciente, de una bella y carismática mujer sobre todos los que la rodean. O mejor habría que decir que ésta es una de las notas principales, porque la otra es tanto o más importante en el devenir de los acontecimientos: el patológico poder perturbador de unos celos obsesivos de tal magnitud que no sólo logran trastocar la percepción de la realidad y su interpretación, sino que consiguen mutar una personalidad hasta convertirla en un ser vil, mezquino, brutal, criminal.

Estas son las líneas maestras de este melodrama de intriga filmado a todo color (nominación al Oscar incluida) por John M. Stahl en 1945, un director hoy prácticamente olvidado cuyas mayores aportaciones al arte cinematográfico vienen, además de por la presente película, de Las llaves del reino (1944), relato de pobreza y miseria en China de la mano de un sacerdote católico interpretado por Gregory Peck, el drama sobre infidelidades titulado La usurpadora (1932), con Irene Dunne y John Bowles, y dos películas que alcanzarían la fama como remakes rodados por Douglas Sirk, Imitación a la vida (1934) y Sublime obsesión (1935), sin olvidar que Stahl llegó a codirigir con el gran Ernst Lubitsch El príncipe estudiante en 1927. Que el cielo la juzgue es seguramente su cinta más conocida, y ello es mérito de su personaje central, Ellen, compuesto extraordinariamente por Gene Tierney, que ha pasado a la posteridad como uno de los máximos ejemplos que el cine ha ofrecido de la perturbación mental como fuente de desgracias y fatalidades.

El encuentro casual de Richard y Ellen cuando ambos van, en compañía de la madre y una prima de ella, a pasar unos días en el rancho de un amigo común, Glen Robie (Ray Collins), es el detonante de una pasión mutua que lleva a la joven a romper repentinamente su compromiso matrimonial con Russell Quinton (Vincent Price), un incipiente abogado que trabaja como fiscal, y casarse apresuradamente con Richard, junto al cual la vida parece feliz hasta el punto de que Ellen parece haber olvidado la traumática muerte de su padre, que la había sumido en una profunda tristeza. Sin embargo, Ellen vive su amor de manera tan posesiva, la fuerza de sus celos es tan irrefrenable, su obcecación obsesiva por Richard es tan cruel y brutal, que no repara en medios para tenerlo siempre a su lado, incluso si es preciso maniobrando en la sombra para conseguir sus fines, que no son otros que apartar de su lado a todo aquel que puede competir con ella en sus afectos, su tiempo o sus atenciones, no en el primer lugar, sino en la totalidad, los cuales ella exige, desea y anhela para ella sola. Por eso Ellen no vacilará en expulsar del lado de Richard, de una manera u otra, sin detenerse siquiera a considerar el respeto a la vida humana, presente o futura, a toda aquella persona por la que Richard sienta la más mínima inclinación, desde su hermano pequeño, un enfermo crónico que apenas puede mover las piernas, hasta a su propia prima, Ruth (Jeanne Crain), fuente principal de sus celos al pensar que entre ella y Richard existe una naciente atracción que amenaza con crecer. La deriva psicológica de Ellen, su obsesión cada vez mayor, la lleva a cometer verdaderas atrocidades y a confeccionar tupidas telarañas de intrigas, falsedades, verdades a medias y manipulaciones que conseguirán tejer una red de discusiones, enfrentamientos, odios, huidas y desencuentros de la que ella misma deberá erigirse en víctima necesaria para mantener los efectos de la maquinaria de insidias que ha construido durante años. Continuar leyendo «Maléfica, malévola, mala malosa: Que el cielo la juzgue (1945)»

Dos de Otto Preminger (I): Río sin retorno

A Otto Preminger le suele costar demasiado perfilar bien sus películas. Su, por otro lado, impresionante filmografía, que atesora media docena de obras maestras y de otras películas imprescindibles (Laura, de 1944 o El hombre del brazo de oroThe man with the golden arm-de 1955, o Anatomía de un asesinatoAnatomy of a murder-, de 1959, por citar solo tres), está repleta de producciones imperfectas, de películas mal rematadas, fallidas. Su incuestionable oficio, su reconocible solvencia, su contrastada solidez como narrador se ven comprometidos no pocas veces por una recurrente entrega a lo excesivo, a recrearse erróneamente en instantes demasiado explotados o excesivamente banales, mientras que en otras ocasiones, situaciones y momentos que requerirían o agradecerían mayor atención y desarrollo quedan aparcados incomprensiblemente -daremos una conveniente muestra de ambas cosas en un próximo artículo-. Río sin retorno (River of no return, 1954)  es un ejemplo de tibieza más que de exceso, en el que Preminger mezcla el musical con el western y el cine de aventuras en una historia tratada con superficialidad que quizá hubiera podido dar mucho más de sí.

La presencia de Marilyn Monroe como Kay Weston, una cantante que trabaja en un campamento del Oeste repleto de pioneros, mineros, tramperos, cazadores, pistoleros, jugadores y demás geografía humana propia del western, condiciona en buena parte el tono y la forma de la película, especialmente en los interludios musicales, en los que la Monroe luce cualidades vocales (al menos a ella no la doblaban cuando cantaba, a diferencia de otras grandes sex-symbols como Rita Hayworth, por ejemplo) y una ajustada anatomía con amplios escotes y piernas embutidas en medias de rejilla, pero también en las escenas de acción, que han legado a la posteridad las célebres secuencias de Marilyn embutida en unos apretados vaqueros empapados, todo un hito en la época que hizo mucho por extender entre la población femenina el uso de esa prenda hasta entonces considerada casi en exclusiva como ropa de trabajo o de población carcelaria. Al poblado llega Matt Calder (Robert Mitchum), un granjero que busca a su hijo Mark (Tommy Rettig), tenido ilegítimamente con una mujer que acaba de morir, y del cual va a hacerse cargo. Por otro lado está Harry Weston (Rory Calhoun), un jugador que acaba de ganar una mina de oro en una partida de cartas, se supone que con trampas, y que quiere salir corriendo a la ciudad más cercana para inscribir la propiedad y empezar a explotar un futuro que augura próspero, incluso dejando tras de sí a Kay, a la que no parece querer demasiado a pesar del amor ciego que ella le profesa. La amenaza de los indios, que atacan la granja de Matt, obliga al terceto a perseguir a Harry no a caballo y campo a través, sino en un accidentado y peligroso viaje en balsa siguiendo el curso del río, un tránsito lleno de incertidumbres y de riesgos, los propios de las aguas embravecidas de un río de montaña de las Rocosas y de los indios sedientos de sangre que intentan acabar con ellos.

La película se deja ver con agrado, constituye un entretenimiento apreciable, sin cautivar pero tampoco sin rechinar. Su indefinición temática y narrativa le impide ir más allá:  Continuar leyendo «Dos de Otto Preminger (I): Río sin retorno»

Música para una banda sonora vital – Laura

David Raksin compuso para Laura (Otto Preminger, 1944) una de las más inolvidables partituras del cine negro. Se ajusta como un guante a este melodrama criminal de bajas pasiones magníficamente fotografiado por Joseph LaShelle (Oscar por su trabajo) y protagonizado por una Gene Tierney que enamora a todo el mundo, acompañada del genial Clifton Webb y el pasmado de Dana Andrews como detective MacPherson, trío complementado con secundarios de lujo como Vincent Price o Judith Anderson.

Una pieza evocadora, espectral, pesadillesca, neurótica, que nos introduce adecuadamente en el torbellino emocional de una película imprescindible.

Cine en serie – El hombre del brazo de oro

POKER DE FOTOGRAMAS (IV)

Es difícil encontrar otro cineasta que con una carrera de más de cuarenta años como director haya conseguido una obra tan sólida y uniforme en cuanto a calidad, abordando tantos estilos y temáticas tan opuestos, como el austriaco Otto Preminger; en este punto, quizá sólo Howard Hawks pueda presentar un currículum más dilatado en el tiempo, más variopinto en cuanto a géneros, más constante en su nivel artístico y más reconocido por crítica y público. Preminger, que construye sus filmes partiendo de guiones compactos, muy bien estructurados y literariamente impecables, base indiscutible para dotar a sus personajes de perfiles psicológicos complejos y contradictorios y a sus historias de abundantes matices y diferentes niveles de lectura, tiene en su haber unas cuantas obras capitales de la Historia del cine, como son la sobresaliente Laura (1944), El abanico de Lady Windermere (1949), Cara de ángel (1952), Río sin retorno y Carmen Jones (ambas de 1954), Buenos días, tristeza (1958), Porgy y Bess y la obra maestra Anatomía de un asesinato (1959), Éxodo (1960) o El cardenal (1963).

Su proyecto de 1955, El hombre del brazo de oro, suponía un tema excesivamente arriesgado para Hollywood, de ahí que arrastrara tantas dificultades económicas y profesionales para ponerla en pie. En una sociedad como la norteamericana de mediados de los cincuenta, puritana en lo formal, sacudida todavía por las veleidades y paranoias de la “caza de brujas” y en la que muchos aspectos censurables de la vida privada de las estrellas eran secretos a voces en los círculos apropiados, no resultaba del agrado de productores, críticos y público ver determinados temas plasmados en la pantalla de manera demasiado explícita, mucho menos cuando las mentalidades conspiranoicas defensoras del American Way of Life indentificaban determinados comportamientos (ideas de izquierdas, homosexualidad, adicciones, etc.) como contrarios al ideario nacionalista norteamericano, y, por tanto, como sospechosos de colaboracionismo con esos entes extranjeros, principalmente de índole comunista, considerados enemigos. Lo que hoy puede parecernos una mentalidad infantil difícilmente explicable y justificable entre personas adultas y razonables, en aquella época era capaz de acabar con carreras y vidas profesionales de un día para otro. Si Billy Wilder experimentó en 1945 el rechazo de buena parte de los sectores económicos, cinematográficos y sociales a raíz del estreno de Días sin huella y su retrato crudo y desgarrador de la adicción al alcohol (voces acalladas con el éxito de la película entre el público y la consagración de Wilder en los Oscar de ese año), Otto Preminger diez años más tarde volvería a ser blanco de las mismas fuerzas conservadoras. La primera dificultad fue pues la elección de un actor que pudiera encarnar al protagonista, a ese perdedor recién salido de la cárcel que soporta un pasado de adicción al poker y a la heroína y, más importante, que se ofreciera a interpretar un personaje que iba a concentrar las iras de buena parte de la profesión y del público americanos. Sólo un valiente, Frank Sinatra (porque Sinatra era muchas cosas, no todas positivas, pero la valentía era un rasgo innegable en él: así lo sabían quienes, por ejemplo, compartieron sus rodajes en España y sabían de su costumbre de sacar al pasillo las fotografías de Franco que presidían las habitaciones de muchos hoteles, honroso comportamiento que le produjo no pocos problemas con la policía y la Guardia Civil del momento) aceptaría, no sin dudas, el papel, y cabe afirmar que sin él la película, de haber sido, no sería la misma.

Sinatra es Frankie Machine, apodado El hombre del brazo de oro, un experto croupier de los bajos fondos, especializado en duras partidas de poker de muchas horas e incluso días de duración, que vuelve a su barrio de siempre una vez en libertad tras un breve paso por la cárcel. Su presencia es garantía para que una partida de poker sea limpia. Su problema: su debilidad por la heroína. Su voluntad: la estancia en prisión le ha regenerado por completo, ha aprendido un oficio, ha descubierto su amor por la música, y su única intención es reconstruir su vida huyendo de todo aquello que le hizo hundirse. No tiene ninguna intención de volver a las andadas, ha dejado el juego de poker y la droga para siempre, quiere vivir y nada va a impedírselo. Para ello, se ha preparado como baterista de jazz y tiene un contacto que puede proporcionarle un empleo. Sólo necesita un poquito de suerte para echar a rodar su nueva vida. Sin embargo, su esposa Zosh (magnífica Eleanor Parker en su personaje de mujer fría, resentida y manipuladora) es un gran problema para Frankie: tiempo atrás quedó impedida a raíz de un accidente del que él se siente culpable, y no duda en chantajear emocionalmente a Frankie, que se siente culpable de su desgracia, para tenerlo atado a su lado y conseguir todos sus propósitos. Zosh, cuya perfidia sólo es comparable a su ambición, exige a Frankie que acepte los trabajos como croupier que le proporciona su antiguo jefe, Schwiefka (Robert Strauss), un organizador de partidas clandestinas, para así ganar un dinero que les proporcione comodidades. De este modo Frankie vuelve a caer en el ambiente que lo pervirtió, en las largas y duras apuestas de dinero al poker, pero no olvida que sólo es una solución temporal en tanto concreta su empleo como músico. Sin embargo, la mala suerte quiere que el traje que su amigo Sparrow (Arnold Stag) le consigue para la audición sea robado y que la policía detenga a Frankie. Louis (Darren McGavin), el antiguo proveedor de Frankie se ofrece a pagarle la fianza, pero con una condición innegociable: deberá trabajar para él en una partida de poker que organiza. Continuar leyendo «Cine en serie – El hombre del brazo de oro»

El riesgo del amor idealizado: Laura, de Otto Preminger

Para lo más parecido a Frank Sinatra que tenemos en ZGZ.

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Pocas veces ocurre en el cine lo que sucede en esta accidentada obra maestra de Otto Preminger dirigida en 1944 y basada en la obra de Vera Caspary: una película con nombre de mujer, cuya trama gira en torno al asesinato de esa mujer, cuyos diáologos destilan amor y pasión por esa mujer, y en la que, sin embargo, no es ella la protagonista absoluta. Esta curiosa mezcla de esfuerzos personales y estilos cinematográficos diversos, surgida en su forma final tras múltiples problemas (se trata de otro de los proyectos truncados de Rouben Mamoulian) y giros inesperados (la sorprendente aparición de un cineasta solvente como Otto Preminger para hacerse con el timón de un filme de encargo ya comenzado) que casi hacen tan interesante la gestación de la película como la propia historia que cuenta, resulta, probablemente junto a Rebecca de Alfred Hitchcock, el mejor retrato cinematográfico jamás filmado acerca del poder que un ser ausente ejerce sobre quienes le han sobrevivido, hasta el punto de dominar sus vidas, sus sueños y sus destinos.

En apenas hora y media escasa, Preminger nos presenta la historia, no sólo de Laura, sino sobre todo de quienes pululan a su alrededor, internándose en géneros tan diversos como el thriller negro, el melodrama y el drama psicológico. Como el personaje hitchcockiano, Laura (bellísima, cautivadora Gene Tierney) es una mujer que hechiza a los hombres y a la que admiran las mujeres, y que con su magnetismo y sus misterios consigue dominar las vidas de los demás hasta incluso después de muerta. Porque Laura ha sido asesinada, su bello rostro ha sido destrozado con un tiro de escopeta, y el detective McPherson (magistral Dana Andrews en su creación de una pasión continuamente reprimida) se pone manos a la obra para descubrir al criminal. Mientras indaga alrededor de la vida de Laura y pasa largos ratos mirando su hermoso retrato pintado por un antiguo enamorado, descubre el extraño rompecabezas humano, psicológico y sentimental de la vida de la joven asesinada y los fascinantes territorios humanos que se movían en torno a ella como planetas girando alrededor de un sol refulgente: Shelby (Vincent Price), pretendiente astuto y cínico que mantiene una relación un tanto sui generis con Ann (Judith Anderson, otro nexo con el personaje hitchcockiano), una amiga de la aristocracia un tanto desencantada y pragmática, y sobre todo Waldo (soberbio Clifton Webb), el descubridor de Laura, el prestigioso, pérfido y sarcástico escritor y periodista radiofónico que sirve de cicerone a McPherson en el complejo tejido de relaciones que se tiende alrededor de la muerte de Laura.
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